miércoles, 27 de agosto de 2008

Llover aquí

Mi amigo Roberto Echeto escribió una vez que la lluvia en Caracas no era como la lluvia en Estocolmo, que en Caracas llueve con un grito y mientras cae la tormenta una muñeca se despeña cerro abajo por la quebrada crecida. Me pareció una verdad como una piedra, una metáfora de vértigo.

Hubo un tiempo en que esos aguaceros tropicales me remitían a una memoria de lluvia feliz. Cuando éramos niños en mi familia aprovechábamos los aguaceros para bañarnos bajo la lluvia. En esta ciudad siempre ha habido un racionamiento de agua feroz, así que la lluvia era buen pretexto para que los cinco montáramos un carnaval particular en el lavandero de casa sin sacrificar el hilo de agua que aún resistía en el tanque de reserva. Todo comenzaba cuando mis padres, sin decir nada a nadie, salían de su cuarto en traje de baño, con una toalla en una mano y la pastilla de jabón en la otra y se lanzaban hacia el patio. Mis hermanas y yo veíamos aquello y salíamos corriendo a buscarnos nuestros trajes de baño y nuestras toallas. El agua que caía desde el techo inclinado del lavandero era helada y una vez enjabonados costaba un mundo sacarse aquella baba aromatizada de encima. Yo lo que más recuerdo era que por espacio de quince minutos hacía mucho frío, se gritaba un montón –aunque no se dijera absolutamente nada porque nada se escuchaba bajo el aguacero- y uno acababa con un dolor brutal en las costillas después de tanta risa y tanto ahogo.

Pero llueve hoy sobre Caracas con una ferocidad que estruja el estómago. Brama el cielo, los perros aúllan, todo sonido se confunde bajo el ruido blanco que provocan millones de gotas inmolándose contra la tierra. Nos arropa hoy una luz extraña, como si desde las dos de la tarde el tiempo se hubiera congelado en un ocaso blanquinegro permanente y cruel.

Mucho se habla -y sobre todo en estos tiempos de migraciones criollas a grifo abierto combinadas con el alarido desgañitado de los patrioteros- de cuáles son las cosas que caracterizan a los venezolanos; si es posible, acaso, de hablar de las esencias de la venezolanidad. Se dice que los venezolanos somos comedores de arepas y de Diablitos Underwood (bebedores de Toddy y de Frescolita también), que no podemos pasar una navidad sin las hallacas de mamá, que somos gente amigable y de sangre caliente que se sabe reír de sus desgracias, que todos en algún momento de la vida hemos agradecido a la providencia por las canciones de Tío Simón. Eso y mucho más. Cosas por el estilo, todas discutibles, todas vulnerables, todas desmentidas con cuantiosas excepciones a la regla.

Estoy convencido esta tarde de que sí hay una cosa que nos hermana a todos los venezolanos, algo nos caracteriza en lo más profundo, somos amigos de la lluvia, nos gusta callar un rato para ver por la ventana al cielo desmoronarse en eso que llamamos “un tremendo palo de agua”. Pero inmediatamente ese disfrute se ve oscurecido por un sentimiento culposo, un agobio porque nos acordamos –nos acuerda la lluvia que a tanta gente se ha llevado- que en este país llueve con un llanto y un grito. Es inevitable pensar que alguien en este instante debe estar perdiendo su casa, sus cuatro cositas, una abuela, un vecino, un hijo.

Cuando los venezolanos vemos llover algo por dentro se nos arruga y en silencio levantamos una plegaria: Dios, pobre gente, por favor haz que escampe.

Y quien no lo hace es porque no es de aquí. O será que el cuerpo lo tiene aquí pero el alma se le quedó en otra parte.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Lanzarote


Nunca he estado en Lanzarote, pero vaya que me hubiera gustado. Algunos amigos que han tenido la oportunidad de ir insisten en que debo conocer esa isla –y que los isleños son casi, casi, venezolanos-, que me gustaría especialmente porque aseguran que es uno de los lugares que más se parece a Marte en la Tierra.

Hace algunas semanas mi amiga Lena, navegante de Mil Orillas, me comentó que se pasaría unos días en Lanzarote. Le pedí una foto de la isla, una que fuera muy marciana para saber de qué me perdía. Ayer me mandó unas cuantas, algunas de ellas tomadas por su retoño de 5 años al que llama “mi pez”.

Yo no sabía casi nada de Lanzarote hasta que me cayó en las manos una extraña novela corta del mismo título escrita y fotografiada por Michel Houllebecq. Me la leí en aquel momento con ansiedad y algo parecido a la decepción. Me esperaba más del autor y me esperaba más de Lanzarote; sin embargo los años han pasado y Lanzarote –la isla, pero también la novela- se me ha quedado enterrada en un lugarcito del cerebro desde donde segrega esa sustancia cruel y entrañable que produce melancolía por lo no vivido.

Durante algún tiempo abrigué secretamente el deseo de ser Houellebecq en Lanzarote. De escribir desde allí y en primera persona mis desventuras de escritor nihilista, decepcionado, solitario, indignado y frustrado porque ni el mundo ni yo resultamos lo se esperaba que fuéramos. Hubiera ofrecido cinco años de existencia por pasear durante uno por esas playas, revolcarme sobre la arena volcánica con dos turistas alemanas que me llevaran una cabeza, tomar mis fotos marcianas convencido de que ningún visitante había jamás mirado ni contado a Lanzarote así. Pero nunca pude ir a Lanzarote, me quedaba siempre muy lejos en lo geográfico o en lo bolsillístico.

Antes de dormir abro una a una las fotos que me han enviado. Despierto de madrugada y mientras la luz naranja del amanecer se cuela por los vidrios repaso mentalmente ese lugar alucinante que mi amiga y su hijo me han recortado en cuadros. Escucho mientras a las golondrinas que este año también han anidado en el techo, se turnan para traer comida a los pichones que reciben a sus padres con una fiesta monumental que hace sospechar del tamañito. Abajo los perros han sentido, no sé cómo, que ya he abierto los ojos y se estremecen en ladridos que parecen cantos (me pregunto cómo no querer a una gente que tiembla de gusto cada mañana con tan solo verte). Alargo una mano y toco con punta de dedos la cabeza de mi mujer que sigue dormida, la despeino un poco, ella responde con esa habilidad insólita que tiene cuando está dormida para hacer una crineja con mis pies entre los suyos. Me quedo allí trenzado y entonces pienso que definitivamente yo no conoceré Lanzarote. No seré jamás Houellebecq en la isla, me queda demasiado lejos, perdida en los océanos de otro mundo.

Dios mío, menos mal.

viernes, 15 de agosto de 2008

Kim Ki-Duk


Yo no fui a ese festival pero me lo contó Richita que sí estuvo. Parece que llegaron tarde a la proyección de una película asiática llamada La isla y cuando entraron al teatro aquello estaba a reventar. Misteriosamente quedaba una fila libre, una céntrica, a buena distancia de la pantalla, y lo único que había que hacer era pedirle permiso al chinito que ocupaba la butaca de la esquina. Y eso hicieron, le dijeron “Esquiusmi, míster” y pasaron los cuatro, se sentaron a sus anchas y se congratularon por la suerte que tenían, ahora disponían de asientos suficientes hasta para dejar los abrigos. Justo antes de comenzar la proyección apareció un anfitrión con corbatita de lazo que en nombre de Robert Redford y del festival de Sundance le daba las gracias al director Kim Ki-Duk y al elenco de la película La Isla “que gentilmente han venido desde Corea a acompañarnos esta noche”. El público aplaudió a cuatro coreanos que de pie, y aplastados contra la puerta, saludaban. El tal Kim Ki-Duk era el mismo que hace poco guardaba la fila de puestos.

Al año siguiente Kim Ki-Duk y el gran Richita se volvieron a ver las caras. Esta vez en Bruselas. Y apenas Richita lo reconoció, justo mientras le colgaba el micrófono de balita del abrigo, me dijo: “Coño, papá, éste el chino que le dijimos Esquiusmi y se tuvo que pegar su propia película parado”.

Ese mismo día Richita insistió durante la cena en contarme de qué iba La isla, o qué era lo que él había entendido de aquella proyección en versión original en coreano con subtítulos en inglés. Sería incapaz de relatarles qué fue lo que me contó Richita, correría el riesgo de escribir una cosa más larga que la obra completa de Proust; o, tal vez, pensándolo bien, creo que apenas si alcanzaría a proferir un balbuceo sonámbulo. Lo único que diré es que la versión de La isla de Richita era en tiempo real, duró más o menos dos horas, y estoy casi seguro de que en algún momento La Isla es idéntica al Señor de los Anilllos, hacia el final se parece que jode a El Resplandor -pero con una moto- y tiene mucho de una película de Bruce Lee pero donde no hay ni una pelea. Ah, y que cada cierto tiempo Richard se interrumpía para decir cosas como: “No, ya va papá, que te la estoy contando mal, la vaina es al revés. La moto no estaba allí sino en la playa”.

Pero volvamos a Kim Ki-Duk, que lo teníamos allí sentado con el micrófono a la altura del pecho, hundido en una poltrona mostaza, con su gorro de invierno naranja enterrado hasta las pestañas. Habló lento y pasito, sin ademanes ni inflexiones. Fue especialmente tímido, entrañablemente humilde. Recuerdo que nos comentaba que no entendía muy bien por qué lo invitaban a festivales de cine fantástico porque en Corea todas esas cosas que salían en sus películas eran más bien materia para hacer cine antropológico o documentales costumbristas.

Al finalizar la entrevista nos hizo reverencias de esas que hacen los karatecas después de un buen combate. Incluso a Richita, varias, y sin ningún rencor. Debo confesar que cuando nos despedimos de Kim Ki-Duk yo no tenía la menor idea de que ese joven y casi diminuto director coreano se transformaría en el pedazo prodigioso de cineasta que apenas a la vuelta de un año demostró ser con “Primavera, Verano, Otoño, Primavera otra vez” o con esa perla prácticamente muda llamada “Hierro 3”. Película, ésta última, que en buena hora quise compartir con mi madre y se la dejé rodando en el aparato sin acordarme de activarle los subtítulos en español. Mamá me llamó dos horas más tarde y me dijo: “Me encantó esa película, chamo, lástima que uno no entienda qué es lo que se dicen al final”.

Es curioso pensarlo, pero así lo siento hoy: tuvimos la suerte de conocer a Kim Ki-Duk antes de que fuera Kim Ki-Duk. Justo antes de hacerse Kim Ki-Duk. Y eso lo hace aún más especial.

Sí, este mismo es el hombre. Actuando en su propia película. Kim Ki-Duk, el mismo al que Richard levantó de su butaca y lo obligó a ver su Isla de pie.