Hoy a las 9.10 de la mañana, en la calle
Plinio, pasé por enfrente de eso que antes llamaban peluquería pero que ahora
prefieren decirle “estética”. El lugar se encontraba desierto a esa hora,
excepto por una mujer que le secaba y peinaba rabiosamente el pelo a otra. Lo
hacía con tal violencia que la cabeza de la peinada se tambaleaba, amenazaba
con desprenderse en cada golpe de cepillo y cada ráfaga de aire caliente. Y en
ese momento, justo cuando me pasaba frente al ventanal, ocurrió lo inevitable:
la cabeza cedió y se levantó por los aires, salió volando desprendida del
cuerpo. Sólo entonces descubrí que la víctima de la belleza era un maniquí; con
su cara tan maquillada, su peluca de un color imposible -ahora sin vida, sobre
el piso, dos metros más allá-, y ese cuerpo desnudo y acéfalo, todavía sentado
en la silla, esperando que lo terminaran de peinar para ponerse a trabajar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario