La fórmula es vieja pero no por ello ha
dejado de causar efecto. Quizás sea imposible abordar el asunto sin recordar
esos primeros minutos de 101 Dálmatas de Disney: el amor por los perros -y
entre los perros- a veces trasciende el ámbito de lo canino y se cuela en el humano.
La historia va, más o menos, así: hace un
año vivíamos en otro apartamento y mi ruta de caminata matutina era distinta.
Como buen animal de costumbres que soy, salía todas las mañanas a la misma hora
y con la misma lista musical sonando en los audífonos. A partir de allí se
filmaba aproximadamente la misma película, en las mismas locaciones y con la
misma banda sonora. Y como todos somos, con mayor o menor grado, animales de
costumbres, pues resulta que te vas encontrando en el camino esencialmente a
los mismos personajes también.
Aquí es donde entran en escena la Dama y el
Vagabundo. La Dama es una chica guapísima dueña de una perrita que –como suele
suceder- es su propia proyección pero en versión canina. El Vagabundo no es
ningún vagabundo, simplemente es alguien que ha tomado a su perrito callejero
como excusa para salir a correr todas las mañanas a ver si logra ganarle la
batalla a su panza de cuarentón. En la escala del 1 al 10 ella es un 10 y él
roza con esfuerzo el 4. Cosa que podemos
extrapolar en idéntica escala a sus mascotas. La de ella es como una collie
miniatura (o tal vez sea de esa raza muy distinguida que acompaña a Helen
Mirren en su interpretación de La Reina), mientras que el perrito de él es como
un frankenstein rechoncho hecho con retazos de varios perros que no pegan ni
cosidos a máquina. Pero el tipo –me refiero al perro- se tiene confianza, es
simpaticazo; como suele sucedernos a los feos –independientemente de la especie
a la que pertenezcamos- él también está en la imperiosa necesidad de
construirse una personalidad atractiva porque con ese físico no tiene la mínima
opción. Así que a fuerza de gracias, feromonas y una timidez que rebosa
confianza, el perrito se fue ganando el afecto de la princesa canina con
pedigrí nobiliario.
Y yo pasaba por allí, por esa zona del
parque, y veía a los perros jugar entre ellos mientras los amos, con
incomodidad evidente, trataban de entablar una charla entre ellos en la medida
en que sus hijos cuadrúpedos se entendían cada vez mejor.
La escena, filmada mentalmente y con la
estrategia de un camarógrafo voyeur de cuya presencia jamás se enteraron, era
realmente curiosa… porque, cómo negarlo, resultaba obvio que ese Vagabundo no
hubiera tenido la más remota posibilidad de acercarse a semejante Dama si no
hubiera sido por la osadía de su perro. En un bar, por ejemplo, el pobre hombre
hubiera rebotado lastimosamente y hubiera ido a parar varios metros más allá. Al
cabo de varias mañanas de caminata, la tensión y la incomodidad de los amos se
fue transformando en algo que se parece un montón a la complicidad, como un
raro reflejo de lo que ocurría varios centímetros más abajo con sus mascotas.
Pero allí nos mudamos para otro apartamento y forzosamente tuve que abandonar
mi rodaje donde había todo menos el registro.
Esta mañana retomé por accidente la
filmación y la vida me regaló la secuencia final de la película. Tuve que pasar
a buscar una correspondencia por el viejo apartamento y decidí hacer una vez
más la vieja ruta que hacía meses no transitaba. Y entonces me los encontré a
los cuatro en el mismo sector del parque. Los perros, libres de correas,
retozaban sobre el césped e intentaban dominarse en una batalla feliz donde él
siempre dejaba que ganara ella. Los amos miraban la escena desde un banquito.
Ella tan guapa como siempre pero ligeramente más informal. Él con su misma
panza y sus mismos intentos firmes por no ser gordo. Disimuladamente me detuve
a distancia prudencial y simulé (creo que logré engañarme solamente a mí mismo)
cambiar la música en el aparato con el fin de ganar algunos segundos. Lo
suficiente como para darle tiempo a ella para que se levantara del asiento,
llamara a su perra con la correa en mano porque seguramente se le hacía tarde,
y entonces él le tomó la mano libre y no sé si se lo dijo realmente o yo me lo
invento porque me lo quiero inventar pero sé que le dijo: “vente para acá y me
das un beso”. Y la atrajo hacia él y le
encajó un beso con toda la boca, un beso impúdico, descarado, no apto para
menores y sólo para algunos adultos. Puedo jurar que se notaba que no era el
primer beso. Era uno más, de los tantos que ya se habían dado durante mis meses
de ausencia.
No sé realmente por cuál razón exacta me
sentí tan pero tan contento. Creo que es por algo que llamaremos solidaridad de
género. Esa especie de indulgencia que ganamos con escapulario ajeno cuando un
amigo te confiesa: “estoy saliendo con fulana que es una diosa, una nena de
colores”. Y uno no tiene otro remedio que cagarse de risa, darle un golpe al
amigo y decirle: “coño, qué suerte tienes, cabrón”.
Y hasta aquí llego yo. Como pasa siempre con
las historias y los personajes, hay un punto en el que uno los suelta a plena
conciencia de no haberlo contado todo lo bien que se podía, que el asunto está
inacabado pero si no lo sueltas entonces no se acaba nunca o –lo peor- quedará
condenado al borrón porque es un desastre y no vale ya la pena. Le tocará a
ellos cuatro -damas y vagabundos bípedos y cuadrúpedos, todos ellos con suerte-
asumir los capítulos y escenas que seguirán a partir de ahora.
1 comentario:
Excelente narración, nos quedamos con ganas de otro paseo a tu antigua casa, con los bípedos y cuadrúpedos como protagonistas,C. Casano
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