lunes, 25 de mayo de 2015

Presentación Cuentos a patadas.


Cuando yo era niño jugaba mundiales de fútbol enteros yo solo. Sí, el fútbol que es un deporte colectivo, un juego de equipo, yo me encargaba de comprimirlo en una sola persona y en un trocito minúsculo de jardín. En mí se concentraban todas las selecciones nacionales con sus respectivos 11 titulares. Todas las tardes en el jardín de nuestra casita familiar de La Boyera, tenía a lugar un mundial de fútbol, que se jugaba incluso con aguacero, terreno enlodado o exceso de tareas. No importaba. Nada estaba por encima de mi compromiso con el fútbol.

Compadezco y agradezco tanto a mi pobre familia a la que sometí sistemáticamente durante todas las tardes de mi infancia al golpeteo incesante de la pelota contra la pared. Aquello que mi padre bautizó con la extraña onomatopeya del “tuquiti tuquiti”. Papá intentando escribir sus novelas y tratando de armar sus proyectos de escritura. Mamá intentando preparar sus clases de biología y de pasar en limpio las notas de sus alumnos del liceo. Mis hermanas tratando de estudiar o de hablar por teléfono con el novio (el mismo que hoy es su esposo y el padre de mis tres sobrinos), y de fondo, como paisaje sonoro ineludible y constante de todo eso: el tuquiti tuquiti. Hasta que papá salía enfurecido al jardín y me gritaba hasta despeinarme  con la única cosa capaz de detener un mundial de fútbol particular, su grito de: “chico, ya basta, tú y tu bendito tuquiti tuquiti de la pelota contra la pared”.

Ah, porque además de mí jugaban esos mundiales la pared –la responsable de enviarme de rebote todos los pases que yo mismo me hacía– y un guayabo-portero que fue el grandísimo compañero de juegos de mi infancia. El guayabo, por favor no me llamen loco ni tampoco lo adjudiquen a la prolífera imaginación de los niños, era mejor arquero, lo puedo jurar, que Manuel Neuer.  Que Buffon. Que Casillas. Era un monstruo de portero. El tipo paraba de todo. Los mejores chutes de mi vida, las mejores boleas, las únicas chilenas que me salieron bien en mi carrera de futbolista, acabaron estrellándose contra el tronco o las ramas de ese guayabo. Jugué tanto con ese guayabo y tuve que practicar tantísimo para meterle los goles que luego, cuando llegaba a las prácticas del equipo de fútbol del colegio, tenía la titularidad asegurada. Creí ser bueno, creí tener madera de futbolista, tuve un par de tardes gloriosas en las que anoté varios goles e hice un trío de pases de ensueño. La gloria, ya lo sabemos, es efímera, mientras que la vida entera se reduce a un intento tras otro por tratar de hacerlo bien.

El asunto es que, al llegar a la universidad, recibí una lección de humildad: no era tan buen futbolista como me pensaba. Ni lejanamente. Aquel campo de fútbol que ahora se abría enorme ante mí, y en el que no era más que un perfecto extraño, estaba repleto de futbolistas que me llevaban larga distancia en condiciones físicas y calidad técnica. Gente que venía del interior del país, de barrios de Caracas, de liceos cuyo nombre ni sospechaba, de otros colegios. Esa gente sí que jugaba de verdad. Así que tempranamente tuve que asumir mis limitaciones y colgar los botines. No, mentira, no del todo, porque fue también en ese tiempo cuando decidí escribir mis primeros cuentos de fútbol, que escribirlo es otra manera de jugarlo.  Y desde entonces no dejé de escribir sobre esta grandísima pasión, esta enorme metáfora de la vida convertida en balones, patadas, dribles, cabezazos, picardías y jugadas de laboratorio. Este juego tan sencillo y tan complejo que es el fútbol. Tan básico pero tan profundo. Yo también he de decir aquello que decía el gran Albert Camus, quien por cierto fuera portero insigne de su equipo universitario mucho antes de ganarse el Nobel de Literatura: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.

Confesaré algo, a pesar de haber pensado, aprendido y escrito un montón a lo largo de años gracias al fútbol, nunca antes que tuve que sudar y reeducarme tantísimo para hacerlo como con este libro de Cuentos a patadas. Yo tenía mis historias, mis ganas, mis anécdotas, mi pluma; pero no sospechaba aún que aquello necesitaba de mis directoras técnicas, ese par de espléndidas y talentosas editoras de Ekaré, María Francisca Mayobre y Araya Goitia, quienes –en buena hora se convirtieron en mi versión personal de Pep Guardiola. Cuentos a patadas es el producto de un trabajo en equipo, un plan orquestado armoniosamente durante meses, no se trata de un jugador que va solo haciendo malabares e intentando meter golazos por su cuenta, qué va, esto es esfuerzo, esto es entrenamiento, es disciplina y autocorrección, es, en fin,el producto de buscar la manera de hacerlo bonito y hacerlo bien entre todos los involucrados que asumiernn el libro como una apuesta colectiva.

No podía ser de otra manera, Cuentos patadas no se merecía ser una jugada solitaria de un único jugador que se lanza a driblarse el mundo entero para meter un golazo a solas. Cuentos patadas necesitaba y merecía ese juego en equipo donde estaba yo como autor hombro a hombro con Lucas García como ilustrador, donde Ana Palmero diseñaba las jugadas como buena directora de arte, donde estaban María Francisca y Araya como directoras técnicas junto con la asistencia cercana de Pablo Larraguibel, y también con nuestros lectores estrella y compañeros de equipo Fernando y Rodrigo Lecuna (los hijos de la editora) así como las sugerencias y la complicidad de mi primera lectora, la persona a la que más caso le hago en el mundo y en cuyo criterio más confío: mi esposa Marie Claire, que se ha aguantado todas las miles horas de fútbol sumadas a las centenares de horas de escritura.  Mi Claire que, como si fuera poco, carga ahora mismo un baloncito en el vientre, una personita en gestación que será mi compañera de juegos y aficiones. Y que no aguanto el momento de verla patear su primer balón y de oírla gritar su primer gol. Da alivio saber que la Vinotinto, nuestra querida Vinotitnno, modelo por excelencia de entereza, temple y reciliencia tendrá siempre fanaticada de relevo.

Quisiera finalizar con un par de anécdotas que me ha traído Cuentos a patadas y que quisiera compartir. La primera es que mi compadre Alfredo Meza, hermano de los que regala la vida y grandísimo compañero de aventuras y desventuras futboleras, me escribió para decirme que Mariano Meza, mi ahijado, había leído Cuentos a patadas durante el fin de semana y el lunes se lo había llevado a la escuela para compartirlo con sus amiguitos y repartirse entre todos a los personajes del libro. La otra anécdota me la contó mi editora Pancha, su chamo Rodrigo se leyó de una sentada Cuentos a patadas y al terminar le dijo: mamá pásame otro libro.

Así que este humilde libro ha servido para que den ganas de compartirlo y para que den ganas de seguir leyendo otras coas. No puedo imaginar un gesto tan positivo, un espaldarazo más sólido y bonito para mi obra. Son dos razones para celebrar, corriendo hacia el banderín del córner y mirando a mi gente en la tribuna, como si hubiera metido un golazo. Así que, con todo cariño papá, y con todas las ganas de que estuvieras hoy aquí entre nosotros: ¿viste que tuquiti tuquiti de la pelota contra la pared sí que sirvió para algo?

Muchas gracias,
José  Urriola.
Caracas, 26 de abril de 2015.


martes, 19 de mayo de 2015

Presentación Santiago se va.


Aquí entre nos.

Les confesaré algo: estaba negado a decir estas palabras. Principalmente porque ya todo lo que intentaba y quise decir, con respecto a Santiago se va, ya está plasmado en esta novela que hoy presentamos aquí gracias a la editorial Libros del fuego. Hay un punto en el que el autor se queda fuera de juego, asumido en su rol de mero y silencioso observador, pues  le corresponde a otros adueñarse de la criatura, buscarle las virtudes y defectos, decir de ella algo realmente significativo y adicional que escapa absolutamente a la voluntad del escritor. Santiago les pertenecerá más a ustedes, mis queridos lectores, que a mí. Y eso me produce un grandísimo vértigo y un profundo alivio a la vez.

Así  que estas breves palabras comienzan con un “aquí entre nosotros” y un “no le vayan a decir a más nadie, por favor, me guardan el secreto”. Santiago se va debe ser la obra más personal y desgastante que haya escrito jamás. Me pasé cuatro años concibiendo, escribiendo, editando y reescribiendo a esta criatura. Y durante todo el proceso, desde el día uno hasta el sol de hoy, he sufrido la cruel y omnipresente tentación de sombrearlo todo para luego meterle un dedazo a la tecla borrar. Qué cosa curiosa que sombrearlo todo y darle a delete sea el nuevo fuego, ¿no?

Y sin embargo, les confesaré también que, a pesar de los años de trabajo, del desgaste y de esas ganas brutales de borrarlo todo, me reí mucho con Santiago. Me divertí un montón con este personaje, lo escribí entre risas cuando nadie me miraba y también con mucha ternura en ciertos pasajes. Cuando decidí que la novela estaba lista y que ya no sería capaz de reescribir ni corregir nada más, sentí finalmente una profunda tristeza ante la inminente partida. Me tocaba ahora a mí despedirme de Santiago.

Mi amigo Fedosy Santaella, cuando le pedí que leyera el manuscrito para la presentación de hoy, me comentó con esa agudeza de los buenos lectores que descubren las costuras que uno jura están bien cubiertas: “la gente va a querer leer a Urriola cuando lea a Santiago”. Y ciertamente es una pregunta constante e inevitable la que me hacen quienes enfrentan esta novela: ¿Qué tan autobiográfica es? ¿Qué tanto de José Urriola hay en el personaje de Santiago? Y mi respuesta muy sincera es: en un inicio todo y al final nada (o casi nada). Santiago no soy yo, no se trata de mi alter-ego, es una criatura hecha con fragmentos de un gentío, un gentío a quien le he pedido prestado o le he robado sus historias descaradamente; hoy día veo a Santiago como si fuera un hermano que vive lejos en una ciudad que alguna vez conocí, o tal vez como a un primo cercano con el que he perdido todo contacto. Y durante meses, no le vayan a decir a nadie, se los ruego, tuve miedo de que se me apareciera Santiago. Qué sé yo, que me mandara un correo, que me llamara un día o se me apareciera en la calle. Me iba a matar de un infarto ese loco. Sin embargo, con el paso de los días, ahora lo que me inspira Santiago –tan cercano y tan distante a la vez, tan íntimo y tan extraño– es un sentimiento de tierna preocupación, como cuando uno se reencuentra con alguien a quien quiere mucho pero al que no has visto en años y de pronto le dices llevándolo del brazo a un rincón aparte: “pana, ¿tú estás bien, verdad?”.

Hoy les podría contar sobre el origen de esta novela, sobre cómo Santiago Meza, el hijo mayor de mi compadre Alfredo Meza, se colgó un día el morral en la espalda en medio de la sala de nuestro apartamento y nos anunció, así en tercera persona, refiriéndose a sí mismo: “Santiago se va”. Y entonces a mí se me conectó la frase de Santiaguito con un curso que hice con Gina Saraceni en el postgrado de literatura de la Universidad Simón Bolívar que iba sobre la construcción de la memoria en la literatura latinoamericana contemporánea. Yo quería escribir mi propio cuento sobre la ausencia y la construcción de la memoria y finalmente ese chamín con su morral en la espalda participándonos que ya era suficiente de tanta visita me había regalado el título: “Santiago se va”. Ya tenía el título, lo que me faltaba era el resto de la novela.

Pero sobre todo quería contarles que debajo de este libro, como un esqueleto invisible que sirve de soporte a todo, está el poema titulado Islandia del gran poeta venezolano Eugenio Montejo. Cito un fragmento ineludible para mí:

Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.

Islandia tan próxima del polo
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.

Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).

¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?

Me perdonarán la pasión y lo soez, pero es que en los venezolanos el insulto es una de las máximas expresiones del cariño y la devoción: “el coño de tu madre, Eugenio Montejo, qué barbaridad, qué grande eres, qué manera de decirlo, cómo coño podrá uno escribir algún día una cosa de este calibre”.

Así que no es gratuito que Santiago Iribarren, el personaje de esta novela, se desaparezca un buen día y deje a todo el mundo entendiendo, para irse a Islandia, precisamente a un punto perdido en los confines del mundo, un lugar que no mencioné en el libro pero que a ustedes –que se acercaron hoy a acompañarme- sí les diré: se llama Thorhofn (el puerto de Thor, en la lengua de hielo de los islandeses), exactamente en la otra punta de la isla, en el extremo opuesto a Reikiavik. Y es allí, en el puerto de Thor, donde se decía que el dios del trueno bajaba a la Tierra. Es un lugar donde los relámpagos y los truenos son constantes, la gente va a asomarse con la punta de los pies sobre los acantilados para presenciar ese festival de rayos, relámpagos y bramidos del cielo. Santiago se va a buscar esa iluminación. Necesita escapar de la cotidianidad, de la vorágine del día a día, para ver si allá, donde se devuelve el viento y donde Thor desciende a este mundo, es capaz de encontrarle sentido a su vida, de encontrarse, que al final viene siendo lo mismo.
Pero entonces volvemos al poema de Montejo que acaba así:
  
Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla.
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras.

Yo tampoco iré a Islandia, me queda también demasiado lejos. No sólo físicamente, me queda lejos sobre todo mentalmente. En otro planeta, acaso en otro universo. Así que este humilde libro es mi propio mapa que se pliega para fundir mis bosques personales de palmeras con los fiordos islandeses que tanto he imaginado. Y Santiago, que no soy yo, es el que librará por mí, como en el juego del escondite. Tú sí irás a Islandia, Santiago. Yo me quedo aquí, en mi casa, con mi mujer que espera a mi hijo ahora mismo en su vientre. Y estaré contento de llevar a ese par de personas a la playa, de jugar con ellas a la orilla de una piscina, pateando torpemente pelotas o  empujándolas en un columpio, me quedaré en piyama a ver centenares películas que no me interesan en lo absoluto pero que me harán feliz porque a esa personita le harán feliz. Que te vaya muy bien, Santiago, buen viaje y que Dios te bendiga, me mandas una postal o me escribes cuando puedas. A mí me toca estar aquí y ahora para escribir otras cosas.

Listo, ya lo dije, lo solté. Y ustedes, se los encargo: me cuidan a Santiago y me guardan el secreto. Ni una palabra a nadie más.

Muchas gracias,

José Urriola. Caracas, 29 de abril de 2015.