Octavos de final del mundial Italia 90,
juegan en Turín Argentina contra Brasil. Minuto 80. Los brasileños han pegado varias
del palo, han dominado el juego desde el pitazo inicial, tienen a la
albiceleste maniatada y contra las cuerdas. La defensa argentina, su arquero
Goycochea, el travesaño y la providencia se han encargado de edificar un verdadero
milagro para que Brasil no vaya ganando a estas alturas por lo menos 3 a 0. En
eso, Maradona, tobillo infiltrado y con la genialidad futbolística que le
caracteriza, aventura un contragolpe, apenas un contragolpe luego de largos
minutos sin pisar el terreno contrario, esquiva rivales con su zurda prodigiosa,
surca el mediocampo y le hace un pase fabuloso a Claudio Caniggia quien se las
ingenia para dejar regado en un mano a mano al portero Taffarel y dispara de
zurda. Gol de Argentina. Brasil sigue insistiendo pero se acaba el tiempo y las
fuerzas no alcanzan, suenan los tres silbatazos finales. Argentina pasa a
cuartos de final y Brasil se queda en el camino.
Yo, en ese momento, me abrazo con mi madre en
la mitad de la sala. Papá, silencioso, mira desde su poltrona con frustración y
escepticismo. El viejo le ha ido a Brasil desde 1958. Nosotros hemos comenzado
a simpatizar con la albiceleste veinte años más tarde.
Dejamos a Maradona festejando con sus compañeros
de selección en el círculo central del estadio turinés. Es un momento épico, la
imagen de los héroes de una gesta digna de La Résistance. Ellos aún no saben lo
que ahora todos sabemos, a la vuelta de unos días llegarán a la final en Roma contra
Alemania y la perderán 1 a 0 con un penalti marcado por Andreas Brehme.
Aceleramos la película y hacemos pasar los
años; ahora nos encontramos en la Venezuela de Chávez y en los tiempos
universales de Youtube. Y entonces suben a la Red un video donde un Maradona
envejecido e hinchado -ahora con tatuaje del Ché, decenas de kilos de
sobrepeso, recuperado de las drogas en Cuba, pero ahora inoculado su cerebro
por las toxinas típicas de la izquierda caviar- confiesa un detallito simbólico
disfrazado de chiste. Entre carcajadas y con un vocabulario casi impenetrable
cuenta lo que realmente pasó en ese juego contra Brasil en Italia 90. Y
entonces nos enteramos que uno de los asistentes de la selección argentina, el
aguatero que entraba a la cancha a repartir la hidratación cuando se atendía a
algún jugador lesionado, tenía marcadas las botellas. Las que tenían tapa de
cierto color eran de agua pura y esa era la que daban a beber a los
albicelestes, pero las que tenían la tapita de tal color tenían un sedante en
el líquido, y esa era la que gentilmente le ofrecían a los canarinhos cuando se
acercaban a pedir agua. Todo esto con la complicidad del técnico argentino
Salvador Bilardo y con el conocimiento de algunos jugadores de Argentina, entre
ellos Maradona, que le advertía a sus compañeros: “no, de ese bidón no tomes,
tomá del otro”. Quedan registradas para la historia las imágenes del momento en
que Branco, uno de los pateadores más formidables de Brasil y del mundo, pide
agua y le dan a beber una de esas botellas “pinchadas”. Sí, Argentina ganó y
Brasil se quedó en el camino. Maradona se ríe de la gracia en una grosera autoalabanza
a la viveza criolla. Palabras más, palabras menos: “Sí, vale, ganamos con
trampita, pero que se jodan esos pendejos”.
Ríe Maradona y ríe el entrevistador, algunos
de los invitados al show –jugadores que participaron de la gesta aquel día-
hacen una mueca que simula una sonrisa, pero el arquero argentino Goycochea,
quien se está enterando de la gracia en este preciso instante mientras se
encuentra sentado al lado de la voluminosa figura del Pelusa, no se ríe.
Hay chistes que no tienen gracia. Y victorias
que tienen plomo en el ala. Lo sabe Goycochea y lo sabemos muchos que en aquel
entonces celebramos el triunfo argentino y ahora nos sabe especialmente mal.
Tan mal como a Branco.
Llegamos ahora al 7 de octubre venezolano de
2012. Día en que 8 millones y pico de venezolanos optan por dar una patente de
corso a Hugo Chávez para que se atornille en la silla presidencial y así se prolonguen
seis años más de lo mismo pero agudizado y peor. Un cheque al portador para que
los catorce años de pésima gestión se conviertan en veinte. Y hay un grueso de
los casi siete millones que no votaron por la opción de Chávez que han asumido
una postura de “serenidad”, de “sabio balance” alimentado por los discursos de
la autoayuda. Una cosa impostada que de un momento a otro amenazaría con
pedirnos que nos abracemos todos como hermanos para entonar “We are the world,
we are the children”. Nos quieren convencer de que estar tristes o francamente
arrechos (sí, así en venezolano, porque uno se indigna en su propio idioma) no
es lo correcto en estos momentos. Y está bien, no nos quedaremos cautivos en el
mal rollo, surcaremos el duelo y pasaremos el trago amargo, reuniremos fuerzas
y democráticamente volveremos a la lucha cuando de nuevo se presente otra
oportunidad electoral; pero ahora mismo estamos confundidos, estamos tristes y
estamos arrechos, es el momento para estarlo y es también nuestro derecho. Es
más: es lo saludable y lo verdaderamente pertinente ahora mismo.
Porque hemos jugado un juego viciado y por
supuesto lo hemos perdido (por ahora). Nos han encajado a rebanaditas un
salchichón entero de pequeñas triquiñuelas, de zancadillas, de patadas a la
espinilla que el árbitro y el mundo fingen no ver. Un conglomerado de irregularidades, bien
repartido y fragmentado en una nebulosa de zonas oscuras, que en conjunto
conforman una trampa perfecta. Nos han dado a beber del bidón de Branco. Lo
hicieron por medio de un REP plagado de anormalidades, con dobles y triples
cedulados, por medio de un árbitro electoral que no es neutral, en lo absoluto,
sino que más bien se comporta y se ha asumido como un ministerio de elecciones.
Nos hicieron sorber todo el ventajismo y el abuso de poder, nos encajaron miles
de votos de personas que no acudieron voluntariamente a sufragar pero que
fueron generosamente “asistidos” por
personas adeptas al régimen que se encargaron de votar por ellos. En pocas
horas, mientras motorizados rojitos intimidaban a la gente en los alrededores
de los centros de votación y ante la silenciosa complicidad de los miembros del
Plan República, sumaron más de un millón de votos cuando el 80% de las mesas estaban
ya cerradas. No hablemos -ni por favor tengamos la ingenuidad o el descaro de desmentir-
de los votos comprados a cualquier precio y por cualquier medio, del pánico que
en muchos despertó la dichosa captahuellas a la que había que someterse justo
en el instante previo a la votación, o de las múltiples sospechas que despierta
este mentado sistema automatizado que ninguna otra democracia seria se digna a
aplicar pero del que nos quieren convencer de ufanarnos. Tampoco hay necesidad
de ahondar en esa maquinaria obscena y cargada de billetes del Estado puesta al
servicio del “candidato-presidente-comandante-dueño-autoproclamado-de-Venezuela”,
una maquinaria que no se detuvo en ningún instante y cuyo funcionamiento
también fue observado con beneplácito y mutismo cómplice por el organismo
electoral.
Hace pocos días conversábamos con una pareja
de queridos amigos quienes también –como casi todos- se quedaron mascullando la
derrota y acabaron cargados con más incertidumbres que respuestas luego de los
resultados del domingo: “¿Qué vamos a hacer?, ¿qué podemos hacer? Si uno fuera
un golpista se enrolaría en las fuerzas armadas para fraguar una conspiración
desde dentro; pero no lo somos. Si uno fuera un adeco o un comunista de los de
la vieja guardia en los tiempos de la dictadura de Pérez Jiménez, se sumaría a
la clandestinidad; pero no somos gente de armas ni queremos serlo. Así que nos
resta exclusivamente ser demócratas y luchar con el único arma que tenemos:
involucrarnos políticamente para apoyar a los nuestros y yendo a votar”. Que
cada quien asuma su compromiso y su tarea, no queda otra, el tiempo de ser
indiferente o apolítico ha quedado atrás. Demasiado atrás. Este juego es la
final más importante que hemos jugado y aunque confiábamos ganarlo en buena lid
nos toca encarar la prórroga y con el terreno inclinado. No nos estamos jugando
la patria, como asegura la verborrea desquiciada de Chávez, literalmente nos
estamos jugando la vida de nosotros y los nuestros. Saquen nada más la cuenta
de los muertos que van en Venezuela desde que Chávez resultó reelecto e
inmediatamente sabrán que lo de jugarse el pellejo no es una metáfora.
El 8 de octubre no fue un día feliz. No hablo
sólo del ánimo de los opositores que perdimos la (in)justa electoral, me
refiero a una sensación de duelo y confusión generalizada. No era, en lo
absoluto, la fiesta que hubieran dado más de 8 millones de felices electores
cuya opción resultó ganadora. No era, para nada, algo parecido a la fiesta que
hubiéramos dado los otros 7 millones que perdimos de haber ganado. No se
parecía ni siquiera a la fiesta que montaríamos (ojalá montemos) los
venezolanos si llegamos a clasificar al mundial con la Vinotinto. No sé, será
porque esta victoria se cocinó con el agua de Branco. O será porque aún somos
más los Goycocheas (de bando y bando) que los Maradonas. En el fondo somos mayoría
los que sabemos o intuimos que se trata de un triunfo con plomo en el ala.
Hace unos años Chávez sentenció, luego de
perder en el proceso electoral de la enmienda constitucional (resultado que
luego se las ingenió para trucar con sus malas mañas), que la victoria
opositora era una “victoria de mierda”. Quizá la suya de este domingo 7 de octubre
no fue de mierda, pero vaya que hiede y que la revolotean las moscas.