Dios sabrá qué es exactamente lo que ocurre
en ese instante en el que escuchamos por primera vez una canción y, en la
medida en que transcurre esa masa sónica a la que nos exponemos, nos va invadiendo
la certeza de que se merece una repetición. Y otra. Y luego otra. Porque algo
en lo más hondo nos dice, así a primeras escuchadas, que ese tema nos va
acompañar por un tiempo y que el soundtrack personal de los días por venir
estarán tocados íntimamente por ese paisaje sonoro que nos ha sido regalado. Ese
descubrimiento musical se parece un montón al enamoramiento.
Hace unos días estuvo de visita una querida
amiga que se pasó unos días en casa, en esta casa que por costumbre y por
cercanía es ya la suya también. Nos comentaba durante la cena que estaba
científicamente comprobado que el enamoramiento es un brote psicótico que dura siete
meses. Luego de ese lapso se acaba, se transforma –para bien o para mal- en
otra cosa. El enamoramiento, cosa ya dicha hasta el hartazgo por los poetas y
ahora por los investigadores, es un tipo de locura. También, por sus impactos
en la química del organismo, podría considerarse un estado de adicción: las
feromonas se excitan, los hormonas entran en reacción, la enorme reacción de
química orgánica que somos se desquicia. Y durante esos siete meses queremos
más y más de esa droga que detona una peculiar versión de nosotros mismos que
nos gusta tantísimo.
Hay gente que siempre está, como decía mi
viejo, enamorada del amor. A esa gente le cuesta horrores querer de verdad y
mucho más si la cosa es a largo plazo; porque se han hecho adictos a la
sensación del enamoramiento y cuando la sentencia del séptimo mes entra en
vigencia entonces deciden que ya no es lo mismo, que no quieren más, que se les
pasó ese efecto sabrosísimo que les hacía mantenerse en estado de constante
fascinación junto al objeto del deseo. La fantasía amorosa, de esa manera, comienza
a ser sustituida –parcial o totalmente- por la pareja de carne y hueso, la
persona real con sus bemoles, sus necedades, sus defectos, cargada con sus
propios fantasmas. A veces, muy pocas veces, el enamoramiento que logra
sobrevivir a la ineludible transformación que prosigue al brote psicótico se
convierte en amor (el de verdad).
Pasa lo mismo con la música y con los enamoramientos
musicales que ella trae. Hay canciones que nos enamoran, que destapan al
obsesivo compulsivo que nos habita, y de pronto nos damos cuenta de que
llevamos horas de horas escuchando en loop un mismo tema. Esa canción lo vale
todo, aunque el resto del disco nos resulte perfectamente desechable, no
importa, pues en ella se han concentrado un universo de historias, personajes,
atmósferas, sensaciones y sentimientos. Una cosa muy íntima y prácticamente
inverbalizable que nos pide a gritos: ponme a sonar otra vez, escríbeme,
píntame, dame otra vida, compárteme, haz algo conmigo que me permita trascender
hacia otras instancias. Y le hacemos caso, nos entregamos a la repetición hasta
la obstinación. E incluso llegamos a condenar a quienes nos rodean a esa
máquina acústica del perpetuo movimiento que para nosotros significa un mundo
mientras que para ellos puede que poco o acaso nada.
Sin embargo, los enamoramientos musicales
corren el riesgo de agotarse, de hastiarnos, porque en estos enamoramientos
(como en los otros) lo que ocurre es que nos hartamos de nosotros mismos. Nos
estamos repitiendo, nos estamos devorando como serpientes que se comen la
propia cola, estamos cautivos en la autofagocitosis. Así que un buen día
decidimos que ya no más, que qué fastidio, “es que te he escuchado tanto –me he
escuchado tanto a mí mismo- que me cansé, necesito otra cosa”. Pero también
ocurre, a veces, un acto de magia capaz de describirnos mejor que muchas
palabras o acciones: algunas canciones muy selectas llegan para quedarse. Y
pasarán los años, pasará la vida, cambiarás de casa, se irán amigos y vendrán
otros nuevos, pero en el soundtrack personal de tu existencia seguirán
habitando algunas músicas que te conforman en tu más profunda identidad. Y cada
vez que te expongas a ellas te enfrentarás cara a cara contigo mismo, con la
esencia más honda de la persona que fuiste y la que eres ahora.
Hoy descubrí durante mi caminata matutina
una de esas canciones que aún no puedo saber si se trata de un simple
enamoramiento o si acaso trascenderá a la categoría de amor musical. Sólo el tiempo lo dirá. Pero lo que sí me
quedó claro es que al escucharla fui invadido por un doble vértigo: el de la
certeza de que pasaré como un loco obsesivo horas y horas oyendo ese tema en
loop, junto con otra ansiedad quizás más prodigiosa, la de compartirlo
urgentemente con mi esposa. Porque me doy cuenta de que todo, absolutamente
todo, me remite a ella. El enamoramiento musical está condenado al fracaso si
no soporta la delicada prueba del transvase al amor de mi vida.
La felicidad de los amores, su perfecta
armonía, se reduce para mí a ese instante-burbuja en el que ella llega a casa,
habla de mil cosas, fuma, se sienta, se para, bebe algo, deja siempre un
fondito, y mientras tanto –sin que ella llegue a advertirlo- le pongo de fondo
el tema musical que me tiene cautivado, y entonces de pronto ella hace una
pausa, comienza a llevar el ritmo con los dedos o con la punta del pie… y en un
momento glorioso me dice: ¿qué es eso tan bueno que suena, me lo grabas?
4 comentarios:
Gracias mi cielo...qué cosa tan bonita...me sacaste un par de lágrimas, tal vez sea la distancia. Te amo.
Que amor ejemplar el de Uds, cerca y a la distancia ,con música compartida o sin élla. Les felicito.
Ojalá compartan parte de la música de Uds ,con nosotros los lectores.
Formidable todo lo que escribes, porque es así, sabio tu padre también y maravilloso ese amor que sienten con tu pareja, envidiable, son afortunados, felicidades.
Saludos
Mil gracias por leer y por comentar de una manera tan bonita. Muy honrado. Un abrazo grande.
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