jueves, 29 de abril de 2010

Motocracia


Las estadísticas aseguran que la ciudad con mayor cantidad de motos per cápita en el mundo es Roma. De segunda está Barcelona. Caracas no sale en ese top five y tampoco le hace falta, porque aquí lo que vale es la calidad de motorizado que nos gastamos, su impacto sobre el entorno, el poder transformador (y deformador) que tiene sobre todos los espacios en los que se asoma; no hacen falta estadísticas menores ni numeritos pendejos como para asegurar y decretar que, con distancia, en Caracas se ha instaurado la primera y más sólida motocracia del planeta.

La motocracia es un nuevo sistema autocrático que no aparece en los libros pero que de seguro será caldo de cultivo mañana para extensos tratados de antropología y politología. Por los momentos, los caraqueños nos hemos asumido como sus pioneros y abanderados; y –como en todo lo nuestro- vamos inventando y errando sobre la marcha en la práctica (que ya la teoría y los estudios vendrán después, si vienen). La motocracia es la dictadura de los motorizados y para los motorizados. Todos los demás miembros de la sociedad (los que andamos a pie, en auto o en silla de ruedas) somos una subraza atemorizada, aturdida y subyugada por la de los hombres-moto. El motorizado es la nueva frontera, el próximo eslabón de la cadena involutiva. El hombre nuevo fundido con su máquina.

Si tuviéramos que reescribir al Mundo Feliz de Aldous Huxley en la Caracas de hoy, los motorizados serían los hombres Alfa y todos los demás ciudadanos seríamos Epsilons (pero sin Soma, porque no hay, no se consigue, no se produce ni se importa, y cuando por fin la hay, no alcanza).

El motorizado criollo (ya le tenemos género y especie) no sólo ha encontrado eco y territorio fecundo para su proliferación en las calles de Caracas; sino que también el “pensamiento motorizado” se desliza sobre ruedas en prácticamente todos los campos de la contemporaneidad. Por lo visto, comportarse como un motorizado garantiza la adaptabilidad al medio y la supervivencia del más apto. Darwin los hubiera estudiado igualito que a los pinzones (por cierto, ambos caminan en dos patas cuando están en el suelo), pero hubiera comprobado exactamente lo contrario a su teoría sobre la evolución; porque en la teoría involutiva del perfecto motorizado criollo cada generación es peor y más primitiva que la de sus antecesores. Está tan difundido el patrón que hoy vemos con naturalidad que se comporte como un motorizado el ministro, el diputado, el empresario (del grosor y tamaño que le pongan), el que atiende en el kiosco, el cajero del banco, el mesonero, el intelectual, el periodista, el policía y el hampón. El presidente es el rey de los motorizados: habla como ellos, gesticula como ellos, piensa como ellos, está cargado del mismo ruido, del mismo humo, de las mismas ganas de entrarle en cayapa y a cascazo limpio al que insiste en no ser motorizado u osa expresarse en contra de ellos. Y además está convencido que eso es hacer su trabajo. Masivamente se hace música para motorizados y televisión para motorizados, quieren convertirnos en un pueblo homogeneizado de motorizados uniformados. Hasta que los niños que antes querían ser bomberos, astronautas, médicos, ahora miren a los lados y digan “cuando yo sea grande, yo quiero ser motorizado”.

La viveza criolla ha encontrado en la moto su gran metáfora, su instrumento de liberación y su apogeo. Es el vehículo que le da carta blanca al portador para meterse donde no se puede, saltarse toda norma o improvisar la que más convenga, acelerar, amedrentar, chirriar, asaltar. En fin, mutar hasta convertirse del todo en plaga y virus para así poder pisotear el más mínimo resquicio de humanidad que le quede a los otros.

Tenemos que alinearnos en la resistencia para evitar a toda costa que llegue ese día. El día en que en los libros de Historia se diserte largamente sobre las virtudes de la motocracia y sus pensadores sean elevados a alturas superiores a las de los santos, al tiempo que la humanidad entera se divide entre motócratas y antimotócratas (los motócratas serán los de rojo). Ese día nefasto en que las estatuas ecuestres de las plazas comenzarán a ser sustituidas por otras casi idénticas pero con nuevos héroes subidos en motos en vez de caballos; y abajo sus pedestales dirán en letras doradas: “fue bulda de lacra i semerendo mototaisi”.

jueves, 22 de abril de 2010

Los portadores del fuego


No sé si ya habrán visto ustedes esa bofetada hecha película llamada The Road, inspirada en el libro de Cormac McCarthy. No sabría decirles si la película es buena, tampoco si la recomendaría, simplemente les digo que les hará daño. Que se trata de una pesadilla postapocalíptica que lo tiene a uno durante dos horas al borde del asiento (también del abismo) y con el estómago vuelto una ciruela pasa.

La máxima de Thomas Hobbes: “el hombre es el lobo del hombre”, se pone a rodar en un mundo que no se nos explica qué lo llevo a ese estado, sólo sabemos que es espantoso, sin árboles, animales ni comida, que hace cada vez más frío e impera la ley de “El Gran Miedo”: el canibalismo. Y en medio de ese desastre, de la más gélida desesperanza, todo un monumento al horror monocromático y a la esterilidad, un padre y su hijo recorren la carretera en dirección al sur.

El padre (qué pedazo de actor que acabó siendo Viggo Mortensen) intenta inculcarle a su cachorro durante el trayecto todo un sistema moral que pareciera estar absolutamente divorciado del mundo que les ha tocado sobrevivir. “Nosotros somos los buenos, nosotros no comemos gente, nosotros somos los portadores del fuego”. Mientras tanto el mundo allá afuera es la clara evidencia de que Dios apagó las luces, cerró la puerta, puso el candado y botó la llave por una alcantarilla (no sea cosa que alguien entre, a esta hora, y con la casa tomada, diría Cortázar)

En la medida en que Viggo y su hijo recorren la carretera –y tú, como una mochila, colgando atrás- uno se va dando cuenta de que al papá la vida le ha ido poniendo la piel gruesa y que no se cree tanto lo que predica, porque en un mundo de lobos el que no es capaz de sacar los colmillos y actuar como macho alfa es comido crudo junto a toda su camada; el problema es que su pequeño, con la manita en el pecho, sí se cree entero el cuento del fuego.

No sé por qué será, la verdad, que a algunos nos fascina todo el asunto apocalíptico y distópico. A veces creo que es porque allí late una advertencia o una cura para que el mundo se salve y nunca llegue a semejante nivel de patetismo. Otras veces creo que es por catarsis, porque el idiota egoísta que a todos nos habita respira aliviado y dice: "nosotros estamos jodidos, pero los que vienen después van a estar peor". The Road es como una cabilla oxidada que remueve ese avispero.

No cometeré la aberración de contarles el final de la película. No lo haré, no sólo porque me parece asunto de mal gusto, sino porque quiero que la vean. Mentira, lo que quiero es que la sufran, igualito a como me la sufrí yo. Sólo les comentaré una escena donde alguien se cruza con el niño y el chico le pregunta: “¿Tú eres de los que come gente?”. “No”. “¿Llevan ustedes el fuego?”. “¿Qué fuego”. “El fuego…” (y se toca el pecho con los dedos mugrientos que le asoman del guante roto). “Hijo, creo que estás jodido de la cabeza”.

Cuando los créditos aparecen en pantalla uno se queda con un hueco en la barriga del tamaño de un agujero negro de esos que tragan soles y planetas. El vacío, la incertidumbre, la desesperanza. ¿Será que uno también porta el fuego? ¿Será que los malos están convencidos de que el fuego lo llevan ellos? ¿Tendrá algún sentido empeñarse en llevar el fuego?

Me pongo los audífonos para no pensar, para olvidarme de Hobbes, de la carretera, de los mundos que no valen la pena ser vividos; mejor me lleno de ruido y de música. Pongo el aparato en su función random para que él escoja por mí lo que vamos a escuchar. Cae en una canción que tengo veinte años que no oigo, reconozco la voz cavernosa, oscura y con aliento a tabaco del cantante de los Sisters Of Mercy (qué bien –pienso, convencido de que la carretera se ha quedado atrás- es descubrir que a uno todavía le gusta la misma música que a los 17; es una evidencia de congruencia, o de que uno realmente no cambia… o de inmadurez (ya debería estar oyendo boleros y música clásica, pero nada). Y en eso me doy cuenta de que estoy cantando a viva voz el coro: “Would you carry the torch for me?”
¿Llevarías la antorcha por mí? Imaginen eso, qué vértigo, esa pregunta es metafísica.

miércoles, 7 de abril de 2010

El país de los gritones


Mi viejo aseguraba que la educación de la gente se medía por el volumen con el que hablaban en la mesa. Pocas cosas había para él más deleznables e irritantes que una gente que se hablara a los gritos en un sitio público. Como si necesitaran demostrarles a todos los demás que se están divirtiendo el doble, que son mucho más ocurrentes y dignos de atención que todos los otros pendejos a una cuadra a la redonda. La despreciable raza de los gritones, de los que se ríen o se enfurecen y sueltan barbaridades por una boca que no sabe, o se niega, a regular la cantidad decibeles que escupe a grifo abierto.

Los venezolanos nos hemos convertido en una raza de gritones. Somos como unos monos araguatos que queremos aullar más duro y más lejos que los demás. Que necesitamos hacer ruido y que se la calen. Llenarlo todo de volumen, de estridencia, de basura sónica. Así como algunos animales levantan la pata para marcar el territorio, nosotros abrimos la boca para decir sandeces a todo vatio.

Por eso el venezolano le ha cogido gusto a saludarse de una acera a la otra para que todo el mundo sepa que los saludantes son amigazos y que les da una emoción descomunal encontrarse en medio de la calle. O le ha dado por comentar con la novia la película que están viendo en el cine con el mismo volumen y el mismo desparpajo como si se tratara de un DVD que miran echados desde el sofá de la sala. El venezolano le impone a todos los compañeros de vagón del metro, en la hora pico, la música infesta que sale disparada desde su celular. O pone a vibrar a todos los carros circundantes de la cola, porque mi repro suena durísimo, tengo unas cornetas que te cagas y mi música es más digna de escucharse que esa cosita que oyen ustedes. Te grita el hombre que vende el kino mientras esquiva a los motorizados que tocan corneta, aúllan e insultan a todo gañote. Te gritan los comerciales desde la televisión porque si no te hablan mientras te despeinan juran que eso que venden nadie lo compra. Grita el funcionario para que le hagan una sola cola, ordenadita y pegada de la pared, a pleno sol, porque de lo contrario no habrá viejito que cobre su jubilación. Grita el asaltante porque en ese alarido de “te dije que te detente” ya tiene la mitad del robo asegurada (la otra mitad se la garantiza la pistola que te pone en la cabeza). Grita el que está apurado, el que necesita que te quites, porque eso que él tiene que hacer es muchísimo más importante que cualquier cosa que vayas a hacer tú; se abre paso a los gritos y si a gritos no te mueve pues lo hará a codo limpio él. Grita el presidente, a pesar de los micrófonos, a pesar del séquito de chupamedias que sólo están esperando a que deje de gritar para ponerse a aplaudir. Grita el diputado en una asamblea desierta donde cuatro gatos dormitan, hablan por teléfono o rematan caballos; grita mucho porque sabe que nadie le escucha, a nadie le interesa. Grita sobre todo porque sabe que eso que dice no le interesa ni se lo cree ni él mismo. Grita el candidato –qué cosa horrible, quién los enseñará a gritar así- porque está seguro de que a mayor cantidad de decibeles, mayor será el número de votantes que irán por él. Gritan los padres y gritan sus niños. Grita el maestro para imponer su grito sobre el de sus alumnos. Grita el soldado, grita más el comandante. El que manda grita más duro, nadie grita más fuerte que la autoridad. En este país la autoridad se impone a grito limpio.

Grita el que no tiene nada, porque lo único que tiene es ése grito. Si grita fuerte, a lo mejor, su alarido se convierte en algo.

Tal vez siempre hemos sido un país de gritones. No es nada nuevo, sólo que por un tiempo simulamos haber ganado un ápice de educación que ya se nos olvidó. Dicen que cuando el coronel Bolívar se ofreció de buena gana a poner preso al Generalísimo Francisco de Miranda -cosa que más tarde lo llevaría a La Carraca, de donde nunca más volvería ni se encontraría jamás su cuerpo-, Miranda, indignado y desencantado, le soltó a sus captores su máxima: «Bochinche, bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche».

Sí, hace doscientos años ya éramos lo mismo.