Hubo un tiempo en que esos aguaceros tropicales me remitían a una memoria de lluvia feliz. Cuando éramos niños en mi familia aprovechábamos los aguaceros para bañarnos bajo la lluvia. En esta ciudad siempre ha habido un racionamiento de agua feroz, así que la lluvia era buen pretexto para que los cinco montáramos un carnaval particular en el lavandero de casa sin sacrificar el hilo de agua que aún resistía en el tanque de reserva. Todo comenzaba cuando mis padres, sin decir nada a nadie, salían de su cuarto en traje de baño, con una toalla en una mano y la pastilla de jabón en la otra y se lanzaban hacia el patio. Mis hermanas y yo veíamos aquello y salíamos corriendo a buscarnos nuestros trajes de baño y nuestras toallas. El agua que caía desde el techo inclinado del lavandero era helada y una vez enjabonados costaba un mundo sacarse aquella baba aromatizada de encima. Yo lo que más recuerdo era que por espacio de quince minutos hacía mucho frío, se gritaba un montón –aunque no se dijera absolutamente nada porque nada se escuchaba bajo el aguacero- y uno acababa con un dolor brutal en las costillas después de tanta risa y tanto ahogo.
Mucho se habla -y sobre todo en estos tiempos de migraciones criollas a grifo abierto combinadas con el alarido desgañitado de los patrioteros- de cuáles son las cosas que caracterizan a los venezolanos; si es posible, acaso, de hablar de las esencias de la venezolanidad. Se dice que los venezolanos somos comedores de arepas y de Diablitos Underwood (bebedores de Toddy y de Frescolita también), que no podemos pasar una navidad sin las hallacas de mamá, que somos gente amigable y de sangre caliente que se sabe reír de sus desgracias, que todos en algún momento de la vida hemos agradecido a la providencia por las canciones de Tío Simón. Eso y mucho más. Cosas por el estilo, todas discutibles, todas vulnerables, todas desmentidas con cuantiosas excepciones a la regla.
Estoy convencido esta tarde de que sí hay una cosa que nos hermana a todos los venezolanos, algo nos caracteriza en lo más profundo, somos amigos de la lluvia, nos gusta callar un rato para ver por la ventana al cielo desmoronarse en eso que llamamos “un tremendo palo de agua”. Pero inmediatamente ese disfrute se ve oscurecido por un sentimiento culposo, un agobio porque nos acordamos –nos acuerda la lluvia que a tanta gente se ha llevado- que en este país llueve con un llanto y un grito. Es inevitable pensar que alguien en este instante debe estar perdiendo su casa, sus cuatro cositas, una abuela, un vecino, un hijo.
Cuando los venezolanos vemos llover algo por dentro se nos arruga y en silencio levantamos una plegaria: Dios, pobre gente, por favor haz que escampe.
Y quien no lo hace es porque no es de aquí. O será que el cuerpo lo tiene aquí pero el alma se le quedó en otra parte.