Adolfo Bioy Casares con Silvina Ocampo y sus perros.
Si tuviera que someterme al cruel y muy
personal ejercicio de escoger a cinco grandes escritores de todos los tiempos uno
de ellos sería, sin temblores de pulso, Adolfo Bioy Casares. En cuanto a los
otros cuatro dudaría un montón.
Suele considerarse a Bioy como una especie
de escudero de Borges, otro noble Sancho Panza condenado a acompañar al gran
héroe, siempre a su sombra, a prudentes y respetuosos pasos de distancia más
atrás; pero quienes piensan así no han leído –o no han sabido leer- a Bioy
Casares, pues no se han dado cuenta de que brilla con luz propia. Y para
algunos pocos, entre quienes me cuento, Bioy es una estrella que brilla con una
frecuencia distinta pero incluso aún más atractiva que la del mismo Borges.
Pienso que en los días que corren, gracias
en gran medida a las redes sociales, se
ha detonado masivamente una especie de pedantería lectora. La pantallería y la
echonería desbordadas porque se necesita proclamar a los cuatro vientos (los de
la cotidianidad y los de la virtualidad también) que uno lee mucho y todo lo
que se lee, además, es maravilloso. Humildemente asumiré que mi relación con la
literatura no ha sido jamás tan armoniosa ni vibra siempre en las más nobles ondas,
muy al contrario, es una relación cargada de bemoles, con sus picos y con sus profundísimos
valles, no encuentro todos los meses -ni lejanamente- un grandísimo libro ni un
magnífico autor del cual vanagloriarme con escapulario ajeno. Trato de leer
todo lo que pueda y siempre con la esperanza de encontrar una gema gloriosa
para compartir, pero son relativamente escasos los momentos en los que
finalmente me digo: “aquí está, qué dicha enorme, lo encontré”.
Conocí la obra de Bioy Casares gracias a los
consejos de Juan Cristóbal Castro, insigne interlocutor para hablar de libros y
de música en aquellos días en los que éramos unos chamos de 17 años vestidos
con la reglamentaria camisa beige a la que obligaba el uniforme escolar. Yo
estaba deslumbrado en aquel entonces con las lecturas heredadas –por vía
genética y cultural- de mi padre: Borges (el inevitable), Cortázar (con el
sabor que le gusta a los jóvenes), el Vargas Llosa a medio camino entre lo
diáfano y lo experimental de La ciudad y los perros, Pantaleón y las
visitadoras, La casa verde o La tía Julia y el escribidor. Pero entonces Choza
(que así le decíamos a Juan Cristóbal) me comentó en un recreo entre mordiscos
de croissant de queso: “Chamo, Juice (pronúnciese en la lengua de Choza:
Yuzzz), tú tienes que leerte a Bioy Casares, a ti te va a encantar esa vaina”. Y
le hice caso. Me busqué en la biblioteca de mi viejo algo de Bioy Casares y
encontré una cosa perdida en la fila de atrás, la de los libros menos
favoritos, llamada La invención de Morel. Debe ser el libro que más he
recomendado y regalado en mi vida. Mi alianza con Bioy quedó sellada desde ese
momento y nunca más se rompería. Nunca, a pesar de estar consciente de que hay
escritos de Bioy que no me gustan y que no he logrado terminar de leer porque
no los entiendo o me aburren. No importa, la grandeza de un escritor no tiene
que ver para mí con una obra impoluta y libre de desencantos, basta con que me
haya regalado tres o cuatro libros entrañables, tres o cuatro picos luminosos
que se conecten directamente contigo como lector. Tres o cuatro gemas tan
grandes que neutralizan todo lo demás. Bioy me ha dado, en lo personal, por lo
menos el doble de esa suma.
Y no sólo le debo a Bioy por su obra
literaria que se me antoja tan grande y generosa, sino también por sus memorias
compiladas en Descanso de Caminantes. No tengo idea si Bioy las escribió con el
objetivo de que fueran publicadas, no sé si más bien las escribió para su
propio y estricto desahogo, tal vez como una suerte de diario personal que no
estaba destinado a ser compartido con nadie más. Poco me importa, la verdad. Me
pasa algo muy curioso con ese libraco enorme de memorias de Adolfo: me gustaron
poco o nada cuando las leí hace años pero hoy día las recuerdo y atesoro como
una enseñanza de vida. Encontré en ese libro a un hombre profundamente terrenal,
tan distinto al autor que veneraba, allí estaba el ser humano decepcionante que
habita dentro del artista admirado, algo que te deja con esa sensación –tan
común- de “hubiera preferido no llegar conocer a la persona sino quedarme para
siempre con la ilusión del autor”. Con el paso de los años me reconcilié con el
Bioy de carne y hueso, con el mujeriego, el malcomportado, el amante de los
perros, el bon vivant, el antipático de lengua lacerante que soltaba frases
crueles que dejaban todo títere acéfalo. Le agradezco a Bioy, aunque quizás no
haya sido su intención premeditada, esa desnudez de alma y esa apertura para
decir: “así lo pienso y así lo expreso. Y se la calan”. En un mundo tan dado a
la pose, a la fórmula y a la hipocresía no es poca cosa semejante gesto.
Y mientras Borges encontraba en las
bibliotecas todo lo que necesitaba para ser feliz y regodearse en su
indiscutible genialidad, Bioy se asumía como un tipo más carnal, una amalgama
de ruidos e incorrecciones mundanas. Necesitaba echarse sus canas al aire,
enamorarse, meter la pata, beber, viajar, comer, entregarse a la noche, montar
a caballo y compartir con su perro; ciertamente era un monstruo de las ideas
también, pero uno que necesitaba vivir primero para luego poder contar. Y mucha
de la genialidad presente en los relatos y ensayos borgianos se halla en Bioy
Casares pero de una manera más diáfana, más vivencial, menos elevada pero -por
lo mismo- más seductora.
Vuelvo entonces a esa imagen de Borges
escribiendo y pensando a cuatro manos con su amigo 15 años más joven que él.
Borges con su escudero personal, su talentoso pupilo y exclusivísimo caddy al
que le diría cosas como: “esto lo vamos a escribir con un Hierro 3, por favor,
Adolfito, alcánzamelo y verás el swing magistral que me lanzo, pero tranquilo
que esto lo firmamos con el seudónimo de Bustos Domecq”. Borges que en el fondo,
muy en el fondo, veía en ese muchacho una posibilidad de vida que bien le
hubiera gustado tener y eso le fascinaba y también lo mataba de envidia. Y
Adolfo mirando el reloj con nerviosismo, moviendo frenéticamente un pie sobre
el vacío, buscando una manera de acomodarse en el mullido sillón de cuero
inglés de la sala de Borges pero también desesperado por salir corriendo lo
antes posible de allí. “¿Y qué te pasa, Adolfito, no ves que estamos
escribiendo una cosa enorme, algo así como un disco compuesto por Lennon y Lou
Reed, la sumatoria de dos cerebros inalcanzables (sobre todo el mío, porque
Lennon aquí soy yo)?” y Bioy que le suelta al monstruo sin anestesia: “Perdona,
pero es que quedé con una mujer increíble y no he comprado el vino ni he
paseado al perro; se me hace tarde, mejor seguimos otro día… es que no sabes el
mujerón, ojalá y la pudieras ver”.
2 comentarios:
Excelente, ya me voy a buscar unos de esos libros que mencionas, quedé motivada.
Borges y Casares que duo de amigos geniales , pero tan diferentes en personalidades, me encanta tu reflexión final.
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