miércoles, 16 de diciembre de 2009

Bermúdez, hasta otra.


Esta mañana me avisó mi mamá que había muerto mi padrino Manuel Bermúdez. Otro más que se va en diciembre que se empeña en ser el mes más triste.

No sé exactamente desde cuándo serían amigos mi papá y Bermúdez -ya se han ido los dos y nunca se los pregunté-, sólo sé que desde que tengo uso de conciencia ese señor era parte fundamental del Guta gutarrak (nosotros y los nuestros); que Bermúdez era un Urriola por adscripción, un hermano más del viejo al que mis hermanas con toda naturalidad llamaban “tío” y yo “padrino”. Siempre me ha parecido un gesto enorme que se nombre a un amigo padrino de un hijo, es una manera de decretar un lazo familiar que el destino y los genes no quisieron dar pero que la amistad y los años se han encargado de tejer.

Así que yo no puedo hablar de Manuel Bermúdez el semiólogo, el intelectual, el hombre culto que hacía malabares quirúrgicos con las palabras para desmenuzarlas en sus artículos de prensa o en las entrevistas que regularmente daba en televisión. De ese profesor Bermúdez sé poco o nada. Supe, y mucho (gracias a Dios y a mis viejos), del Bermúdez que reía mientras hablaba y hacía reír durante y después del cuento que echaba. Supe del llanero que vivió en Italia durante sus años de estudiante y que contaba, entre sorbos de whisky, de esas cosas que siempre nos causarán risa y fascinación: de los viajes a destinos que quizás nunca pisaremos pero que ya conocemos de boca de otros, de las metidas de pata, de las caídas en público, de los accidentes sublimes, de los atracones de comida que luego dan dolor de estómago en Moscú y uno sin saber ni papa de ruso, de cómo se puede mirar el mundo si te metes en los ojos de un muchacho apureño mientras caminas por Roma o Praga.

Los Bermúdez visitaban nuestra casa dos veces al año. Un sábado cerca de mi cumpleaños y otro cerca de navidad. En ambos casos mi padrino Manuel y su esposa Tarcila se presentaban con un regalo de una generosidad insólita. A veces la gente tan espléndida lo deja a uno un poco perturbado con sus gestos, una sensación que se parece al: “Qué habré hecho yo para merecer algo tan bueno”. Pero al rato a uno ya se le quita la vergüenza y la modestia y ya está sacando cuentas de qué aparato se va a comprar con esos billetes o por cuál pendiente se va a lanzar en ese triciclo en el que no dejarás subir a nadie. Pocas visitas fueron tan prolongadas, tan divertidas y tan memorables como esas dos que al año Manuel y su esposa Tarcila nos despachaban. Esos días se trasnochaba, papá y mi padrino se servían unos tragos de un amarillo impúdico, mamá y la tía Tarcila acompañaban con un vinito, se establecía un contrapunteo prodigioso de cuentos entre los compadres, cada uno más cómico y rocambolesco que el anterior, algunos repetidos del año pasado pero con la sazón que da lo sabrosamente añejado, otros nuevos que como ya estábamos más grandes pues ya se podían contar. Nos reíamos y comíamos hasta entrada la madrugada. O, literalmente, hasta caer fulminados.

Hace quince diciembres, cuando murió papá, mi padrino se fue a la casa antes del amanecer, llegó justo antes de que se llevaran su cuerpo. Cuando vimos a los paramédicos sacarlo por el pasillo, Bermúdez, de pie a mi lado, lloraba como sólo lloran los amigos de verdad, como sólo se puede en esos momentos en que los hombres se quitan toda máscara e investidura para volver a ser niños.

Hace pocos meses me encontré con mi padrino en una charla que daría en el Banco del Libro sobre el deterioro de la palabra en los tiempos que corren. Me di cuenta de una diferencia notable entre el Bermúdez de pelo negro y activista de izquierda que titubeaba cuando yo le pedía la bendición de niño y el Bermúdez canoso que apenas me veía -sin importar que hubiera unos metros largos de distancia- gritaba a todo vatio: “¡Coño, Dios me lo bendiga a mi ahijado!”.

Nos abrazamos y nos reímos, como siempre que nos encontrábamos, creo que para mi padrino yo era una especie de recipiente donde con toda naturalidad se había transvasado la amistad entera que tenía con mi padre. Yo era el primer agradecido con esa prolongación y me ponía como un carajito hipertrofiado de orgullo: “Este caballero es mi padrino y además es mi pana de la vida”.

Esa tarde, durante su ponencia, Bermúdez habló como sólo él sabía hacerlo; luego de una introducción que destapó carcajadas dio una vuelta larguísima y extrañísima llena de palabras superesdrújulas cuyo significado desconozco del todo y a las que, por lo visto, hacen falta todos los músculos de la cara para poder pronunciar. El cierre fue magistral, una cosa de una simpleza adorable donde se llegaba a destino con una sonrisa y con un poco de envidia. Me fui a casa pensando en ese don que tenía Bermúdez para echar sus cuentos, una trampa que te fascinaba, te dejaba cautivo, te perdía entre sus chasquidos de lengua, cambios de ritmo y muecas; un discurso en el que por momentos sentías que estabas entendiendo pero entendías mal y luego pensabas que estabas redomadamente perdido pero justo allí era cuando entendías todo y al final aquello cerraba llana y elegantemente. Me recordó un montón a mi padre; a veces entre los amigos cercanos, además de las expresiones y los gestos, incluso las mañas para echar los cuentos se pegan.

Me niego a recordar con tristeza al padrino Bermúdez. Utilizaré mi derecho a recordarlo contento. Para mí su solo nombre, su silueta y su olor son -y serán siempre- sinónimos de risa, de buen rato, de grata compañía y mejor charla. Me imagino a Manuel transitando el túnel en cuyo fondo le espera su comité de recepción particular, abrirá mucho los ojos, moverá el bigote mil veces, hará muecas con la boca antes de gritar: “¡Coño, compadre, pero usted está mejor ahora que hace veinte años, no joda!”.

Esta noche los amigos brindan y charlan como nunca y como siempre. Harán falta muchas madrugadas juntas para ponerse al día. Salud.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Raël: el profeta del espacio



A ver, ¿quién entre nosotros merecerá la vida eterna?
El tipo hace mucho se llamaba Claude Vorilhon, nació en Francia en 1945 pero lo importante, según él, es la fecha en la que fue concebido: el 24 de diciembre de 1944, en plena nochebuena. Hoy día ya nadie se acuerda de su nombre cristiano, y la verdad es que poco importa, ahora se le conoce como Raël –“El mensajero de los Elohim”- autoproclamado el último de los profetas, el Guía de Guías, encargado de liderar a un selecto grupo de escogidos que serán clonados por los extraterrestres y así alcanzarán la vida eterna.

Antes de ser el máximo líder del Movimiento Raeliano Internacional, el pana Claude fue cantautor de mediano éxito, colocó dos discos en el mercado, incluso logró colarse entre las 10 principales en las carteleras francesas -bajo el seudónimo de Claude Celler- con su pieza: “La miel y la canela” (dicen que hoy día, cuando está eufórico, complace a sus enardecidos feligreses y se las canta guitarra en mano). Más tarde decidió dejar las tarimas porque, aunque intuía que su misión era ser adorado por las masas, en el fondo sabía que no sería como músico. La emprendió entonces con su máxima afición: los autos de carrera. Fue corredor de pruebas y montó una revista especializada que también alcanzó cierta fama durante sus tres años de publicación. Su carrera de corredor-editor se vio interrumpida por un accidente donde salió vivo de milagro pero con diez huesos rotos. No perdió la vida pero sí las ganas de seguir conduciendo autos de carrera y escribiendo sobre ellos. Y cuando el hombre estaba más perdido -meditabundo y cabizbajo en un viaje por Auvernia en 1973-, paseando por el cráter del volcán Puy-de-Lessolas, se ha encontrado con un platillo volador del que bajó un Eloha recién llegado del espacio exterior. A partir de ese momento ya nada volvería a ser igual.

El mensaje que dictó el extraterrestre durante seis días continuos a Räel es la esencia de su primera obra como profeta: “El libro que dice la verdad” (se puede descargar gratis de la página http://www.rael.org/). Básicamente, el Eloha encomienda a Räel la misión de difundir por todos los medios la buena nueva: los seres humanos somos producto de un experimento de clonación que realizaron los Elohim (cuya mala traducción del hebreo es “los dioses”) hace 25 mil años en la Tierra. Es decir, no somos otra cosa que clones hechos a imagen y semejanza de unos extraterrestres que nos llevan 25 mil años de adelantos científicos. Yahvé –nombre con el que, por cierto, se identificó el “Eloha” recién aterrizado- explicó al profeta que su verdadera misión no era ser estrella del pop ni corredor de autos de carrera ni editor de revistas destinadas a la cesta de las barberías, sino fundar una nueva religión, la religión de las religiones, una que no tuviera asiento sobre el misticismo sino sobre la ciencia.

Aquellos que no crean en el mensaje del profeta están condenados y serán destruidos por los Elohim (aún no deciden si hacerlo con nuestras propias armas nucleares o por medio de telepatía o tal vez por medio de armamento traído del espacio, pero de que nos van a pulverizar lo harán, eso anótenlo). Los que acaten el mensaje de Raël -y contribuyan con una módica suma con la construcción de la embajada para acoger a los Elohim a su regreso a la Tierra en el año 2025- tendrán derecho a la clonación. Y después de tres clonaciones, dado el caso en el que el neohumano demuestre merecerlo, se decidirá en el consejo de los sabios eternos si tiene derecho a una cuarta y definitiva clonación que le garantizará la vida eterna.

Yahvé, que recordemos que así se llama el ET particular de Râel, incluso le diseñó al profeta en un papelito la embajada a construir en Israel -obviamente, no podía ser en otro lugar-; la embajada para los Elohim está diseñada con piscina amplia (que a la gente aunque venga del espacio le encanta una piscina y un jacuzzi), sala de conferencias para 21 personas, comedor para 21 comensales y 7 habitaciones (que nos imaginamos que les gustan los tríos para que la matemática dé). La vigilancia será privada y en una zona donde no puedan ser rastreados por el radar militar. La terraza en la parte superior de la residencia debe tener capacidad para una nave espacial de 12 metros de diámetro y debe haber una puerta que comunique directamente con las habitaciones de los Elohim. Los humanos deben permanecer en otras áreas de la casa para controlar la asepsia (porque como somos mortales damos un poco de asco). Räel tiene permiso para residir en la embajada junto con su esposa e hijos. Quien contribuya con la construcción de la residencia será recompensado, así que Räel tiene que llevar un control estricto de todos los contribuyentes, por mínima que sea la colaboración. Por supuesto que mientras más se contribuya, en frecuencia y en cantidad, más cerca se le arrima uno a la vida eterna.

Los nuevos mandamientos que el Guía de Guías difunde por toda la humanidad son: contribuir con una centésima parte de tus ingresos anuales en la religión de los raelianos, tener contacto físico al menos una vez en la vida con el profeta, invitar a tu mesa por lo menos una vez al año al guía regional de los raelianos, difundir el mensaje de los raelianos en cada oportunidad que se te presente, tener fe en que los Elohim son los creadores de la humanidad y repetirlo como un mantra al menos una vez al día.

Una vez la embajada esté lista, Raël debe convocar a los líderes de las 7 naciones más poderosas del mundo para que se sirvan a pasar por la embajada y se pongan todos de acuerdo. Para ese entonces debe haberse instaurado a nivel mundial un nuevo sistema de gobierno: la geniocracia (que es lo mismo que un fascismo intelectual pero con un nombre más bonito); también se debe enseñar obligatoriamente en las escuelas del mundo un idioma universal que no sea el inglés ni ningún otro que se hable en nación alguna, se sugiere que sea una lengua mestiza resultado de todas las lenguas que se hablan en el planeta. Los Elohim, y esto lo jura Räel, están contentos con el rumbo que está tomando Francia y confían en que será el primer país en instaurar todos los cambios necesarios, como ya lo están haciendo “al liderar las tendencias del resto de Europa”. Eso explica porqué escogieron como último profeta a un mediocre corredor francés y no a Kimi Raikkonnen en Finlandia (que tenía mucha más pinta de tipo que viene del futuro).

Sin embargo, para los judíos hay un destino especial, pues los hebreos son descendientes directos de los Elohim. Es decir, son los primeros clones. Lo que pasa es que actualmente están castigados por varias razones, una de ellas es por no haber reconocido al último de los profetas enviado por los Elohim hace dos mil y pico de años; un tal Jesús, hijo de un carpintero.

La noche del 7 de octubre de 1975 ocurrió el segundo y decisivo encuentro con los extraterrestres. Raël se despierta en su casa luego de un sueño intranquilo, presa de la ansiedad sale a caminar en medio de la noche por su ciudad, de improviso, a la vuelta de la esquina, lo espera el mismo Eloah de hace dos años. Pero esta vez Yahvé no le tiene un dictado (menos mal, porque otros seis días de dictado ininterrumpido no se los cala ni un profeta), esta vez le tiene una sorpresa aún mayor. Raël ha estado haciendo muy bien su trabajo y los Elohim están satisfechos, así que es hora de avanzar un paso más en el plan diseñado por los creadores celestiales para la humanidad. “Los extraterrestres me han llevado a su planeta” es el título del segundo libro del mesías francés.

Y eso exactamente fue lo que pasó, Yahvé lo subió a una nave espacial que en pocos segundos lo llevó hasta una segunda nave nodriza, allí conoció a unos cuantos Elohim más, miembros todos del sabio consejo de los eternos. Le explicaron detalladamente cómo se puede extirpar una porción minúscula del hipocampo de un individuo que se halla en el tope de sus condiciones físicas y cognitivas y a partir de esas células se produce la clonación de un individuo idéntico al original no sólo genéticamente, sino también en su personalidad y en su memoria. El neohumano nace sin necesidad de pasar por los prescindibles procesos embrionarios ni de atravesar por las molestas infancia o pubertad, directamente sale de la máquina como un adulto que ya tiene la mismas características de su antecesor.

La vida eterna está en la clonación, pero en ese saco no cabemos todos, hay que controlar la superpoblación de la Tierra, hay que seleccionar a los genios, es decir, a los inteligentes que sepan dominar su agresividad y que sepan colaborar con el mensaje que nuestros creadores están enviando por medio del Guía de Guías.

Se hace tarde ya, la clase sobre clonación e inmortalidad ha estado intensiva, es hora de prepararse para la cena. “Hoy comeremos fuera” dice Yahvé al profeta, así que de nuevo se suben a la nave espacial y emprenden rumbo al planeta de los Elohim. Pocos segundos después han llegado a casa –los creadores aseguran viajar a una velocidad equivalente a 7 veces la de la luz, dice Räel-, le entregan una túnica ligera, casi transparente, y lo sientan en una mesa donde le toca justo enfrente de un Eloah “hermoso, barbudo, con una mirada encantadora”; Yahvé, le presenta al resto de los comensales: el barbudo es Jesucristo –le lograron extraer las células para clonarlo justo minutos antes de su crucifixión-, a su derecha está Elías, y a su izquierda Moisés, en la cabecera de la mesa está un tal Buda y a su lado, el que tiene pinta de árabe, se llama Mahoma. Se trata de una cena entre profetas que sólo podía estar completa con Räel. Todos ellos fueron malinterpretados en su tiempo por una humanidad demasiado primitiva, demasiado tonta como para interpretar el mensaje de salvación que traían. Claude Raël es la última oportunidad, quien crea en él vivirá para siempre. Lo único que hay que hacer es creerse este cuentote y pagar.

Los antiguos profetas están dedicados actualmente a hacer cine, música, a la poesía, a las artes plásticas. O a no hacer nada si así lo desean. Jesucristo, por ejemplo -dice Räel- se está tomando un descanso justo ahora, así que está dedicado a la agricultura y a la contemplación.
Al terminar la cena Claude es llevado hasta una máquina de clonación donde quieren probarle algo. Le hacen una punción indolora en la frente y le extraen unas células al tiempo que le piden una foto de su fallecida madre. Raël se saca la foto (mejor ni imaginarse de dónde porque recordemos que venía casi desnudo), entrega la foto que es introducida en la máquina junto con las células extirpadas de su cabeza. Y en pocos segundos, por el orificio de salida, aparece la mamá.

Luego continúa el tour y le preguntan si desea compañía femenina para pasar la noche. Le muestran a una belleza asiática, otra negra, una rubia, una pelirroja, una morena, una arábiga. Raël duda con cuál quedarse, así que decide echarle pierna a las seis. “He pasado la noche más deliciosa y alocada de mi vida”, confiesa el profeta. Al día siguiente, agotado pero feliz, regresa a la Tierra. Cosa curiosa, a la madre clonada no la vuelve a mencionar jamás.

Al parecer no ha habido más encuentros con los Elohim en los últimos 30 años. Por ahora Raël se dedica a la “Meditación sensual” y a abonar el terreno para la llegada de los creadores que vienen del cielo (explica que por eso la oración del Padre Nuestro reza: “padre nuestro que estás en los cielos”). La embajada deberá estar lista para el 2025, quedan apenas 15 años, pero hasta ahora el gobierno israelí se ha mostrado más que desconfiado con el Guía de Guías, así que están a punto de descartar la sede para optar por otras, quizás en Lanzarote en California o Quebec.

Por ahora, a sus sesenta y tantos, el profeta se mantiene en excelente forma. Se hace rodear por doce hermosísimas damiselas a las que llama “sus ángeles”. Visten túnicas vaporosas muy cortas, de manera que siempre muestran la redondez de sus senos y glúteos; se distinguen por un cordón de oro que llevan en el cuello. Los raelianos son muy permisivos con el sexo, incluso están acusados de organizar monumentales orgías en sus encuentros; pero las angelitas son intocables, con ellas nadie se mete. Están destinadas a servir con mística y sumisión a los Elohim cuando vengan de nuevo, y mientras eso no ocurra el mismo Raël se encarga de mantenerlas consentidas y entrenadas.

En el Movimiento Raeliano Internacional la segunda al mando es una mujer, Brigitte Boisselier, una eminente químico con doctorado en neurofisiología. Ella, además, es la presidenta de Clonaid, la polémica compañía que se adjudicó en el 2002 el nacimiento de Eva, la primera niña clonada. Nadie ha visto a Eva, nadie tiene pruebas de que la Dra. Boisselier tenga la razón, pero en varios países del mundo están buscando la manera de ponerla tras las rejas. Clonaid fue fundada en 1997 por el propio Claude Raël quien la decretó como la primera compañía de clonación humana en el mundo. En el 2000, vista la mala receptividad que tuvo entre los medios tal noticia, Raël (a quien lo que diga la prensa le preocupa bastante) dimitió para entregar el mando de Clonaid a su subalterna. Se rumora que la madre de Eva, una hermosa mujer de 33 años llamada Marina –quien por cierto es una de las 12 angelitas- es la hija de la Dra Brigitte Boisselier.


Más allá de sus nexos con Clonaid, los raelianos tienen también un parque temático en las cercanías de Montreal: UFOLand. Los fondos que se reúnen en el parque sirven para la manutención de los líderes del movimiento y para financiar la construcción de la embajada de los Elohim en la Tierra. Las autoridades canadienses han sido la primeras en dar estatus de “religión” al antiguo MADECH (Movimiento para la Acogida De los Elohims Creadores de la Humanidad) que luego cambiaría su nombre -previa aprobación solicitada por Raël a los Elohim, claro está- por Movimiento Raeliano Internacional. Hoy día se calcula que hay unos 100 mil raelianos en el mundo.

Ya lo saben, si no se quieren creer el cuento de que el mundo se acaba en el 2012, aquí tienen otra opción.

martes, 1 de diciembre de 2009

Khonnor, ya no hace tanto frío en Vermont


Hace unos años escribí en este espacio sobre el chamo Khonnor, ese niñito de Vermont que a los 17 años se sacó un disco de las vísceras y los huesos al que tituló Handwriting. Lo hizo él solo, en su habitación de casita suburbana de Vermont y, fiel al nombre con el que lo bautizó, lo hizo a mano limpia, con apenas una guitarra, una vieja computadora y un micrófono que precisamente por no sonar bien le dio el justo sonido a eso que necesitaba sacarse del estómago. Escribió, con toda honestidad y toda torpeza, sobre el amor y la muerte, exactamente lo mismo de lo que al final escribimos todos los hombres en todos los tiempos.

Era inevitable escuchar aquella gema extraña del chamo Khonnor sin pensar en su predecesor, el infante terrible Arthur Rimbaud. En que la genialidad cuando ataca tan joven es tan sublime como despiadada. Y que siempre, aunque el cuerpo siga vivo, acaba convirtiéndose en una metáfora de suicidio. Nada más tenía que decirle al mundo el joven poeta a sus 19 años, ya todo lo que había venido a decirnos estaba dicho, y por eso abandonó la poesía y se fue al África a traficar armas. No era descabellado pensar que algo similar ocurriría con el joven músico maldito de Vermont.

Pero Khonnor no renunció. Los Rimbaud modernos se meten en talleres de poesía para que alguien con lentes y bigote les enseñe a escribir bien y a ganar concursos de poesía. Khonor se domesticó el talento, se sometió a un lavado y engrase con extra de pulitura, se hizo famoso y vendió discos; se compró computadoras de verdad y micrófonos de verdad y se cansó de ir al Sonar de Barcelona -de día y de noche- para que las masas de conocedores le rindieran pleitesía. Y en el 2008, en un estudio nada casero y con el Big Money de por medio, grabó otro disco al que llamó Softbo EP. Que no está mal, es un disco correcto, es la obra un poco más madura de un hombre más maduro que ya ha sido curtido por la vida.

El Khonnor de 22 -eso lo enseña la experiencia- ha aprendido a no hablar de él, sino de sus influencias. Tiene otra máscara (que siempre las usó, pero ahora es otra distinta). Ya no suena como Khonnor sino que suena a esos grandes músicos de culto a los que escucha Khonnor, a los que imita, a los que se ufana en homenajear o superar. Ha aprendido el muchacho a alisarse las arrugas de la camisa y a metérsela por dentro del pantalón. Ya sabe la diferencia exacta entre salir a la calle sin peinarse y lo que es llevar un corte que simula, pelo por pelo, estar meticulosamente despeinado.

Nunca sabremos qué habrá pasado con Megan, aquella noviecita de la adolescencia a quien Khonnor le regalaba una canción desgarrada (Megan Present) hace cinco años. Quién sabe si a la tal Megan le habrá parecido demasiado intenso y demasiado freak –tanto el regalo como el personaje- y eso mismo ayudó a acelerar la maduración del joven artista y la metamorfosis de su máscara. Lo que sí sabemos es que ahora el tipo prefiere componerle canciones a las Kite Tits, quizás porque los senos de Kite deben ser el premio que Megan no le quiso dar.

No acabó Khonnor traficando drogas ni armas ni en la trata de blancas. No sufrió ese arrebato que le impulsara a retirarse del arte ni de la vida para meterle a la existencia tamaño golpe de timón. Le cicatrizaron las heridas y se dio cuenta, con los roces que le fueron poniendo la piel gruesa y con los años que lo curaron todo al tiempo que lo arruinaron todo, que con la adultez las cosas suelen ir perdiendo su peso y se van haciendo menos graves. Y que la idiotez funciona como un mecanismo de defensa si se quiere sobrevivir en esta tierra.

No se fue al África el chamo Khonnor, se quedó en Vermont donde -diga lo que diga el termómetro- ya no hace tanto frío. Ya no duelen los huesos ni sirve ese dolor medular para hacer música. Qué bueno para él. Qué triste por nosotros.