La caminata desde ese estacionamiento en Bello Monte hasta el estadio era de unos cuarenta minutos a buen paso. Al principio íbamos conversando de cualquier cosa, luego nos tuvimos que callar un rato, ya llegando a Los Chaguaramos, porque la gente que vive a orillas del Guaire y bajo el elevado –consumidores de crack o “pedreros” en su mayoría- tiene su sala, su cuarto, su comedor y su baño allí. Y si hablas o respiras más de lo estrictamente necesario te lo tragas todo.
Había anochecido cuando por fin llegamos a las inmediaciones del Olímpico. La policía trataba de dispersar a una tensa multitud con perdigonazos disparados al aire y bombas lacrimógenas con extra de pimienta. La gente huía entre los buhoneros, los vendedores ambulantes de cervezas, las parrilladas de pinchos (dicen que esa carne es de perro o de gato, puede que de rata también). Toda la multitud se agolpaba en un embudo cruel, miles de personas tenían que entrar una a una por una estrecha manga (similar a esos pasillos de tubos metálicos por los que llevan a las vacas en un matadero). Los de atrás empujaban, los de adelante reculaban (la policía los esperaba adelante blandiendo las peinillas y con las escopetas de perdigones prestas para el ataque). Nosotros en el medio. Nos fueron embutiendo hasta que salimos –sudados, manoseados, amasados- al otro lado de la reja. Mientras que los más impacientes rompían a tirones, puños y patadas las defensas de madera que habían puesto los encargados de la seguridad del estadio. Yo entré por mi cuenta y riesgo. Veinte metros más allá entro él, arrastrado por la masa eufórica.
Qué bien que nos encontramos, ¿no? Qué suerte, eso dijimos.
Entramos a las gradas. Hubo bengalas, papelillos, lanzallamas improvisados con encendedores puestos en la boca de los potes de insecticida (mejor agáchate para que no te chamusquen el pelo). Hubo un gol a favor del que nadie se enteró (era más importante buscar dónde coño se metió el tipo de las cervezas). Hubo otro en contra (tampoco lo vimos, porque se encendió solito el sistema de riego del gramado y entre la lluvia de agua que había abajo en la cancha y la de cerveza que había en las gradas no se veía nada). Cuando por fin pudimos ver de nuevo, ya él no estaba por allí. Se había ido al baño (a uno de los dos bañitos portátiles que habilitaron para los 20 mil que estábamos allí) o a buscarse la cerveza número 15 (porque de verdad dónde coño se mete el tipo de las birras). Hubo empate y frustración. Ah, y muy importante, hubo una pelea colectiva entre la fanaticada. Que no una pelea entre barras rivales, qué va, una pelea interna de nosotros contra nosotros mismos. Los partidarios del Caracas decidimos autocoñasearnos, partirnos la cabeza entre nosotros mismos. Es como la superviviencia darwiniana de las especies pero al revés: vamos mejor a autoaniquilarnos.
Salí del estadio y mi amigo no estaba. Imposible encontrarlo entre ese mar de gente, entre el tropel provocado por la batalla colectiva que se dispersaba y se reagrupaba cada dos minutos o cada quince metros. Cuando uno creía que se había calmado, que la estupidez había dado paso a la razón, de nuevo estallaban con renovados bríos esas ganas incontrolables de autoextinguirnos aquí y ahora.
Caminé a orillas del Guaire, sorteando charcos infestos, por esa zona de fantasmas y de muertos en vida que habitan debajo del elevado. Deambulé por esa ciudad paralela, Crack City, donde los pulmones y los cerebros se llenan a mitades iguales con los efluvios tóxicos del río pestilente y el humo denso del crack.
Y allí, transitando por el purgatorio, aparece mi amigo de la nada y me toca al hombro.
—Epa… ¿qué tal?
—Pana, te perdiste —pregunto, quizás más sorprendido que asustado—. ¿Cómo coño me encontraste?
—Porque me tomé un jugo de guayaba.
Había anochecido cuando por fin llegamos a las inmediaciones del Olímpico. La policía trataba de dispersar a una tensa multitud con perdigonazos disparados al aire y bombas lacrimógenas con extra de pimienta. La gente huía entre los buhoneros, los vendedores ambulantes de cervezas, las parrilladas de pinchos (dicen que esa carne es de perro o de gato, puede que de rata también). Toda la multitud se agolpaba en un embudo cruel, miles de personas tenían que entrar una a una por una estrecha manga (similar a esos pasillos de tubos metálicos por los que llevan a las vacas en un matadero). Los de atrás empujaban, los de adelante reculaban (la policía los esperaba adelante blandiendo las peinillas y con las escopetas de perdigones prestas para el ataque). Nosotros en el medio. Nos fueron embutiendo hasta que salimos –sudados, manoseados, amasados- al otro lado de la reja. Mientras que los más impacientes rompían a tirones, puños y patadas las defensas de madera que habían puesto los encargados de la seguridad del estadio. Yo entré por mi cuenta y riesgo. Veinte metros más allá entro él, arrastrado por la masa eufórica.
Qué bien que nos encontramos, ¿no? Qué suerte, eso dijimos.
Entramos a las gradas. Hubo bengalas, papelillos, lanzallamas improvisados con encendedores puestos en la boca de los potes de insecticida (mejor agáchate para que no te chamusquen el pelo). Hubo un gol a favor del que nadie se enteró (era más importante buscar dónde coño se metió el tipo de las cervezas). Hubo otro en contra (tampoco lo vimos, porque se encendió solito el sistema de riego del gramado y entre la lluvia de agua que había abajo en la cancha y la de cerveza que había en las gradas no se veía nada). Cuando por fin pudimos ver de nuevo, ya él no estaba por allí. Se había ido al baño (a uno de los dos bañitos portátiles que habilitaron para los 20 mil que estábamos allí) o a buscarse la cerveza número 15 (porque de verdad dónde coño se mete el tipo de las birras). Hubo empate y frustración. Ah, y muy importante, hubo una pelea colectiva entre la fanaticada. Que no una pelea entre barras rivales, qué va, una pelea interna de nosotros contra nosotros mismos. Los partidarios del Caracas decidimos autocoñasearnos, partirnos la cabeza entre nosotros mismos. Es como la superviviencia darwiniana de las especies pero al revés: vamos mejor a autoaniquilarnos.
Salí del estadio y mi amigo no estaba. Imposible encontrarlo entre ese mar de gente, entre el tropel provocado por la batalla colectiva que se dispersaba y se reagrupaba cada dos minutos o cada quince metros. Cuando uno creía que se había calmado, que la estupidez había dado paso a la razón, de nuevo estallaban con renovados bríos esas ganas incontrolables de autoextinguirnos aquí y ahora.
Caminé a orillas del Guaire, sorteando charcos infestos, por esa zona de fantasmas y de muertos en vida que habitan debajo del elevado. Deambulé por esa ciudad paralela, Crack City, donde los pulmones y los cerebros se llenan a mitades iguales con los efluvios tóxicos del río pestilente y el humo denso del crack.
Y allí, transitando por el purgatorio, aparece mi amigo de la nada y me toca al hombro.
—Epa… ¿qué tal?
—Pana, te perdiste —pregunto, quizás más sorprendido que asustado—. ¿Cómo coño me encontraste?
—Porque me tomé un jugo de guayaba.
11 comentarios:
Qué bien que al final conocí el final de esta historia!
Urriola: Me hiciste recordar aquel otro escrito tuyo "Hooligans, a la criolla", genial, simpático y donde narrabas el desorden y la violencia de los ingleses en las gradas. ´Lo lamentable es que esa violencia, ahora es nuestra y muy criolla.
Genial, como todos tus trabajos. Felicitaciones. Augusto Herrera.
Qué relato maravilloso. De todo un poco. Algo de ficción urbana, algo de apocalipsis, algo de cuento de fútbol... y ese final que es de un surrealismo que te destapa la risa.
Felicitaciones, mi bro.
Esto salió en El Universal
III Salvador Garmendia para Rubi Guerra
El narrador oriental obtiene el premio literario con "La forma del amor"
El narrador sucrense Rubi Guerra obtuvo el III Premio de Narrativa Salvador Garmendia 2009, por su libro La forma del amor y otros cuentos, según la decisión del jurado conformado por Orlando Chirinos, Sael Ibáñez y Cristóbal Deffit.
El texto del veredicto señala la adjudicación del premio "por presentar una amplia temática que le brinda dinamismo a la obra, por ofrecer un perfecto acuerdo entre el lenguaje y los temas tratados y por mostrar una gran armonía entre los planos descriptivo y narrativo; refrendado bajo el seudónimo Malabia y abierta la plica correspondió al escritor Rubi Guerra".
Este galardón está auspiciado por la Casa de las Letras Andrés Bello y otorga al ganador la cantidad de BsF 10 mil.
Además de Guerra, el jurado decidió darle mención Publicación a los tres siguientes títulos: Fragmentario de José Urriola C., Milagro a la sombra de un Cotoperiz de Aurelio García Martínez y Claro que me atrevo y otros relatos de Nelson Cordido Rovati.
La obra de Guerra se inscribe dentro de la generación de los 90, al lado de narradores como Israel Centeno, José Roberto Duque, Luis Felipe Castillo, Juan Carlos Chirinos, Juan Carlos Méndez Guédez, entre otros.
De sus recientes libros destacan El fondo de mares silenciosos (2002), El discreto enemigo (2002), Un sueño comentado (2004) y La tarea del testigo (2008).
Maestro Urriola, lo felicito de todo corazón por su mención de honor en el Salvador Garmendia.
Un gran abrazo.
Mis estimados y queridos hermanos Santaella y Echeto, gracias por sus felicitaciones. Ojalá pronto nos podamos ver las caras para celebrarlo. Un gran abrazo y seguimos en la pelea.
Jose
Como me alegra esa mención de honor en el Salvador Garmendia. Un abrazo y mis felicitaciones.
Muy merecida, sin duda, C. Casano.
Pues, en el caso de que haya bautizo de la criatura (esperemos que sí), espero tenerte por allí C. Casano para brindar. Un gran abrazo.
Gracias,por esa invitación.Claro que te acompañaré. Es un honor , celebrar contigo,C. Casano.
Este texto me hizo recordar la novela de Gustavo Valle, Bajo Tierra, porque Sebastián C, caminaba mucho por esas zonas de Caracas.
y de hecho, fue el mejor jugo de guayaba que me he tomado después de esa cantidad de birras...saludos, Jose...que buena sorpresa jajajaja
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