
Me gusta viajar en metro. Lo asumo. Lo prefiero mil veces a un taxi y –ni se diga- al autobús. Imagino que será porque se me parece un montón a ir en tren. Es el tren de quienes no tenemos (no tuvimos) un tren para viajar, lo que nos condena a la guillotina de la carretera o al purgatorio de los aeropuertos. Y la verdad es que no puedo dejar de visitar el metro en las ciudades que visito y sé que tienen uno. El metro es la otra ciudad, la ciudad que habita en las entrañas de la que se mueve en la superficie. A veces el subterráneo es una especie de fantasía colectiva, una metáfora de la ciudad posible, la que no fue; otras veces es, literalmente, un descenso a los infiernos. Tuve un profesor de cine que me convenció de que los metros no podían utilizarse gratuitamente en ninguna película, fuera de ficción o documental, porque el metro siempre debería simbolizar un lugar metafórico para que ocurra el viaje por el inframundo. “No pongas jamás a un personaje a viajar en metro si ese viaje no implica una transformación, un viaje interior que se hace sobre todo hacia dentro y del que el protagonista nunca saldrá igual a como entró”.
El metro es la carretera que se recorre en el territorio de las sombras.
Sin embargo, hay metros esplendorosos. El de Caracas es uno de los más bonitos y más limpios en los que haya estado jamás. O al menos lo fue, era una suerte de proyección bajo tierra de la Venezuela posible. Pero aseguran sus usuarios frecuentes que se ha convertido también en un descenso a los infiernos. Y sí, las últimas veces que estuve allí me pareció que no exageraban. No tanto. Dicen algunos que el metro de Moscú es una mezcla de teatro de la ópera con museo; pero allí no he estado y el cuento es viejo. Me han dicho también que en el de Tokio hay unos personajes de guantes blancos que te ayudan con cordiales empujones a embutirte en el vagón durante las horas pico. El metro de Chicago me pareció abominable, la cara oculta, violenta y maloliente que se esconde bajo una ciudad con epidermis de ensueño. El metro de Barcelona es un espacio para la lectura y para el silencio. El de Buenos Aires aúlla, tiene un sonido como de fantasmas (¿el de sus suicidas?) que se cuela por las ventanillas abiertas. Los metros de Bilbao y Lisboa tienen andenes que te hacen recordar a aquella canción de Patricio Rey sus Redonditos de Ricota: “el futuro llegó hace rato, llegó como vos no lo esperabas, pero el futuro ya llegó”.
Hay metros que son un circo o una feria. En el de París vi a un titiritero que montaba su teatrino al fondo del vagón y daba un espectáculo a escala que daban ganas de ir abrazar a ese loco que se escondía tras la tela negra y decirle: “pana, qué belleza, gracias”. Y en ese metro, como en el de Nueva York, hay músicos en las estaciones y en los vagones que le hacen a uno preguntarse cómo es posible que estén condenados a tanta subterraneidad mientras allá arriba proliferan la mediocridad y el mal gusto. El metro es el lugar donde uno también se plantea cosas que en la superficie casi nunca salen tan fácil.
El metro de México tiene ruedas, ruedas de caucho, como de camioncito. Y en el metro de México la gente come, bebe, vende y compra absolutamente de todo. Es un espejo del centro de la ciudad que ofrece un reflejo idéntico al del mundo exterior, si acaso un poco menos luminoso. En el metro de Ciudad de México se habla poco y pasito; y nadie anda a las carreras, el que está apurado camina más rápido y va sorteando a los demás como un futbolista que dribla conos durante una práctica. En el interior de sus vagones no se lee ni se habla mucho, algunos duermen, casi todos miran al vacío o al suelo.
Una vez, no sé si sentirme afortunado o lamentarme por mi desdicha (se me acusa de mitómano por este cuento sin testigos), un tipo entró al vagón con un saco de tela negra a cuestas, se quitó la camisa a pocos metros de mí (y yo dije: “ay, coño de la madre…”) y decidió desplegar la tela negra sobre el pedazo de suelo libre entre los asientos y los pies de los viajeros. Dentro del saco no había otra cosa que pedazos de vidrio, fragmentos de botellas de refresco, eso eran. El tipo descamisado se zambulló entre los vidrios y se ha lanzado un show de faquir en mitad de aquel vagón. Una cosa apoteósica, daban ganas de hacer la ola. Yo le di diez pesos y por primera vez vi en mi vida sentí a un vagón entero vibrar de la emoción.
Y una vez entró un joven con una pelota y nos quiso ofrecer un espectáculo de dominio del balón. No era exactamente un Messi, le faltaban varios meses de práctica, hay que reconocerlo, así que la pelota, a la cuarta vez de rebotar contra su empeine, se fue directo hacia la cabeza de un señor con lentes que la atrapó en el aire y sin decir una palabra hizo el gesto de lanzarla por la ventanilla abierta (porque este metro también es de los que se viaja con las ventanas abajo). El joven se bajó, cabizbundo y meditabajo, con su pelota en la siguiente estación. Seguro estará practicando en casa… o tal vez ya decidió que vender chicles es menos riesgoso.
Ayer al mediodía viajaba en el metro y entre las estaciones de Constituyentes y Auditorio me pasó algo que es lo que me impulsa a escribir estas líneas. Subió al vagón un vendedor ambulante con un helicóptero en mano, uno pequeñito, como de 15 centímetros, de esos que tienen una base donde se tira de una cuerda y entonces las aspas se mueven y el aparatito levanta vuelo. Y entonces el vendedor se lanzó su discurso aprendido de memoria: “El helicóptero volador, la sensación de los niños, la última novedad, el juguete que causa furor, alcanza hasta 10 metros de altura, a tan solo 20 pesos, 20 pesos vale, 20 pesos le cuesta”. Y en eso, un jodedor de los que nunca falta, le dijo: “No manches, güey, cómo que 10 metros de altura, a ver, que lo quiero ver volar al pinche helicóptero”. Y el vendedor se lo entregó en la mano y le hizo gesto con el mentón como diciéndole, mátese usted mismo, pruébelo. Entonces el jodedor colocó al helicópterito sobre la base y le dio un tirón de antología a la cuerda y el juguete salió volando, durísimo, directo y sin escalas hacia la ventana abierta. Y se perdió en la oscuridad.
Todo el mundo puso cara de póquer y miró al infinito (incluyéndome). El vendedor repitió: “20 pesos le vale, 20 pesos le cuesta”. Y el jodedor, claro, tuvo que pagar.
Anoche, confesaré, me quedé profundamente preocupado por ese helicóptero que ahora viaja por los túneles y las galerías del metro, volando para siempre en las sombras del inframundo. El pobre, el primero de su especie, el único helicóptero jamás cuyo destino ha sido flotar en los territorios del subterráneo donde se supone que ningún helicóptero tendría cabida. Qué angustiado que debe estar, en medio de esa oscuridad y esperando esquivar el próximo tren que ya se le viene encima.