Arturo y Mariana han decidido
dejar atrás sus vidas en Caracas para reinventarse una nueva en Chirimena, a
orillas del mar. Ya no serán estudiantes de Letras sumidos en la frustración,
ya no tendrán que vivir bajo la sombra fantasmal de sus respectivos padres,
buscarán en ese paraíso playero -por decisión propia- el arraigo que en el
infierno citadino nunca hallaron. Venderán entonces pulseritas de cuero a los
bañistas, harán algunos malabares circenses, se alquilarán una modesta
habitación en las adyacencias del pueblo, beberán y fumarán a placer, se
entregarán al deseo. El plan no pinta nada mal, el escenario es perfecto, son
jóvenes emancipados que se quieren y se gozan. Las cosas van fluyendo, los
muchachos han sabido adaptarse a los códigos del nuevo cielo, hasta que una
tarde se topan un dedo mecido por las olas de la playa. Y a Arturo se le ocurre
la brillante idea de llevárselo en su mochila ante la mirada silenciosa y
complaciente de su novia. Arturo aún no lo sabe, pronto descubrirá que con ese
gesto acaba de internarse en un laberinto donde él será Teseo y el Minotauro a
la vez.
En esencia ese es el argumento
de El dedo de David Lynch (2015), una novela fascinante de Fedosy Santaella
editada por la editorial Pre-Textos en su colección de Narrativa
Contemporánea. El título hace un guiño a
la película Terciopelo Azul de David Lynch, donde el personaje de Jeffrey
Beaumont (interpretado por Kyle MacLachlan) se topa con una oreja tirada sobre
el pasto y decide también llevársela consigo. Y como si se tratara de una
película de Lynch, en esta novela de Santaella nos adentraremos también en los
territorios de la locura, el miedo, el sinsentido aparente (pero cargado
siempre de simbolismo y significado), los personajes delirantes, el amor como
última y única posibilidad de salvación en medio de tanta penumbra y muerte.
La narrativa de El dedo de
David Lynch es como una máquina precisa y bien engranada que siempre impulsa
hacia adelante. No se detiene, no da respiro, se pone en marcha y se vuelve
prodigiosa, indetenible, a veces hermosa, otras espantosa. Los personajes y las
situaciones se van presentando como si se tratara de escenas que nos enfrentan
con una fauna extrañamente familiar de un cosmos desconocido aunque
misteriosamente íntimo. Y cada uno de esos especímenes cobra protagonismo en
algún momento de la historia para contarnos un cuento loco, un disparate que
parece un delirio sin patas ni cabeza pero donde se confiesan cosas realmente
importantes y se encierran verdades como rocas. Y la concatenación de esos
"cuentos disparatados" va armando progresivamente una máquina que no
deja cabo suelto ni ninguna tuerca floja.
De esa manera vamos
descubriendo, pasadizo por pasadizo, túnel a túnel, galería tras galería, el
laberinto donde se va adentrando Arturo jurándose un Teseo (aferrado a su
Ariadna personal: Mariana) para acabar convertido en desesperado Minotauro. Es,
eso sí, un Minotauro borgiano más parecido al de La casa de Asterión que al de
la mitología. Él quiere divertirse, quiere pasarla bien, quiere estar quieto y
sin meterse con nadie. A veces pierde la paciencia, a veces se enfurece y se
carga de odio, eventualmente embiste y bufa, pero por lo general opta por ser
un héroe esquivo, un guerrero de los que prefiere la retirada. Arturo sabe, a
pesar de su juventud, que la felicidad al final se parece un montón a la calma.
Tiene -y ha tenido- mucho tiempo para pensar, eso lo hace un sujeto ingenuo
pero lúcido, cándido pero a la vez profundamente sabio. ¿Por qué Arturo se
lleva ese dedo de la playa? Porque en ese momento le llamó la atención, porque
tenía la cabeza llena de humo, porque había hecho el amor con su novia, ahí a
pleno sol, detrás de la gran roca de la playa. Qué importa, por mucho menos de
eso Meursault le había disparado a un árabe, encandilado bajo el sol, en otra
playa, la de El extranjero de Camus. Arturo simplemente se llevaba un dedo
anónimo para meterlo en su congelador. Ya más tarde vería qué hacer con él. Pero
el dedo, a pesar del encierro y el secreto con el que es herméticamente guardado,
se las ingenia para señalar, acusar, gritar. Chirimena (bueno, la Chirimena
ficticia de esta historia, ya nos lo advierte explícitamente el propio autor)
es un paraíso que se trastoca en purgatorio y luego en infierno: se alborotan
los demonios que rondan ese dedo, que saben del dedo, que no les interesa que
nadie más sepa ni se ponga a averiguar sobre ese dedo.
Y entre la fauna de ese infierno
hay demonios que son unos pobres diablos del montón, hay otros que son puro
ruido y pura pinta, y hay otros que son peligrosos de verdad, de los que
prefieren antes la sonrisa y el trato afable, de los que se visten con sus
trajes de cordero pero cuando la cosa se pone oscura pisan duro, muerden,
cortan y disparan. Ojalá Teseo, en medio del laberinto a escala en el que se ha
metido, sepa encontrar el hilo que lo llevará de vuelta con su Ariadna
personal: Mariana, de la raza insoportable de las mujeres hermosas y calladas.
El dedo de David Lynch es una
obra fabulosa que sabe mezclar en su justa proporción la locura con el sentido
del humor, la paranoia con la ironía, la ficción con un retrato descarnado de esa
Venezuela de hoy plagada de lobos y de tontos malignos; también es una novela
que sabe combinar las frases cortas, precisas y filosas con el alto vuelo
lírico, la cotidianidad más rutinaria con la extrañeza perturbadora. Es un delicioso
descenso a los infiernos que lo único que pide al lector es dejarse arrastrar
suavemente, en caída libre y sin red de contención, hacia las capas profundas y ocultas del
paraíso.