
Por alguna extraña razón, que aún no nos queda clara, lo del arbolito de navidad fue siempre un punto de honor para papá: En esta casa no se pone esa vaina, chico, punto.
De manera que todos los diciembres se desataba religiosamente una batalla silenciosa por el arbolito, una guerra de cuatro contra uno, todos unidos contra mi papá: este año sí que vamos a montar el árbol de navidad en casa, a lo que el viejo se cruzaba de brazos sobre la barriga y decía: a que este año tampoco.
Fue una guerra en la que papá nos revolcó navidad tras navidad.
I
El capítulo I de esta tragedia navideña comienza con mi primo Luisito -sin camisa y con cuatro panas melenudos- montado en la parte de atrás de una camioneta pick-up llena hasta el tope de pinos canadienses. Luisito vivía a tres casas de la nuestra y había decidido financiarse su propio niño Jesús (y el de sus amigotes) vendiéndole a todo el vecindario los pinos para hacer arbolitos navideños –una costumbre misteriosamente venezolana-. Luisito tocó al timbre de nuestra casa y nosotros salimos a ver aquella esperanza verde que se desbordaba por todos los costados de la camioneta. Mi papá salió a recibirlo y nosotros le seguimos un metro más atrás:
-Bendición, tío… mire, que estoy vendiendo pinos canadienses a 100 bolos, pero yo a usted le hago un precio especial de familia.
Nosotros, como cachorros agazapado detrás del papá oso, le dimos gracias mentales a Tía Clemencia (la mamá de Luisito) por haber traído al mundo a semejante prodigio, le dimos gracias también a quien quiera haya sido el que inventó el concepto de familia, hicimos una ola subatómica sin que se nos moviera un músculo, se nos sudaron las manos y se nos cortó el aliento. Era imposible que papá le dijera a su sobrino que no. Habíamos ganado la guerra gracias al primo.
-No, gracias, hijo. En esta casa ponemos el pesebre solamente, no nos gusta el arbolito.
Eso dijo el vegetal: No gracias, aquí no nos gusta el arbolito.
Mamá bajó la cabeza, mis hermanas indignadas se fueron a encerrar en su cuarto y yo me quedé, de puro masoquista, a ver cómo se alejaba la felicidad verde calle arriba, bajo la mirada aprobatoria de papá y su sonrisa satisfecha por la misión cumplida.
Ese año los amiguetes del colegio me convencieron de que sus arbolitos, los que tenían montados y adornados en la sala de su casa, venían nevados con nieve natural canadiense, que medían ocho metros sin contar la estrella de la punta, que todo en sus casas olía a pino (mira, huéleme el pelo para que veas), que cuando les encendían las luces al arbolito se tenían que tapar los ojos del encandilamiento, que sus papás eran dueños de una hacienda en Canadá del tamaño de Venezuela que producía pinos y pinos y pinos, y que si yo quería llamaban ya a sus papás para que se pusiera de acuerdo con el mío y le trajeran 10 pinos en una avioneta privada, cada uno con dos canadienses enanos para ayudar a cargarlo.
Y yo les dije: no, tranquilos, no hace falta. Nosotros ya hace rato que montamos el arbolito… uno un pelo más chiquito, como de 8 metros pero con la estrella incluida.
Cuando ya era 29 de diciembre y no tenía sentido alguno comprar el pino del carajo, mi papá se conmovió un par de milímetros -creo que gracias a la tristeza que exudaban mis hermanas- y me dijo en un susurro: Chamo, baja a casa de tu tía Clemencia y pregúntale a Luisito en cuánto nos vende un pino de esos que tenía el otro día.
Yo pegué un salto del tamaño de tres casas y cuando aparecí en la reja de Tía Clemencia me encontré a Luisito, con sus cuatro panas descamisados y melenudos, tomando cervezas en el jardín. Tragué grueso –a los 9 años, la gente de 18 son gigantes que intimidan un montón-, puse la voz lo más gruesa que pude y solté una frase en la que se me fue el alma:
-Hola, Luisito… mira, que me mandan a preguntar que en cuánto nos dejas un pinito de navidad…
A lo que Luisito, con una sonrisa de medio lado compartida con los amigotes, contestó (sin abrir casi la boca) una cosa que sonaba así:
-No-ueon-io-vendt-tzsa-vain
Y se cagaron de risa.
Yo entonces entendí, en medio de la frustración y con las únicas dos neuronas que la vergüenza me había dejado en pie, que “No-ueon-io-vendt-tzsa-vain” significaba “No, huevón, yo vendí toda esa vaina”.
Regresé a casa cabitabundo y medisbajo (que las neuronas, insisto, se me habían chamuscado en descifrarle la jerga a Luisito), con las manos en los bolsillos y pateando la latita.
Mamá y las muchachas me esperaban en la escalera jurando que yo era portador de buenas nuevas. Apenas me vieron se dieron cuenta de que este año -tampoco y una vez más-, iba a haber arbolito en casa.
-¿Y qué pasó con el pino, le preguntaste a Luisito?- preguntó mi papá que era el único capaz de articular palabra.
-Nada, me dijo que él había vendt-tzsa-vain.
Todavía hoy, a veces, me despierto en medio de la madrugada y, sin ninguna razón aparente, lo único que se me viene a la mente es “io-vendt-tzsa-vain”.