En lo que va de año se han ido dos de los grandes del cómic latinoamericano: Carlos Trillo y Francisco Solano López. Curiosamente un binomio conformado, como suele ocurrir en el cómic, por un guionista (Trillo) y un ilustrador (Solano López). Sin embargo, al menos que yo sepa, en esta vida, ambos argentinos no llegaron a trabajar juntos. Ahora mismo, dónde estén, quién sabe qué cosa maravillosa estarán cocinando a cuatro manos.
Solano López, el grandísimo ilustrador de El Eternauta, nació en Buenos Aires en 1928 y murió en esa misma ciudad el pasado 12 de agosto de 2011. Mientras que Carlos Trillo, uno de los mejores autores de historietas que haya habido en este pedazo del mundo, nació en la capital argentina en 1943 y murió en un viaje de vacaciones a Londres el 7 de mayo de este año.
Tuve el placer de conocerlos a ambos durante el rodaje de un documental que nunca acabamos. Una más de las películas que no fueron. Quince días en Buenos Aires que resultaron un auténtico desastre y precisamente por eso, ahora, macerados por la memoria, se me han hecho especialmente significativos y entrañables.
Durante esos quince días sufrí (ya lo sufría antes y lo seguí sufriendo varios meses después) de un insomnio inclemente que me obligaba a tomar religiosamente un somnífero llamado Stilnox (recetado por el médico en una monodosis de 10 mg., una hora antes de acostarme; pero que yo, para garantizar resultados óptimos, consumía en número de 2 ó 3 regados generosamente con Malbec mendocino). Y gracias a eso dormí. Dormí el sueño tranquilo de alguien que necesita dormir porque al día siguiente había varias entrevistas pautadas: con Maitena, con Liniers, con Juan Sasturain, con Pablo de Santis, con Solano López, con Trillo, entre tantísimos otros autores ligados a la historieta y al humorismo gráfico de Argentina cuyas entrevistas se quedaron encerradas en esas cintas que jamás llegaron a la sala de edición. Y quién sabe, ahora mismo, con qué suerte corrieron.
Recuerdo algunas escenas sueltas de esa película que nunca fue. O mejor dicho, tratándose de cómics, viñetas sueltas de una novela gráfica que no fuimos capaces de ensamblar en un corpus congruente.
Recuerdo episodios filmados en un eterno fuera de campo. Cosas que ocurrieron más allá de los límites del encuadre y que, de alguna manera, representaban los planos de la verdadera película que uno desearía y debería filmar. Dicen que el cine documental está signado por una imposibilidad: siempre es más interesante y significativo aquello que ocurre –y se escurre- alrededor nuestro que lo que acaba siendo registrado por la cámara. Como para dejarnos bien en claro que la realidad, al final, es inaprensible y se nos escapa permanentemente en el fuera de campo.
Recuerdo entonces el primer día de grabaciones, ir a buscar en la habitación 512 -de aquel hotel donde nos hospedamos en el Microcentro- a los camarógrafos; y encontrarme a Richita, el asistente de cámara, en interiores y guardacamisa mirando por el visor de la cámara que apuntaba a la ventana.
–Richita, mi pana, ¿qué estás haciendo, papá? Tenemos que irnos ya.
–El mío, tienes que ver esta vaina.
Y, de idiota curioso que soy, le hago caso. Me asomo al visor. Y veo que el teleobjetivo está encuadrando a una habitación con las ventanas abiertas al otro lado de la calle. Y que entra una chica guapísima, se descamisa, se prueba un vestido, sale. Entra otra, ahora morena, más rellena pero igual de guapa, se desviste, se pone un vestidito cortísimo, se mira de espaldas y con el cuello girado en un espejo, se va. Entra otra, rubia y alta, se parece a la primera pero no es. Definitivamente no es. Se quita todo, se pone algo minúsculo, se va.
–Chamo, qué es esto. ¿Será un burdel?
–Bueno, papá – responde Richita mientras me empuja para posicionarse de nuevo ante el visor–, si eso es un burdel es el burdel más raro del mundo porque esas mujeres están en una biblioteca.
Y me vuelvo a asomar por el visor y sí, Richita tiene toda la razón. Al fondo, en el que nunca me fijé por estar con todo atento a las diosas de colores que se empelotaban mientras espiábamos, se veían libros. Libros y más libros. Libros de esos forrados con tela mostaza, verde, naranja, roja. Esas mujeres estaban rodeadas de tomos de enciclopedias. Si acaso eran putas, eran putas cultas.
Recuerdo también que, a partir del segundo día de viaje, comenzaron a aparecer bolsas de galletas de chocolate por todas partes. En la mesa de noche, en el suelo, en el baño, en la habitación de los camarógrafos, dentro de las maletas de las luces. Unas galletas en bolsa roja que decían en letras amarillas: “Disfrutá ahora el doble del sabor. Llevate dos kilos al precio de uno”.
Recuerdo que en la entrevista con Sasturain el hombre se puso a hablar de Perramus, una historieta donde aparece Borges, donde los personajes son perseguidos por unos milicos que son esqueletos de uniforme. Que Sasturain nos habló de la dictadura, del infierno que se vivió en vida, de cómo se las tuvo que ingeniar para traducir toda esa realidad espantosa en una historieta fantástica, donde lo decía todo sin que la inteligencia militar (si acaso existe tal cosa) pudiera comprender. Y justo cuando hablaba de todo eso, en un momento intensísimo, algo tapó el sol. Se hizo de noche en pleno mediodía, y la única luz que había en aquella habitación era la que rebotaba tenuemente de los cristales de los anteojos de Sasturain. Como si la nube de tormenta más grande del mundo se hubiera posado sobre Buenos Aires en aquel instante. Quién sabe si sería la nave de los invasores que dibujó Solano López. Y recuerdo que Richita, saliendo de esa entrevista, me dijo: “Mierda, papá, qué bolas… ese hombre apagó el sol”.
Recuerdo también que cuando fuimos a entrevistar a Liniers, que en aquel entonces –hablo del verano austral de 2001- era una joven promesa, el embrión de la estrella en la que se convertiría más tarde, Liniers nos invitó gentilmente a un mate mientras posicionábamos la cámara, dirigíamos las luces y las pantallas reflectoras, sintonizábamos los micrófonos. Y que el mate tuvo un efecto laxante prodigioso sobre las tripas de Richita. Y mientras hacíamos la entrevista el asistente de cámara se me acercaba, haciendo bailecitos de esos que obliga el retorcijón, y me susurraba al oído: “El mío, yo lo que me estoy es cagando”. Y cuando acabamos por fin la entrevista, dos horas más tarde, y Richita era todo color verde con vetas moradas, rompió el silencio y le dijo a Liniers: “Disculpe, señor, ¿me presta el baño”. “Claro, loco, pasá adelante, estás en casa, por el pasisho, puerta del fondo a la izquierda”. Y cuando Richita regresó tenía la cara roja y abultada, venía rejuvenecido y rozagante, como si se hubiera inyectado botox. Pobre Liniers, me lo imagino horas más tarde entrando a su bañito: “¡La concha de su madre de estos venezolanos de mierda!”.
Recuerdo también, el día en que nos tocaba entrevistar al gran Carlos Trillo, que Richita se quedó dormido, sentado en el piso, recostado de la pared, justo al lado de uno de los trípodes que sostenía las luces, y que en eso se nos acabó la cinta y yo le grité: “Richard, un cassette” y el tipo, que estaba en el séptimo sueño, se despertó de un brinco, lanzó una patada al espacio que se estrelló contra el paral de las luces y aquella vaina a doscientos grados centígrados se tambaleó y se le fue encima a Trillo. Y Trillo saltó, se lanzó de cabeza como quien se barre para robarse la segunda base. Salvó su vida pero no la del sofá. Un sofá de cuero. Blanquísimo. Impecable. Nuevecito. Y la luz se lo dejó marcado para siempre con un chamuscón obsceno. Trillo no perdió la sonrisa ni los aires de caballero: “Ah, no pasa nada, eso lo limpiamos luego con un producto que sho tengo que hace maravishas… o le damos vuelta al cojín. Son cosas que pasan, chicos, tranquilos”. Pero, estoy seguro, que más tarde exclamó: “¡La concha de su madre de estos venezolanos de mierda!” justo cuando se cercioró de que nos habíamos subido al taxi.
Y recuerdo también el día en que entrevistamos a Francisco Solano López, en su apartamento, primero en su estudio y luego en su cuarto. Recuerdo que nos advertía: “Chicos, sho con todo gusto les doy la entrevista, el tiempo que quieran, eso sí, va a shegar mi novia hoy y ashí sí que damos esto por terminado”. Y media hora más tarde decía: “Es que la extranio tanto… sho a esa mujer la quiero, más que con el alma, con las úlceras” (qué belleza). Y seguíamos la entrevista y a las dos horas decía “Sha va a shegar mi novia, es relinda esha”. Y nos mostraba sus dibujos, lo último que estaba haciendo, una cosa erótica, pornográfica, con unas mujeres despampanantes, como si después de viejo, a sus setenta y tantos, Solano López le hubiera dado por visitar asiduamente el burdel de las putas cultas.
Y en eso oímos la voz de una mujer que entraba a casa con su propio juego de llaves. Que saludaba desde la sala, que decía cositas cariñosas desde la cocina, que se asomaba al estudio y taconeaba ahora hacia el cuarto. “Estoy aquí, querida” decía Solano López y se quitaba a toda prisa el micrófono, se le iluminaba la cara, se iba al encuentro de su novia. Y entra la novia. La novia de Solano. Dios mío querido. Era un bombón, la cosita más linda y mejor contorneada de la historia argentina. Y allí fuimos nosotros los que dijimos, con toda admiración: “El coño de su madre de este viejito”.
El día que nos volvíamos a nuestra lejana Caracas, corriendo como siempre, porque el avión nos iba a dejar, no habíamos hecho maletas y el aeropuerto quedaba a dos horas de camino, comencé a recoger las bolsas de galletas de chocolate. Kilos y kilos de galletas regados por doquier. Y le comenté a mi amigo Bujía, el otro productor que me acompañaba en ese viaje: “Pana, yo no he querido decir nada para no alterar la buena nota del rodaje y que digan que uno es un neurótico… ¿pero quién coño estuvo comprando estas galletas? ¡Hay galletas hasta en la ducha!”.
Y Bujía, me respondió: “Chamo, tú. Todas las madrugadas te levantas y dices que vas a comprar chicharrón picante. Hablas con una voz que no es la tuya y haces unas cosas muy locas. Te has ido todos estos quince días, y nosotros contigo porque nos da miedo dejarte solo, al negocio abierto 24 horas que queda en la esquina y regresas con una bolsa de galletas de 2 kilos. Y dices que está buenísimo ese chicharrón, que el chicharrón picante argentino es el mejor que te has comido en tu vida”.
Y allí caí en cuenta de que yo también había participado en un cómic que nunca fue. Algún guionista burlón me había puesto a interpretar el guión de una obra que jamás se concluyó ni serviría para nada. Que yo realmente no había estado. O acaso sí, estuve, pero fuera de campo. Siempre fuera de campo.
7 comentarios:
jajajajajajaja que buenas estas historias de Richita!!!
Sí, una lástima.
Por otro lado, tu pluma no deja de sorprenderme con el paso del tiempo.
Claro que el cómic salió con su final ingenioso e inesperado para que lo disfrutáramos tus lectores de rostros de viento.
Buenísima la historia Jose... mil gracias!
jajajajajajajajajajaja demasiado bueno esto...
y de putas cultas... uhm bueno, hay que jode, claro lo que pasa es que los conocimientos en lo que son cultas a tres tablas no los solemos entender o la mayoria no le interesa...
saludos mister un placer leerle
El Stilnox y sus cosas. Maravilloso.
BTW, cambié la dire de mi blog, no sé si te dije, capaz sí. Capaz lo he hecho en todos los últimos comentarios.
Yo tengo como un depósito de Stilnox que me hace olvidar los 5 min previos a todo momento presente.
El Stilnox y sus cosas.
http://thisisexactlywhatitlookslike.blogspot.com/
Puse un nuevo disco en el blog que tal vez te guste: http://sesionfutura.blogspot.com/2011/09/magna-carta-cartel-goodmorning.html
Saludos.
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