La pertinencia se nos ha hecho un animal raro. Una más de las especies en extinción. Su hermana gemela, la impertinencia –que durante tanto tiempo permaneció rencorosa y desgreñada en un cuarto acolchado que la mesura tenía bajo llave-, en cambio está suelta y en apogeo. Crece exponencialmente en una relación directamente proporcional a la estupidez humana. A medida en que nos hemos hecho más estúpidos más nos sentimos cómodos con la impertinencia. Más normal y cotidiana se nos hace.
La impertinencia se parece a ese señor que vemos el domingo comprando el periódico vestido de bermudas caqui con medias blancas a rayas azules hasta las rodillas y zapatos mocasines. Él jura que se la está devorando, que eso que se ha puesto para bajar hasta el kiosco está bien chévere. Y uno lo ve de reojo y en el estómago inmediatamente se revienta una fórmula química que se parece un poco a la vergüenza con un toque de incomodidad, un pedacito de vértigo, algo de risa nerviosa y mucho de una cosa indescifrable que se me antoja se parece un montón al susto.
Si algo tiene la impertinencia es la tendencia al disfraz. Se empeña en camuflarse pero al final siempre se le notan las costuras. Se le brota el cierre enorme y grosero como al traje de Ultraman. Hay algo grueso que arruga lo liso, algo que no es pertinente, que no debería estar, que no pertenece a la armonía natural de la escena.
Quizás la impertinencia no sea otra cosa que energía, ondas ineludibles que se desprenden desde el núcleo mismo del lado imbécil de la fuerza. Esa necesidad prodigiosa e incontenible que empuja a un amigo a decirle a otro después de tiempo sin verse: “Pana, qué gordo, qué calvo y que feo que estás”. Como para que el otro responda: “Oye, de verdad que a mí también me da un placer enorme verte”. Sí, tiene que ser ese campo magnético que causa un cortocircuito cerebral en la víctima como para que el alumno decida entrar tan ufano como encholado, haciendo restallar los talones contra la goma de las chancletas, a un salón de clases. Es la onda expansiva que nos hace comportarnos permanentemente y en cualquier situación como si estuviéramos borrachos en una playa con los pies llenos de arena encaramados sobre la cava. Es una energía asfixiante que nos nubla el pensamiento y nos hace olvidar que debimos dejar colgado en un perchero recóndito del closet al azote de barrio que llevamos por dentro.
No existe un impertinómetro, pero quizás un artefacto útil para medirla sería un regulador de silencios. A veces también un decibelímetro: el impertinente habla duro para que todos alrededor tengan que ver con la mamarrachada que escupe; o pone su música –la misma que nunca debió escapar de la prisión privada de sus audífonos- para condenarnos a todos a escucharla. Lo no pertinente se reconoce también en el antitalento de hablar cuando se impone el silencio. Decir algo, por absurdo, necio y miserable que sea, en vez de aprovechar esos momentos mágicos que nos regala la vida para quedarse callado. Ciertamente pareciera que a veces desperdiciamos los instantes para hablar, pero lo que más malgastamos son las oportunidades de callar.
Pareciera que tampoco tiene antídoto. Pero la educación y la cultura deberían ayudar a minimizar sus síntomas, o por lo menos a cultivar el don de la pertinencia. “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio no lo vayas a decir”, decía la canción. Aprender a hablar menos y a escuchar más. Eso ayuda a cultivar el arte de ignorar al impertinente, no premiarle la sandez ni siquiera con el sonido tímido de una risita incómoda.
La impertinencia nos explota en la cara cuando inevitablemente en una charla cualquiera surge un Inteligente, a demostrar toda su Inteligencia. Y entonces aquello que fluía entre lo ameno, lo ligero y lo cómico se salpica de forzada sobriedad. Pero también, atención, la engañosa impertinencia se ha vuelto una pose cool. Es como si después de practicar tanto el oficio de hacernos idiotas hemos llegada a la conclusión de que es in dejar constancia de que uno es tonto, que no tienes reparos en hacer comentarios infelices, “quiero dejar en claro que estoy aquí para burlarme de todo porque todo es tan poquita cosa para mí”. Sí, la impertinencia es una moda. Horrible y desgraciada como tantas otras. Cíclica –se irá para volver más adelante disfrazada de otra cosa-. Pero también, confiemos en ello, está condenada a ser pasajera. Y durante un buen rato no la vamos a extrañar ni un poquito.
La impertinencia se parece a ese señor que vemos el domingo comprando el periódico vestido de bermudas caqui con medias blancas a rayas azules hasta las rodillas y zapatos mocasines. Él jura que se la está devorando, que eso que se ha puesto para bajar hasta el kiosco está bien chévere. Y uno lo ve de reojo y en el estómago inmediatamente se revienta una fórmula química que se parece un poco a la vergüenza con un toque de incomodidad, un pedacito de vértigo, algo de risa nerviosa y mucho de una cosa indescifrable que se me antoja se parece un montón al susto.
Si algo tiene la impertinencia es la tendencia al disfraz. Se empeña en camuflarse pero al final siempre se le notan las costuras. Se le brota el cierre enorme y grosero como al traje de Ultraman. Hay algo grueso que arruga lo liso, algo que no es pertinente, que no debería estar, que no pertenece a la armonía natural de la escena.
Quizás la impertinencia no sea otra cosa que energía, ondas ineludibles que se desprenden desde el núcleo mismo del lado imbécil de la fuerza. Esa necesidad prodigiosa e incontenible que empuja a un amigo a decirle a otro después de tiempo sin verse: “Pana, qué gordo, qué calvo y que feo que estás”. Como para que el otro responda: “Oye, de verdad que a mí también me da un placer enorme verte”. Sí, tiene que ser ese campo magnético que causa un cortocircuito cerebral en la víctima como para que el alumno decida entrar tan ufano como encholado, haciendo restallar los talones contra la goma de las chancletas, a un salón de clases. Es la onda expansiva que nos hace comportarnos permanentemente y en cualquier situación como si estuviéramos borrachos en una playa con los pies llenos de arena encaramados sobre la cava. Es una energía asfixiante que nos nubla el pensamiento y nos hace olvidar que debimos dejar colgado en un perchero recóndito del closet al azote de barrio que llevamos por dentro.
No existe un impertinómetro, pero quizás un artefacto útil para medirla sería un regulador de silencios. A veces también un decibelímetro: el impertinente habla duro para que todos alrededor tengan que ver con la mamarrachada que escupe; o pone su música –la misma que nunca debió escapar de la prisión privada de sus audífonos- para condenarnos a todos a escucharla. Lo no pertinente se reconoce también en el antitalento de hablar cuando se impone el silencio. Decir algo, por absurdo, necio y miserable que sea, en vez de aprovechar esos momentos mágicos que nos regala la vida para quedarse callado. Ciertamente pareciera que a veces desperdiciamos los instantes para hablar, pero lo que más malgastamos son las oportunidades de callar.
Pareciera que tampoco tiene antídoto. Pero la educación y la cultura deberían ayudar a minimizar sus síntomas, o por lo menos a cultivar el don de la pertinencia. “Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio no lo vayas a decir”, decía la canción. Aprender a hablar menos y a escuchar más. Eso ayuda a cultivar el arte de ignorar al impertinente, no premiarle la sandez ni siquiera con el sonido tímido de una risita incómoda.
La impertinencia nos explota en la cara cuando inevitablemente en una charla cualquiera surge un Inteligente, a demostrar toda su Inteligencia. Y entonces aquello que fluía entre lo ameno, lo ligero y lo cómico se salpica de forzada sobriedad. Pero también, atención, la engañosa impertinencia se ha vuelto una pose cool. Es como si después de practicar tanto el oficio de hacernos idiotas hemos llegada a la conclusión de que es in dejar constancia de que uno es tonto, que no tienes reparos en hacer comentarios infelices, “quiero dejar en claro que estoy aquí para burlarme de todo porque todo es tan poquita cosa para mí”. Sí, la impertinencia es una moda. Horrible y desgraciada como tantas otras. Cíclica –se irá para volver más adelante disfrazada de otra cosa-. Pero también, confiemos en ello, está condenada a ser pasajera. Y durante un buen rato no la vamos a extrañar ni un poquito.
6 comentarios:
"Don de la pertinencia" tiene Jose Urriola, y vaya la aclaratoria,han corrido muchos años conociéndolo.
Lo que me aterroriza es la impertinecia disfrazada, la de incógnito, la barnizada.
La impertinencia de toda la vida se puede evitar, llevar, manejar...
Pero con la otra, el desagrado es doble o triple.
Y cuando se quiere decir "no más", estos impertinentes cool, han dejado la duda...(¿me insultó o no?...no, él es así, es su forma de ser)...entonces el resto ve, al que dijo "no más", como un intolerante.
Insufribles.
Buenísimo, U!...como todo lo que escribes!
Abrazos pertinentes
La verdad... es que ya no recuerdo si alguna vez fui pertinente... pero, admito que mi impertinencia con los impertinentes no tiene límite.
Un Beso y como siempre, un enorme placer leerte.
Lo peor es que nos hemos acostumbrado tanto a esa impertinencia, que ya es comun y anda de ordinario por la vida, asi haciendose presente en muchos mas momentos de los que deberia aparecer, porque hasta para ser impertinente se debe encontrar el momento oportuno je je suena a contrasentido, pero lo tiene (picada de ojo aqui)
Lo peor es que nos hemos acostumbrado tanto a esa impertinencia, que ya es comun y anda de ordinario por la vida, asi haciendose presente en muchos mas momentos de los que deberia aparecer, porque hasta para ser impertinente se debe encontrar el momento oportuno je je suena a contrasentido, pero lo tiene (picada de ojo aqui)
Muy bien dicho!! me encantó.... comparto opiniones con Lena y con capocho.... (jeje)... Besos!!
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