El fútbol es el arte (y el producto) de una estupidez genial. La más apasionante y significativa de todas las estupideces geniales. El fútbol es la única opción de baile para los que no sabemos -no podemos- bailar.
En esencia: veintidós sujetos (o sujetas, para contentar a los que creen que en eso consiste la igualdad de géneros) corriendo detrás de un balón, once contra once, donde se les permite de todo menos tocar la pelota con las manos ni el juego excepcionalmente brusco (para la profunda desdicha de quienes realmente quieren practicar karate pero con un balón de por medio), con el fin de meter la pelota en ese hueco llamado arquería delimitada por dos postes y un travesaño, o a veces por dos árboles, o por dos loncheras, o un suéter y un pote de medio litro de jugo, o dos parales invisibles puestos a la imaginación de cada quien (lo que siempre traerá problemas de si fue gol o no y aquí el dueño de la pelota siempre agarra su vaina y se acabó el partido).
Dicen que en los países futboleros los niños, cuando apenas están comenzando a caminar, se acercan a una pelota y automáticamente la patean. En los países beisboleros, en cambio, los niños toman la pelota con las manitas y la lanzan (mosca porque casi siempre en el impulso acaban de boca contra el suelo). Nadie les ha enseñado a hacer eso, es como si lo llevaran inscrito en el código genético, sus manos o sus pies son los que deciden en ese instante cómo van a entender el mundo a partir de ese primer encuentro con la pelota.
Me ha llamado poderosamente la atención que en México cualquier espacio, sea de la forma que sea, se convierte en un improvisado campo de fútbol. Lo juegan con jeans, con shorts, lo juegan los tipos con pantalones de pinza y pelo engominado, lo juegan los obreros, los mesoneros y los barrenderos uniformados. Y, cosa curiosa, no existen los límites laterales. La pelota sale de la cancha (o de eso que uno pensaba que era la cancha) y los jugadores se driblan a los caminantes, a las ardillas, árboles y los perros. En Venezuela, en cambio, uno se enfrascaría en una discusión delirante, señalando al vacío y haciendo énfasis en una raya que no existe, diciendo: “ese balón salió así que tu gol no vale”. A lo que el rival te dice “te juro que no salió” y hace la mímica (incluso en cámara lenta) de cómo fue que hizo para evitar que la pelota saliera.
El otro día, en una plaza cercana a casa, un delantero derecho trató de gambetearse a un doberman que paseaba sin correa como a quince metros más allá del banderín del córner (imaginario, claro, estaba más o menos por allí pero más a la izquierda) y al doberman no le gustó que se lo driblaran (es que eso de que a uno le intenten hacer un túnel es siempre un poco humillante) y corrió aquel perro detrás del gambeteador y la gente gritó y las madres taparon los ojos de sus retoños y todos temimos la tragedia, pero entonces el hombre se quedó tieso sobre a un banquito y el perro siguió de largo, cogió la pelota entre su fauces y el mundo entero sonó pshhhhhhhhhhh. Se acabó el juego para todos, menos para el doberman, que se llevó la esférica (ya con forma como de aguacate maduro) a su casa a pesar de que el dueño insistía en demostrarle que él era el macho alfa y repetía estérilmente “Suelta eso, fulano, te dije que no. Bueno, que lo sepas que estás castigado”.
Me llama la atención también que hay una norma tácita en el fútbol callejero mexicano: el que bota la pelota por la última línea (porque la última línea sí que la respetan), luego del patadón desviado que no se convierte en gol, sale disparado con el mismo impulso a buscar el balón. Asume con toda responsabilidad que él la botó y a él le toca ir a buscarla al quinto carajo donde por fin la pelota se dignó a quedarse atascada debajo de una camioneta. En el fútbol callejero criollo el que más corre es el arquero. El pateador hace un chute deplorable, la pelota se va a cinco metros del arco y a cuarenta kilómetros por hora calle abajo y si uno le dice: “búscala, pues” te responde inmediatamente: “No, marico… ¿no ves que estoy reventado?”. Así que si el arquero es muy buena nota y no tiene tanto sobrepeso, saldrá corriendo detrás de la pelota que ya anda por el barrio de al lado mientras los demás, desparramados sobre el suelo, comentan: “verga, qué mamasón, ¿no?”. Bueno, y si el arquero no es tan buena nota o tiene mucho sobrepeso pues son todos los que se desploman sobre la cancha, incluyéndolo, mientras la pelota se consigue otro dueño. Digamos que es un gesto de generosidad inconsciente de los futboleros venezolanos que se proyecta al infinito porque mañana al nuevo dueño le va a pasar exactamente lo mismo y así sucesivamente. Aún no conozco ningún caso en el que la pelota regrese, cien juegos más tarde, a su primer dueño. Pero seguro que sí, habrá ocurrido.
Los buenos futbolistas, ya sean callejeros o de oficio, son el resultado de una mezcla de mago con bailarín. Para ellos el fútbol es música y no tienen otra opción que improvisar sus más personales pasos de baile mientras van dejando el césped poblado de conejos. Por eso Messi baila tangos -quizá sin saberlo-, una combinación de cambios de velocidad, golpes de taco, patadas y pases certeros que pasan entre las piernas de quien se le ha ocurrido se va a bailar. Pelé, Tostao, Garrincha y Zico fueron insignes bailadores de samba. Brasil ya no es el mismo ni emociona igual desde que la canarinha asumió hace varios mundiales que el engramado ya no era más un sambódromo. Valderrama, Rincón, Álvarez, Asprilla y compañía bailaban una mezcla de cumbia con vallenato que era un deleite (hasta que Higuita en Italia 90 se quiso bailar al veterano camerunés Roger Milla y éste le respondió con una ancestral danza africana que le arruinó la fiesta a los colombianos). Forlán, Cavani, Suárez y el resto de la celeste uruguaya que vimos en el último mundial se acordaron de que también bailan su propio tango, a su estilo, pero –como aquel famoso equipo de rugby cuyo avión cayó en Los Andes- necesitan del desgarro, del sufrimiento, de las situaciones realmente cuesta arriba para decir: muy bien, a quién es al que nos tenemos que comer. Y allí se tragan al que sea.
Yo no sé qué cosas bailaría Zidane, a lo mejor una mezcla de danza árabe con toques de hip hop de los bajos barrios de Marsella, pero la verdad es que no recuerdo haber visto a nadie que bailara al fútbol con tanta magia. Con cabezazo incluido, porque hay situaciones en la vida en que ameritan un buen cabezazo (aunque perdamos la cabeza en el intento).
No tengo tampoco la menor idea del origen del término caimanera. No sé ni siquiera si es un venezolanismo para referirse a esos partidos callejeros donde se animan a jugar los que saben y, sobre todo, los que no. Un tumulto, un bochinche, un nubarrón de polvo, un todos contra todos, un desorden de esos que nos encanta a los criollos. Igual a esos caimanes que se lanzan en el río contra un venado y a veces se quedan en decenas cayéndose a dentelladas mutuamente sin percatarse de que uno más vivo se ha llevado la presa a la orilla hace rato. El primero que haya visto un juego de fútbol callejero y haya dicho: “esta vaina parece una caimanera” era un poeta minimalista (y animalista). Y muy probablemente tampoco se enteró de que lo era.