
Llevo algún tiempo trabajando en un proyecto que tiene que ver con la construcción de la biografía del lector; es decir, preguntarse -y preguntar a otros- cuáles fueron esos libros que a uno le marcaron momentos cruciales en la vida y que significaron puntos de inflexión memorables. Lecturas que de alguna manera contribuyeron con un retazo más para esa colcha cosida con mil cosas rarísimas que llamamos identidad. Porque en el ejercicio de intentar trazar ese mapa podemos encontrar claves en nosotros mismos que quizás sirvan para incentivar a otros a la lectura.
Sin embargo no es de libros ni de fomento a la lectura que quisiera hablar tal día como hoy, mucho menos cuando anoche la Vinotinto venezolana por primera vez en su historia se coló a las semifinales de una Copa América, esta vez no quiero hablar de otra cosa sino de fútbol, de la necesidad que siento también de preguntarme y preguntar a los demás por nuestra biografía de fanáticos de la Vinotinto.
Creo que la primera vez que supe que Venezuela tenía equipo de fútbol y que vestía -en vez del lógico tricolor nacional repartido a lo largo del uniforme- con una extraña camiseta vino tinto fue en unas eliminatorias al mundial de España 82. Ese día vi el juego con mi papá, en el televisor a color (toda una novedad en casa) ubicado en la sala. “¿Papá y por qué vino tinto?” “Pues porque alguien se habrá robado los reales para esos uniformes y cuando los fueron a comprar sólo alcanzaba para esa tela rojo tostada y nos jodimos hasta el sol de hoy”. Vimos el juego (con cara de angustia y los ojo semicerrados) y ese día para variar perdimos. Jugamos contra Brasil y Brasil nos tenía ahogados, maniatados, fusilados a punta de cañonazos y tiros de todo calibre contra los postes, contra la humanidad del arquero, contra todo lo vinotinto que se moviera sobre el gramado del Estadio Olímpico de Caracas. Aquello era un calvario. Y a pesar de la sensación ineludible y aún fresca de que aquello era una pela entre burros y tigres, Brasil nada podía con nosotros (es una belleza eso del fútbol, los que juegan son siempre otros pero los fanáticos lo conjugamos todo en primera persona del plural). Tuvo que venir una jugada en la que un brasileño remató de cabeza con el arquero ya vencido y alguien (juro recordar que fue el capitán Pedro Acosta o quizás el más talentoso de los criollos de esos tiempos, Bernardo Añor) se lanzó de palomita sobre la línea de gol y metió el puño cerrado. El balón no entró, se fue limpiamente al córner por encima del travesaño, pero sí pitaron el penalti. Sigo convencido de que no debieron haberlo pitado, todo fue tan rápido, tan épico, tan bonito que el árbitro debió haberse hecho el bolsa. Debió pitar el penalti pero al revés, a favor de Venezuela, o pitar el final del partido en ese instante aunque faltara media hora de juego. Los argentinos llevan décadas hablando de la dichosa mano de Dios de Maradona, nosotros tenemos nuestra propia mano de Dios que no fue para meter un gol sino para evitarlo (una mano noble, justificable, digamos que una mano tocada con esa hidalguía que otorga la defensa propia). Pero ésa, la nuestra, nadie la recuerda ni la cuenta.
Algunos meses más tarde, en esas mismas eliminatorias, el papá de un amigo del colegio nos llevó al Olímpico a ver el juego de Venezuela contra Argentina. Y Argentina nos metió 5 ó 6… quizás 8. Perdimos feo y lo recuerdo que el estadio estaba vacío, no tenía ni un tercio de la grada llena. Y también recuerdo, sobre todo, que después del 3 a 0 fueron varios los espectadores que saltaron la talanquera, que le hincharon a la albiceleste y hasta corearon el “ole” cuando los argentinos pasaban de los 20 pases sin que una sola pierna vinotinto se les atravesara en el camino. Salimos de ese estadio con una humillación una tristeza que ni los helados de Crema Paraíso de chocolate con lluvia de chocolate y maní pudieron maquillar.
Viví la adolescencia y la temprana juventud en un país donde la gente cada cuatro años se pintaba la cara de verde, amarillo y azul y se escribían con errores ortográficos y con toda desvergüenza “Orden e Proggreso”. Un país donde todos los apostadores a ganador se iban a bailar samba y a tomar caipirinhas en Las Mercedes cada vez que jugaba Brasil. Un país donde esa cosa infesta y degenerada llamada Venevisión, liderada por los Cisneros (no me cansaré de decirlo jamás: los grandísimos responsables de la marginalidad mental de varias generaciones de venezolanos) para promocionar sus transmisiones del fútbol decían cosas como: “Vamos, nuestro Ronaldo, que Venezuela entera está contigo”. Fui niño y joven en un país donde varias veces tuve que justificar ante mis propios compatriotas por qué me gustaba ver los juegos de la vinotinto o, en otras palabras, cómo se me ocurría ser tan masoquista: “para qué, si eso es el eterno jugamos como nunca y perdimos para siempre”.
He visto también al presidente que nos gastamos dar una alocución en cadena nacional vestido con la verdeamarela pocas horas antes de la final entre Alemania y Brasil en el mundial de 2002. Que no se nos olvide jamás esa imagen patética por los cuatro costados. Chávez embutido dentro de la camiseta brasileña dando un discurso a la nación, prohibido olvidar.
Vi a Venezuela perder 7 a 1 contra Bolivia en Cachamay. Lo hicimos a los 22, directo de una fiesta, en esos momentos en los que uno se jura (y casi es, de hecho) inmortal, nos subimos a un carro a las 5 de la madrugada y nos echamos diez horas de carretera para ver a los nuestros en Puerto Ordaz. Y en ese partido metimos el primer gol y fuimos felices y luego los bolivianos (que parecían ser muchos más en el terreno y definitivamente lo eran en las gradas) nos encajaron 7 cortesía del Diablo Echeberry y sus demonios verdes del altiplano. Pasamos del cielo al inframundo en menos de 90 minutos. Un espanto. Un verdadero descenso a los infiernos. Y sin embargo, a pesar de todo, a uno se le ponía la piel gruesa y cada vez que había juego de la vinotinto te volvías a emocionar y se te reseteaban todo ese inconmensurable déficit de goles y palizas.
Era hermoso ser vinotinto, vinotinto aunque mal pague. Era hermoso porque sentirse parte de la resistance lo es. Porque tener síndrome de salmón y empeñarse en nadar a contracorriente tiene un encanto especialísimo, sobre todo cuando se es joven (que se puede a cualquier edad). De alguna manera fue hermoso encajar todas esas derrotas y anécdotas. Todas esas ilusiones y decepciones. Era inclusive hermoso que el señor del kiosco te preguntara: “¿Esa camisa que tienes es la de Venezuela? Verga, pana, que vaina tan horrible”.
Y fue hermoso haber pasado por todo eso porque en el fondo todos los que pasamos por allí sabíamos que algún día las cosas iban a cambiar.
Anoche mi cuñada me preguntaba justo después del juego que ganamos 2 x 1 contra Chile (y en el que casi morimos de un infarto y luego de la emoción): "¿Y esto es obra de Richard Páez… o de César Farías?”. Y no me atreví a darle mi respuesta más honesta que no es otra que: esto es obra de Fuenteovejuna, la nuestra. De absolutamente todos los pendejos, los ilusos, los optimistas, de todos los que alguna vez vimos jugar y sufrimos con la Vinotinto. Es obra de los 22 muchachos que están hoy en Argentina regalándonos una luz al final del túnel (ciertamente la cosecha del vino tinto criollo del 2011 será recordada como la mejor del continente). Por fin una alegría para este pueblo tan golpeado que últimamente sólo ha sido famoso por las mamarrachadas de sus gobernantes de turno, por los altibajos del petróleo, sus melodramas y sus misses. Por fin somos noticia por algo que no está signado por el odio, el vacío o la estupidez, algo que nos une, nos hermana, nos refresca el alma. Es obra, sí, de César Farías y de sus chamos de la Vinotinto 2011, pero también es obra de todos los que alguna vez se pusieron la casaca vino y se enfrentaron a Maradona, a Zico, a Francescoli, a Valderrama, a Zamorano a Aguinaga, a pesar de todo, aunque las piernas temblaran y aunque el marcador señalara ya un 6 a 0 y todavía faltaba el segundo tiempo. Es obra de todos los locos incurables que dejamos el televisor encendido hasta el pitazo final o que nos quedamos royendo la derrota hasta que la tribuna se quedara vacía.
En fin, sin caer en triunfalismos, porque es sano asumir que seguimos siendo (sí, la conjugación es en primera persona del plural y a mucha honra) humildes, modestos y pequeños, pero creo que los venezolanos por fin nos hemos creído que realmente sabemos jugar al fútbol. Que los golpes sobre la mesa también los podemos dar nosotros. Nos hemos convencido de que podemos jugar contra quién sea y que además se nos da naturalmente. Como se nos da el baile, como se nos da la risa para burlarnos de todo y convertirlo todo en un bochinche, como se nos da el béisbol o las hallacas en diciembre, como se nos dan los músicos, los artistas plásticos y los poetas. Se nos da y punto.
Y pase lo que pase a partir de ahora, aunque nos caiga una que otra goleada, les digo honestamente que esta vaina cambió, que ya nunca más será igual y que se preparen aquí y allá. Porque la cenicienta finalmente encontró su botín y está dispuesta a salir con los tacos por delante.
Y sí, está claro, esta metáfora de la Vinotinto no tiene que ver solamente con el fútbol.