Cuando yo era niño jugaba mundiales de fútbol enteros yo solo. Sí,
el fútbol que es un deporte colectivo, un juego de equipo, yo me encargaba de
comprimirlo en una sola persona y en un trocito minúsculo de jardín. En mí se
concentraban todas las selecciones nacionales con sus respectivos 11 titulares.
Todas las tardes en el jardín de nuestra casita familiar de La Boyera, tenía a
lugar un mundial de fútbol, que se jugaba incluso con aguacero, terreno
enlodado o exceso de tareas. No importaba. Nada estaba por encima de mi
compromiso con el fútbol.
Compadezco y agradezco tanto a mi pobre familia a la que sometí
sistemáticamente durante todas las tardes de mi infancia al golpeteo incesante
de la pelota contra la pared. Aquello que mi padre bautizó con la extraña
onomatopeya del “tuquiti tuquiti”. Papá intentando escribir sus novelas y
tratando de armar sus proyectos de escritura. Mamá intentando preparar sus
clases de biología y de pasar en limpio las notas de sus alumnos del liceo. Mis
hermanas tratando de estudiar o de hablar por teléfono con el novio (el mismo
que hoy es su esposo y el padre de mis tres sobrinos), y de fondo, como paisaje
sonoro ineludible y constante de todo eso: el tuquiti tuquiti. Hasta que papá
salía enfurecido al jardín y me gritaba hasta despeinarme con la única cosa capaz de detener un mundial
de fútbol particular, su grito de: “chico, ya basta, tú y tu bendito tuquiti tuquiti
de la pelota contra la pared”.
Ah, porque además de mí jugaban esos mundiales la pared –la responsable
de enviarme de rebote todos los pases que yo mismo me hacía– y un
guayabo-portero que fue el grandísimo compañero de juegos de mi infancia. El
guayabo, por favor no me llamen loco ni tampoco lo adjudiquen a la prolífera
imaginación de los niños, era mejor arquero, lo puedo jurar, que Manuel
Neuer. Que Buffon. Que Casillas. Era un
monstruo de portero. El tipo paraba de todo. Los mejores chutes de mi vida, las
mejores boleas, las únicas chilenas que me salieron bien en mi carrera de
futbolista, acabaron estrellándose contra el tronco o las ramas de ese guayabo.
Jugué tanto con ese guayabo y tuve que practicar tantísimo para meterle los
goles que luego, cuando llegaba a las prácticas del equipo de fútbol del colegio,
tenía la titularidad asegurada. Creí ser bueno, creí tener madera de
futbolista, tuve un par de tardes gloriosas en las que anoté varios goles e
hice un trío de pases de ensueño. La gloria, ya lo sabemos, es efímera,
mientras que la vida entera se reduce a un intento tras otro por tratar de
hacerlo bien.
El asunto es que, al llegar a la universidad, recibí una lección
de humildad: no era tan buen futbolista como me pensaba. Ni lejanamente. Aquel
campo de fútbol que ahora se abría enorme ante mí, y en el que no era más que
un perfecto extraño, estaba repleto de futbolistas que me llevaban larga
distancia en condiciones físicas y calidad técnica. Gente que venía del
interior del país, de barrios de Caracas, de liceos cuyo nombre ni sospechaba,
de otros colegios. Esa gente sí que jugaba de verdad. Así que tempranamente
tuve que asumir mis limitaciones y colgar los botines. No, mentira, no del
todo, porque fue también en ese tiempo cuando decidí escribir mis primeros
cuentos de fútbol, que escribirlo es otra manera de jugarlo. Y desde entonces no dejé de escribir sobre
esta grandísima pasión, esta enorme metáfora de la vida convertida en balones,
patadas, dribles, cabezazos, picardías y jugadas de laboratorio. Este juego tan
sencillo y tan complejo que es el fútbol. Tan básico pero tan profundo. Yo
también he de decir aquello que decía el gran Albert Camus, quien por cierto
fuera portero insigne de su equipo universitario mucho antes de ganarse el
Nobel de Literatura: “Todo cuanto
sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo
debo al fútbol”.
Confesaré algo, a pesar de haber pensado,
aprendido y escrito un montón a lo largo de años gracias al fútbol, nunca antes
que tuve que sudar y reeducarme tantísimo para hacerlo como con este libro de
Cuentos a patadas. Yo tenía mis historias, mis ganas, mis anécdotas, mi pluma;
pero no sospechaba aún que aquello necesitaba de mis directoras técnicas, ese
par de espléndidas y talentosas editoras de Ekaré, María Francisca Mayobre y
Araya Goitia, quienes –en buena hora– se convirtieron en mi versión personal de Pep
Guardiola. Cuentos a patadas es el producto de un trabajo en equipo, un plan
orquestado armoniosamente durante meses, no se trata de un jugador que va solo
haciendo malabares e intentando meter golazos por su cuenta, qué va, esto es
esfuerzo, esto es entrenamiento, es disciplina y autocorrección, es, en fin,el
producto de buscar la manera de hacerlo bonito y hacerlo bien entre todos los
involucrados que asumiernn el libro como una apuesta colectiva.
No podía ser de otra manera, Cuentos patadas no
se merecía ser una jugada solitaria de un único jugador que se lanza a
driblarse el mundo entero para meter un golazo a solas. Cuentos patadas
necesitaba y merecía ese juego en equipo donde estaba yo como autor hombro a
hombro con Lucas García como ilustrador, donde Ana Palmero diseñaba las jugadas
como buena directora de arte, donde estaban María Francisca y Araya como
directoras técnicas junto con la asistencia cercana de Pablo Larraguibel, y también
con nuestros lectores estrella y compañeros de equipo Fernando y Rodrigo Lecuna
(los hijos de la editora) así como las sugerencias y la complicidad de mi
primera lectora, la persona a la que más caso le hago en el mundo y en cuyo
criterio más confío: mi esposa Marie Claire, que se ha aguantado todas las
miles horas de fútbol sumadas a las centenares de horas de escritura. Mi Claire que, como si fuera poco, carga ahora
mismo un baloncito en el vientre, una personita en gestación que será mi
compañera de juegos y aficiones. Y que no aguanto el momento de verla patear su
primer balón y de oírla gritar su primer gol. Da alivio saber que la Vinotinto,
nuestra querida Vinotitnno, modelo por excelencia de entereza, temple y
reciliencia tendrá siempre fanaticada de relevo.
Quisiera finalizar con un par de anécdotas que
me ha traído Cuentos a patadas y que quisiera compartir. La primera es que mi
compadre Alfredo Meza, hermano de los que regala la vida y grandísimo compañero
de aventuras y desventuras futboleras, me escribió para decirme que Mariano
Meza, mi ahijado, había leído Cuentos a patadas durante el fin de semana y el
lunes se lo había llevado a la escuela para compartirlo con sus amiguitos y
repartirse entre todos a los personajes del libro. La otra anécdota me la contó
mi editora Pancha, su chamo Rodrigo se leyó de una sentada Cuentos a patadas y
al terminar le dijo: mamá pásame otro libro.
Así que este humilde libro ha servido para que
den ganas de compartirlo y para que den ganas de seguir leyendo otras coas. No
puedo imaginar un gesto tan positivo, un espaldarazo más sólido y bonito para
mi obra. Son dos razones para celebrar, corriendo hacia el banderín del córner
y mirando a mi gente en la tribuna, como si hubiera metido un golazo. Así que,
con todo cariño papá, y con todas las ganas de que estuvieras hoy aquí entre
nosotros: ¿viste que tuquiti tuquiti de la pelota contra la pared sí que sirvió
para algo?
Muchas gracias,
José
Urriola.
Caracas, 26 de abril de 2015.
4 comentarios:
Estuve ese dia en el Banco del Libro. Emocionó tanto tu forma tan amena de narrar, y tu maestría para alegrarnos y terminar con lágrimas . Sin embargo hoy las vuelvo a leer con calma y me producen la misma alegria y emoción que ese dia, cuando firmabas libros con sus lectores favoritos :los niños. Pero para serte sincera, mi niñez quedó bastante tiempo atrás, no soy futbolista, pero... ¡cómo lo disfruté!
Muy buenas y sentidas las presentaciones. Me imagino que ahora escribirás sobre las peripecias de Aitana,
Queen padre
Abrazote de gol
Ufff José, no sé qué pasa contigo que todo lo que escribes me llega al corazón, eres de verdad o me lo pareces una persona con una sensibilidad muy especial y luego tienes una gran fuerza contando cualquier tema; contagias el entusiasmo que sientes por lo que haces, y eso no es fácil de lograr, así que te felicito por tu Marie Claire (qué nombre tan francés, me encanta) y por la bebita que está por llegar, si además vas pariendo todas estas maravillas pues de verdad, disfruta, parece un momento muy dulce, que sin lugar a dudas merecéis.
Abrazo
calmA
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