martes, 14 de diciembre de 2010

Tragedia del arbolito. Capítulo IV: Fin


Mis hermanas insisten en que me faltan varios capítulos, que no puede ser que no me acuerde del arbolito hecho con un pino Caribe que cortó mi cuñado del jardín bajo la mirada escandalizada y reprobatoria de mi papá. Y no me acordaba, la verdad, hasta que mi hermana Amanda me mostró la foto. Una foto curtida por el tiempo de una época en la que todos teníamos más pelo (los ochenta fueron unos tiempos voluminosos, donde el pelo reclamaba su derecho a ocupar un lugar respetable en el universo). Atrás del pelero se asoma el arbolito Caribe, un flaco absolutamente despelucado al que le colgaron unos adornos navideños y un collar de luces. Se parecía un montón a la pascuita pero éste era como un indigente metido a punk.

Recordé también que realmente no era un pino Caribe, eran dos, dos flacos esmirriados a los que se les ató por la cintura con un mecate antes de sembrarlos en una maceta. Insisto, lo del volumen en los ochenta era un punto de honor. Era mejor sacrificar a dos pinos por un motivo estético. Coño, y que estábamos en navidad.

Eso sí, al año siguiente no hubo fuerza humana ni sobrehumana que convenciera al vegetal de que los ecocidios se justificaban si era navideños. Antes de que pudiéramos cortar otro pino estaba dispuesto a atravesarse en nuestro camino como un policía acostado e íbamos a tener que pasarle, literalmente, sobre su barriga.

Las opciones se nos iban cerrando: el pino ya no podía ser canadiense ni Caribe y volver a intentarlo con la pascuita era un tipo de suicidio. Primero muertos que volver a vestir a la mantis con liquilique. Estábamos de brazos caídos mientras que mi papá, estoy seguro, cuando se quedaba solo hacía un gesto muy parecido al de Messi cuando le dedica el gol a su abuelita –los dos dedos apuntando allá arriba a los cielos- después de haberse driblado a cuatro pendejos.

Entonces ocurrió el milagro. No, no fue que el viejo se apiadara de sus víctimas, eso no iba a ocurrir jamás; fue que mi madre se rebeló. Buscó un catálogo de ofertas navideñas de American Express, uno que se llamaba Amexclusivas, y llamó por teléfono (mientras el viejo estaba a varios kilómetros de distancia, claro) y encargó un pino plástico de los de un metro ochenta. Se acabó la tragedia del arbolito, sí, me lo cargan a la tarjeta, sí, con despacho a domicilio, preferiblemente en la semana y antes de las 4, gracias.

Ya luego apagaríamos el incendio cuando, llegado el momento, ardiera Troya.

Pero Troya no ardió, o sí pero no nos enteramos. El arbolito no llegó en toda la semana ni el sábado tampoco (a pesar de que estuvimos haciendo guardia por turnos, no fuera cosa de que llegara el repartidor y la persona más cercana a la puerta fuera papá). El domingo salimos a visitar a mi abuela y el vegetal se quedó escribiendo en casa. Ese día cayó un aguacero memorable y volvimos tarde, luego de que escampara y el Guaire volviera a su cauce. Cuando papá nos abrió la puerta nos dijo: “ahí les dejaron algo” y señaló a un rincón sobre el suelo del comedor.

Allí estaba el arbolito acostado con sus ramas como brazos saliéndose de una urna de cartón mojado. Como pidiendo que lo rescatáramos, lo sacáramos de allí y adornáramos de inmediato. Había algo en esa escena como de relato bíblico, como de bebé en una cesta lanzado a las aguas del río para que alguien más lo salvara corriente abajo. Tengo que preguntar a las muchachas, pero creo que hasta el viejo se apiadó del tipo a pesar del plástico. Estoy casi seguro que hasta ayudó a armarlo y le colgó las luces. O al menos giró desde su taburete las instrucciones para hacerlo, lo que es lo mismo viniendo del personaje.

Me gusta un montón la imagen nunca presenciada pero mil veces imaginada del viejo abriendo la puerta y recibiendo aquella caja mojada que le ponía el repartidor sobre los brazos (quiera usted o no, aquí está su arbolito). Me gusta también pensar en ese recibo (fírmeme aquí, maestro, donde dice recibido). Esa hojita maltrecha, un poco mojada, donde quedaría registro de la firma del vegetal con un pulso que expresaba en su justa medida toda la confusión, toda la indignación o toda la risa que le provocaba ese instante. Con qué ganas le daría yo esa firma a un grafólogo para que nos hiciera la radiografía de ese momento en el que papá firmó su derrota, quizás (prefiero inventármelo así) con todo gusto.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Tragedia del ARBOLOTE (Episodio III)


La culpa de la navidad del arbolote (y de todo lo que vino después) fue del tipo que, cerca de los chinos de La Boyera, puso un toldo verde con un letrero pintado con pulso de fumador crónico que gritaba: “SOLO AQUI LOS AUTENTICOS PINOS TRAIDOS DE CANADA” (así sin acentos porque en este país alguien hace rato inventó e instituyó aquella joya de que las mayúsculas no se acentúan ni los nombres propios tienen ortografía).

Nosotros, justo después del almuerzo y aprovechando que el viejo todavía no había vuelto de la universidad, nos acercamos a la venta de pinos (mamá al volante, alguna de las muchachas de copiloto y yo atrás, contentísimo con las múltiples ventajas del puesto de la ventanilla, con media cabeza afuera y ganas de morder el aire como los cachorros). La Negra se bajó y encaró al grandísimo responsable de todo lo que les voy a contar: Señor a cuánto tiene los pinitos. Bueno, mi gorda, a ti te lo dejo en 280.

Hasta allí llegó la negociación. Yo creo que La Negra se enfureció por lo del “mi gorda” pero a mí me dolió realmente fueron los 280. Un gancho al hígado. Claro, la única manera de que tengamos pino este año es intercambiándolo por el carro de mi mamá, pensé.

Cuando se acercaba el 24 (otro 24 más sin arbolito) mi hermana Amanda me convenció de que por leyes de la oferta y la demanda ese pino seguro que ahora costaba menos de la mitad, que eso se lo había explicado su novio que era un genio de las matemáticas. “Vete con mi mamá y pregunta para que veas”. Y yo le hice caso, me fui hasta el toldo verde por segunda vez, todo para que el autentico-vendedor-de-arboles-traidos-de-canada me respondiera de pésima manera que los pinos estaban ahora a 300 y dame un permiso, chamo, que tengo clientes por atender que sí vienen a comprar.

El 31 por la mañana amanecimos en casa con una revuelta familiar en contra del vegetal comandada por mis hermanas y apoyada en la retaguardia por mi mamá (yo, la verdad, es que me quedé oyendo todo desde el otro lado de la madera, a buen resguardo en mi cuarto, decidido a arriesgar mi pellejo en otra oportunidad). Se oían llantos, había súplicas, se escuchaba por montones la palabra “injusticia”, llovía un coro de voces agudas que finalmente se calmaron cuando el oso rugió: “¡Coño, basta, vayan a comprarse su árbol del carajo, no joda, chica!”. Y allí yo abrí la puerta porque las mujeres no iban a poder ellas solas con ese pino.

Era tal la euforia por la victoria alcanzada que creo que, en ese trayecto que duraba unos tres minutos, me dejaron ir en el puesto del copiloto mientras ellas iban como unas guacharacas cantando atrás. La alegría se trocó en preocupación cuando llegamos a la venta de pinos. Quedaban dos pinos, uno a 20 que le quedaban más o menos unos 20 minutos de vida (el pana estaba absolutamente desgreñado y marchito), el otro costaba 50 y no estaba en malas condiciones… pero era un árbol. Un árbol como de 3 metros de altura y dos de gordura. Era el pino canadiense más grande de Ontario. Una cosa que tú dices: “¿y cómo coño vamos a meter este bichot por la puerta de la casa?”.

Pero el vendedor estaba tan desesperado por salir del pino y desmontar su toldo y su letrero para irse a celebrar ya el año nuevo que nos hizo otro descuento, nos ayudó a subir al arbolote sobre el techo del Coronet, lo amarró con un mecate y hasta nos empujó el carro por la bajada para que pudiera arrancar con el peso extra. Dos kilómetros eternos duró el regreso a casa en los que no pasamos de los 10 kph, en los que el pino se fue arrastrando y despelucando contra el asfalto, en los que fuimos dejando una estela verde y aromática por donde pasamos. No tengo idea de cómo bajamos el pino del techo ni mucho menos cómo lo logramos subir hasta la sala, lo único que sé es que mi papá no nos ayudó ni en un solo centímetro ni con un mísero gramo. Dicen que la adrenalina hace cosas prodigiosas en momentos de angustia, pero quién sabe.

Sin embargo, el verdadero problema comenzó cuando quisimos meter al pino en su base para lograrlo poner de pie. Ninguno había reparado en el detallazo de que el tipo nos había vendido un pino cuyo tronco terminaba en una estaca. Era como una lanza prehistórica, gruesa, mal tallada, puntiaguda. No había manera de que aquello se mantuviera en posición vertical, contradecía todas las reglas de la física más elemental. Necesitábamos un hacha, una sierra, algo para convertir aquella lanza de cavernícola en una superficie plana que pudiera sostener en buen equilibrio al pino. Y entonces yo, preso de un ataque de máxima autoconfianza –tengan cuidado con los excesos de confianza, son peligrosísimos- les dije a mis mujeres: “Tranquilas que ya vengo con un machete”. Y me fui a casa de Tita, la vecina, cuyo tucán amazónico yo había asesinado años atrás (homicidio culposo, claro, yo sólo quería compartir mi helado morocho de uva y el tipo se lo comió entero de un bocado), pero Tita no sospechaba nada de todo esto, para ella su tucán había muerto por extrañas causas naturales y yo era simplemente el vecinito que necesitaba un machete para arreglar un asunto con las hermanas y lo devolvía ya.

Regresé a casa con el machete (antes podé algunas matas del jardín y descabecé a un par de rosas de un tajo) y cuando entré a la sala donde estaba el pino acostado sobre el suelo le dije a Amanda con voz de mando: “Agárralo bien para que no se mueva” y acto seguido he lanzado, como un verdugo medieval, el machetazo más enérgico y convencido de mi vida, una cosa hermosa y limpia que silbó por los aires, les peinó las pollinas a mis hermanas y se ha ido directo contra las baldosas de la sala sin siquiera tocar al pino. Lo pelé, loco, ni siquiera lo rocé al marico pino. Eso sí, doy fe de ello, las baldosas cuando uno las ataca con un machete te dan corrientazos como si fueran anguilas.

Apenas ocurrió “The machete incident”, mi mamá -dama apacible, dulce y correcta como pocas- incapaz de decir groserías, me dijo en ese momento varias (incluso varias que no había escuchado jamás) mientras me arrebataba el machete y me mandaba literalmente a sacar ese pino del carajo de su casa.

Ofendido y desarmado me fui, haciendo caso omiso de la orden materna, a buscar refugio donde mi papá que estaba leyendo un libraco como de 1000 páginas con los lentes en la punta de la nariz. Me miró por encima del marco de los anteojos y me hizo saber que estaba de cabeza en su estatus “no hablo con muchachos pendejos, por lo menos, hasta el año que viene”. Cuando me cansé de que el vegetal me ignorara de manera tan campante me fui de nuevo a la sala a ver qué había sido de la suerte del arbolote. Para mi sorpresa encontré a mis dos hermanas provistas cada una con un cuchillo para pan, de esos con sierrita y mango de madera, limando las últimas protuberancias de la base del pino. Entendí entonces que aquello de “más vale maña que fuerza” lo inventó una mujer y no había dejado de tener razón en siglos.

“A la cuenta de tres lo subimos entre los tres” dijo Amanda cuando acabó de ponerle la base al pino todavía horizontalizado. Y a la cuenta de tres –hoy estoy seguro que es la razón por la que cada uno de nosotros mide 5 centímetros menos de lo que debería- logramos alzar al pino hasta empotrarlo entre el suelo y el techo.

Amigos, aquello era como Atlas soportando la bóveda celeste. El pino estaba literalmente encajado contra el rincón, clavado entre el piso y el techo. No sólo habíamos logrado meter al pino de navidad en la sala, es que habíamos logrado una manera de que no pudieran sacarlo jamás. Una lástima que no le cabía ya la estrellita de la punta, era imposible, sobre todo porque la punta del pino había quedado doblada contra el techo, ese loco estaba sentenciado a morir de tortícolis.

Recibimos el año nuevo finalmente con arbolito de navidad. Igual que el día de reyes. Igual que el 31 de enero. Y casi logramos que aguantara hasta el 20 de febrero para el cumpleaños La Negra. No, no fue por desidia ni por flojera, es que no había fuerza humana que sacara a ese pino de allí donde lo habíamos empotrado. Salió por propia voluntad a mediados de febrero, cuando estaba tan marchito que empezó a descalabrarse espontáneamente. Fue soltando hojas, ramas, pedazos de corteza, fue perdiendo masa como los viejitos hasta que se desplomó.

A aquel inolvidable primer arbolito navideño lo sacamos con apoyo del jardinero y lo pusimos recostado contra el cerro de la casa, atrás en el jardín, esperando que alguien viniera a cortarlo y llevárselo (con la ayuda de dos camiones). Yo iba visitarlo todas las tardes, a la llegada del colegio, y le lanzaba un fósforo o dos o tres. Ardía ese pino que era una belleza, yo creo que siempre me gustó más así echando fuego que cuando estaba verde. Cierta tarde probé con siete fósforos a la vez, abrazados entre todos y con una súper cabeza múltiple rojísima; esa vez no le pude apagar las llamas ni con agua ni con los pies y tuvieron que venir los bomberos; pero ya era tarde, sobre todo para el caney de paja que se había hecho el vecino, pero esa es otra historia que ya les conté.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Tragedia del arbolito, Episodio II: Pascuita


Esa tarde de diciembre mi papá llegó especialmente eufórico a casa y, desanudándose el nudo de la corbata celeste combinada a la perfección con un traje del mismo color, gritó desde la puerta: “Tengo un amigo botánico de la universidad que me dice que la Pascuita es el verdadero arbolito de navidad venezolano”.
Y a nosotros cuatro, a pesar de que no teníamos la menor idea de lo que era una Pascuita (la ignorancia es feliz, dicen), ya la idea nos sonó bastante mal. Terrible.
24 horas más tarde estábamos subidos los cinco en el Dodge Coronet verde oliva, rumbo a la Universidad Simón Bolívar, mamá al volante, papá cantando y tamborileando los dedos contra el marco de la puerta del copiloto, mis hermanas flanqueándome -Amanda a mi derecha y la Negra a mi izquierda-. Yo iba atrás y en el medio, como siempre (porque cuando uno es el menor y el único varón cae inmediatamente y sin derecho a pataleo en la categoría “pendejo al que hay que someter hasta que sea más fuerte que nosotras”), haciendo precario equilibrio para mantenerme en mi puestico y sin espacio para las piernas (quién habrá diseñado el turullo ése que tienen los carros para que nadie se pueda sentar en el centro del asiento de atrás) y maquinando cómo algún día, cuando fuera más grande, iba a dar un golpe de estado y nunca más iban a condenarme al puesto del medio y entonces mis hermanas se iban a tener que turnar a ver quién le tocaba ese infiernito central y además no les iba a permitir que pusieran las piernas de mi lado, se me echan para allá las dos que no cabemos y mosca que yo pego duro…
Y en eso, cuando estaba terminando de darle los toques finales a mi plan para el golpe de estado fraternal (una cosa bellísima donde hasta estaba calculando exactamente la cantidad de centímetros a los que iba a reducir a mis dos hermanas), mi papá interrumpió con una exclamación: “Allí está el profesor Aristiguieta con nuestra Pascuita”. Y, acto seguido, mirando en la dirección en la que apuntaba el índice del vegetal, vemos a un pana con pinta de botánico, el prototipo del botánico de la Simón Bolívar, vestido de botánico, con barba y anteojos de botánico, que sostiene como a una novia a un arbusto verde con flores amarillas, una cosa triste y raquítica (el arbusto, el botánico no tanto), doblada como un flaco al que le acaban de caer a coñazos entre cuatro. Y el vegetal se baja del carro, abraza a su compinche con mutuas palmadas en la espalda, le da las instrucciones para que meta a esa cosa llamada Pascuita en la maleta de nuestro Coronet verde oliva, gracias, feliz navidad, y nos vamos a casa con ese cadáver encerrado atrás.
El vegetal iba por esas curvas que no cabía de contento. Desde el puesto del copiloto el tipo iba dictando una clase magistral disparada contra el parabrisas sobre todo lo que su amigote el botánico le había enseñado sobre la Pascuita; que su nombre científico era el Euphorbia leucocephala (qué fuerte, tengo varias neuronas cautivas aferradas a ese recuerdo), que era un arbusto que alcanzaba los 2 metros de altura, que florecía de blanco o amarillo por la época de navidad, que tú lo pintabas de blanco utilizando una mezcla de no sé qué vaina con otra vaina (la receta la llevaba en el bolsillo delantero de la camisa, dobladita en cuatro, escrita con la letra del botánico) y que cuando la tenías ya pintada la sembrabas en una maceta y le colgabas las bolas de navidad y las luces del arbolito. Como si fuera un pino, pero criollo.
Mientras tanto nosotros, allá atrás, estábamos asfixiados por el inconfundible olor de la maleza. Aquella vaina era monte, del que pica, del que da urticaria, del que te entra por la nariz y te llena de pelitos que comienzan a irritarte la nariz, el cerebro, la garganta, las piernas, la barriga. Coño de la madre, lo que llevábamos eran dos metros de pica-pica comprimidos en la maleta.
Llegamos a casa y entonces mi papá dijo: “Vamos a armar el arbolito de navidad”.
Tengo que hacer un paréntesis en este momento para una aclaratoria: las primeras personas del plural de mi papá eran las construcciones verbales más curiosas que se hayan conocido en la historia de este idioma. “Vamos a armar el arbolito” significaba que él se iba a buscar un taburete de la cocina, se iba a sentar en medio de la sala y desde allí –brazos cruzados sobre la barriga o reposando contra los muslos- iba a girar todas las instrucciones para que nosotros las ejecutáramos al pie de la letra. Es decir: él conjugaba todos los verbos en nosotros pero las acciones las hacen ustedes, los demás.
“Vamos a quitarles las hojas secas a la Pascuita” (que eran como el 90%). “Vamos a recogerlas en esta bolsa negra y vamos a sacarlas a la basura” (yo les arrimo con la punta del pie la bolsa negra, no se preocupen, mira, se te están quedando varias hojitas allí debajo de la mesa del televisor, agáchate bien, chico, flojo trabaja doble). “Vamos a ir preparando la mezcla para pintarla” (Margot, ponle más harina y bájale el fuego y remueve con cuchara de palo y ahora haz algo para que se enfríe rápido). “Vamos a pintarla con la brocha” (Esa no, la otra que es más delgada. Así no, chico, de arriba para abajo, lento, con cuidado, coño estás llenando todo el piso de pintura ¡te estoy diciendo que así!). “Vamos a sembrarla en la maceta” (si cargan la bolsa entre todos es más fácil y no hacemos tanto reguero, ¿no?). “Y ahora le ponemos las bolitas y las luces” (Negrín, póngame esa que es azul más arriba y a la izquierda, más arriba, sí, chica, ahí. Vamos, Popiet, ahora con las luces, más arriba, más arriba, dale la vuelta, otra más, muévete, chico, móntate en un taburete y ayuda a tu hermana). “¿Vieron qué bonito nos quedó nuestro arbolito criollo?”.
Pero la verdad es que aquella vaina era lo más cercano a un perro callejero disfrazado con smoking. Era como una mantis religiosa pero en liquilique. Además, olía a maleza. Como si la casa hubiera sido súbitamente invadida por los matorrales, las enredaderas y las alimañas después de varios años de abandono. Y además nos picaba todo, aquello era un festival de mocos y estornudos y pieles irritadas y ganas de lanzarse en una piscina.
Pasamos toda la noche a punta de antialérgico y conatos de asma. Al día siguiente la Pascuita amaneció con lumbago. O con apendicitis. Estaba doblada por la mitad, como tocándose el hígado, con todas las ramas apuntando al suelo. No aguantó ni un día. Creo que ni siquiera supo lo que era llevar las luces prendidas (nadie quiso encendérselas, la verdad). Lo único que la mantenía en pie era la maceta enorme en la que estaba clavada hasta las rodillas.
“Chico, esta vaina como que se marchitó”, me dijo el vegetal. “Ayúdame a sacarla para que se la lleve el aseo”. Y, claro, ya sabemos cómo se conjuga y cómo se ejecuta eso.
Cuando mis hermanas y mi mamá se levantaron y vieron el cadáver de la Pascuita sobre la acera, lista para ser llevada a su última morada, había algo en sus ojos parecido un montón al alivio. Yo diría que a la felicidad. Perdimos pero ganamos.
No sé cómo funciona la memoria. Cómo es que, a veces, ese recuerdo de algo que nos indignó acaba convertido en una cosa entrañable, en melancolía de la sabrosa o en carcajada. Esos misterios por los que uno acaba reconociéndose, sobre todo, en las cicatrices. Quién sabe por qué voltereta mágica del destino uno termina oyendo la palabra Pascuita y se le detona la risa al tiempo que nerviosamente necesita rascarse la base del cuello.