Ese loco de la Avenida Horacio tiene un
vozarrón prodigioso. Cuando le pasas cerca te despeina, te mueve la ropa, te
hace perder un poco el paso. Lo he escuchado a varias cuadras de distancia. Lo
juro, no es una exageración, el tipo puede gritar durante horas y, cuando te das
cuenta, está cuatro calles más allá.
Es un hombre moreno, de barba, debe medir
cerca de dos metros. Le faltan los dientes delanteros, por allí asoma la lengua
cuando grita o cuando ríe. Siempre está haciendo una cosa o la otra. Nos hemos
acostumbrado a nuestras mutuas presencias, coincidimos todas las mañanas a eso
de las 9; yo lo saludo a respetuosa distancia cuando nos cruzamos y él me
sonríe con su sonrisa hueca. He sido cobarde, lo asumo, nunca me he acercado ni
me he animado a hablarle. Es que tengo un preocupante imán para los locos. Creo
que ven algo en mí que los hace sentirse identificados. Qué sé yo, será que le
tengo miedo a encontrar en otros mi propio reflejo.
Me cae bien ese loco, tiene algo de
anarquista, de contestatario, de irreverente, de antisistema. Lo he visto
insultar a viva voz a policías y a militares que resguardan las zonas aledañas
a los hoteles de lujo y embajadas. Los encara sin miedo. Les reclama en la cara
que están allí fastidiándolo y perdiendo el tiempo mientras en otras partes
pasan cosas. Cosas realmente graves de esas que es mejor no hablar y menos con
esos hombres armados. Los uniformados lo escuchan (claro, no tienen otra
opción) con la mirada clavada en el suelo o intercambiando sonrisas nerviosas.
Pero nadie lo toca, nadie se le acerca. Es un loco que inspira respeto y que
parece estar dispuesto a llegar a donde nadie en sus cabales se atrevería.
Hace unas semanas, coincidiendo con los días navideños,
el loco apareció en la Avenida con unos audífonos puestos, de esos blancos
típicos de iPod. Ahora el hombre canta y baila sin la mínima vergüenza, allí en
el medio de la calle. Canta en una lengua que no logro descifrar, con el mismo
vozarrón portentoso con el que antes insultaba o se desahogaba con un diámetro
de varias cuadras de alcance. El tipo, se nota, está gozando un montón con esos
audífonos metidos en las orejas.
Y claro, yo me preguntaba de dónde habría
sacado ese aparato. Quién se lo habrá regalado en las navidades. A lo mejor
alguien que lo tiró porque se compró uno nuevo. Lo habrá encontrado allí,
escarbando entre la basura. Pero cómo hará el tipo para cargar la batería del
iPod. Qué música estará oyendo ese loco. ¿Te imaginas que tengamos gustos
musicales afines? Tengo que cuidarme, a veces yo también sin darme cuenta
comienzo a caminar al ritmo de la música de mis propios audífonos y de pronto -me
doy cuenta cuando los caminantes que vienen en sentido contrario me miran- ya estoy medio bailando.
Hoy lo vi de nuevo allí tirado sobre el
césped, sentado en medio de un montón de ropas y bolsas negras. Esas cosas que
son el hogar para quienes no tienen techo. Estaba cantando a capella con toda
el alma y todos los huesos. Lo saludé con un gesto de cabeza y el tipo me
sonrió sin dejar de cantar. Y entonces vi que el cable blanco del audífono
flotaba en el aire. No se conectaba con ningún aparato, ese cable bailaba sobre
el vacío. La música, ya lo sabemos pero ahora más que nunca, va por dentro.
7 comentarios:
¡Me encantó! Es mágica esa historia
Divertido este paseo con ese loco.
Que bello título y conmovedor final del amigo, con música interior. Algún dia te contará donde consiguió su regalo navideño, que le da tanta alegria,aun sin conexión,C.Casano
Retrato de una humanidad
Es admirable un personaje que ha decidido rebelarse sin complejos a la sociedad y a su manera ser feliz
Tanto di cappello, Urriola
Bello, mi querido Huston
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