martes, 18 de diciembre de 2012

El lenguaje como virus


William Burroughs ilustrado por Charles Burns.


“Language is a virus” (William S. Burroughs)

El lenguaje es un virus, así en pocas palabras el escritor William Burroughs logró expresar una de sus máximas, el que quizás sea el más lúcido y contundente de sus pensamientos. Wittgenstein, en la misma línea, decía: “al final, quizás, no seamos otra cosa que monstruos hechos de palabras”.

El lenguaje, visto bajo esa luz, se convierte entonces es un reactivo que se nos inocula en el torrente sanguíneo y se nos hace correr entre las dendritas cerebrales para transformarnos y así ayudar a constituir esa enorme fórmula química de la que estamos hechos. Somos el lenguaje que nos rodea, que asimilamos y metabolizamos, ese mismo que –al final- nos apoderamos y hacemos nuestro.

Llevamos años, son 14 (y contando), inmersos en un caldo lingüístico altamente tóxico. Son los tiempos del lenguaje como veneno. No son las ideas, ni mucho menos las ideologías, lo que nos ha ido transformando a lo largo de este lamentable lapso de la historia nacional. La culpa de la mutación desfavorable que padecemos está, sobre todo, en el lenguaje. En el “rodilla en tierra”, en el “los vamos a aniquilar”, en el “no se equivoquen”, en el “mucho cuidado que la revolución es bonita pero está armada”, en el uso de “enemigos” en vez de “adversarios”, en la insistencia de que el presidente es más “comandante” que cualquier otra cosa. Está en esos titulares como el de Telesur del día de ayer que rezaba: “Cómo el 16-D se asesinó a la oposición venezolana”.

Es inevitable que una sociedad sumida y formada dentro de ese contexto del lenguaje-oprobio, el lenguaje-odio, el lenguaje-guerra acabe siendo víctima de una enfermedad. El lenguaje como virus en este caso nos está enfermando, y pareciera que la mayoría no contara con los anticuerpos para defenderse de semejante infección.

El lenguaje de los militares es el que se ha ido inoculando en nuestra sociedad. El lenguaje de quienes no conocen otra manera de nombrar al mundo que no sea la de la guerra, los cuarteles, la sumisión o supresión del enemigo; es el verbo enfebrecido de la batalla, la muerte, las balas, la sangre, la aniquilación de todo aquel que “no esté con nosotros y por lo tanto no es de los nuestros, ése es el enemigo a arrasar”. Forma ya parte de nosotros ese virus sistemáticamente sembrado, que se ha venido inyectando una y otra vez en cada comunicado, en cada cadena, en cada oportunidad que se nos recuerda que la diferencia y la disidencia no están permitidas en la estructura jerárquica de los militares. Y ese lenguaje-enfermedad nos está sometiendo a una condición de minusvalía: nos convence de que necesitamos a un militar que nos ordene (no simplemente en el sentido de organizarnos sino, lo que es más grave, en la acepción donde se nos gire órdenes e instrucciones). De esa manera: estamos huérfanos sin el comandante. De eso nos quieren convencer. Que Venezuela es un cuartel donde los civiles deben estar supeditados a los lenguajes, pensamientos y maneras de los milicos. Como si no existiera otra opción, como si todos estuviéramos condenados a exactamente las mismas dolencias.

Tal vez esa sea una de las lecciones más contundentes que podemos extraer del último proceso electoral del domingo pasado: la mitad de los gobernadores electos son militares. El mapa, se equivocan quienes juzgan por la apariencia, no quedó pintado de rojo, su corazón es verde oliva, lleva bajo la epidermis el uniforme de los militares. Y esa combinación de rojo con verde oliva resulta, ya lo sabemos, en el color típico de la materia fecal. Y eso no es una metáfora, eso es literal.

Muchas veces nos preguntamos qué podemos hacer los civiles, los que no queremos ni usamos uniformes, los que pensamos distinto, los que no sabemos utilizar las armas ni nos interesa, para enfrentar esta situación donde la casa nos ha sido tomada y arrebatada por los malandros y los milicos (o peor aún, por la proliferación de híbridos nefastos resultantes del cruce de milicos y malandros), y la respuesta –no es menor ni descabellada- está en el lenguaje. El lenguaje como anticuerpo, como vacuna, como cura, el lenguaje como sanación.

O bien el lenguaje como un virus noble. Una sustancia digna que se logre colar por nuestros organismos para provocarles un contagio más feliz. Tenemos una responsabilidad enorme en el cultivo, la inoculación y la difusión de ese otro lenguaje que contrarreste y le quite espacios al que se nos está imponiendo. Un lenguaje que con su transmisión nos ayude a nombrar otra Venezuela, que nos permita edificar otro modelo de mundo. El lenguaje, en fin, como materia prima para la autoconstrucción de otros  monstruos de palabras. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Subterráneos



Un profesor de guion cinematográfico me enseñó hace unos cuantos años un término que desde entonces no ha dejado de rondarme: Locus. El locus es un lugar cargado de un sustrato mitopoético que trasciende al espacio físico en sí, es un lugar que arrastra consigo un significado o metáfora de gran poder simbólico. De esa manera, incorporar una escena de desierto a una película acabaría representando mucho más que el desierto por sí mismo: es el espacio donde el personaje queda reducido a la soledad, aplastado contra el horizonte sin límites, sumido ante el vértigo del vacío existencial o en ese tránsito por la vida en situaciones críticas o de profunda precariedad. De la misma forma: la carretera sería también un locus (especialmente en la road movies), como lo son -si se utilizan con criterio- la playa, la montaña o el bosque.

En aquellos tiempos yo estaba empeñado en incorporar a mi guion una secuencia en el metro y el profesor me preguntó que por qué en el metro. Ah, porque me gustan los metros, me imagino la escena en tal estación con los personajes en el andén, la escalera en punta de fuga por la izquierda del encuadre y el tren que entra por la derecha cuando ellos se besan. No, Urriola, me vas a disculpar pero el metro sólo tendría sentido en esa historia como metáfora del inframundo, como descenso a los infiernos, como la estadía en un espacio subterráneo donde se subvierten las vidas y leyes de la superficie; el metro debería funcionar como un locus y no como una locación más.

Me dejó callado. Callado como sólo uno se puede quedar cuando detesta un poco al que te calla la boca y lo único que piensas, sin ser capaz de verbalizarlo, es: Qué cabrón, tan bonita que consideraba mi idea y ahora me la has arruinado con toda la razón que llevas.

Hay metros (o los hubo, ya no sé) que son la evidencia de la posibilidad de una vida alterna. Los caraqueños durante los años 80 y parte de los 90 éramos mejores en metro que en la superficie de la ciudad. Con los años nos fuimos encargando de extrapolar el caos, el bochinche y el malandreo de afuera al espacio subterráneo. Hay metros modernísimos en ciudades que en la superficie se quedaron congeladas en el tiempo. Hay ciudades muy modernas que albergan en sus entrañas a metros que son idénticos a los viejos trenes de hierro oxidado y maderas crujientes. En fin, hay subterráneos que imitan la vida del exterior y hay otros que se empeñan en contradecirla. Estoy convencido de que nunca nos llevamos una imagen real de la ciudad que visitamos si no nos aventuramos a viajar en su metro, a internarnos en ese complejo submundo de galerías, túneles, escaleras, andenes, vagones y, por supuesto, a sus respectivas faunas del inframundo que los habitan. Las ciudades se aprehenden a medida en que las caminamos, pero también en la medida en que nos movemos en ese locus que esconden bajo la epidermis.

Llevo un par de años desplazándome por un metro que no se parece a ningún otro que haya conocido. Un subterráneo que me obliga a observarlo con la mirada antropológica del antropólogo que nunca fui y con la del documentalista que –aunque me haya distanciado del cine documental- jamás dejaré de ser. Es un metro donde, estoy seguro, un cineasta como David Lynch gozaría una bola. Sólo tendría que internarse en él con una cámara oculta, grabar en plano secuencia de cabo a rabo en la línea verde (aunque también podría ser la marrón) y luego entregarle el material bruto sin edición alguna a Angelo Badalamenti para que le ponga música. Listo. Saldría de allí una película de Lynch con toda la demencia y la hermosura, con todo el delirio y la extraña belleza perturbadora típicos de Lynch.

El metro del D.F. mexicano es un submundo donde la gente come y bebe de todo, se besa (se besan con la pasión de dos amantes que se encuentran por primera vez en la habitación de un motel), compran y venden los artículos más insospechados, declaman poesías, hacen artes performáticas, vociferan discursos políticos, ponen música a todo volumen por medio de bocinas que los vendedores ambulantes llevan dentro de sus mochilas cargadas a la espalda… y hasta hay faquires que hacen espectáculos sobre el suelo del vagón donde se revuelcan descamisados en un manto de vidrios molidos. Y todo eso es visto por los viajantes con la más absoluta normalidad, incluso con descarada indiferencia.

Pero a veces la extraordinaria cotidianidad se ve trastocada por picos agudos que incluso le paran los pelos de punta a quienes tienen la piel más gruesa y han perdido toda capacidad de asombro. Con el paso del tiempo este particular inframundo se ha visto progresivamente contaminado o salpicado por escenas que me atrevería a catalogar de violencia soterrada. Hace un buen tiempo que no veo al peculiar faquir con su manto negro donde cargaba botellas multicolores de refresco trituradas, ahora ha sido sustituido por una nueva generación de espontáneos que llevan las caras, brazos y espaldas llenos de costras y sangre fresca. Los nuevos faquires entran al vagón en dúos o tríos, apartan a la gente (o la gente se aparta sola porque ya sabe lo que viene), lanzan sus vidrios molidos cerca de las puertas del vagón -son vidrios mucho más delgados como de vasos o copas de cristal-, uno de ellos se inclina sobre el vidriero y el otro le ayuda con fuerza a estrellarse varias veces contra los cristales, como quien se empeña en triturarle la cabeza a un rival contra el borde de una acera. Cuando el metro está a punto de llegar a la próxima estación, se levantan, recogen rápidamente los vidrios ensangrentados y pasan la gorra. Una vez se bajan el vagón queda sumido en un silencio tenso que se parece un montón al pánico. Allí en el piso queda el manchón delator que con mal disimulo queremos ignorar.

La otra noche me tocó, ya por tercera o cuarta vez, inmolarme gratuitamente con uno de estos espectáculos de los faquires 2.0. Al terminar el grotesco performance uno de los ensangrentados me pidió dinero y le respondí que no con la cabeza. Masculló algo que seguro era un insulto -pero que no oí por llevar siempre los audífonos a todo vatio- e hizo el ademán de lanzarme una patada, y como uno se asusta y se arrecha en su propio idioma, me arranqué los audífonos y le dije en perfecto venezolano: ¿qué te pasa, mamagüevo? Se me quedaron mirando como quien ha visto a un ornitorrinco parlante. Se rieron y bajaron en la misma estación que yo (vaya pésima suerte), iban por el andén desierto unos pasos más adelante, todavía riendo y lanzando miradas hacia atrás. Entonces, en el medio de aquella soledad –creo que mi generación ha desarrollado un pánico especial, por culpa de “La noche de los muertos vivientes”, a los lugares desiertos que se suponen deberían estar siempre llenos de gente- divisé a un vendedor de discos en formato mp3, con sus bocinas en la mochila: “Vengo a ofrecerles los grandes éxitos de la música alternativa, 10 pesos les cuesta, 10 pesos le vale”. Me quedé a su lado con la convicción de que la música salva. Y también me quedé allí porque ese sujeto era la evidencia de aquello que decía la letra de una canción de esas que escuchaban mis hermanas pero cuyo título no logro recordar: “no te olvides que las flores nacen en el fango”.

Suenan las 110 canciones con los grandes éxitos de la música alternativa (una etiqueta que ya no le va porque el mercado omnipresente se ha encargado de adocenarla). Suenan en loop. Me van domesticando el recuerdo, se encargan de hacerme la memoria más amable mientras escribo estas líneas sobre esos mundos subterráneos que a veces son inframundo pero a veces también luz al final del túnel. 

jueves, 15 de noviembre de 2012

Relato tóxico con Pelé al fondo.



Hay días, pero sobre todo noches, en los que uno realmente no sabe qué pasa. Culpemos a las malas/buenas juntas, culpemos a una desquiciada convergencia de factores emocionales y astrológicos, culpemos sobre todo a la Luna, porque la Luna debe tener la culpa de todo (especialmente de lo bueno). El punto es que en octubre de 2010 ocurrió una de estas noches que acabó en intoxicación y luego en foto con Pelé.

La noche en cuestión comenzaría con una invitación a ver una pelea de boxeo en un local ubicado por los lados de La Condesa. Era una noche de puños de esas patrocinadas por HBO y donde los tragos iban por cuenta de la casa. Mi esposa estaba un poco renuente porque aquello de la salvajada que le significaba ver a dos tipos en pantalones cortos enguantados y partiéndose las  respectivas madres. A mí me interesaba tibiamente; digamos que sentía eso que llama Roland Barthes “studium”, refiriéndose a la capacidad que tienen algunas imágenes de gustarnos o disgustarnos pero sin llegar a los niveles del “to love” o el “to hate”. Para el resto del grupete de amigos y colegas del trabajo de mi mujer ya la cosa rayaba en el “punctum” (para seguir con Barthes): algo que te punza, que adoras o aborreces con una pasión que sí va por los derroteros del amar o el odiar. Mi esposa acabó la sesión pugilística recostada de la barra de seguridad, gritando cosas como “¡Dale, remátalo, aplícale el uno-dos, noquéalo, coño!”, mientras todos los demás librábamos nuestra propia batalla personal enfrentando la amplia gama de cervezas, mezcales y tequilas que nos ofrecían gratuitamente mientras algo de menor importancia pasaba allá sobre el ring. Salimos de ese local tambaleándonos como si los boxeadores al borde del knock-out hubiéramos sido nosotros.

En las afueras nos esperaba Carlos Roberto, un compañero de trabajo de mi esposa que había venido a trabajar en ese evento del boxeo y se volvía a Caracas junto con nosotros al día siguiente. Y creo que fue por culpa de Carlos Roberto (la mezcla de tequila con mezcal y birras nubla un poco la memoria) que acabamos metiéndonos “unos toques” de electricidad, a 15 pesos la descarga, que ofrecía un individuo provisto de una batería de esas para autos y unas pinzas metálicas que la víctima debía sujetar a la vez con ambas manos.

La experiencia de los toques es realmente marciana, al principio uno siente un ligero cosquilleo, la electricidad que amablemente le va a uno hormigueando desde las manos hasta la coronilla y las plantas de los pies, pero entonces el dueño de la batería comienza a girar una perilla y le mete potencia al asunto: el cuerpo comienza a crisparse, a contorsionarse, literalmente se te ponen los pelos de punta y comienzas a gritar ante la angustia de que algo por dentro se te esté chamuscando. Lo terrible es que, ni que lo intentes con todo ímpetu, te puedes soltar de esas pinzas; son parte de tu organismo, estás conectado a la fuente de poder y de allí no te saca nadie a menos que te desenchufen.
Pero lo peor del toque eléctrico (o lo mejor, según se mire) sobreviene después de la desconexión: una especie de euforia vibrante, un gusano de inmortalidad que posee al electrocutado.

Con los pelos de punta y con una sensación de que la descarga eléctrica había alterado químicamente los efectos del alcohol (para bien, piensa uno en esos momentos) nos fuimos a cenar media vaca cada uno a un restaurante argentino y le metimos vino tinto mendocino a la ecuación. Presos aún de la euforia y con la barriga llena (en exceso) decidimos comprar más vino, más cervezas, e irnos a casa de Genaro que vivía no muy lejos del restaurant. Allí Genarito nos puso una música fabulosa, la gente bailó, bebió, fumó, se deprimió, iba cayendo como barajitas, se despertaban, se sumaban de nuevo a la euforia colectiva, volvían a desfallecer. Y hubo un momento en el que Felipe, mirando al vacío desde el balcón, sumido en su propio barranco personal dijo una frase para la historia: “Chamo, es que yo soy tan de los 90 que a veces me dan ganas de morirme”. Dicho esto, con el vértigo que da a esas horas de la madrugada saber que se está acabando el alcohol, salió con mi esposa a comprar más cervezas, más tabaco, más de todo, volvieron a los pocos minutos con 40 cervezas más y no sé cuántas cajas de Camel. Yo no los acompañé porque le tenía miedo a bajar las escaleras… bueno, y también a perderme en esa ciudad-planeta en esas condiciones y a esas horas.

Cuando empezaba a amanecer pedimos un taxi y volvimos al hotel. Hubo gente que no volvió, gente que se fue a otra parte, gente que se quedó a vivir con Genaro, gente que desapareció. La hermandad del desorden quedaba disuelta hasta que la resaca se encargara de recordarnos que debíamos volver a ser personas.

Nos juntamos de nuevo a la noche siguiente para una última cena antes de irnos al aeropuerto. Había gente que sencillamente no había vivido ese día, que a esas horas no eran más que muertos vivientes guiados por la memoria mecánica. Comimos japonés. Los más incautos –Víctor Hugo y yo- pedimos una aberración descomunal llamada “El roll del pirata” en cuyo interior se mezclaban todos los monstruos marinos imaginables (comestibles o no). Cuando acabamos la cena y llegó el taxi que nos llevaría al aeropuerto, Víctor Hugo comenzó a toser de una manera extraña, se rascaba la garganta y el paladar, carraspeaba como un perro al que se le ha quedado algo atascado en el gaznate. Bróder, qué te pasa, ¿te sientes mal?. Coño, creo que me cayó medio mal la comida. Tranquilo, pana, tómate este antialérgico que eso se te quita en 15 minutos. ¿Sí, tú crees? De bolas que sí, en un cuarto de hora estás perfecto. Dale, pues, gracias. Mejor tómate dos que te veo medio hinchado. Ah, mejor, me tomo dos entonces.

Pero cuando llegamos al aeropuerto y estábamos en el trámite de entrega de pasaportes en el mostrador de Aeroméxico, ya Víctor Hugo había mutado a su versión Mike Tyson. Tenía la nariz el doble de grande, rosetones por el cuello, los brazos y la cara, y algún monstruo cruel lo estaba soplando desde adentro con aire caliente. Chamo, yo creo que mejor te tomas dos antialérgicos más y un Tafil para que se te quiten los nervios. Coño, yo creo que me intoxiqué, me siento rarísimo. Tranquilo, métele más antialérgicos y una pastillita de estas para calmarte, ya verás que dentro de nada vas a estar fino…

Y en eso Carlos Roberto, ajeno a los nobles intentos por salvarle la vida a Víctor Hugo, exclamó: “Marico, mira a Pelé”. Y yo juraba que era un tipo que se parecía a Pelé, que en medio de aquella resaca anchilarga que aún cargábamos encima el pana se había alucinado que alguien era Pelé. Coño, pero cuando vi al sujeto en cuestión no me cupo dudas: ese carajo era el Rey Pelé. Fuimos invadidos en ese instante por el varoncito inconsciente que todo hombre lleva por dentro y que se activa inexplicablemente con pendejadas como “mira, ahí está Pelé”. Soltamos absolutamente todo, Carlos Roberto sacó su cámara, se la colgó al cuello a mi esposa: tómanos una foto con Pelé. Pelé, ¿te importa si nos tomamos una foto contigo? Sí, ya sabemos que el vuelo está a punto de dejarte, que tienes un lío de mil demonios porque necesitas estar en Sao Paulo mañana mismo; sí, también sabemos que este pana que se llama Víctor está a punto de morirse por una intoxicación con mariscos por andarse tragando rolls del pirata; pero nada de eso importa, lo único que importa en este momento es que nos digas que sí y te tomes una foto con nosotros.

Claire toma la foto y no sale el flash. Pelé se tiene que ir, realmente está a punto de perder el vuelo. Víctor Hugo carraspea y ensaya algo que se parece a una sonrisa pero los músculos faciales ya no dan. Carlos Roberto y yo abrazamos a Pelé (qué va, mi negro, usted no se va para ningún lado sin que antes tomemos esta foto). Claire carga el flash y vuelve a presionar el obturador.

Ahí queda para la posteridad la imagen, Víctor Hugo mutando progresivamente hacia otra cosa. Él aún no lo sabe, pero esa noche el único que perderá el vuelo será él. Gracias a la insistencia de Claire -quien a la larga le salvará la vida- acabamos buscando a la doctora de guardia del aeropuerto. La mujer, apenas ve al intoxicado, se niega en redondo a permitir que se suba en un vuelo de 5 horas. Es en serio, hay que atenderlo ya porque se puede morir. Víctor pasará la noche en un hospital y con un coctel de fármacos en una vía hacia la vena. (Lástima, yo era partidario de más antialérgicos y más Tafil). Claire lo soluciona todo y calma a eso que conocíamos como Víctor Hugo con una mano en la frente.

Nosotros nos quedamos agitando las manos en gesto de despedida mientras los paramédicos se lo llevan en camilla, con suero y respirador. “Bróder, tenemos una foto con Pelé. Qué belleza”.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Documento de falsedad




Nanook, el esquimal (Robert Flaherty, 1921) es considerada la primera película documental de la historia del cine. Esto no es del todo cierto, pues anteriormente ya se habían filmado otros documentales pero, como suele suceder, ninguno tuvo la difusión ni el éxito de esa película “documental” dirigida por Flaherty. Ocurre con Nanook lo que ocurre con la fecha a la que se le adjudica el nacimiento del cine: 28 de diciembre de 1895 (un guiño histórico que haya sido precisamente el día de los inocentes) pues en esa fecha, citando a Jean-Luc Godard, realmente no nace el cine, lo que nace es la taquilla. Ese día, por primera vez en la historia, se cobró una entrada para que un colectivo de espectadores pudiera ver los primeros filmes de los hermanos Lumière; y sí, es cierto que se divirtieron un montón con la emperifollada salida de los trabajadores de la fábrica Lumière y que se asustaron otro tanto con la llegada del tren a la estación al pensar que aquel bólido metálico se les abalanzaba encima. Ciertamente fue un momento histórico el hecho de haber pagado una entrada para que una proyección sobre la pantalla del teatro oscuro los sometiera colectivamente a semejante montaña rusa de emociones; pero el cine ya existía, simplemente quedaba bautizado ese día bajo la bendición de la primera taquilla cinematográfica.

El gran Bob Flaherty, a quien el cine le debe tanto, era realmente un ingeniero de minas que estaba haciendo un trabajo de exploración en la bahía de Hudson, Canadá. En 1913 su jefe, el adinerado William McKenzie, le propone llevar para su tercera expedición al área una cámara de cine para registrar la vida de la comunidad Inuit oriunda de la zona. Se trataba de una película de encargo, incluso se podría decir –aunque el término estaba a siglos de acuñarse- que era un audiovisual corporativo. Flaherty se pasó una larga temporada con los Allakariallak y estrechó lazos con a quien hoy conocemos como Nanook y sus familiares, se dedicó a registrarlos con su cámara mientras cazaban focas, mientras construían su iglú, mientras daban de comer a sus perros de trineo. Pero quiso la mala fortuna que una colilla mal apagada de un cigarrillo del propio Flaherty cayera sobre las cintas filmadas, en segundos ardió toda la evidencia que durante meses había recogido para la posteridad (una posteridad que nunca llegó, o que llegó por caminos alternativos, pues esas filmaciones originales jamás llegaron a verse). Flaherty volvió donde su jefazo con las manos vacías y éste le volvió a exigir que regresara con Nanook y compañía para volver a filmarlo todo, ahora con menos tiempo y con menor presupuesto. Entonces Flaherty, ya muy consciente de lo que le interesaba y de lo que podía hacer, volvió con sus Allakariallak pero para hacer esta vez un falso documental. Toda la película que conocemos es una puesta en escena, calculada plano a plano, escena por escena, una realidad ordenada y al servicio de un guión cinematográfico.

Sin mayores pérdidas de tiempo procedieron de nuevo a reproducir ante la lente de la cámara la construcción del iglú de Nanook, pero sólo la mitad, de manera que la cámara de Flaherty pudiera entrar en su interior para filmar su supuesta culminación desde dentro. De la misma manera, se puso en escena –como en cualquier película de ficción- la cacería de la foca, la alimentación de los perros esquimales, las secuencias de los Inuit comiendo alrededor del fuego: “Nanook, tú entras por este lado, no más a la derecha, dos pasos más, allí no que me tapas la foca, aquí para que se vea el agujero que abriste en el hielo, vamos a repetir la escena pero esta vez no mires a cámara, actúa como si no estuvieras actuando”.

Toda una ironía que el primer documental, la película que sirve de piedra angular sobre la que se levanta el cine de no ficción, el llamado “cine de lo real”, haya sido una puesta en escena que se disfraza y se maquilla como documento de realidad. En pocas palabras: el primer gran documental no es otra cosa que un falso documental.

Con el paso de los años el falso documental (también llamado a veces mockumentary) fue afinándose y ocupando su espacio como una de las propuestas más agudas, divertidas, paródicas y reflexivas del género. Una de las expresiones cinematográficas que más nos ayuda a pensar sobre los mecanismos de construcción y los códigos cinematográficos, una verdadera puesta en abismo que nos permite reflexionar sobre la naturaleza de eso que llamamos no sólo cine documental, sino “cine” a secas. El falso documental es una suerte de travesti artístico, una obra que está disfrazada, que le quita las ropas prestadas a eso que conocemos como no ficción, como documental, como cine de lo real, pero que en el fondo es una película de ficción con un guión muy bien definido, con actuaciones rigurosamente dirigidas para que no parezcan tales y con una puesta en escena muy bien diseñada a la que a veces prácticamente no le podemos ver las costuras.

Hay falsos documentales que se señalan a sí mismos con el dedo y hacen gestos alevosos para gritarnos “soy un falso documental”. A veces, con toda premeditación y consciencia,  esos guiños son muy leves, construidos con máxima delicadeza, casi imperceptibles; de manera que sólo un ojo muy crítico y bien aguzado es capaz de decir: descreo de este documento de supuesta realidad porque tengo conocimientos y evidencias  que me permiten desmontarlo. Y al final, el vértigo, podemos acabar sospechando de todo documental y pensando que eso que llamamos documental no es otra cosa que un género muy bien codificado, como lo es la narrativa disfrazada de Historia o como esos supuestos reportajes periodísticos cuidadosamente sesgados y manipulados para engatusar al espectador.

Hoy día, un sujeto crítico y debidamente formado, se enfrenta a Nanook, el equimal y es capaz perfectamente de percibir que se trata de un montaje sin necesidad de que le cuenten la anécdota de las filmaciones originales que sucumbieron bajo los efectos de la colilla de Flaherty. Simplemente tiene el criterio y las herramientas para desconstruirlo.

Y todo esto lleva a pensar en que hemos desarrollado esa mirada reflexiva y crítica para blindarnos contra ciertas obras audiovisuales y así ser capaces de descreer de ellas, pero padecemos de una ceguera crónica (quién sabe si selectiva) para percibir la falsedad de otros documentos, de otras historias que nos pretenden vender. La proliferación actual de “democracias” que no son otra cosa que dictaduras o autocracias bien disfrazadas con los ropajes y maquillajes característicos de lo “democrático” son una muestra contundente. Y preocupa, preocupa un montón, que a estas alturas no hayamos desarrollado un ojo crítico para desmontarlas, para saber reírnos de ellas o señalarlas pertinentemente con el dedo: “señores, no se crean la fachada, miren las costuras del disfraz, es obvio que se trata de otro falso documental”.



miércoles, 17 de octubre de 2012

El agua de Branco



Octavos de final del mundial Italia 90, juegan en Turín Argentina contra Brasil. Minuto 80. Los brasileños han pegado varias del palo, han dominado el juego desde el pitazo inicial, tienen a la albiceleste maniatada y contra las cuerdas. La defensa argentina, su arquero Goycochea, el travesaño y la providencia se han encargado de edificar un verdadero milagro para que Brasil no vaya ganando a estas alturas por lo menos 3 a 0. En eso, Maradona, tobillo infiltrado y con la genialidad futbolística que le caracteriza, aventura un contragolpe, apenas un contragolpe luego de largos minutos sin pisar el terreno contrario, esquiva rivales con su zurda prodigiosa, surca el mediocampo y le hace un pase fabuloso a Claudio Caniggia quien se las ingenia para dejar regado en un mano a mano al portero Taffarel y dispara de zurda. Gol de Argentina. Brasil sigue insistiendo pero se acaba el tiempo y las fuerzas no alcanzan, suenan los tres silbatazos finales. Argentina pasa a cuartos de final y Brasil se queda en el camino.

Yo, en ese momento, me abrazo con mi madre en la mitad de la sala. Papá, silencioso, mira desde su poltrona con frustración y escepticismo. El viejo le ha ido a Brasil desde 1958. Nosotros hemos comenzado a simpatizar con la albiceleste veinte años más tarde.

Dejamos a Maradona festejando con sus compañeros de selección en el círculo central del estadio turinés. Es un momento épico, la imagen de los héroes de una gesta digna de La Résistance. Ellos aún no saben lo que ahora todos sabemos, a la vuelta de unos días llegarán a la final en Roma contra Alemania y la perderán 1 a 0 con un penalti marcado por Andreas Brehme.  

Aceleramos la película y hacemos pasar los años; ahora nos encontramos en la Venezuela de Chávez y en los tiempos universales de Youtube. Y entonces suben a la Red un video donde un Maradona envejecido e hinchado -ahora con tatuaje del Ché, decenas de kilos de sobrepeso, recuperado de las drogas en Cuba, pero ahora inoculado su cerebro por las toxinas típicas de la izquierda caviar- confiesa un detallito simbólico disfrazado de chiste. Entre carcajadas y con un vocabulario casi impenetrable cuenta lo que realmente pasó en ese juego contra Brasil en Italia 90. Y entonces nos enteramos que uno de los asistentes de la selección argentina, el aguatero que entraba a la cancha a repartir la hidratación cuando se atendía a algún jugador lesionado, tenía marcadas las botellas. Las que tenían tapa de cierto color eran de agua pura y esa era la que daban a beber a los albicelestes, pero las que tenían la tapita de tal color tenían un sedante en el líquido, y esa era la que gentilmente le ofrecían a los canarinhos cuando se acercaban a pedir agua. Todo esto con la complicidad del técnico argentino Salvador Bilardo y con el conocimiento de algunos jugadores de Argentina, entre ellos Maradona, que le advertía a sus compañeros: “no, de ese bidón no tomes, tomá del otro”. Quedan registradas para la historia las imágenes del momento en que Branco, uno de los pateadores más formidables de Brasil y del mundo, pide agua y le dan a beber una de esas botellas “pinchadas”. Sí, Argentina ganó y Brasil se quedó en el camino. Maradona se ríe de la gracia en una grosera autoalabanza a la viveza criolla. Palabras más, palabras menos: “Sí, vale, ganamos con trampita, pero que se jodan esos pendejos”. 

Ríe Maradona y ríe el entrevistador, algunos de los invitados al show –jugadores que participaron de la gesta aquel día- hacen una mueca que simula una sonrisa, pero el arquero argentino Goycochea, quien se está enterando de la gracia en este preciso instante mientras se encuentra sentado al lado de la voluminosa figura del Pelusa, no se ríe.

Hay chistes que no tienen gracia. Y victorias que tienen plomo en el ala. Lo sabe Goycochea y lo sabemos muchos que en aquel entonces celebramos el triunfo argentino y ahora nos sabe especialmente mal. Tan mal como a Branco.

Llegamos ahora al 7 de octubre venezolano de 2012. Día en que 8 millones y pico de venezolanos optan por dar una patente de corso a Hugo Chávez para que se atornille en la silla presidencial y así se prolonguen seis años más de lo mismo pero agudizado y peor. Un cheque al portador para que los catorce años de pésima gestión se conviertan en veinte. Y hay un grueso de los casi siete millones que no votaron por la opción de Chávez que han asumido una postura de “serenidad”, de “sabio balance” alimentado por los discursos de la autoayuda. Una cosa impostada que de un momento a otro amenazaría con pedirnos que nos abracemos todos como hermanos para entonar “We are the world, we are the children”. Nos quieren convencer de que estar tristes o francamente arrechos (sí, así en venezolano, porque uno se indigna en su propio idioma) no es lo correcto en estos momentos. Y está bien, no nos quedaremos cautivos en el mal rollo, surcaremos el duelo y pasaremos el trago amargo, reuniremos fuerzas y democráticamente volveremos a la lucha cuando de nuevo se presente otra oportunidad electoral; pero ahora mismo estamos confundidos, estamos tristes y estamos arrechos, es el momento para estarlo y es también nuestro derecho. Es más: es lo saludable y lo verdaderamente pertinente ahora mismo.

Porque hemos jugado un juego viciado y por supuesto lo hemos perdido (por ahora). Nos han encajado a rebanaditas un salchichón entero de pequeñas triquiñuelas, de zancadillas, de patadas a la espinilla que el árbitro y el mundo fingen no ver.  Un conglomerado de irregularidades, bien repartido y fragmentado en una nebulosa de zonas oscuras, que en conjunto conforman una trampa perfecta. Nos han dado a beber del bidón de Branco. Lo hicieron por medio de un REP plagado de anormalidades, con dobles y triples cedulados, por medio de un árbitro electoral que no es neutral, en lo absoluto, sino que más bien se comporta y se ha asumido como un ministerio de elecciones. Nos hicieron sorber todo el ventajismo y el abuso de poder, nos encajaron miles de votos de personas que no acudieron voluntariamente a sufragar pero que fueron generosamente “asistidos”  por personas adeptas al régimen que se encargaron de votar por ellos. En pocas horas, mientras motorizados rojitos intimidaban a la gente en los alrededores de los centros de votación y ante la silenciosa complicidad de los miembros del Plan República, sumaron más de un millón de votos cuando el 80% de las mesas estaban ya cerradas. No hablemos -ni por favor tengamos la ingenuidad o el descaro de desmentir- de los votos comprados a cualquier precio y por cualquier medio, del pánico que en muchos despertó la dichosa captahuellas a la que había que someterse justo en el instante previo a la votación, o de las múltiples sospechas que despierta este mentado sistema automatizado que ninguna otra democracia seria se digna a aplicar pero del que nos quieren convencer de ufanarnos. Tampoco hay necesidad de ahondar en esa maquinaria obscena y cargada de billetes del Estado puesta al servicio del “candidato-presidente-comandante-dueño-autoproclamado-de-Venezuela”, una maquinaria que no se detuvo en ningún instante y cuyo funcionamiento también fue observado con beneplácito y mutismo cómplice por el organismo electoral.

Hace pocos días conversábamos con una pareja de queridos amigos quienes también –como casi todos- se quedaron mascullando la derrota y acabaron cargados con más incertidumbres que respuestas luego de los resultados del domingo: “¿Qué vamos a hacer?, ¿qué podemos hacer? Si uno fuera un golpista se enrolaría en las fuerzas armadas para fraguar una conspiración desde dentro; pero no lo somos. Si uno fuera un adeco o un comunista de los de la vieja guardia en los tiempos de la dictadura de Pérez Jiménez, se sumaría a la clandestinidad; pero no somos gente de armas ni queremos serlo. Así que nos resta exclusivamente ser demócratas y luchar con el único arma que tenemos: involucrarnos políticamente para apoyar a los nuestros y yendo a votar”. Que cada quien asuma su compromiso y su tarea, no queda otra, el tiempo de ser indiferente o apolítico ha quedado atrás. Demasiado atrás. Este juego es la final más importante que hemos jugado y aunque confiábamos ganarlo en buena lid nos toca encarar la prórroga y con el terreno inclinado. No nos estamos jugando la patria, como asegura la verborrea desquiciada de Chávez, literalmente nos estamos jugando la vida de nosotros y los nuestros. Saquen nada más la cuenta de los muertos que van en Venezuela desde que Chávez resultó reelecto e inmediatamente sabrán que lo de jugarse el pellejo no es una metáfora.

El 8 de octubre no fue un día feliz. No hablo sólo del ánimo de los opositores que perdimos la (in)justa electoral, me refiero a una sensación de duelo y confusión generalizada. No era, en lo absoluto, la fiesta que hubieran dado más de 8 millones de felices electores cuya opción resultó ganadora. No era, para nada, algo parecido a la fiesta que hubiéramos dado los otros 7 millones que perdimos de haber ganado. No se parecía ni siquiera a la fiesta que montaríamos (ojalá montemos) los venezolanos si llegamos a clasificar al mundial con la Vinotinto. No sé, será porque esta victoria se cocinó con el agua de Branco. O será porque aún somos más los Goycocheas (de bando y bando) que los Maradonas. En el fondo somos mayoría los que sabemos o intuimos que se trata de un triunfo con plomo en el ala.

Hace unos años Chávez sentenció, luego de perder en el proceso electoral de la enmienda constitucional (resultado que luego se las ingenió para trucar con sus malas mañas), que la victoria opositora era una “victoria de mierda”. Quizá la suya de este domingo 7 de octubre no fue de mierda, pero vaya que hiede y que la revolotean las moscas.

jueves, 4 de octubre de 2012

Instrucciones para sobrevivir en un proceso electoral venezolano (parte 2)



En el pasado capítulo (que es el mismo que éste, pero al ser extralargo lo picamos en dos) lo dejamos a usted desinflado en su sofá, echado frente al televisor, esperando a saber noticias de cómo iban las elecciones. Contando con el hecho de que usted lleva 12 horas despierto -y además han sido horas de trabajos voluntario-forzados-  sumado al hecho de que en la televisión no hacen otra cosa que retransmitir una y otra vez las imágenes de las largas colas para votar en Venezuela y en el resto del mundo: “esta ha sido una jornada histórica, una verdadera fiesta democrática en la que el pueblo venezolano ha demostrado al mundo su talante democrático…”, así como las imágenes (hasta cuándo) del momento en que votó esta mañana muy temprano el candidato tal (el mismo que usted ya conoce de sobra porque lo ha visto engordar durante 14 años de elecciones y menos mal que esta es la última vez porque ya su hinchada humanidad no cabe en el plano) y más tarde votó también su contrincante, el candidato cual (que menos mal que se acabó la campaña porque ese pobre hombre se ha mandado como 45 maratones seguidos en los últimos tres meses)… entonces usted cae fulminado, como si un dedo enorme le bajara los interruptores del cerebro.

Despertará con el televisor aún encendido y con las mismas imágenes siempre en loop que le darán la impresión de que no durmió ni cinco minutos; pero la luz que se cuela por la ventana le indicará que está cayendo ya la tarde y, en una medida directamente proporcional a la llegada de la noche, se está imponiendo una tensa calma que en algún momento amenazará con estallar como un hongo atómico si a alguien se le ocurre meterle un alfiler.

6.30 p.m. Se toma un café negro de esos que sólo sabe hacer su mamá, se despereza, se lava la cara y los dientes y se va a la calle a hablar con los vecinos a ver si con eso logra paliar la ansiedad.

6.45 p.m. El vecino que es su amigo -y prácticamente parte de la familia- lo invita a ver el conteo de los votos directamente en el centro de votación: “porque hay que estar pendientes, hay que cuidar todos y cada uno de los votos”. En el trayecto, haciendo alarde de sus dotes de gran conversador, su vecino le contagiará su euforia (sabiamente razonada, por demás) para convencerlo de que estamos ganando, que todo irá finalmente bien, que tiene datos de buena fuente que le manda no-sé-quién que está muy bien enchufado porque es amigo íntimo del candidato mengano y que le mandó un mensajito diciéndole que estamos ganamos aunque por escaso margen. En ese preciso momento usted nota con el rabillo del ojo que se acerca otro vecino, con el que usted sólo habla una o dos veces al año (precisamente los días de las elecciones) y a los pocos segundos de haberse integrado a la charla ya el recién llegado se encargó de desmontarles toda la contentura a su vecino y a usted. Que qué va, que él sí que tiene los datos que son y de las fuentes correctas, que esta vaina la perdimos de calle y que él tiene ya todo listo (lo tiene listo desde hace 20 elecciones pero ahora sí que va en serio) para irse para el carajo porque aquí “No future”, así en inglés.

7.00 p.m. Un absoluto desconocido, muy probablemente el gordo de vozarrón que lleva cosida al cerebro la gorra de los NY Yankees (a quien conocemos del capítulos anterior) ha estado rondando como un tigre al acecho y con la oreja parada, se suma entonces sin ser invitado a la conversación (porque los venezolanos somos así, nos sumamos a las charlas ajenas para soltar cosas como: “Eso que ustedes hablan no es tan así ¿Ustedes quieres que les diga una vaina? Pues que me enteré que ahora mismo está pasando tal cosa en no sé dónde y aquí lo que viene es PEO.”

7.30 p.m. Vuelto un trapo, “medibajo y cabitabundo”, decide regresarse a su casa. Usted les cuenta a su esposa y a su madre las malas nuevas. Ellas lo escucharán con cara de póquer y una vez haya acabado de soltar ese cúmulo de infestas tragedias criollas, le responderán con un simple: “¿Y tú te vas a creer todas esas barbaridades? Pareces pendejo”.  Punto. Fin de la conversación. Bien hecho.

8.00 p.m. Ha llegado la hora del carómetro. Porque los venezolanos, sobre todo en jornadas electorales, hemos desarrollado una especie de sexto sentido especializado en medir caras. Y en esa medición rostral que aplicamos a las personas que aparecen dando declaraciones en la tele somos además capaces de inferir cosas como: “la vaina está apretada”, “ganamos pero de vainita”, “perdimos (o ganamos) de calle”.

9.00 p.m. Su carómetro está empezando a fundirse, echa humo y chispazos. Ha cambiado, a ritmo esquizoide, unas 20 veces de opinión. Ganamos. No, perdimos. No, mentira, no sabemos. Bueno, sí sabemos pero no estamos claros. Coño, estamos claros en que no sabemos. Todos esos picos y valles se van alternando hasta el paroxismo y a veces ocurren incluso en simultáneo.

10.00 p.m. En vez de café le están trayendo ahora tazas y litros de infusiones de tilo, valeriana, pasiflora y flores de Bach. Su mujer ya no habla: reza. Usted masculla las groserías que se sabe más algunas nuevas que los nervios le ayudan a ensamblar. Debería anotarlas porque son especies de micropoemas escatológicos.

10.15 p.m. En la televisión -agotados de repetir una y otra vez las mismas cosas y las mismas imágenes y de hacer entrevistas punta roma a gente que no tiene absolutamente nada que decir- deciden entonces hacer un pase permanente para transmitir desde el Consejo Nacional Electoral en vivo y directo. El reportero encargado de cubrir el CNE luce un nudo de corbata lamentable, se le nota sudado y avejentado. Usted lo ha visto encanecer y quedarse progresivamente calvo a lo largo de los años (de las elecciones, perdón, que aquí el tiempo se mide en elecciones). Pero sobre todo hoy. Hoy ese pobre hombre ha perdido 5 años de vida en una sola jornada. El reportero no tiene nada que agregar porque realmente no está pasando nada. La noticia es que no hay noticias. En pocas palabras: que ahora mismo se está llevando a cabo el proceso de totalización en la sala de totalización y que lo que reina es una total incertidumbre y estamos todos vueltos un culo total.

10.30 p.m. La televisión se queda congelada en una toma en contrapicado de una baranda del CNE. Se espera que en cualquier momento salgan los rectores del CNE por detrás de esa baranda para dirigirse a la sala de prensa donde anunciarán los resultados. Pero nada que salen. Y no van a salir en un ratote.
Y en este punto, subconscientemente, los venezolanos entonces decidimos –sin siquiera sospecharlo- hacerle un homenaje a Empire, esa película de Andy Warhol de 8 horas de duración donde lo único que vemos es al Empire State de Nueva York durante una noche. Bueno, lo mismo, igualito, el mismo plano fijo donde no ocurre absolutamente nada pero esta vez en televisión y con el plano de una baranda del CNE. Los huesos de Warhol celebran en su tumba.

11.45 p.m. Su esposa ha caído rendida, en la calle no se escucha ni un alma, usted sigue hipnotizado frente al televisor mirando esa imagen fija de la baranda. Es la baranda más importante del mundo y la que más horas de transmisión tiene en el universo.

1.45 a.m. Ídem a la anterior.

2.15 a.m. Ídem a la anterior (pero usted tiene ahora 15 años más que hace 24 horas).

2.30 a.m. Finalmente el homenaje a Empire se ve interrumpido cuando salen los rectores del CNE de la sala de totalización y se encaminan hacia la sala de prensa para dar los resultados. La gente corre. Usted en ese momento tiene las manos sudadas, sufre de taquicardia combinada con arritmia, intenta despertar a su esposa pero el cerebro lo tiene desconectado del resto del cuerpo y no es capaz de articular palabra. Emite un gruñido como de gallo afónico y con eso logra despertarla. “¿Ya?, ¿qué pasó, quién ganó?”. Usted ni responde.

2.40 a.m. El futuro está encerrado literalmente en la pantalla. Aparecen sentados los rectores del CNE frente a un mesón lleno de micrófonos y en el centro de ellos se ubica Tibisay. Tibisay (con el perdón de todas las otras Tibisays de Venezuela y el resto del mundo) es la única Tibisay. Es como decir Ronaldo o Xavi o Raúl, puede haber millares en el planeta pero cuando uno se refiere a ellos se difumina la posibilidad de existencia de todos los demás. Bueno, es el momento de conocer a Tibisay. Y sobre todo de enfrentar el curiosísimo súperpoder del que goza Tibisay y que por lo visto no sirve para nada sino para producir estrés: Tibisay es capaz de convertir los números en palabras y las palabras en números. Y cuando uno la escucha jamás entiende absolutamente nada de lo que está diciendo, quizás, sobre todo, porque uno necesita entenderle en ese instante más que cualquier otra cosa en el mundo. Tibisay es capaz de decir en esos momentos cosas como: Hemos tenido una jornada electoral ejemplar con una asistencia a los centros de sufragio del ochenta y cuatro coma ciento treinta y siete porciento del padrón electoral, lo que significa unos diecisiete millones cuatrocientos veintidós mil ochocientos treinta y cuatro coma cincuenta y dos votantes y tres cuartos, y con una abstención del quince como veinticinco por ciento que significa un total de pájaro, aspirina, pañal, clorofila, ciclo butanol pero con error porcentual del más dos o menos dos porciento de los sufragantes que no votaron o que votaron a medias. Pausa para aplausos (nadie sabe por qué ni mucho menos qué es lo que aplaude). Tibisay se echa un trago de un líquido transparente que tiene en una copa junto al micrófono y que todos queremos pensar que es agua pero algunos aventuran que es vodka o ginebra o tequila blanco o anís. Y sigue con su extraño discurso: con una tendencia irreversible, después de haber sido escrutado el noventa y dos punto sesenta y ocho y piquito de los votos, donde el cuatro punto dieciocho provienen de los votantes que ejercieron su derecho en el extranjero y el restante noventa y tres punto noventa y dos pertenecen a especies no identificadas en la Tierra ni en Marte donde al parece hubo agua hace aproximadamente uno punto veinticinco millones de años fuertes…

Y en este momento ocurre una mentada de madre colectiva, a la madre de Tibisay, la pobre y a esas horas, donde el 100% de los venezolanos exclama: ¡El coño de tu madre, di ya quién ganó!

Tibisay se manda un nuevo trago de vodka, ginebra o quién sabe si agua, y finalmente dice, al final de esa catarata de números que nadie entiende mezclada con morcilla y chispas de chocolate, algo que medianamente se entiende: la opción ganadora es tal, la del candidato fulano.

3.00 a.m. Usted grita. De la felicidad o del desencanto, no sabemos. Lo que estamos seguros es que usted grita. Un grito que le brota desde las vísceras.

Ya es mañana y es otro día. Confiemos que uno mejor.

viernes, 28 de septiembre de 2012

Instrucciones para sobrevivir en un proceso electoral venezolano (Primera parte)



Los venezolanos –no sé, la verdad, si sea una razón para enorgullecerse o preocuparse- tenemos un PhD en materia electoral. Somos Doctores y Doctoras en lo que a elecciones se refiere. Se nos ha hecho normalísimo acudir a las urnas (a las que sirven para depositar los votos, me refiero; aunque a las otras también nos han estado enviando masivamente en estos 14 años) una o dos veces por semestre. Quizá sin estar conscientes de que en una de estas se nos va a aparecer Lawrence Fishburne (en su papel de Morfeo, el de Matrix, vestido de cuero negro y con lentes oscuros) y nos haga caer en cuenta: No, bróders y sisters, esto que llaman realidad no es normal: Welcome to the real world.

Pero como somos tan doctos en esta extraña materia de votar tantos años seguidos hasta dos y tres veces por año, es nuestra responsabilidad compartir con los votantes neófitos -del patio y del resto del mundo- nuestros aprendizajes como insignes y expertísimos votantes.

He aquí nuestras humildes instrucciones para sobrevivir a un proceso de votación venezolana sin naufragar en el intento:

5:00 a.m. Usted se levanta sin necesidad de que nadie lo despierte, con un ánimo explosivo comparable al de un maratonista que se dispone a lanzarse los 40 kilómetros y llegar entre los 10 primeros puestos. Si bien la emoción es buena, no se extralimite, este maratón va a ser de 80 km (y puede que hasta de 120). Dosifique sus fuerzas mire que las va a necesitar mucho más de lo que ahora en estas horas de la madrugada se puede imaginar.

5.30 a.m. Usted está ya parado en la fila de su centro de votación. Le pide entonces al pana que está ubicado atrás que le guarde el puesto porque, a pesar de que ha votado 30 veces en ese mismo centro de votación, uno nunca sabe si va a aparecer en la lista de votantes a quienes corresponde ejercer su derecho en esas mesas. El vértigo será idéntico siempre, como si fuera la primera vez, y en un punto, entre esa catarata de números de cédula malpegada con tirro a una cerca metálica, usted no se va a encontrar y va a temer que una mano peluda le ha cambiado su centro de votación a uno que queda en San Fernando de Atabapo. Al final, luego de largo minutos de ansiedad concentrada, usted se encuentra en la lista y con la emoción de quien ha metido un golazo desde la media cancha vuelve a la fila que ya tiene el doble del tamaño de cuando se marchó.

6:00 a.m. La fila para votar se ha transformado -en la misma medida en que se levanta el sol y comienza a calentar el día- en un bochinche criollo. Hay vendedores de café con leche, pastelitos andinos, empanadas de queso, cazón, carne mechada y dominó, también de ponquecitos y hasta una doña con cachapas. Y usted por un momento se olvida que está allí para votar sino que más bien está esperando con un poco de panas a que abran las puertas para entrar a un concierto. El factor bochinche es la constante que acaba caracterizando a toda concentración de 3 o más venezolanos.

7.00 a.m. La gente se pone nerviosa porque no han abierto el centro de votación. Los militares del Plan República, haciendo alarde de su infinita capacidad para no tener la más minúscula idea de cómo tratar con civiles sin necesidad de considerarlos un batallón, exigen que nadie se salga de la fila, que nadie hable en voz alta, y que recuerden toditos que ellos están facultados de arrestar a quien se salga de la línea. También se empeñan en dejar muy en claro que los civiles no están allí porque es su derecho y su voluntad, sino porque Ellos en la FANB (a los militares les encantan las mayúsculas y las siglas que no pegan ni con cola y que al ponerlas juntas suenan siempre a fármaco antidiarreico) están dispuestos, sólo por hoy, a permitir que la gentecita menor (es decir, los que no llevamos uniforme) ejerzan el voto.

8.30 a.m. Finalmente se abre el centro de votación. Se le da permiso a que entren los primeros 10 votantes de cada fila. A todos menos los de la fila 8 porque hay problemas con la máquina de votación. Todas las demás ya están activas. Y sí, no hace falta que se vuelva a buscar en la lista: usted siempre estará en la fila 8 y siempre le tocará esperar a solucionen lo de la máquina, a que venga un técnico del CNE a repararla o a cambiarla.

9.30 a.m. Todos los que llegaron a la misma hora que usted ya votaron, se están comiendo la segunda ronda de empanadas, ponqués y cafecitos con leche. Y el técnico enviado (en carrito por puesto) desde el CNE nada que llega

10.30. a.m. Ídem. a la anterior.

11.30 a.m. Ídem a las anteriores pero ahora a Usted le suenan las tripas.

12.00 m. Un sujeto con gorra que dice NYU o NYPD o NY Yankees o alguna vaina similar pero siempre relacionada con Nueva York (de esas gorras que están empotradas en la cabeza, o cosidas al cuero cabelludo, o acaso son ya la cabeza misma -como una extensión del cerebro-, quién sabe, la verdad es que nadie jamás ha visto a ese tipo sin la cachucha) empezará a hablar por celular a todo volumen justo en la pata de su oreja y repetirá a voces el mismo parlamento de siempre: “Coño de la madre, chico, cómo es esa vaina que no está votando nadie ni en Petare, ni en Santa Mónica, ni en San Agustín ni en Montalbán, que las colas son de puros viejos y que los jóvenes en esta mierda no quieren votar. Estamos jodidos”. Un círculo de curiosos hará una rueda de prensa improvisada alrededor del encachuchado y éste se inflará (aún más, porque su barriga ya era del tamaño de su ego) y se encargará de explicarles a todo vatio la verdad de absolutamente todo y por qué esta vaina no tiene, ni tendrá, arreglo ni futuro.

1:00 p.m. Sigue usted en la cola (puede que ya en cuclillas o simplemente echado como un costal de papas en el suelo) cuando en eso se aparece piadosamente su esposa o su madre (que ya votaron hace 5 horas) con una mandarina o un panqué Once-Once que usted se come con el desespero de un náufrago y al que si acaso alcanza a quitarle el envoltorio pero, en el caso de las mandarinas, nunca las semillas. Cuidado con esto, porque no será el primer caso que a la vuelta de 3 meses tendrá un retoño de arbolito de cítricos germinándole en el esófago o en el intestino.

2:00 p.m. Finalmente llega el técnico del CNE, el único con licencia para reparar la máquina de la mesa 8, y entonces dejan entrar a los primeros 10 votantes de la fila. Nunca le explicarán si la máquina estaba mala, si la arreglaron, si pusieron otra nueva o si era que a nadie se le había ocurrido apretar ese botoncito rojo que decía On. Pero a usted le toca esperar a la segunda tanda porque es el número 11 de la cola (para ahondar aún más en su desesperación y para el beneplácito infinito del soldado que custodia la temible fila de la mesa 8): “Cahallero, por favor, te dije que te detente, te dije ya”.

3:00 p.m. Mandan a pasar a 10 votantes más de la fila 8, entre quienes se incluye. Usted camina con paso acelerado hacia su mesa de votación (que siempre estará ubicada a una distancia promedio de 1 km de donde se forma la primera fila) pero en eso escucha el grito de un soldado que dice: “¡Álvarez Álvarez, revísame bien al de la chaqueta verde!” (sí, usted). Entonces un segundo soldado le saldrá al paso con su fusil a cuestas para hacerle una requisa exhaustiva a un costado mientras los otros nueve pasan de largo.

3:30 p.m. Finalmente está usted, cédula en mano, en la fila para someterse a la máquina captahuellas, luego se forma en la fila de la mesa 8. De los 9 votantes que le anteceden hay 4 que necesitan asistencia para votar. La cosa se pone lenta, le tiemblan las piernas, cuando por fin entrega la cédula y pone la huella dactilar en el acta ya se le olvidó cómo era que se votaba. Pasa detrás de la cortina, enfrenta a la máquina. Coño de la madre… ¿se seleccionaba el candidato y se presiona votar o era al revés?, ¿se puede votar ya o hay que esperar que le den el go?, ¿cuáles eran las opciones que se retiraron y si las marcas son voto nulo? Usted, vuelto un ocho, vota (o cree votar bien). Recoge el papelito que expide la máquina y se cerciora de no haberla cagado. Cree que no, pero no lo sabe. Dobla la boleta con los dedos hechos un majarete y le cuesta un mundo meter ese papel minúsculo en el agujero de la urna (algo pasa con la leyes de la física en esos instantes porque la cosa no entra fácil jamás).

3:40 p.m. Usted inserta el dedo meñique en los botecitos de tinta indeleble. Contento y sofocado se regresa a su casa. Hace un alto en el camino para tomarse la correspondiente foto del dedo manchado de violeta. La manda al facebook, al Twitter, cambia su foto de perfil y la sustituye por la del dedo.

4:00 p.m. Llega a su casa y se desploma frente al televisor. Ya votó. Satisfacción del deber cumplido. Ahora a esperar que se sepa algo hasta que den los resultados…

Esta historia va apenas por la mitad, y si bien ya se imagina lo que se le viene, porque lo ha vivido decenas de veces, nunca sabrá a ciencia cierta cuánto lo va a volver a sufrir.
Fin de la primera parte.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Entre padres e hijos



(Este relato se debe leer mientras se escucha “Mr. Somewhere” de This Mortal Coil)


Papá, de pronto, interrumpe la lectura. Se coloca el libro abierto en precario equilibrio sobre la amplia barriga, traga haciendo su característico ruido de saliva gruesa bajándole por el gaznate. Se queda absorto mirando a través de la ventana.

–Allá, hijo, en aquella estrella lejana que se ve al fondo, mucho más allá de la persiana, seguramente habrá un padre con su hijo. El padre estará leyéndole un cuento y de repente se quedarán viendo por su ventana, mirando hacia esta estrella lejana que ellos no saben que es la Tierra. Y entonces el padre seguro que le dirá a su hijo: Mira hijo, allá en esa estrellita que se ve al fondo, seguramente vivirán un padre con su hijo y el papá le estará leyendo un cuento, y de pronto se quedarán viendo más allá de la persiana hacia este planeta tan lejano para ellos y dirán “allá a lo mejor, en aquel planeta, viven un padre y un hijo que se estarán preguntando si habrá un padre y un hijo como ellos leyendo para luego quedarse viendo a las estrellas”.

Yo no respondí nada en aquel entonces. Pero a mis ocho años me pareció maravilloso aquel juego de papá. Se desarrollaba en mi mente una historia entera con los cuentos de la otra estrella. Una mejor, inclusive, que la del libro que me estaba leyendo el viejo.

Recuerdo toda esta escena y pienso en papá que murió hace tantos años mientras presiono con pereza el acelerador, avanzando por esta carretera nocturna y desierta, en dirección a casa; una casa vacía a la que hoy me da especial vértigo llegar. En eso el recuerdo se ve abruptamente interrumpido por una masa de luz que se desprende desde el horizonte oscuro y se me viene encima. Freno, soy presa del encandilamiento cuando aquella nave enorme de mil luces me aterriza justo enfrente para bloquearme el camino.

Una criatura alada pero de aspecto curiosamente familiar se baja de la nave, camina hacia el auto y una vez a mi lado golpea con gentileza la ventanilla. Bajo el cristal con la certeza de hallarme más sorprendido que asustado.

–Por fin te encuentro. He venido desde muy lejos y por fin doy contigo – dice el sujeto y  asoma su benévola sonrisa de dientes azules metálicos.

–Perdona, ¿nos conocemos? – pregunto.

–Sí, de alguna forma. Yo soy el hijo de aquel padre que en aquella estrella lejana se quedaban viendo por la ventana hacia este planeta y se preguntaban si habría aquí un padre y un hijo que estuvieran leyendo y de pronto interrumpieran la lectura para preguntarse si en aquella estrella lejana de allá, que no era otra que la Tierra, habría quizás un padre y un hijo que estuvieran haciendo exactamente lo mismo que ellos.

–Dios mío, esto tiene que ser una broma.

–No, no lo es. Se trata de algo muy serio. Mi padre está muy anciano y antes de morir me ha pedido que cumpla con su última voluntad, que además asegura es la misma de tu propio padre: que vengas a conocernos para que así puedas contar por fin nuestras historias de nuestros mundos. Te hemos estado esperando por mucho tiempo pero tú nada que te sientas a escribir.

Bajo del auto emocionado como si tuviera otra vez ocho años. Subo a la nave y despegamos. Me despido con un gesto de mano de la Tierra, ahora tan lejana, vista desde el espacio. Esta noche estaré escribiendo, por fin, el primero de los relatos de la otra estrella.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un libro escrito en ADN



Ayer tuve el gusto de escuchar, durante la sesión inaugural del simposio: El libro electrónico en español, las palabras del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. El colombiano, provisto de una modestia y una gracia que en lo personal no me parecieron en lo absoluto impostadas, abrió la conferencia confesando que estaba seguro de que se trataba de un error que lo hubieran llamado a él, precisamente a él, para dar las palabras de apertura del evento. A él que no tenía iPad ni Kindle ni cuenta en Facebook, él que era un hombre de otro tiempo, un tipo que –orgullosamente– venía del mundo de libro impreso en tinta sobre papel. Eso: un error o acaso un experimento (veamos cómo reacciona un sujeto canoso del pasado en un evento dedicado a la lectura, la escritura y la edición en los tiempos digitales).

Sin embargo, el colombiano sí que tenía algo por decir, algunas ideas muy bien pensadas y mejor estructuradas que no hablaban exactamente de las virtudes promisorias de los nuevos formatos tecnológicos para la lectura y la escritura. Y como la percepción –ya lo sabemos– es selectiva, yo me quedé con dos de esas ideas; un par de reflexiones fascinantes y perturbadoras que me gustaría compartir.

La primera bien se podría resumir en la siguiente premisa: Los libros electrónicos, hasta ahora, suelen padecer de un complejo de mezquindad. Una mezquindad que juega a dos bandas. Imitan al libro convencional pero desde un nuevo soporte tecnológico, se leen de una manera muy similar a como leemos un libro de papel pero ahora en pantalla y deslizando nuestros dedos sobre sus páginas para pasar de una a la otra. Y también, en consecuencia, son mezquinos con las capacidades y potencialidades de los nuevos adminículos electrónicos, pues esos libros digitales deberían ser mucho más que libros tradicionales atrapados en un cuerpo signado por el nuevo formato tecnológico.

La segunda reflexión, que se deriva de la primera, abordaría esos casos en los que el libro electrónico decide entonces parecerse más a una aplicación, a una herramienta interactiva donde no sólo se leen palabras sino que también escuchamos música, vemos videos, saltamos de un vínculo a otro –de muy diversas naturalezas–, nos salimos de la lectura y caemos en un mundo-juego donde físicamente nos desplazamos (“ahora leo tanto con las manos como con los ojos, necesito un ratón, o tocar o agitar el dispositivo para que ocurra la lectura” en palabras de Héctor Abad Faciolince). La pregunta es si a eso nuevo que se lee con las manos y haciendo uso de acciones físicas le aplica el término libro, e independientemente del adjetivo electrónico. Incluso, el escritor colombiano también cuestionaba que a esos nuevos actos de interacción se les pudiera circunscribir dentro del concepto de lectura; pues no sería ya una lectura como la que ofrece una gran novela en tinta y papel, en la que nos adentramos para atrincherarnos, para fugarnos del mundo, para viajar hacia el interior de eso que nos ofrece el libro mientras nos refugiamos en nuestra propia intimidad. Esta nueva lectura nos exigiría otro comportamiento como “lectores”, algo que se asemeja más a surfear por la red o a transitar a flote por la nube. La de ahora sería una “lectura” fragmentada y dispersa, como quien trabaja al mismo tiempo que redacta una entrada en su blog, actualiza el perfil del Facebook, comprime una idea en un tuit de 140 caracteres, revisa sus correos electrónicos, pone a reproducir un video en Youtube y cuelga o descarga una imagen en un portal.

¿Se le puede llamar a eso nuevo libro electrónico? Probablemente no, afirma el colombiano. Quizás sea hora de buscar un término más adecuado para esa otra cosa que se escribe distinto, se lee distinto y amerita un nuevo nombre que no tenga que ver ni con el libro ni con lo electrónico.

Tal vez, siguiendo las ideas de Héctor Abad Faciolince, el libro del futuro se parezca más a un curioso experimento que ahora mismo están llevando a cabo dos genetistas de la Universidad de Harvard, Massachusetts, los doctores George Church y Sriram Kosuri, quienes se han dado a la tarea de escribir un libro codificado en una molécula de ADN y a partir de la permutación de sus componentes: A (Adenina), C (Citocina), G (Guanina) y T (Timina). El ADN, vale la pena indicar, tiene una capacidad de almacenamiento de información que se calcula en exabytes (trillones de bytes). Un solo gramo de ADN puede empaquetar 455 exabytes, lo que significa que tiene una capacidad de almacenamiento que supera  en un millón de veces a los discos duros actuales. El futuro de la informática –ya lo habían advertido desde la ficción los cultores del cyberpunk– radica, pues, en la biología. Y, por si fuera poco, el ADN no se corrompe, por eso podemos sintetizarlo y reactivarlo a partir de un Mamut congelado. Lo que escribamos en ADN será conservado en óptimas condiciones dentro de cientos de miles de años.

Varias opciones barajaron Church y Kosuri para decidir cuál libro sería el primero en escribir en las bases de A, C, G y T. Casi se decantan por Historia de dos ciudades de Dickens, pero al final optaron por convertir al formato literario-orgánico las 54.000 palabras que componen el boceto del libro Regénesis: “Cómo la bilogía sintética va a reinventar la naturaleza y a nosotros mismos” cuya autoría corresponde al mismo Dr. George Church. Para el momento en que se escriben estas líneas, ya cuentan con el material orgánico debidamente sintetizado, ya está la obra transcrita al código binario de ceros y unos que puede leer cualquier computadora, ya está terminada también la codificación de la obra en el nuevo lenguaje del ADN, ahora sólo falta ordenar las “letras”, armar debidamente las ristras para que las palabras ocupen el orden que les corresponde en la cadena del ADN, exactamente igual a como ocurre en cualquier texto pero esta vez ensambladas armoniosamente en un cuerpo orgánico. La literatura convertida en cuerpo, la letra que respira.

En el caso de que el experimento de los científicos de Harvard sea exitoso –y además cuenten con el presupuesto para continuar con la investigación, cosa que la crisis mundial pone en duda– no sería descabellado aventurar que en el futuro habrá obras que literalmente se muevan y hablen por sí mismas. Obras fugadas de la prisión (sea de papel o electrónica) de los libros y físicamente corporeizadas en este mundo. El Quijote cambiará a su amada Dulcinea por la más seductora Madame Bovary (y volverá a perder la cabeza pero por otras razones, porque seguramente ella va a estar buenísima y será objeto de deseo de otros libros y de otros lectores). Los japoneses seguramente lanzarán a la calle a las criaturas de Kawabata y Murakami, los italianos a las de Calvino y Baricco, lo rusos a las de Tolstoi, los argentinos al bestiario entero de Borges, los mexicanos darán vida literalmente los poemas de Octavio Paz. Claro, el mundo se superpoblará entonces de ellos y nosotros, compartiremos el mismo espacio físico y ya no podremos –sería un crimen ahora más que nunca– dejarlos guardados en bibliotecas o discos duros. Ni siquiera en tubos de ensayo, matraces ni en cápsulas de Petri.

Wittgenstein aseguraba que no somos otra cosa que monstruos de palabras (sí, utilizaba el término monstruos). Y también decía que los seres humanos, al final, somos el relato que ha cristalizado en la memoria (sí, con esa metáfora química de la cristalización). De alguna manera, bajo esa luz, nada cambia realmente: la literatura orgánica escrita e inscrita en el ADN tiene miles de años entre nosotros. Siempre ha estado allí. Somos todos personajes de una novela orgánica que escribimos constantemente. Más allá de que a veces nos dejemos narrar en tercera persona.