Todo comenzará con una espina. Una ramita de esas que sobresale más que las demás, que se atraviesa en el camino y te muerde la tela de franela a la altura del hombro. Te detendrás y volverás sobre tus pasos, caminando lento hacia atrás, para desengancharla con gentileza. Curiosamente, en vez de zafarte te enredarás aún más. Y más espinas se te clavarán en la piel, en la tela, en la base del cuello. Intentarás librarte ahora con fuerza, tirando con ímpetu hacia adelante; pero sólo lograrás estrellarte de frente contra una enredadera repleta de pelitos urticantes. Patalearás y te retorcerás, lo que hará que se te atoren manos y tobillos entre ramas y raíces. Entenderás entonces que el bosque no quiere que te vayas. Que estás condenado a quedarte y ser parte de él, ya sea por las malas o por las peores.
Los bichos te caminarán por las piernas, la espalda, la cara. Al principio sentirás piquiña y asco; pero luego abrirás la boca y dejarás que te alimenten. Irás tendiendo de a poco una red, un hilo más fuerte que el nylon que te nace de las extremidades y te conecta con las ramas, raíces y espinas a tu alrededor. Nuevas glándulas se formarán allí donde alguna vez tuviste ganglios.
Alguien se acerca por el camino. Tienes hambre que los insectos no sacian. Viene directo a tu red. La boca se te llena de veneno, los colmillos se te alargan y agudizan.
Dicen los que han probado la carne humana que tiene un gusto agridulce, eso escuchaste una vez. Se equivocan. Desearás a veces, sobre todo en los días de lluvia cuando nadie camina por el bosque, poder librarte un rato para explicar exactamente a lo que sabe.
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