lunes, 13 de junio de 2011

Autómatas 2.0 (cortesía de Enrique Enríquez)

Mi amigo Enrique Enríquez me ha dejado esta joya a manera de comentario en mi entrada Autómatas. No me deja otra opción que transcribir su texto tal cual como lo recibí para así poder compartir con ustedes estas palabras llenas de magia, humor y reflexión sobre los autómatas.

“De allí en adelante la mecánica y el arte se conjugaron para obrar los más diversos personajes animados. En 1738 Jacques de Vaucason echó a andar su célebre Pato, un ave de alambre y resortes posada sobre una especie de turbina que iba dentro de una gran caja metálica. Con apariencia auténtica, este antecesor de Donald y Daffy comía granos de maíz, esponjaba el plumaje, nadaba, aleteaba y excepto ir bien con verduras, hacía todo lo que un palmípedo real. Si bien el pato original desapareció, el Museo de los Autómatas de Grenoble dispone de una réplica que también hace “cuac”.

En 1916 un ingeniero de apellido Durand y un fabricante de autómatas llamado Decamps diseñaron al “Profesor Arcadio”, quien podía escribir a mano alzada hasta 21 oraciones. Sin embargo, algunos dicen que el autómata con mejor caligrafía era el “Escritor” de Pierre Jaquet-Droz, un muñequito de madera policromada con aspecto de querubín de iglesia que medía unos setenta centímetros de alto, y que a lo largo de 1774 se presentó en toda corte respetable de Europa. Ese mismo año Droz hizo también un “Dibujante”, tras lo cual se dedicó a realizar una serie de réplicas de ambos muñecos. Otro importante automatista, Henri Maillardet, construyó alrededor de 1800 a un “dibujante-escritor” que podía realizar cuatro dibujos distintos y escribir tres poemas, dos en francés y uno en inglés. Maillardet realizó también un autómata capaz redactar frases nada menos que en chino, el cual fue regalado al emperador de China por George III de Inglaterra.

Un mecánico llamado Jean Roullet y su yerno, Henri Decamps, presentaron en 1880 la figura mecánica de una mujer ricamente vestida, que ejecutaba frente al público la famosa suerte de los cubiletes que a tanto tonto ha desplumado desde que el mundo es mundo y la gente confiada. La asociación entre Roullet y Decamps fue provechosa y ambos crearon todo tipo de autómatas, entre los cuales mi favorita es una “Encantadora de serpientes” perennemente envuelta en una boa de terciopelo, cuya sinuosidad dejaría pálida a la propia Nastassja Kinski.

Para entretener a la Emperatriz María Theresa de Austria, al Barón Húngaro Wolfgang Kempelen le tomó seis meses construir, allá por 1769, al que probablemente sea el autómata más famoso y fraudulento de la historia: un ajedrecista mecánico apodado “El Turco”, que se batió en partidas colosales con los jugadores más grandes del mundo y en su momento logró vencer entre otros a federico II de Prusia, Benjamin Franklin, Catalina II y Napoleón Bonaparte. Amante de la ciencia y la mecánica, para ese entonces Kempelen había diseñado ya algunos prototipos de partes humanas, y una máquina parlante que imitaba la voz en base a fuelles y vejigas, de la cual hablaremos más adelante. Kempelen ideó este jugador que a la vista del público consistía en un torso de maniquí vestido a la manera de un árabe que se encontraba pegado a una mesa voluminosa, sobre la cual podía verse un tablero de ajedrez con las piezas respectivas. Al comenzar la sesión, el Barón abría todas las puertas de la parte inferior de la mesa para demostrar que dentro no se escondía ningún hombre, e incluso retiraba el ropaje del turco para mostrar sus mecanismos mediante una puertecilla que llevaba a la espalda. Pese a todo, hoy se sabe que aquello era una ilusión, pues en efecto se escondía allí un jugador experto, algunos aseguran que enano o incluso mutilado, quien probablemente cambió de identidad a lo largo de las innumerables giras que dio el muñeco.

Edgar Allan Poe, intrigado por los autómatas, dedicó a este jugador inmutable su ensayo “El jugador de ajedrez de Maelzel”, pues “El Turco” había dejado atrás a Kempelen y cambiado de dueño cuando llegó a los Estados Unidos de mano del ingeniero mecánico Johann Nepenuk Maelzel, nada más y nada menos que el inventor del metrónomo. Poe describe minuciosamente el espectáculo ofrecido por el autómata y se vale de su aguda observación para descartar que se tratase de una máquina, afirmando sin lugar a dudas que ha debido albergar a un ser humano dentro: “Existe un sujeto, un tal Schlumberger, que acompaña a Maelzel donde quiera que va, sin otra ocupación aparente que la de ayudar a empacar y desempacar el autómata. Es un hombre de contextura mediana, encogido de hombros. No nos han informado respecto a si juega ajedrez o no. Es cierto, sin embargo, que nunca se deja ver durante las exhibiciones del jugador de ajedrez, pese a que frecuentemente se encuentra visible antes y después de las mismas. Más aún, hace algunos años Maelzel visitó Richmond con su autómata. Schlumberger cayó súbitamente enfermo y durante su enfermedad no hubo exhibiciones del ajedrecista. Las inferencias de estos hechos las dejamos, sin más comentarios, al lector”.

Tal vez Schlumberger no era “el Turco” sino “El Zorro”, pero el carácter fraudulento del ajedrecista mecánico podemos adivinarlo citando al propio Kempelen, quien lo describía como “una bagatela, cuyos efectos lucen maravillosos gracias a la solidez de su concepción y la afortunada escogencia de los métodos usados para promover la ilusión”.

Si dentro del “Turco” se escondía un hombre, no hay que reprochárselo, pues para vender una ilusión siempre es necesario quien la quiera comprar. Desde el “Turco” hasta Deep Blue son numerosos los momentos en que el ajedrez ha sido aquello que motiva las acciones de los autómatas, la excusa para reproducir vida, tal vez porque el hombre intuye que no puede crear una vida verdadera a su imagen y semejanza sin crear a la vez inteligencia y anhela confeccionarse un interlocutor. Hubo otro ajedrecista mecánico llamado “Ajeeb”, creado por Charles Hopper en 1865, que de 900 partidas sólo perdió tres y se midió con personajes de la talla de Roosevelt y Harry Houdini. Tristemente se quemó en 1929, durante un incendio que tuvo lugar en Coney Island, porque entre sus habilidades no estaba la de correr. Un tercer jugador hecho de tuercas puede aún verse hoy en día en el Museo Politécnico de Madrid. Es el famoso “Ajedrecista” de Torres y Quevedo, construido en 1914 y financiado por el gobierno español, que por el entonces se interesaba en descubrir si era posible crear algún tipo de inteligencia artificial, lo cual probablemente sea lo más milagroso en este autómata. Se trata de una máquina bastante más sencilla que las anteriores, pero que al menos juega por sí sola, sin titiriteros ocultos.

Se dice que en los años cincuenta un Walt Disney cansado de llevar a sus hijas a parques de atracciones donde no había nada para él, ofreció una interesante suma por la colección de autómatas del parque Tibidabo, en Barcelona. Que la oferta fuese rechazada no impidió el surgimiento de Disneylandia, hogar de los animatronics, la “generación de relevo” de los autómatas perfeccionada por la electrónica y maquillada por los saberes de Hollywood. Allí un montón de turistas se topan a diario con lo último en seres mecánicos, pero si el viejo Walt se derritiese esta tarde, seguramente sacaría a pasear feliz a Aibo, un can computarizado y mejor amigo de todo hombre que no quiera andar recogiéndole las “gracias” a su perro, producido por Sony.

Enumerar estos autómatas significa dejar por fuera a muchos otros, pues en su período de esplendor se multiplicaron los hombres mecánicos y aquellos capaces de hacerlos vivir. La literatura al respecto es inmensa, reflejo de la fascinación y curiosa desazón que su presencia produce. Los autómatas asumieron el peso de buena parte del entretenimiento masivo en el siglo diecinueve y se usaron desde entonces para la publicidad de los más diversos objetos; pero si hace un siglo despertaban asombro en el público, hoy saludan a unos paseantes más o menos indiferentes a sus sonrisas cronometradas, desde las vitrinas de Macy’s.

Con la creación de autómatas los hombres buscaban representar en modo literal el comportamiento humano, tratando a la vez de cumplir con uno de los principales requisitos en la ilusión de la vida: el movimiento autónomo. La autonomía es sinónimo de vitalidad, del libre albedrío inherente a todo objeto capaz de trascender de su condición inerte. Con el transcurso de los siglos nuestro dominio sobre las máquinas mejoró, estas se fueron especializando y, para hacerlo, tuvieron por fuerza que alejarse de la forma humana. Hornos, aeroplanos, trenes, relojes y automóviles difieren en morfología y utilidad, pero coinciden con los primeros autómatas en haber sido animizados por la fantasía humana. Isaac Asimov hablaba de cómo las maquinas se diferencian en sus “intenciones” y pueden optar por el bien, si se pliegan al dominio humano, o por la senda del mal, si en efecto se liberan por completo de él. Esta posibilidad de escoger confiere a los artefactos que hemos concebido para darnos la gran vida, una vida en sí misma. Decimos que la computadora “no quiere encender”, si acaso no enciende, o que el mocroondas “se volvió loco”, si los resultados de su funcionamiento se apartan de nuestros deseos. Somos incluso capaces de afirmar que cualquier equipo “está muerto” si cesó de funcionar. Sin brazos ni piernas, y por distintas que sean a nosotros, las máquinas viven. Están animadas por nuestro miedo ancestral a la soledad, y paradójicamente, a lo tecnológico, a todo aquello que en nuestro afán de compañía, hemos creado.

¡Saludos!

Enrique Enríquez.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno!!

Anónimo dijo...

Como disfruto enormemente los comentarios de tu blog lo leo por segunda vez, muy interesante y completo el trabajo de Enrique Enriquez.

Luis Alberto I. dijo...

Qué clase magistral sobre autómatas. Gracias por el buen rato que me han regalado aquí

the goddamn devil dijo...

sencillamente sublime...
le echare una visita al señor Enriquez, hace tiempo que no se de el...