Siempre lo he dicho y moriré convencido de ello: yo escribo por una mentira. Por una mentira enorme y hermosa que me sembró papá cuando era niño. Me dijo: yo soy como el papá de Picasso que era un buen dibujante y le enseñó a Pablito a hacer sus primeros trazos; yo no seré Picasso, pero tú sí.
Qué cosa increíble, yo le creí; porque en esta vida uno tiene que aprender a creerse ciertas mentiras. Y el que no se las cree se muere de infelicidad o de incompetencia.
Mi padre nunca jugó al fútbol conmigo (o sí, una vez, pero lo hacía fatal y decidimos de mutuo y silencioso acuerdo mejor dejarlo de ese tamaño), no me llevó al estadio a ver a los Leones del Caracas, ni a Disney, ni a acampar. Y no me hizo falta nada de eso, porque mi padre me llevaba al cine, me leía y me hablaba; y lo hacía a tiempo completo como quien comparte de tú a tú con un igual. Y me contaba unas cosas insólitas, fantásticas, delirantes que yo nunca supe a ciencia cierta si eran inventos del viejo o eso de verdad había pasado. Estoy lleno de mentiras felices que se inventó para mí. Ser hijo de un buen padre que además es un artista es un regalo peligrosísimo. Una bendición cuyo peso llevaremos encima –para bien y para mal- la vida entera.
Cada noche nos tumbábamos en la cama para leer una hora antes de dormir. Entonces, de pronto interrumpía la lectura, se ponía el libro que me estaba leyendo sobre la barriga, tragaba saliva con un chasquido grueso y me decía: “Mira, chamo, allí por la ventana, mira aquella estrella que está allá. Seguro que allí en este momento hay un padre que le lee a su hijo y que de pronto se pondrá el libro sobre la barriga y le dirá a su cachorro: mira hijo, aquella estrella, seguro que allá viven un padre y su hijo, y que el papá le lee, y de pronto se pondrá el libro sobre la barriga para mostrarle la ventana, por donde se ve lejanísima esta estrella donde estamos tú y yo”. Y para mí ese paréntesis de ciencia ficción era también parte de Los tres mosqueteros, era un pedazo –sin hobbits ni elfos ni enanos ni orcos ni magos ni hombres- de El señor de los anillos, para mí el Cardenal Richelieu y el Conde de Montecristo para siempre vivirán también en ese planeta donde los padres les leen a sus hijos y juegan al mirar las estrellas.
Mi recuerdo de papá es el de un hombre apacible que estaba permanentemente leyendo o escribiendo, cuando no estaba hablando. Que hablar, para él, también era una forma de escribir relatos en el aire; le escribía a mi madre, le escribía a las muchachas, le escribía a los vecinos, a sus colegas, a sus alumnos, a sus hermanos y sobrinos. Y cuando el vegetal hablaba la gente se sonreía, como si estuvieran viendo una película o un acto de magia. Cuando ese hombre hablaba la realidad quedaba suspendida, el mundo entero se ponía fuera de foco y por unos instantes lo único que existía y que valía la pena era ese cuentote que estaba echando.
Y papá escribía, infatigable y permanentemente, no sólo en el aire, sino también sobre su tabla de escribir, tecleando luego sobre la máquina, más tarde en su computadora. Y yo pasaba por allí rebotando la pelota o con mis audífonos a toda pata y le daba un beso en la frente “que es donde los hijos besan a sus padres” –decía- y siempre había algo de qué hablar, siempre me contaba algo de lo que había escrito o investigado o leído o vivido. Luego, cuando me hice más grande, esas conversas iban con unas cervezas, a veces con un cigarro –“Chamo, ¿tú no tienes un Chester por allí?” Me preguntaba pasitico luego de enterarse de que fumaba a escondidas-. Así que fumábamos a escondidas los dos compartiendo un Belmont -al que él insistía en llamar “un Chester” Dios sabe por qué-. Y mientras yo me tomaba una cerveza él se tomaba tres. Y cuando yo iba por la cuarta ya estaba borrachín y él que llevaba diez estaba enterito y lúcido. Y yo conducía de vuelta a casa tratando de pisar siempre la línea punteada y así no salirme del carril y él me decía: “qué bueno que te tengo, chamo, estás manejando del carajo”.
Con el paso de los años la casa se nos fue llenando de libros, no sólo de los que compraba el viejo y los que nos compraba a nosotros, sino de libros que fue publicando. Libros que llevaban su nombre en el lomo. Libros de los que nadie o casi nadie dijo ni escribió jamás ni una palabra. Porque ser escritor en este país, como en tantos otros, por lo visto no consiste en hacerse un oficio de la escritura, no siempre es un asunto de literatura, a veces es también una cosa de cultivarse en las mañas del lobby. Es saber con quién tomarte el whisky, a quién palmearle la espalda, a quién escribirle una crítica favorable para que más tarde se acuerde de devolverte el favorcito. Es dejarse ver, tener el look de escritor, tomarse la foto al lado de los que son, cuidarse de ser asociado con estos y de declararse enemigos de aquellos. Y mi viejo no jugaba al fútbol -ya lo dije- ni tampoco al lobby. Él escribía porque creía en eso, porque si no escribía se moría de tristeza o le daba una embolia de tanta historia represada sin contar.
No escribió José Santos Urriola Muñoz para hacerse famoso, ni por el éxito, ni por los derechos de autor, ni por congraciarse con algunos para ganarse el desprecio de otros. Escribió de lo que le dio la gana, escribió de lo que necesitaba contar, e históricamente le supo a rábanos que lo consideraran un intelectual, un autor, un miembro de tal peña literaria o de tal grupo cultural. Y sus amigos de la librería El Gusano del Luz, con quien un par de veces al año se reunía para reírse y echarse unos tragos, no eran para él escritores ni intelectuales: eran amigos. Punto.
Ayer, en la primera página del cuerpo Ciudadanos de El Nacional, Milagros Socorro escribió un texto hermoso y necesario relacionado con los acontecimientos que se dieron a lugar en este país en esos tiempos en los que los astronautas del Apolo 11 pisaban la luna. Y en esas líneas su entrevistado, el Sr. Roberto Llovera-De Sola, mencionó que en 1969 se había publicado la novela “La hora más oscura”, la mejor del año, de un tal José Santos Urriola.
Es un bálsamo, una belleza maciza y luminosa, que cuarenta años luego de su publicación, quince años después de la muerte de Urriola Muñoz, alguien haya tenido la nobleza de saludarlo con un gesto de sombrero. La justicia poética existe, sigue existiendo en detalles sublimes, lo que pasa es que suele perderse entre tanta estupidez y tanta mamarrachada.
Perdonen ustedes tanta letra y tantas vueltas, cuando lo que yo venía aquí era a decir era algo tan simple: Gracias a Milagros Socorro, gracias a Roberto Llovera-De Sola; pero sobre todo gracias a Dios y a la vida que por un accidente sublime se les antojó hacerme hijo de ese hombre.
