lunes, 24 de noviembre de 2014

Tragedia del arbolito (la nueva frontera).



No, yo no tengo problemas con la navidad, mi problema es con el arbolito. Históricamente vengo arrastrando un conflicto mal resuelto con el pino de navidad. No nos llevamos, así de simple, ni los naturales ni los artificiales ni los alternativos ni los de aquí ni los de allá. Desde la infancia el asunto del arbolito de navidad ha sido un verdadero suplicio. Y mi ingenuidad radicaba en creer que el tema estaba superado, que era un asunto conectado con la niñez, con la juventud, con la casa de mis padres y, especialmente, con papá que los detestaba. Esta es la historia del último pino que se nos ocurrió tener, el del año pasado, un flaco verde pálido al que se le llamó Andrea Pirlo.

Fue un sábado con buen sol caminando por el Parque Lincoln cuando vimos a una señora de crinejas que vendía matas de navidad (aquí llamadas Noche Buena) y pinitos sembrados en macetas. Y Claire se emocionó y dijo que eso era precisamente lo que necesitábamos, porque eso del pino canadiense es un lío y una crueldad, ese pobre tipo cortado y obligado a viajar al trópico, condenado al marchitamiento paulatino, y luego qué hace uno con ese cadáver amarillento ahí en el medio de la sala; y los artificiales tampoco, porque son tan plásticos, tan desangelados, como esas plantas siempre verdes y hechas como de tela plástica de consultorio odontológico, qué va, para eso no ponemos nada.  Así que aquí estaba la solución: un pino natural de un metro veinte sembrado en una maceta circular.

El problema comenzó apenas entregado el dinero a la señora de la crineja. Justo en ese momento en el que uno cae en cuenta del: ¿y cómo nos vamos a llevar esta vaina para la casa? Pues, fácil, lo cargas tú, es un pinito chiquito y flaquito y la casa queda a cuatro cuadras, yo te voy  indicando el camino. Coño, flaca, pero es que el tipo pincha duro, ahora es que caigo en cuenta de que eso de “agujas del pino” no es una metáfora. Deja la quejadera, agárralo por el tronco o por la maceta y vámonos. Y allá va Claire cruzando ya la calle, a la solidaria velocidad de 250 kph mientras yo voy sorteando escollos con el pino a cuestas, el tipo que lanza unos mordiscos de gato chiquito, que no se deja agarrar por el tronco ni por la base y que si lo agarras de las ramas se espeluca y lo que va a llegar a casa será entonces una especie de mantis religiosa con anorexia.

Finalmente llegamos a casa, subimos los tres pisos (Claire siempre va un piso más arriba), metemos al tipo hasta la sala. Ahí no, más a la derecha, dale la vuelta, llévalo hasta la ventana, así arrastrado no que me rayas el piso, levántalo mejor… no, mejor ponlo donde estaba que se veía más bonito, ay esa maceta es horrible, tenemos que comprarle otra y trasplantarlo, ¿qué nombre le vamos a poner? Tiene cara de flaco italiano, yo digo que Andrea Pirlo.

Y Andrea Pirlo se convirtió entonces en el nuevo miembro de la familia. Le compramos su nueva maceta, una hermosa, rectangular, pulcra y abrillantada; pero no lo pudimos trasplantar (no se dejó, o quién sabe qué hicimos mal) así que tuvimos que meterlo con su maceta original dentro de su nueva maceta que había costado el doble que él. Claro, en ese momento ni sospechábamos de una extraña ley de la física que luego comprobamos y que dice algo así como: una cosa circular cabe (con maña) dentro de una cuadrada, pero una vez que la encajas allá adentro esa vaina no la saca ni Dios. Así que Andrea Pirlo se quedó para siempre atrapado en su maceta dentro de la maceta, que suena horrible pero estéticamente era mejor.

Pasó la navidad y Pirlo la sobrevivió bastante bien con sus bolitas de colores que le colgó Claire. Y yo lo regaba una vez a la semana y lo podaba un poco, porque el pana tenía una tendencia descontrolada al desgreño. Pero cuando llegó enero el tipo se echó a morir, habrá pensado “misión cumplida, lo que vine a hacer ya lo hice, tiene que haber seguro un paraíso para los pinos navideños, para allá voy”. Y le compramos vitaminas y abonos y lo podamos según las etapas de la luna, pero no hubo manera, Pirlo había decretado su salida. Moriría de pie y de a poco, como en un otoño prolongado y autoinfringido.

Hay que botar ya ese pino que se murió. Pobre Pirlo, es un cadáver parado ahí. Pregúntale al Señor Bernardo (el vigilante del edificio) qué se hace con los pinos de navidad en estos casos. Coño, no me hagas esto, de verdad, habla tú con Bernardo o tomemos la decisión nosotros sin que él participe. No, porque nos podemos meter en un lío por hacerlo mal, así que baja y habla con Bernardo y pregúntale qué sugiere que hagamos.

En este momento tengo que hacer una pausa en la narración para mencionar dos grandísimos talentos del Señor Bernardo que justifican todo mi pánico ante la idea de ir a preguntarle cualquier cosa (y más aún cuando se trata de cómo librarse de un cadáver):

       1)   Bernardo es el carajo que tiene el pelo más negro del mundo. En serio, es increíble cómo su cabello es capaz de absorber a plenitud todo el tinte Koleston de Wella negro azabache. Hablar con Bernardo es un ejercicio impresionante de concentración para poder olvidar que hay un cuervo disecado posado en la cabeza de ese señor.
       2)   Bernardo tiene el don de hacerte sentir el carajo más extranjero del universo. Todo lo que le digas, incluyendo el saludo “Hola, Bernardo, ¿cómo está?”, es respondido con una cara de profunda extrañeza. De duda metafísica e insondable. Como un extraterrestre que le está preguntando una dirección a un cactus. A veces el cactus es uno y Bernardo es el marciano, el resto de las veces es al revés.

Bajé, enfrenté a Bernardo con su cuervo muerto ahí arriba, y se ha dado entonces el siguiente diálogo:

-Buenas tardes, Bernardo, quería preguntarle qué hacer con un arbolito de navidad que se secó y queremos tirarlo a la basura.
-Pos depende.
-Es un arbolito así chiquito, como de esta altura, ya se murió… ¿será que lo puedo bajar y dejar en la basura?
-Pos las autoridades deberán decidirlo que pa’ eso están.
-¿Las autoridades? Pero si es un pinito de navidad que se secó.
-Eso corresponde a la Delegación. Ellos mandan los expertos, toman las fotos, les hacen una entrevista a usted y a su esposa, y toman la decisión de a dónde lo tiene que llevar.
-No, Bernardo, yo no quiero cortar un árbol centenario que está en la calle, no quiero podar un Olmo ancestral para hacerme una casa, quiero botar el puto pinito navideño.
-El teléfono de la Delegación es 5380 9823.
-Pero le digo que es un pinito, así de chiquito, mucho más pequeño que el que tienen en los otros departamentos y que seguro ya los vecinos comenzaron a tirar a la basura.
-23, sí, después del 8, 23.
-No puede ser que sea tan complicado.
-Si llama desde su celular creo que hay que poner un 1 antes del 5. Pero lo tengo que averiguar.
-…
-Pos estamos aquí siempre pa’ servirle.

Y sí, subí encolerizado. No le dije nada a mi mujer. Ella se enteró por lo que pasó después, cuando me vio sudado, lleno de tierra y cortaduras, perforado por un millón de agujas secas de pino rencoroso, con Pirlo acostado sobre el piso mientras yo le daba primero con la segueta y luego con el cuchillo para cortar el pavo, desmembrando el cadáver para meterlo en bolsas negras, dispuesto a no dejar ni rastro, bajarlo todo en la mitad de la madrugada, recorrer varias calles hasta un basurero anónimo, dejar 3 bolsas allí, luego 2 más en el otro basurero más allá. Volver a la casa ya desprendido del cuerpo del delito, beber algo a oscuras, llorar sin que nadie se entere.

-¿Pero tú hablaste con Bernardo y te dijo que eso que eso era lo que se hacía?
-No, yo no hablo más con Bernardo. Pero, sobre todo, nunca más en esta casa me metas un arbolito de navidad. 

martes, 4 de noviembre de 2014

Breves cotidianas.


Trabajo.
Hace unos días iba yo subido a un autobús por la autopista que comunica México D.F. con Puebla. Desde la ventana pude ver algo que a la distancia se me antojó un perro blanco especialmente lanudo. Cuando le pasamos por al lado me di cuenta de que se trataba de una oveja. Enorme, sin trasquilar, trotandito en medio del canal rápido. Puedo jurar que iba como para el trabajo.

El salvador.
Un tipo, en el extremo del andén de Mixcoac, se pasa la raya amarilla y asoma la mitad del cuerpo por la boca del túnel. En eso nota las luces del metro que se aproxima para entrar a la estación. Con el nerviosismo de alguien que por fin logra divisar desde la parada el cartelito con el nombre de su destino, ahí colgando sobre el parabrisas de un autobús, le hace señas al conductor para que se detenga. Se sube al vagón con una emoción exultante, la de alguien que está convencido de: “menos mal que estaba yo aquí, si no fuera por mí nos hubiera dejado a todos”.

Las buenas heridas.
A primer vistazo parecía un hematoma. Una marca fresca y sanguinolenta allí en la base de la mejilla. Me le quedo viendo al joven hasta descubrir, luego de segundas y terceras miradas, que me he equivocado: se trata de un beso propinado con furia y mucho lápiz labial. El joven se percata de mi insistencia en mirarlo, me da pena y le hago gestos sobre mi propia cara como queriendo decirle: límpiate, tienes unos labios marcados aquí. Sonrío con complicidad pero la sonrisa que me devuelve el muchacho es de otra naturaleza; la de alguien que se siente incomodado. Caigo entonces en cuenta de mi ingenuidad, de toda mi estupidez, ese joven es como un guerrero que luce con orgullo la marca de una batalla feliz. Se habrá rendido, seguramente con gusto habrá puesto la piel y: haz lo que quieras, soy tuyo, ganas tú. No hay fuerza en el universo capaz de borrarle ese beso a ese hombre. Ahí va un tipo feliz con su tatuaje provisional, con ganas de que no se le vaya nunca esa cicatriz tan significativa y tan tristemente fugaz. Con ganas de acumular muchas más y en otras partes.

Accidentes afortunados.
Vengo de regreso a casa y atravieso el parque. Ha llovido muy fuerte durante la tarde así que hay charcos y lodo en varios sectores. Un niño de ocho años pasa en su bicicleta a toda velocidad, frena justo sobre uno de los charcos, la bicicleta derrapa un poco pero el chamo es buen ciclista, controla el manubrio, frena, se desliza con elegancia y sigue como si nada. Da la vuelta, toma impulso, se va de nuevo hacia el charco y otra vez hace la misma maniobra. Es bueno ese chamo, ahí puede haber un futuro campeón del motocross (eso pienso). Pero entonces el chamo ensaya la gracia por tercera vez y como la física es traicionera –sobre todo cuando implica lodo– esta vez no logra mantener la bici en pie. Cae estrepitosamente, se llena de barro y salpica a un gentío. Un señor con lentes se levanta de su banco y corre asustado en dirección al niño. Al señor –como nos ocurre a algunos– el nerviosismo se le transforma en furia. Sobre todo cuando se da cuenta de que el chamo está bien, aunque absolutamente enlodado por fuera y por dentro.


– Pero es que no entiendo, ¿por qué tienes que jugar así?, ¿tú no ves que eres el único que monta bicicleta así en todo el parque?- dijo el abuelo.

– Abuelo, ya, cálmate… fue un accidente-, respondió el niño.

– ¿Accidente? Accidente será el día en que volvamos a casa y a ti no te haya pasado nada.

Definitivamente hay que practicar la vida entera para poder dar una respuesta así de grande.

Lavado.
Ayer, a las 4.25 pm, en la esquina de Orizaba con el Parque Río de Janeiro, me crucé con un “viene-viene” que se disponía a lavar un coche.  El tipo agarra un balde de agua oscura mezclada con jabón y tomando todo el impulso del mundo la lanza sobre el coche que será víctima de la limpieza. Pero es tal la fuerza con la que arroja el agua que ésta dibuja una curva imposible, le pasa por encima al auto y va a caer del otro lado justamente sobre la cabeza de un joven que pasea a su perro. El muchacho, muy educado –se nota que está en esas edades de la adolescencia en la que absolutamente todo nos da pena-, se hace el desentendido: “aquí no ha pasado nada” a pesar de que está escurriendo litros de agua de la cabeza a los pies. El “viene-viene” asume una actitud idéntica: “¿quién lanzó ese balde de agua sucia? ¿Yooo?”. El único que ha reaccionado es el perro, tiene todo el pelo aplastado contra el cuerpo y del hocico le cuelga una baba jabonosa que se lame con la lengua enorme. El joven y su perro siguen su camino, el lavador de coches continúa su tarea sobre un auto absolutamente seco. Yo también sigo de largo, imperturbable, hasta que el perro decide sacudirse con furia justo cuando me pasa al lado. Me rocía de eso mismo que hasta hace segundos tenía chorreando del hocico… pero yo sigo derecho, como si nada. Es que es muy feo eso de ser el único que rompe con la armonía del lugar.

Influencias de la repostería.
Hoy, 9:00 am en el Paseo de la Reforma, vi a una señora que tenía exactamente el mismo peinado que su perro poodle. Eran una obra de arte ambulante como hecha de azúcar y claras batidas de huevo, cosa que me dejó pensando en las influencias enormes que ha tenido la repostería en la estética.

La rebelión de los objetos inanimados.
Acaba de ocurrir en la calle Newton: ante los ojos de todos los presentes en el lugar, a las 9:45, una bolsa plástica levantada por el viento se le fue directo a la cara a un tipo. Fueron largos segundos de batalla, confusión y angustia. Casi lo asfixia. El hombre tuvo que luchar con todas sus fuerzas y toda su desesperación. Cuando finalmente logró arrojar la bolsa asesina al suelo tenía la cara roja y en los ojos se le dibujaba el pánico en su forma más pura. Él lo sabía. Lo sabíamos todos. La rebelión de los objetos inanimados había comenzado. Quién sabe, a lo mejor ellos lo saben hacer mucho mejor que nosotros.