lunes, 26 de junio de 2006

Bona nit, Don Joaquín

Primer Plano de Joaquim Jordà

Mi amiga Janeth me escribe ayer desde Barcelona un mail tan sencillo como contundente: “Chamito, se murió Jordà…”

No hacía falta que dijera más. Hay momentos en que las palabras sobran. Yo aprovecharé la ocasión para despedirme de Joaquín Jordá como no me atreví a hacerlo en persona.

No me despedí, Joaquín, quizá por tímido, tal vez por no encontrar la ocasión, seguro que no lo hice por cobarde. No me quise despedir de ti viéndote entubado en una cama clínica, detestando a la humanidad por someterte a una quimioterapia a la que te negabas. Preferí recordarte con aquel abrazo de oso polar que nos dimos en la frontera con Francia después de pasar tres días imborrables juntos en los que no te dejamos ni siquiera dormir en paz. En ese instante, diminuto entre la inmensidad de tu humanidad, sentí que la vida me había regalado un amigo y que seguramente no se repetiría la ocasión para volver a conversar. Y no se repitió.

Te confesaré Joaquín que me gustabas más como persona que como cineasta. Que me parecía delirante que alguien con un ACV como el que sufriste, a quien se le olvidaron los colores, a quien se le tuvo que enseñar de nuevo a leer y escribir, alguien que sintió ese rayo en la cabeza que le apagó todas las luces y a partir de allí ya nada fue igual… decidiera que de todas maneras prefería seguir haciendo cine. Hacer cine a toda costa, sencillamente porque no sabías, ni querías, hacer otra cosa. Y eso es hermoso, además de fascinante. Te diré, también, que tus películas me parecían extrañas, más allá de la tiranía del gusto habrá que reconocerles que estaban tocadas con una rareza perturbadora de esas que hoy no te matan pero algo sí que siembran, un no sé qué inquietante que seguramente te hará recordarlas mañana.

Recuerdo especialmente el brindis que hiciste el primer día de rodaje, en tu piso de El Raval, descorchaste el cava, serviste cuatro copas y dijiste: “Porque lleguemos al final de esta película”. A lo que yo me apresuré en responder: “Claro que llegaremos”. Y me replicaste como un abuelo sabio: “Nos podemos fastidiar en el camino. Vosotros o yo. Nadie tiene que sentirse obligado a acabarla”. Chocamos copas y brindamos en silencio.

Tenías razón, Joaquín, la película no la terminamos. Culpemos a la vida, culpemos a los maleficios de la codirección, culpemos incluso al amor. Digamos que yo quería hacer un documental sobre ti, modesto y sincero, quería invitarte a comer un arroz con pollo a la Jordá, casero pero con un toque de maldad, con una pizca de íntima complicidad, una vaina sencilla para pasarla sabroso entre amigos, para divertirnos en tertulia hogareña. Otros, en cambio, quisieron hacerte algo así como un “Rissotto Giordano”, un platillo elaborado y ambicioso como para mostrar las artes de un chef exótico y salir coronados de la gesta con un Goya. Y cuando las cosas son irreconciliables alguien tiene que abrirse, allí alguien tiene que tener el olfato para renunciar. Renuncié yo. Me fui sin decir adiós, sin contarte que sí, que las cosas con aquella chica venezolana -aquella flaca que te conté que había venido a visitarme- resultaron aún mejores de lo que esperábamos. Me fui sin decirte que me hubiera gustado que vieras la película lista; pero mucho más que eso me hubiera gustado verla contigo y que me dijeras con esa franqueza tuya tan catalana: “No está mal, pero me la esperaba mejor”. Me hubiera gustado preguntarte: “¿Joaquín, por fin te leíste mi novela o no?”. Me hubiera gustado llamarte un día simplemente para enviarte un abrazo transoceánico y escucharte la voz, oírte esa manera de respirar, esos chasquidos de lengua.

Me hubiera gustado, amigo, pero ya no podrá ser. Es tarde. Qué dolor.

Buenas noches, Jordà. Duerme bien, viejo oso, descansa un buen rato. Algún día nos cruzaremos por allí y te llamaré: “Don Joaquín”. A lo que tú responderás con el característico “¡Hombreee, joder, tú por aquí!” Compartiremos entonces una copa de cava, tal vez le entremos después al licor de serpiente… y a un paquete de Camel. Porque cuando estemos allá seguro que volveremos a fumar.

jueves, 22 de junio de 2006

La sed

Edvard Munch "Vampire"

Cómo se me instaló esta sed en la sangre, ya ni sé. Cómo es que nos hemos hecho adictas a cualquier fluido de hombre triste es algo que se nos ha olvidado, acaso ya ni nos importa. Pero lo cierto es que esta sed la llevamos hincada en el ADN. Sin bebernos las gotas de tristeza de un hombre despechado nos marchitamos.

Somos cuatro, o fuimos cuatro, hasta ahora. Las cuatro padecemos-gozamos de la misma enfermedad, compartimos esta sed y compartimos también un código de honor: está prohibido involucrarse sentimentalmente, y quien ya está saciada deja libre a la víctima por más apetitosa que se vea, tiene que cederla para que sirva de alimento para otra.

Los hombres que están demasiado rotos, demasiado desechos, demasiado vueltos trapo, son mi especialidad. Las chicas acaban por ponerse nerviosas, se van de bruces y los succionan toditos o se indigestan de tan denso que es ese dolor del que se atragantan.

A él lo encontramos la primera vez en el baño de damas.

Los bares son buenos lugares para ir de caza. Para las mortales y para una. Las mortales buscan hombres guapos y divertidos, buscan al macho alfa que les corone la noche. Nosotras somos distintas. Buscamos al macho fuerte en el más destruido, al que nadie se acercaría, al que se cae de borracho, al que ya no tiene fuerzas ni siquiera para taparse la cara mientras llora a lágrima viva, al que hunde la quijada en el pecho, al que tiene peor cara, cara de pedir perdón sin haber hecho nada. Ese es el nuestro.

Nos fuimos las cuatro al barcito decadente de Alphabet City, como tantas otras veces. Y como tantas otras veces no encontramos nada de especial. Un par de prospectos para saldar la cena, otro más sobre la barra que quizá esté más a punto para mañana, pero poco más. K. fue la primera en entrar al baño, yo iba dos pasos más atrás. Abrió la puerta del cubículo, con las medias bajadas ya hasta los tobillos, cuando gritó con el estómago: “¡Mierda!”. Me asomé al interior, vi lo que ella veía, lo comprobé: “Sí, eso es lo que es. Deja que yo me encargo”. Allí estaba él, sentadito sobre la taza, con aquella tristeza sólida que lo desbordaba como para sorbérsela a besitos.

Le amasé los cabellos, le limpié las lágrimas con la punta de la lengua, le quité despacito la ropa y a cada intento que hizo por hablar lo callé de un beso. No sé qué me pasó; pero no tuve paciencia para llevármelo a otro lado, esa noche me lo pensé poco. Esa noche comí sin hambre, cosa mala. Y extrañamente fue la noche en la que más disfruté de la hartada. Me lo tragué completo, lo dejé seco, limpio, pulido y brillante. Salió ese hombre confuso pero radiante de aquel baño. Yo salí un poco más tarde, y cuando crucé el umbral me di cuenta de que era yo quien había quedado triste.

Al día siguiente lo busqué en el mismo bar. Lo encontré esta vez en la barra, seguía triste pero menos que ayer. De alguna manera supe que me estaba esperando, aunque nada me dijo. Entramos al baño de damas, en silencio, nos encerramos en el mismo cubículo. Me sacié de cada flujo que dejó escapar y dejé que bebiera de mí. Estaba rompiendo el código de honor, lo sabia, pero una necesidad más grande que el hambre mandaba sobre mí.

Nos vimos durante meses; pero no siempre nos devoramos en el baño. Acepté ir a su cama. Más grave aún, acabé por meterlo en la mía.

Y fue allí cuando comencé a marchitarme. Me empecé a morir de hambre. Ya no quería saciarme con ningún otro hombre triste de la ciudad, yo quería alimentarme sólo de él. Pero él ya no estaba triste, ya no era un hombre despechado. Sus flujos eran vivos, alegres, coloridos. Líquidos de hombre enamorado. No eran más los humores tóxicos de un corazón enfermo. Me estaba muriendo. Me estaba suicidando de a poco. No sólo eso, me estaba matando él.

Entonces descubrí mi maleficio. Se me vino la idea clara una noche, cuando después de devorarnos vigorosamente se acostó como un chiquito sobre mi pecho y, en posición fetal, se quedó dormido. Estaba condenada a romperle el corazón. Mi misión era volverlo mierda, despecharlo, hacerlo un trapo húmedo de tristeza. Tenía que encargarme de matarlo de dolor, para luego volverlo a conquistar.

Esa misma noche lo desperté para decirle que amaba a otro. Que no lo quería a mi lado ni hoy ni nunca. Que necesitaba un tiempo, que estaba confundida, que no estaba lista para amar a un tipo como él, ni para una relación como la que él exigía. Esas cosas, las que dicen todas, las que se saben todos por defecto. “Recoge tus cuatro cosas y te vas. Hazlo rápido y para siempre”.

Dejé que su dolor y su odio le maceraran durante varios días, dejé que la bilis le inundara de viscosidades amargas cada rincón de su organismo. Durante algunas semanas me busqué a otros hombres tristes para calmar la sed, con eso palié la abstinencia. Sobreviví.

A él lo encontré, por supuesto, en el baño de damas del bar. Yo dije “Mierda” cuando abrí la puerta del cubículo. Era un caso extremo, incluso para mí. Allí mismo, en ese metro cuadrado, lo consentí, le sorbí la pena a gotitas, lo devolví a la vida. Y supe que la escena -si tenía suerte, si él me lograba perdonar hoy, y luego una y otra vez- se habría de repetir idéntica, aunque cada vez con mayor dolor, por el resto de nuestras vidas. Esa sería la única manera de que cada uno conservara la suya.

Hace tiempo que lo espero aquí, sentada sobre la taza, en este baño de damas. Pero él nunca más volvió.

martes, 20 de junio de 2006

Morirse como Jeff Buckley

Jeff Buckley sobre su escritorio

Dicen que Jeff Buckley hacía música con los huesos y que cada vez que componía una pieza se marchitaba un poco. Algunos dirán que algo tiene de Kurt Cobain, otros que se parece al Robert Smith más melancólico. Poco importa. Lo que importa es que el hombre suena a tristeza, sabe a lágrima no derramada y huele a muerte. Importa, sí, que a Jeff Buckley le supo a saliva hacerse tan famoso como Cobain o tan emblemático como Smith. Los verdaderos poetas malditos escriben poco y bueno. Y luego se van. No aguardan a que les llegue la fama, no esperan a que el mundo del cual están divorciados porque sí les agradezca por el trabajo hecho. No sueñan con que mañana la poesía les quedará mejor.

Dicen que Jeff Buckley iba en camino a grabar su segundo disco. Que antes de llegar a la gran ciudad para grabar en un gran estudio con una gran disquera, pidió pasar por el lago para nadar. Que se bajó del auto y entró al agua. Para nunca más salir. Lo buscaron sus colegas de la banda, lo buscó la policía, lo buscaron todos, durante horas que se hicieron semanas y luego años. Pero Jeff Buckley nunca apareció. Se esfumó, se desvaneció, se mudó a otro planeta, se fue sin siquiera dejar un cadáver.

Dejó, eso sí, su música. Rara, enferma, atormentada, hermosa. La dejó para que muy de vez en cuando nos atrevamos a sumergirnos en ese mismo lago donde él aún nada. Llenarnos los pulmones y las cabezas de gotas oscuras. Ahogarnos en su agua extraña hasta sentir un poquito el vértigo delicioso de morirse como Jeff Buckley.

lunes, 19 de junio de 2006

El dueño del canon




Le encomendaron la tarea más sencilla, al tiempo que la más ardua de todas las imaginables. A él le tocaría elegir las mejores obras de la historia para que quedaran bendecidas para la posteridad. A la basura todas las demás, indignas de pertenecer al canon.

Cerró los ojos, y con el índice a tientas señaló sobre la lista que algún otro le había escrito -quién sabe con cuáles nombres salidos de quién sabe dónde-. Pero fue así: donde mejor cayera el dedo. Ésas serían, al azar. No tenía ni gusto, ni método, ni criterio, ni siquiera tenía opción.

Miles de años después la gente aplaudiría su decisión. La estudiarían en las escuelas y la gente haría reverencia ante lo sagrado de su gusto.

Y el mundo sería, entonces, lo que será.

Por su culpa.

viernes, 16 de junio de 2006

Sonrisa


- Me gusta tu sonrisa –le comenta el profesor, muy seductor, a la alumna durante la corrección del examen– Si me regalaras esa sonrisa más a menudo te aseguro que recibirías mejores notas, y tú y yo nos llevaríamos mucho mejor.

Ella salió sonrojada de la cita.

Y ya nunca más volvería a verla.

Su sonrisa, en cambio, sí. Encerrada en un cofrecito que dejó de obsequio sobre el escritorio del profe, conteniendo todos y cada uno de sus hermosos dientes arrancados de raíz.

Despertando al monstruo


El venerable y plenipotenciario consejo de académicos-científicos ha resucitado a Arthur Rimbaud. Es el primero de una selectísima serie de escritores que serán devueltos a la vida, molécula por molécula, sentimiento por sentimiento.

-Sr. Rimbaud –pregunta el jefe del consejo de sabios apenas el poeta abre los ojos- ¿Por qué abandonó Ud. la poesía con apenas 19 años, cuando decidió que ya no tenía nada más para decir al mundo?

- Fue de una torpeza monumental de mi parte –responde Rimbaud -, ya me hubiera gustado tener más vida para reconsiderar la decisión y así poder escribir cosas mucho mejores. Me pesó toda la vida y mucho me arrepentí.

Los sabios guardan silencio. Le dan licencia para descansar. El monstruo vuelve a dormir en silencio.

- Habrá que aniquilar a este tipo, no podemos permitir que salga a la luz pública un comentario así -. Acuerdan todos.
Y se ejecuta.

martes, 13 de junio de 2006

Te acuerdas de Sigur Rós


¿Te acuerdas de Sigur Rós? Y sobre todo ¿te acordarás del concierto, verdad? El concierto aquel, del 22 de noviembre de 2005 en Barcelona. Yo no creo que se te haya olvidado, pero no importa, yo te lo refresco. Y te lo refresco porque el cuento vale la pena.
Tú tendrías apenas un par de semanas de haber llegado a visitarme, esa noche no quisiste ir a comer, ni de bares, ni siquiera al cine. Nos quedamos en casa y vimos una película alquilada en el Blockbuster de Gran Vía con Sicilia. “The Life Aquatic”, se llamaba, de Wes Anderson, el mismo que hizo la de los “Tenennbaun” que ahorita no me acuerdo el nombre, igual, ni viene al caso. El punto es que vimos esa película, y en un momento casi nos pusimos a llorar; en uno de esos instantes en que te dan unas ganas arrechísimas de llorar y tú no sabes ni por qué, simplemente que hay algo que es demasiado bonito, que te deshilacha una fibra y entonces se te hace un nudo en el pecho que lo que te provoca es largarte a llorar como un chiquito. Bueno, en un punto nos pusimos los dos así, sin vernos ni ponernos de acuerdo. Y entonces nos dimos cuenta de que teníamos los ojos llenos de lágrimas porque algo nos conmovía más allá de lo normal. No era la película, no era el dichoso tiburón jaguar que se pasan buscando por horas en el fondo del mar. Era la música. Una música como hecha por niñitos, como alegre pero con frío, con una nostalgia nocturna, o como el que se ríe cuando por dentro llora un poquito. Y cuando terminó la película escudriñamos los créditos hasta dar con el tema que nos había ennudado las gargantas e inundado de lagrimones los ojos: “Staralfur” de Sigur Rós. Al día siguiente nos pusimos a buscar la página web de los tipos. Supimos más de lo que ya sabíamos: que eran islandeses, que el nombre significa “Victory Rose”, que el cantante toca la guitarra con un arco de chelo, que es ciego del ojo derecho desde su nacimiento, que cantan en islandés canciones sobre elfos que cuidan niños y raptan niños, y que están considerados (después de la reina Björk, claro está) el grupo más importante de Islandia hoy día. Supimos, también, que estaban de gira presentando su último disco “Takk” que significa “Gracias” en su lengua natal. Y que vendrían a Barcelona el 22 de noviembre, al Palacio de los deportes, a las 8 pm, por 50 euros. Más adelante vimos el video de Glósoli que está colgado en http://www.sigur-ros.is/sirkus.html. Y, mierda, allí nos dieron ganas de volar, de gastarnos los 50 euros, de ver al tuerto tocando la guitarra con un arco de chelo, en ese idioma impenetrable que cuenta movidas de elfos asesinos que roban el aliento a niñitos islandeses cuando están a punto de conciliar el sueño invernal. Nos pasamos dos meses de ensueño en Barcelona, hicimos de todo, nos quisimos muchísimo, viajamos un montón, peleamos un par de veces, nos reconciliamos como cien mil y cuando ya se nos acababan los dos meses, nos fuimos a ver Sigur Rós, en la cuarta fila, asientos 31 y 33 del Palacio de los Deportes.

Y durante dos horas perdimos el aliento, nos robaron la inocencia, se nos desveló ante los ojos, las pieles y los oídos un secreto celestial para el que no estábamos preparados. A mí me dieron ganas de vomitar, me ganó el dolor de cabeza, se me subió al pecho un conato de asma. Estuve durante 120 minutos a punto de estallar en un llanto lastimoso. De puro placer, de tan hermoso. De pura rabia por haberme pasado la vida escuchando basura, descubriendo que la verdadera música que siempre debí escuchar, la única que merecía ser considerada música, la estaban tocando cuatro niñitos islandeses, con esa malicia que sólo pueden tener los chicos que juegan con las herramientas prohibidas en el garaje de casa, en pleno invierno, a la hora de la siesta, cuando no se puede jugar afuera porque cae una tormenta de nieve, hace demasiado frío, papá y mamá duermen arriba, así que hay que jugar a hacer música pasitico, con lo que haya a mano, con maldad, con dolor, con tristeza, con pasión, con alegría, con todo.

Se acabó el concierto y no podíamos ni hablar. Nos quedamos horas afuera, esperando que salieran los músicos. Para felicitarlos, para darles las gracias. O simplemente para verlos. Nunca aparecieron. Nos fuimos antes de que cerraran el metro y comentamos en el camino, después de largos minutos de silencio: “Esos tipos no son de este planeta, seguro que salieron de Barcelona por la nave espacial que dejaron estacionada en Montjuic”. Y tú dijiste: “O desplegaron las alas y salieron volando por el techo”. Yo me reí, me pareció un poco cursi; pero como te amaba tanto, algo secreto en el comentario me removió por dentro.

¿Te acordarás de todo esto? ¿Te acordarás ahora que lo nuestro se ha acabado de tan mala manera? ¿Guardarás alguna memoria de Sigur Rós, ahora que no me quieres?

Sería importante que te acordaras. Porque hace un rato estaba acostado, llorando sobre las sábanas en posición fetal, despechado como nunca, vuelto remierda por ti, escuchando el Takk de Sigur Rós, recordando todo el cuento que te acabo de echar… cuando en eso me tocaron la ventana. Me la tocaron tan fuerte que casi se parte el vidrio. Desplegué las persianas y allí estaban los cuatro carajos de Sigur Rós flotando frente a mi cuarto, batiendo las alas. Dicen que a los vampiros hay que invitarlos a pasar cuando te tocan a la ventana, que si no les permites el paso no te pueden morder. Pero con los ángeles no sé si la cosa será igual.

“Venimos a buscarte”, me dijo el tuerto alado con un islandés que esta vez comprendí totalmente. “Coño, ¿a mí… y por qué a mí?”, dije yo en perfecto español. El tipo batió las alas durísimo, tan duro que me secó las lágrimas. “O te vienes ya con nosotros para hacerte uno de los nuestros, o te dejas de lamer las heridas, te lavas la cara, y sales a buscarla”. Eso no sé en qué lo dijo. Yo no respondí.

Cerré las persianas, corrí las cortinas, me lavé la cara. Te escribo esta carta, para que sepas que tenías razón el día del concierto. Y que te paso a buscar apenas ponga este punto.

viernes, 9 de junio de 2006

Aquel banco de La Ciutadella


Llegué a Barcelona a finales de aquel verano espantoso del 2003. Me traía fresquito el recuerdo lapidario de un divorcio, una renuncia a 8 años de trabajo y una relación a distancia signada por el vértigo y la incertidumbre que, especialmente, me estaba machacando los nervios. La verdad es que me vine corriendo, más bien estaba huyendo de una cosa espantosa que me estaba matando de a poquito, a los 31 años ya tenía pinta de cuarentón. A la fuga le puse excusa, con el rimbombante nombre de: “Máster en teoría y práctica del documental creativo”. La verdad es que me venía de año sabático. A pasear por estas calles, a tratar de poner por fin sobre el papel una novelita modesta que tenía unos cuantos años rumiando, a perderme un rato a ver si de tan perdido reencontraba algo debajo del mierdero.

Fue en las primeras semanas cuando descubrí mi banquito en el Parque de La Ciudadela. Un banquito modesto y medio escondido, poco cotizado, en la parte de atrás de la fuente, viendo los cuartos traseros de las estatuas enormes, dando la espalda a la sección de aves del zoológico de Barcelona.

El banquito fulano estaba siempre a la sombra. Un denso manto verde de árboles altos donde los periquitos hacen de a centenares sus nidos le servía de techo. Apenas se colaban algunos rayitos de sol; y si allá afuera hacían unos buenos 35 grados, en el banquito el asunto pintaba unos cuantos grados más fresco. Yo me sentaba allí a ver el mundo pasar; me leía algo ligero, escuchaba a Cerati, pensaba en lo afortunado que era y a pesar de ello lo tristísimo que me sentía. Me le quedaba horas viendo a los periquitos anidar. Y me enamoraba cada treinta segundos de las mujeres hermosísimas que paseaban distraídas por allí.

Me habré sentado en el mismo banquito, religiosamente, durante meses. Allí supe lo nostálgico que se pone uno con el otoño, lo frío que es quedarse en un banquito a la sombra los días de invierno. La felicidad de reencontrarse con la luz, los colores, las ropas playeras con la llegada de la primera primavera. No importaba la estación, no importaba la hora, el banquito seguía allí para mí. Me esperaba mi banquito y casi estoy seguro de que la maderita se le erizaba y me movía la cola como un perrito cuando me veía aparecer por el camino de tierra, andando hacia él, con un libro en la mano y los audífonos siempre en las orejas. Lo saludaba con una palmada en el lomo y le decía pasitico: “Qué hubo, amigo. Cómo estamos”.

Resulta que pasó la vida. Pasó la vida y el tiempo. Pasaron dos años y medio; y en ese tiempo pasaron muchas cosas sin que yo pasara nunca más a ver al banquito. Seguro que me extrañó. Se habrá sentido el pobre abandonado, más escondido y menos cotizado que nunca. Yo eventualmente lo recordaba y me prometía: tengo que pasar por La Ciudadela a sentarme en el banquito como en los viejos tiempos. Pero mentía, no volví. No hasta ayer.

Y ayer no encontré al banquito. El Parque está siendo remodelado, hay tractores por doquier, gente que levanta la tierra, la amontona en otros sitios, ponen bardas para que ni gente ni perros puedan pisar la hierba. Todo está cerrado con tela metálica verde de dos metros de altura. Quedaron los caminos de tierra seca cercados por tubos y vallas impenetrables. Y justo detrás de la fuente, a espaldas de las estatuas, allí en el rinconcito de la sombra eterna donde estuvo siempre mi banquito muy cerca de la sección de aves exóticas del Zoo de Barcelona, allí hay un espacio enrejado, con maquinarias y bolsas enormes de cemento. Detrás de ese montón de cosas acumuladas, debajo de aquel depósito improvisado, aplastado por los sacos de cemento y las herramientas pesadas, allí está el banquito. Pero ahora no se ve. Ahora hasta a mí me cuesta reconocerlo.

Me di cuenta con esa imagen del banquito que mi sitio en Barcelona ya no estaba. Ya no. Aquél que fue mi lugar y refugio había sido tomado; no me podía sentar más allí, ya no podría ver desde allí a la vida pasar, ni los nidos de los pericos, ni las espaldas de las estatuas. Ya no habría más lectura de Quiroga con música de Cerati. Ya no habría más fotocopias sobre el cine de Van Der Keuken para poder llegar con un par de ideas claras a la clase de la tarde.

Me acerqué al banquito y le di un cariñoso par de palmadas en el lomo: “Hola, mi banquito… te he extrañado, mi pana. Tú, qué tal”. Estaba frío. A lo mejor le costó también reconocerme, acaso movió la cola pero tímidamente. Hacía frío y alguien podría pensar que estábamos escondidos allá atrás haciendo algo indebido. Me senté 30 segundos y aunque me invadió la nostalgia feroz y lacrimosa, la verdad es que no me hallé.

Le di las gracias –creo que en voz alta, pues se las merecía por tantas cosas- me paré y me fui sin voltear. Entendí que la vida ya estaba en otra parte; que era inútil empecinarme en estar allí, cuando ya ni siquiera había banquito donde sentarse. La vida te regala cada ironía en cosas tan simples; y uno aún se sorprende de la capacidad que tienen ciertos banquitos de la ciudadela para armarte grandes metáforas.

Ahora me voy a buscarme otro banquito, de nuevo al otro lado.


José Urriola C.

Barcelona, 1 de Diciembre 2005.

martes, 6 de junio de 2006

Esas cosas de Caracas a las que jamás te acostumbras


- Que la gente cruce a pie la autopista. Caminandito, aunque sea de noche, no se trata de perder la compostura por tenerle miedo a un carro que se viene encima a 120 Kph.

- Las direcciones explicadas donde te avisan puntualmente dónde te puedes comer las flechas.

- Que el carajo que se come la flecha tiene el mismo derecho a insultarte que tú cuando se lo reclamas.

- Que los drogadictos regenerados vendan lapicitos, calcomanías y galletitas en los semáforos. Durante años. Y con eso se hacen un oficio.

- Que la gente se haga las uñas de los pies en pleno centro de Caracas.

- Que al lado haya un tipo haciendo arroz chino sobre la acera

- Y al otro lado hay una mujer que monopoliza un microondas para que los peatones calienten la comida. La electricidad la roba de un poste del alumbrado público.

- Del mismo poste público sale otro cable, para un improvisado centro de conexiones telefónicas donde se anuncian las tarifas para llamadas a celulares y a destinos internacionales.

- Que aún hoy día, en pleno 2006, utilizar palabras como bonito, bello, chiquito sea motivo de burla. “Ayyyyyy, papá. Este sí es marico”.

- Que en Caracas el tráfico sea tan neurótico que nadie sepa cuáles son en definitiva las horas pico. La ciudad se colapsa y se aligera como mejor le da la gana y a la hora que le provoque.

- Que en el cine nacional le sigan apostando a Román Chalbaud a la hora de repartir el presupuesto.

- Que calles enteras hayan desparecido debajo de los manteles de los buhoneros.

- Que las películas lleguen primero a los buhoneros de la autopista que a los cines o a los videoclubs.

- Que haya varios buhoneros especializados en películas de arte y ensayo.

- Que todo, al final, sobre todo las cosas que prentenden ser más in y cool, terminan siendo extractos de Sábado Sensacional. Y nadie parece darse cuenta.

- Que nadie parezca acordarse, en medio del caos, de que el Ávila sigue allí. Menos mal.