No,
yo no tengo problemas con la navidad, mi problema es con el arbolito.
Históricamente vengo arrastrando un conflicto mal resuelto con el pino de
navidad. No nos llevamos, así de simple, ni los naturales ni los artificiales
ni los alternativos ni los de aquí ni los de allá. Desde la infancia el asunto
del arbolito de navidad ha sido un verdadero suplicio. Y mi ingenuidad radicaba
en creer que el tema estaba superado, que era un asunto conectado con la niñez,
con la juventud, con la casa de mis padres y, especialmente, con papá que los
detestaba. Esta es la historia del último pino que se nos ocurrió tener, el del
año pasado, un flaco verde pálido al que se le llamó Andrea Pirlo.
Fue
un sábado con buen sol caminando por el Parque Lincoln cuando vimos a una
señora de crinejas que vendía matas de navidad (aquí llamadas Noche Buena) y
pinitos sembrados en macetas. Y Claire se emocionó y dijo que eso era
precisamente lo que necesitábamos, porque eso del pino canadiense es un lío y
una crueldad, ese pobre tipo cortado y obligado a viajar al trópico, condenado
al marchitamiento paulatino, y luego qué hace uno con ese cadáver amarillento
ahí en el medio de la sala; y los artificiales tampoco, porque son tan
plásticos, tan desangelados, como esas plantas siempre verdes y hechas como de
tela plástica de consultorio odontológico, qué va, para eso no ponemos
nada. Así que aquí estaba la solución:
un pino natural de un metro veinte sembrado en una maceta circular.
El
problema comenzó apenas entregado el dinero a la señora de la crineja. Justo en
ese momento en el que uno cae en cuenta del: ¿y cómo nos vamos a llevar esta
vaina para la casa? Pues, fácil, lo cargas tú, es un pinito chiquito y flaquito
y la casa queda a cuatro cuadras, yo te voy
indicando el camino. Coño, flaca, pero es que el tipo pincha duro, ahora
es que caigo en cuenta de que eso de “agujas del pino” no es una metáfora. Deja
la quejadera, agárralo por el tronco o por la maceta y vámonos. Y allá va
Claire cruzando ya la calle, a la solidaria velocidad de 250 kph mientras yo
voy sorteando escollos con el pino a cuestas, el tipo que lanza unos mordiscos
de gato chiquito, que no se deja agarrar por el tronco ni por la base y que si
lo agarras de las ramas se espeluca y lo que va a llegar a casa será entonces una
especie de mantis religiosa con anorexia.
Finalmente
llegamos a casa, subimos los tres pisos (Claire siempre va un piso más arriba),
metemos al tipo hasta la sala. Ahí no, más a la derecha, dale la vuelta,
llévalo hasta la ventana, así arrastrado no que me rayas el piso, levántalo
mejor… no, mejor ponlo donde estaba que se veía más bonito, ay esa maceta es
horrible, tenemos que comprarle otra y trasplantarlo, ¿qué nombre le vamos a
poner? Tiene cara de flaco italiano, yo digo que Andrea Pirlo.
Y Andrea
Pirlo se convirtió entonces en el nuevo miembro de la familia. Le compramos su
nueva maceta, una hermosa, rectangular, pulcra y abrillantada; pero no lo
pudimos trasplantar (no se dejó, o quién sabe qué hicimos mal) así que tuvimos
que meterlo con su maceta original dentro de su nueva maceta que había costado
el doble que él. Claro, en ese momento ni sospechábamos de una extraña ley de
la física que luego comprobamos y que dice algo así como: una cosa circular
cabe (con maña) dentro de una cuadrada, pero una vez que la encajas allá
adentro esa vaina no la saca ni Dios. Así que Andrea Pirlo se quedó para
siempre atrapado en su maceta dentro de la maceta, que suena horrible pero
estéticamente era mejor.
Pasó
la navidad y Pirlo la sobrevivió bastante bien con sus bolitas de colores que
le colgó Claire. Y yo lo regaba una vez a la semana y lo podaba un poco, porque
el pana tenía una tendencia descontrolada al desgreño. Pero cuando llegó enero
el tipo se echó a morir, habrá pensado “misión cumplida, lo que vine a hacer ya
lo hice, tiene que haber seguro un paraíso para los pinos navideños, para allá
voy”. Y le compramos vitaminas y abonos y lo podamos según las etapas de la
luna, pero no hubo manera, Pirlo había decretado su salida. Moriría de pie y de
a poco, como en un otoño prolongado y autoinfringido.
Hay
que botar ya ese pino que se murió. Pobre Pirlo, es un cadáver parado ahí. Pregúntale
al Señor Bernardo (el vigilante del edificio) qué se hace con los pinos de
navidad en estos casos. Coño, no me hagas esto, de verdad, habla tú con
Bernardo o tomemos la decisión nosotros sin que él participe. No, porque nos podemos
meter en un lío por hacerlo mal, así que baja y habla con Bernardo y pregúntale
qué sugiere que hagamos.
En
este momento tengo que hacer una pausa en la narración para mencionar dos
grandísimos talentos del Señor Bernardo que justifican todo mi pánico ante la
idea de ir a preguntarle cualquier cosa (y más aún cuando se trata de cómo
librarse de un cadáver):
1)
Bernardo es el carajo que tiene el pelo más
negro del mundo. En serio, es increíble cómo su cabello es capaz de absorber a
plenitud todo el tinte Koleston de Wella negro azabache. Hablar con Bernardo es
un ejercicio impresionante de concentración para poder olvidar que hay un
cuervo disecado posado en la cabeza de ese señor.
2)
Bernardo tiene el don de hacerte sentir el
carajo más extranjero del universo. Todo lo que le digas, incluyendo el saludo
“Hola, Bernardo, ¿cómo está?”, es respondido con una cara de profunda
extrañeza. De duda metafísica e insondable. Como un extraterrestre que le está
preguntando una dirección a un cactus. A veces el cactus es uno y Bernardo es
el marciano, el resto de las veces es al revés.
Bajé,
enfrenté a Bernardo con su cuervo muerto ahí arriba, y se ha dado entonces el
siguiente diálogo:
-Buenas
tardes, Bernardo, quería preguntarle qué hacer con un arbolito de navidad que
se secó y queremos tirarlo a la basura.
-Pos
depende.
-Es
un arbolito así chiquito, como de esta altura, ya se murió… ¿será que lo puedo
bajar y dejar en la basura?
-Pos
las autoridades deberán decidirlo que pa’ eso están.
-¿Las
autoridades? Pero si es un pinito de navidad que se secó.
-Eso
corresponde a la Delegación. Ellos mandan los expertos, toman las fotos, les
hacen una entrevista a usted y a su esposa, y toman la decisión de a dónde lo
tiene que llevar.
-No,
Bernardo, yo no quiero cortar un árbol centenario que está en la calle, no
quiero podar un Olmo ancestral para hacerme una casa, quiero botar el puto pinito
navideño.
-El
teléfono de la Delegación es 5380 9823.
-Pero
le digo que es un pinito, así de chiquito, mucho más pequeño que el que tienen
en los otros departamentos y que seguro ya los vecinos comenzaron a tirar a la
basura.
-23,
sí, después del 8, 23.
-No
puede ser que sea tan complicado.
-Si
llama desde su celular creo que hay que poner un 1 antes del 5. Pero lo tengo
que averiguar.
-…
-Pos
estamos aquí siempre pa’ servirle.
Y
sí, subí encolerizado. No le dije nada a mi mujer. Ella se enteró por lo que
pasó después, cuando me vio sudado, lleno de tierra y cortaduras, perforado por
un millón de agujas secas de pino rencoroso, con Pirlo acostado sobre el piso
mientras yo le daba primero con la segueta y luego con el cuchillo para cortar
el pavo, desmembrando el cadáver para meterlo en bolsas negras, dispuesto a no
dejar ni rastro, bajarlo todo en la mitad de la madrugada, recorrer varias
calles hasta un basurero anónimo, dejar 3 bolsas allí, luego 2 más en el otro
basurero más allá. Volver a la casa ya desprendido del cuerpo del delito, beber
algo a oscuras, llorar sin que nadie se entere.
-¿Pero
tú hablaste con Bernardo y te dijo que eso que eso era lo que se hacía?
-No,
yo no hablo más con Bernardo. Pero, sobre todo, nunca más en esta casa me metas
un arbolito de navidad.