miércoles, 16 de diciembre de 2009

Bermúdez, hasta otra.


Esta mañana me avisó mi mamá que había muerto mi padrino Manuel Bermúdez. Otro más que se va en diciembre que se empeña en ser el mes más triste.

No sé exactamente desde cuándo serían amigos mi papá y Bermúdez -ya se han ido los dos y nunca se los pregunté-, sólo sé que desde que tengo uso de conciencia ese señor era parte fundamental del Guta gutarrak (nosotros y los nuestros); que Bermúdez era un Urriola por adscripción, un hermano más del viejo al que mis hermanas con toda naturalidad llamaban “tío” y yo “padrino”. Siempre me ha parecido un gesto enorme que se nombre a un amigo padrino de un hijo, es una manera de decretar un lazo familiar que el destino y los genes no quisieron dar pero que la amistad y los años se han encargado de tejer.

Así que yo no puedo hablar de Manuel Bermúdez el semiólogo, el intelectual, el hombre culto que hacía malabares quirúrgicos con las palabras para desmenuzarlas en sus artículos de prensa o en las entrevistas que regularmente daba en televisión. De ese profesor Bermúdez sé poco o nada. Supe, y mucho (gracias a Dios y a mis viejos), del Bermúdez que reía mientras hablaba y hacía reír durante y después del cuento que echaba. Supe del llanero que vivió en Italia durante sus años de estudiante y que contaba, entre sorbos de whisky, de esas cosas que siempre nos causarán risa y fascinación: de los viajes a destinos que quizás nunca pisaremos pero que ya conocemos de boca de otros, de las metidas de pata, de las caídas en público, de los accidentes sublimes, de los atracones de comida que luego dan dolor de estómago en Moscú y uno sin saber ni papa de ruso, de cómo se puede mirar el mundo si te metes en los ojos de un muchacho apureño mientras caminas por Roma o Praga.

Los Bermúdez visitaban nuestra casa dos veces al año. Un sábado cerca de mi cumpleaños y otro cerca de navidad. En ambos casos mi padrino Manuel y su esposa Tarcila se presentaban con un regalo de una generosidad insólita. A veces la gente tan espléndida lo deja a uno un poco perturbado con sus gestos, una sensación que se parece al: “Qué habré hecho yo para merecer algo tan bueno”. Pero al rato a uno ya se le quita la vergüenza y la modestia y ya está sacando cuentas de qué aparato se va a comprar con esos billetes o por cuál pendiente se va a lanzar en ese triciclo en el que no dejarás subir a nadie. Pocas visitas fueron tan prolongadas, tan divertidas y tan memorables como esas dos que al año Manuel y su esposa Tarcila nos despachaban. Esos días se trasnochaba, papá y mi padrino se servían unos tragos de un amarillo impúdico, mamá y la tía Tarcila acompañaban con un vinito, se establecía un contrapunteo prodigioso de cuentos entre los compadres, cada uno más cómico y rocambolesco que el anterior, algunos repetidos del año pasado pero con la sazón que da lo sabrosamente añejado, otros nuevos que como ya estábamos más grandes pues ya se podían contar. Nos reíamos y comíamos hasta entrada la madrugada. O, literalmente, hasta caer fulminados.

Hace quince diciembres, cuando murió papá, mi padrino se fue a la casa antes del amanecer, llegó justo antes de que se llevaran su cuerpo. Cuando vimos a los paramédicos sacarlo por el pasillo, Bermúdez, de pie a mi lado, lloraba como sólo lloran los amigos de verdad, como sólo se puede en esos momentos en que los hombres se quitan toda máscara e investidura para volver a ser niños.

Hace pocos meses me encontré con mi padrino en una charla que daría en el Banco del Libro sobre el deterioro de la palabra en los tiempos que corren. Me di cuenta de una diferencia notable entre el Bermúdez de pelo negro y activista de izquierda que titubeaba cuando yo le pedía la bendición de niño y el Bermúdez canoso que apenas me veía -sin importar que hubiera unos metros largos de distancia- gritaba a todo vatio: “¡Coño, Dios me lo bendiga a mi ahijado!”.

Nos abrazamos y nos reímos, como siempre que nos encontrábamos, creo que para mi padrino yo era una especie de recipiente donde con toda naturalidad se había transvasado la amistad entera que tenía con mi padre. Yo era el primer agradecido con esa prolongación y me ponía como un carajito hipertrofiado de orgullo: “Este caballero es mi padrino y además es mi pana de la vida”.

Esa tarde, durante su ponencia, Bermúdez habló como sólo él sabía hacerlo; luego de una introducción que destapó carcajadas dio una vuelta larguísima y extrañísima llena de palabras superesdrújulas cuyo significado desconozco del todo y a las que, por lo visto, hacen falta todos los músculos de la cara para poder pronunciar. El cierre fue magistral, una cosa de una simpleza adorable donde se llegaba a destino con una sonrisa y con un poco de envidia. Me fui a casa pensando en ese don que tenía Bermúdez para echar sus cuentos, una trampa que te fascinaba, te dejaba cautivo, te perdía entre sus chasquidos de lengua, cambios de ritmo y muecas; un discurso en el que por momentos sentías que estabas entendiendo pero entendías mal y luego pensabas que estabas redomadamente perdido pero justo allí era cuando entendías todo y al final aquello cerraba llana y elegantemente. Me recordó un montón a mi padre; a veces entre los amigos cercanos, además de las expresiones y los gestos, incluso las mañas para echar los cuentos se pegan.

Me niego a recordar con tristeza al padrino Bermúdez. Utilizaré mi derecho a recordarlo contento. Para mí su solo nombre, su silueta y su olor son -y serán siempre- sinónimos de risa, de buen rato, de grata compañía y mejor charla. Me imagino a Manuel transitando el túnel en cuyo fondo le espera su comité de recepción particular, abrirá mucho los ojos, moverá el bigote mil veces, hará muecas con la boca antes de gritar: “¡Coño, compadre, pero usted está mejor ahora que hace veinte años, no joda!”.

Esta noche los amigos brindan y charlan como nunca y como siempre. Harán falta muchas madrugadas juntas para ponerse al día. Salud.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Raël: el profeta del espacio



A ver, ¿quién entre nosotros merecerá la vida eterna?
El tipo hace mucho se llamaba Claude Vorilhon, nació en Francia en 1945 pero lo importante, según él, es la fecha en la que fue concebido: el 24 de diciembre de 1944, en plena nochebuena. Hoy día ya nadie se acuerda de su nombre cristiano, y la verdad es que poco importa, ahora se le conoce como Raël –“El mensajero de los Elohim”- autoproclamado el último de los profetas, el Guía de Guías, encargado de liderar a un selecto grupo de escogidos que serán clonados por los extraterrestres y así alcanzarán la vida eterna.

Antes de ser el máximo líder del Movimiento Raeliano Internacional, el pana Claude fue cantautor de mediano éxito, colocó dos discos en el mercado, incluso logró colarse entre las 10 principales en las carteleras francesas -bajo el seudónimo de Claude Celler- con su pieza: “La miel y la canela” (dicen que hoy día, cuando está eufórico, complace a sus enardecidos feligreses y se las canta guitarra en mano). Más tarde decidió dejar las tarimas porque, aunque intuía que su misión era ser adorado por las masas, en el fondo sabía que no sería como músico. La emprendió entonces con su máxima afición: los autos de carrera. Fue corredor de pruebas y montó una revista especializada que también alcanzó cierta fama durante sus tres años de publicación. Su carrera de corredor-editor se vio interrumpida por un accidente donde salió vivo de milagro pero con diez huesos rotos. No perdió la vida pero sí las ganas de seguir conduciendo autos de carrera y escribiendo sobre ellos. Y cuando el hombre estaba más perdido -meditabundo y cabizbajo en un viaje por Auvernia en 1973-, paseando por el cráter del volcán Puy-de-Lessolas, se ha encontrado con un platillo volador del que bajó un Eloha recién llegado del espacio exterior. A partir de ese momento ya nada volvería a ser igual.

El mensaje que dictó el extraterrestre durante seis días continuos a Räel es la esencia de su primera obra como profeta: “El libro que dice la verdad” (se puede descargar gratis de la página http://www.rael.org/). Básicamente, el Eloha encomienda a Räel la misión de difundir por todos los medios la buena nueva: los seres humanos somos producto de un experimento de clonación que realizaron los Elohim (cuya mala traducción del hebreo es “los dioses”) hace 25 mil años en la Tierra. Es decir, no somos otra cosa que clones hechos a imagen y semejanza de unos extraterrestres que nos llevan 25 mil años de adelantos científicos. Yahvé –nombre con el que, por cierto, se identificó el “Eloha” recién aterrizado- explicó al profeta que su verdadera misión no era ser estrella del pop ni corredor de autos de carrera ni editor de revistas destinadas a la cesta de las barberías, sino fundar una nueva religión, la religión de las religiones, una que no tuviera asiento sobre el misticismo sino sobre la ciencia.

Aquellos que no crean en el mensaje del profeta están condenados y serán destruidos por los Elohim (aún no deciden si hacerlo con nuestras propias armas nucleares o por medio de telepatía o tal vez por medio de armamento traído del espacio, pero de que nos van a pulverizar lo harán, eso anótenlo). Los que acaten el mensaje de Raël -y contribuyan con una módica suma con la construcción de la embajada para acoger a los Elohim a su regreso a la Tierra en el año 2025- tendrán derecho a la clonación. Y después de tres clonaciones, dado el caso en el que el neohumano demuestre merecerlo, se decidirá en el consejo de los sabios eternos si tiene derecho a una cuarta y definitiva clonación que le garantizará la vida eterna.

Yahvé, que recordemos que así se llama el ET particular de Râel, incluso le diseñó al profeta en un papelito la embajada a construir en Israel -obviamente, no podía ser en otro lugar-; la embajada para los Elohim está diseñada con piscina amplia (que a la gente aunque venga del espacio le encanta una piscina y un jacuzzi), sala de conferencias para 21 personas, comedor para 21 comensales y 7 habitaciones (que nos imaginamos que les gustan los tríos para que la matemática dé). La vigilancia será privada y en una zona donde no puedan ser rastreados por el radar militar. La terraza en la parte superior de la residencia debe tener capacidad para una nave espacial de 12 metros de diámetro y debe haber una puerta que comunique directamente con las habitaciones de los Elohim. Los humanos deben permanecer en otras áreas de la casa para controlar la asepsia (porque como somos mortales damos un poco de asco). Räel tiene permiso para residir en la embajada junto con su esposa e hijos. Quien contribuya con la construcción de la residencia será recompensado, así que Räel tiene que llevar un control estricto de todos los contribuyentes, por mínima que sea la colaboración. Por supuesto que mientras más se contribuya, en frecuencia y en cantidad, más cerca se le arrima uno a la vida eterna.

Los nuevos mandamientos que el Guía de Guías difunde por toda la humanidad son: contribuir con una centésima parte de tus ingresos anuales en la religión de los raelianos, tener contacto físico al menos una vez en la vida con el profeta, invitar a tu mesa por lo menos una vez al año al guía regional de los raelianos, difundir el mensaje de los raelianos en cada oportunidad que se te presente, tener fe en que los Elohim son los creadores de la humanidad y repetirlo como un mantra al menos una vez al día.

Una vez la embajada esté lista, Raël debe convocar a los líderes de las 7 naciones más poderosas del mundo para que se sirvan a pasar por la embajada y se pongan todos de acuerdo. Para ese entonces debe haberse instaurado a nivel mundial un nuevo sistema de gobierno: la geniocracia (que es lo mismo que un fascismo intelectual pero con un nombre más bonito); también se debe enseñar obligatoriamente en las escuelas del mundo un idioma universal que no sea el inglés ni ningún otro que se hable en nación alguna, se sugiere que sea una lengua mestiza resultado de todas las lenguas que se hablan en el planeta. Los Elohim, y esto lo jura Räel, están contentos con el rumbo que está tomando Francia y confían en que será el primer país en instaurar todos los cambios necesarios, como ya lo están haciendo “al liderar las tendencias del resto de Europa”. Eso explica porqué escogieron como último profeta a un mediocre corredor francés y no a Kimi Raikkonnen en Finlandia (que tenía mucha más pinta de tipo que viene del futuro).

Sin embargo, para los judíos hay un destino especial, pues los hebreos son descendientes directos de los Elohim. Es decir, son los primeros clones. Lo que pasa es que actualmente están castigados por varias razones, una de ellas es por no haber reconocido al último de los profetas enviado por los Elohim hace dos mil y pico de años; un tal Jesús, hijo de un carpintero.

La noche del 7 de octubre de 1975 ocurrió el segundo y decisivo encuentro con los extraterrestres. Raël se despierta en su casa luego de un sueño intranquilo, presa de la ansiedad sale a caminar en medio de la noche por su ciudad, de improviso, a la vuelta de la esquina, lo espera el mismo Eloah de hace dos años. Pero esta vez Yahvé no le tiene un dictado (menos mal, porque otros seis días de dictado ininterrumpido no se los cala ni un profeta), esta vez le tiene una sorpresa aún mayor. Raël ha estado haciendo muy bien su trabajo y los Elohim están satisfechos, así que es hora de avanzar un paso más en el plan diseñado por los creadores celestiales para la humanidad. “Los extraterrestres me han llevado a su planeta” es el título del segundo libro del mesías francés.

Y eso exactamente fue lo que pasó, Yahvé lo subió a una nave espacial que en pocos segundos lo llevó hasta una segunda nave nodriza, allí conoció a unos cuantos Elohim más, miembros todos del sabio consejo de los eternos. Le explicaron detalladamente cómo se puede extirpar una porción minúscula del hipocampo de un individuo que se halla en el tope de sus condiciones físicas y cognitivas y a partir de esas células se produce la clonación de un individuo idéntico al original no sólo genéticamente, sino también en su personalidad y en su memoria. El neohumano nace sin necesidad de pasar por los prescindibles procesos embrionarios ni de atravesar por las molestas infancia o pubertad, directamente sale de la máquina como un adulto que ya tiene la mismas características de su antecesor.

La vida eterna está en la clonación, pero en ese saco no cabemos todos, hay que controlar la superpoblación de la Tierra, hay que seleccionar a los genios, es decir, a los inteligentes que sepan dominar su agresividad y que sepan colaborar con el mensaje que nuestros creadores están enviando por medio del Guía de Guías.

Se hace tarde ya, la clase sobre clonación e inmortalidad ha estado intensiva, es hora de prepararse para la cena. “Hoy comeremos fuera” dice Yahvé al profeta, así que de nuevo se suben a la nave espacial y emprenden rumbo al planeta de los Elohim. Pocos segundos después han llegado a casa –los creadores aseguran viajar a una velocidad equivalente a 7 veces la de la luz, dice Räel-, le entregan una túnica ligera, casi transparente, y lo sientan en una mesa donde le toca justo enfrente de un Eloah “hermoso, barbudo, con una mirada encantadora”; Yahvé, le presenta al resto de los comensales: el barbudo es Jesucristo –le lograron extraer las células para clonarlo justo minutos antes de su crucifixión-, a su derecha está Elías, y a su izquierda Moisés, en la cabecera de la mesa está un tal Buda y a su lado, el que tiene pinta de árabe, se llama Mahoma. Se trata de una cena entre profetas que sólo podía estar completa con Räel. Todos ellos fueron malinterpretados en su tiempo por una humanidad demasiado primitiva, demasiado tonta como para interpretar el mensaje de salvación que traían. Claude Raël es la última oportunidad, quien crea en él vivirá para siempre. Lo único que hay que hacer es creerse este cuentote y pagar.

Los antiguos profetas están dedicados actualmente a hacer cine, música, a la poesía, a las artes plásticas. O a no hacer nada si así lo desean. Jesucristo, por ejemplo -dice Räel- se está tomando un descanso justo ahora, así que está dedicado a la agricultura y a la contemplación.
Al terminar la cena Claude es llevado hasta una máquina de clonación donde quieren probarle algo. Le hacen una punción indolora en la frente y le extraen unas células al tiempo que le piden una foto de su fallecida madre. Raël se saca la foto (mejor ni imaginarse de dónde porque recordemos que venía casi desnudo), entrega la foto que es introducida en la máquina junto con las células extirpadas de su cabeza. Y en pocos segundos, por el orificio de salida, aparece la mamá.

Luego continúa el tour y le preguntan si desea compañía femenina para pasar la noche. Le muestran a una belleza asiática, otra negra, una rubia, una pelirroja, una morena, una arábiga. Raël duda con cuál quedarse, así que decide echarle pierna a las seis. “He pasado la noche más deliciosa y alocada de mi vida”, confiesa el profeta. Al día siguiente, agotado pero feliz, regresa a la Tierra. Cosa curiosa, a la madre clonada no la vuelve a mencionar jamás.

Al parecer no ha habido más encuentros con los Elohim en los últimos 30 años. Por ahora Raël se dedica a la “Meditación sensual” y a abonar el terreno para la llegada de los creadores que vienen del cielo (explica que por eso la oración del Padre Nuestro reza: “padre nuestro que estás en los cielos”). La embajada deberá estar lista para el 2025, quedan apenas 15 años, pero hasta ahora el gobierno israelí se ha mostrado más que desconfiado con el Guía de Guías, así que están a punto de descartar la sede para optar por otras, quizás en Lanzarote en California o Quebec.

Por ahora, a sus sesenta y tantos, el profeta se mantiene en excelente forma. Se hace rodear por doce hermosísimas damiselas a las que llama “sus ángeles”. Visten túnicas vaporosas muy cortas, de manera que siempre muestran la redondez de sus senos y glúteos; se distinguen por un cordón de oro que llevan en el cuello. Los raelianos son muy permisivos con el sexo, incluso están acusados de organizar monumentales orgías en sus encuentros; pero las angelitas son intocables, con ellas nadie se mete. Están destinadas a servir con mística y sumisión a los Elohim cuando vengan de nuevo, y mientras eso no ocurra el mismo Raël se encarga de mantenerlas consentidas y entrenadas.

En el Movimiento Raeliano Internacional la segunda al mando es una mujer, Brigitte Boisselier, una eminente químico con doctorado en neurofisiología. Ella, además, es la presidenta de Clonaid, la polémica compañía que se adjudicó en el 2002 el nacimiento de Eva, la primera niña clonada. Nadie ha visto a Eva, nadie tiene pruebas de que la Dra. Boisselier tenga la razón, pero en varios países del mundo están buscando la manera de ponerla tras las rejas. Clonaid fue fundada en 1997 por el propio Claude Raël quien la decretó como la primera compañía de clonación humana en el mundo. En el 2000, vista la mala receptividad que tuvo entre los medios tal noticia, Raël (a quien lo que diga la prensa le preocupa bastante) dimitió para entregar el mando de Clonaid a su subalterna. Se rumora que la madre de Eva, una hermosa mujer de 33 años llamada Marina –quien por cierto es una de las 12 angelitas- es la hija de la Dra Brigitte Boisselier.


Más allá de sus nexos con Clonaid, los raelianos tienen también un parque temático en las cercanías de Montreal: UFOLand. Los fondos que se reúnen en el parque sirven para la manutención de los líderes del movimiento y para financiar la construcción de la embajada de los Elohim en la Tierra. Las autoridades canadienses han sido la primeras en dar estatus de “religión” al antiguo MADECH (Movimiento para la Acogida De los Elohims Creadores de la Humanidad) que luego cambiaría su nombre -previa aprobación solicitada por Raël a los Elohim, claro está- por Movimiento Raeliano Internacional. Hoy día se calcula que hay unos 100 mil raelianos en el mundo.

Ya lo saben, si no se quieren creer el cuento de que el mundo se acaba en el 2012, aquí tienen otra opción.

martes, 1 de diciembre de 2009

Khonnor, ya no hace tanto frío en Vermont


Hace unos años escribí en este espacio sobre el chamo Khonnor, ese niñito de Vermont que a los 17 años se sacó un disco de las vísceras y los huesos al que tituló Handwriting. Lo hizo él solo, en su habitación de casita suburbana de Vermont y, fiel al nombre con el que lo bautizó, lo hizo a mano limpia, con apenas una guitarra, una vieja computadora y un micrófono que precisamente por no sonar bien le dio el justo sonido a eso que necesitaba sacarse del estómago. Escribió, con toda honestidad y toda torpeza, sobre el amor y la muerte, exactamente lo mismo de lo que al final escribimos todos los hombres en todos los tiempos.

Era inevitable escuchar aquella gema extraña del chamo Khonnor sin pensar en su predecesor, el infante terrible Arthur Rimbaud. En que la genialidad cuando ataca tan joven es tan sublime como despiadada. Y que siempre, aunque el cuerpo siga vivo, acaba convirtiéndose en una metáfora de suicidio. Nada más tenía que decirle al mundo el joven poeta a sus 19 años, ya todo lo que había venido a decirnos estaba dicho, y por eso abandonó la poesía y se fue al África a traficar armas. No era descabellado pensar que algo similar ocurriría con el joven músico maldito de Vermont.

Pero Khonnor no renunció. Los Rimbaud modernos se meten en talleres de poesía para que alguien con lentes y bigote les enseñe a escribir bien y a ganar concursos de poesía. Khonor se domesticó el talento, se sometió a un lavado y engrase con extra de pulitura, se hizo famoso y vendió discos; se compró computadoras de verdad y micrófonos de verdad y se cansó de ir al Sonar de Barcelona -de día y de noche- para que las masas de conocedores le rindieran pleitesía. Y en el 2008, en un estudio nada casero y con el Big Money de por medio, grabó otro disco al que llamó Softbo EP. Que no está mal, es un disco correcto, es la obra un poco más madura de un hombre más maduro que ya ha sido curtido por la vida.

El Khonnor de 22 -eso lo enseña la experiencia- ha aprendido a no hablar de él, sino de sus influencias. Tiene otra máscara (que siempre las usó, pero ahora es otra distinta). Ya no suena como Khonnor sino que suena a esos grandes músicos de culto a los que escucha Khonnor, a los que imita, a los que se ufana en homenajear o superar. Ha aprendido el muchacho a alisarse las arrugas de la camisa y a metérsela por dentro del pantalón. Ya sabe la diferencia exacta entre salir a la calle sin peinarse y lo que es llevar un corte que simula, pelo por pelo, estar meticulosamente despeinado.

Nunca sabremos qué habrá pasado con Megan, aquella noviecita de la adolescencia a quien Khonnor le regalaba una canción desgarrada (Megan Present) hace cinco años. Quién sabe si a la tal Megan le habrá parecido demasiado intenso y demasiado freak –tanto el regalo como el personaje- y eso mismo ayudó a acelerar la maduración del joven artista y la metamorfosis de su máscara. Lo que sí sabemos es que ahora el tipo prefiere componerle canciones a las Kite Tits, quizás porque los senos de Kite deben ser el premio que Megan no le quiso dar.

No acabó Khonnor traficando drogas ni armas ni en la trata de blancas. No sufrió ese arrebato que le impulsara a retirarse del arte ni de la vida para meterle a la existencia tamaño golpe de timón. Le cicatrizaron las heridas y se dio cuenta, con los roces que le fueron poniendo la piel gruesa y con los años que lo curaron todo al tiempo que lo arruinaron todo, que con la adultez las cosas suelen ir perdiendo su peso y se van haciendo menos graves. Y que la idiotez funciona como un mecanismo de defensa si se quiere sobrevivir en esta tierra.

No se fue al África el chamo Khonnor, se quedó en Vermont donde -diga lo que diga el termómetro- ya no hace tanto frío. Ya no duelen los huesos ni sirve ese dolor medular para hacer música. Qué bueno para él. Qué triste por nosotros.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Las rutas de la destrucción

Quien se toma el tiempo para destruir su ciudad por medio de la ficción es porque le duele que la destruyan en la realidad.

Cada vez que un artista le pone cariño y oficio a su apocalipsis personal y a las distopías que más le tocan, es como si estuviera inventando una contra, una plegaria, un escudo. La ficción funciona como protectora de la realidad.


Les duele a los japoneses su Tokio y por eso la derrumban y la vuelven a levantar en cada batalla de Godzilla, de Ultraman, de Mazinger, en Akira o en Evangelion. Porque por medio de esa destrucción simbólica se garantizan que las bombas atómicas no volverán a estallar nunca más sobre su isla.


Le importa su Londres al Alan Moore de “V For Vendetta” o al Orwell de "1984". Los regímenes totalitarios en Inglaterra sólo existen en la ficción porque solo así (y sólo allí) se quedarán encerrados sus fantasmas sin permiso a colarse a este lado de la existencia.



Un hechizo similar se ingeniaron Liberatore y Tamburini con Ranxerox. Y ese sortilegio, conjurado desde las sombras del cómic, impedirá una nueva caída romana en manos de la barbarie absoluta. O al menos no del todo.


Quizás no haya una París tan decadente y miserable como la que pinta Enki Bilal. Y eso se debe a su miedo de que la ciudad luz se le convierta en la Belgrado donde nació y del que tuvo que huir siendo niño. No sucederá, gracias a él.


Héctor Germán Oesterheld se inventó en el Eternauta una nevada tóxica sobre Buenos Aires que diezmó a los porteños. Una invasión de extraterrestres que obligaba a los argentinos a unirse para que colectivamente echaran a patadas al mal. Y gracias a esa metáfora puesta en historieta más tarde se pudo escribir otra historia en Argentina.


Los robots gigantes llegaron ya a Montevideo. Han causado un Ataque de Pánico que es de los homenajes más sentidos que se le haya hecho a la ciudad. Uruguay, confiemos en ello, está a salvo.



Es urgente construir un letrero que diga A CARACAS. Que nos inventemos -cada uno desde su trinchera y con sus propias mañas- otros robots, otros marcianos, otras nevadas tóxicas y otros héroes. Que la volvamos polvo en la ficción y la ayudemos a levantar mil veces más, antes de que sea demasiado tarde.

martes, 6 de octubre de 2009

Historias no contadas

Grant Gee, director del documental sobre Radiohead

Eso fue una tarde de mayo del año 2000, en un lugar cuyo nombre tuve hoy que buscar en Internet porque no lo recordaba en lo absoluto: El Instituto de Arte Contemporáneo de Londres (ICA). Ocurrió, para ser exactos, en el descanso de la escalera que comunica la planta baja con el primer piso. Estábamos haciendo un documental sobre cine digital y ese día, en medio de un festival llamado onedotzero, acordamos vernos en el sitio para entrevistar al cineasta inglés Grant Gee.

Grant Gee, un flaco de 2 metros largura y de una palidez translúcida, había sido el director de un documental sobre Radiohead: “Meeting People Is Easy”, una de las películas más honestas y hermosamente fotografiadas que alguien pueda hacer jamás sobre una banda. Gee, con un ojo privilegiado, logra captar siempre con el mejor encuadre y en el mejor tiro de cámara posible todo un universo de tensiones, desencanto, soledad e incomodidad. No es la película que cuenta el viaje de los héroes, no es la oda cinematográfica a unas estrellas del rock. Es un vistazo preciosista pero urticante a toda esa tirantez que habita entre los miembros de un grupo que ya no aguantan un concierto más ni una sesión de fotos más ni una entrevista más ni una habitación de hotel más ni un viaje quién sabe a dónde (todos los lugares son el mismo lugar y todos son igual de aburridos) y sobre todo que no quieren saber nada de nadie, mucho menos de sí mismos. Grant Gee se subió a un avión en 1998 jurando que haría una obra épica sobre Radiohead de gira, en el clímax de su creatividad y de su carrera artística, pero acabó en 1999 encontrándose en la insospechada situación del hombre a quien le toca construir el retrato un grupo que está a un tris de mandarlo todo al diablo, de atomizarse sin mirar atrás o de estrellarse mutuamente las cabezas contra los amplificadores en mitad de un ensayo. Grant Gee creía que iba a hacer una película y terminó viéndose obligado a hacer otra, una que curiosamente terminó siendo más rara y (estoy convencido) mucho mejor.

Así que allí estábamos grabando esa entrevista con el cineasta para nuestro documental sobre cine digital, de pie todos, en el descanso de la escalera del ICA de Londres, en un espacio que se abría a mano derecha decorado con un gran espejo. Y Grant Gee nos contaba este cuentote sobre Radiohead y la película que él pensaba hacer y la película que al final tuvo que hacer, y lo contaba todo en un inglés superior que para modularlo necesitaba la cara entera y toda su dentadura y del que yo entendía dos de cada tres palabras (o a veces una sola o ninguna) y mientras hablaba el tipo se balanceaba sobre sus pies talla 50, largos como chapaletas de gamuza, y lentamente, oscilando, se dejaba caer sobre el brazo derecho que lo tenía apoyado contra el espejo, tomaba impulso como un bailarín clásico y se empujaba con todo el antebrazo para lanzar el peso del cuerpo hacia su pie izquierdo y de nuevo del izquierdo al derecho, de nuevo el espejo lo atajaba en suave caída y de nuevo se catapultaba contra su propio reflejo, como siameses albinos unidos por el codo meciéndose uno con otro. Y mientras Grant Gee bailoteaba, se balanceaba y hablaba, yo pensaba -varios decímetros más abajo- en que qué grande que eres Grant Gee, yo nunca voy a ser tan grande, mira cómo te ves reflejado en el espejo mientras bailas, mira qué inglés impecalbe el que hablas, mira qué película prodigiosa la que te lanzaste luego de un año acompañando a Radiohead por el mundo entero, yo nunca voy a llegar tan alto, sobre todo porque yo genéticamente no puedo, me faltan como 30 centímetros, que es el tamaño de una regla, de una de esas que uno utilizaba en el colegio, coño y yo tenía una regla de esas de 30 cm. que era verde transparente, como de kriptonita, una belleza, o sea que si yo me pusiera la regla esa en la cabeza yo sería más o menos como de tu tamaño, pero eso sería trampa y además ridículo, imagina tú que nos pusiéramos a hacer la prueba de quién es más alto aquí frente a este mismo espejo, con mi regla verde en la cabeza; dónde estará esa regla, será que sigue en casa de mis viejos, porque yo me acuerdo que cuando me falseé el pie jugando fútbol y me enyesaron (te imaginas si hubiera sido futbolista, a lo mejor esa era mi verdadera vocación y por culpa del Pollo me lesioné el tobillo a los 12, el coño de su madre, estaría metiendo unos golazos de media bolea en vez de andar pensando, escribiendo y grabando güevonadas) yo me rascaba con ella, una delicia, no se me calmaba con nada la piquiña y yo agarraba mis 30 centímetros de kriptonita y los metía por el espacito entre la pierna y el yeso y era lo único que me calmaba, qué placer, loco, no tienes idea del alivio, seguro que debe andar por allí porque nadie bota una regla verde así…

Y en eso Grant Gee desapareció. No estaba. Hubo un estruendo, un estallido de cristales y el hombre ya no estaba ni en la vida real ni en el reflejo.

Nos quedamos varios segundos con la cámara prendida enfocando al vacío, al lugar donde hasta hace poco estaba aquella humanidad enorme hablando de cosas maravillosas pero inentendibles, hasta que nos dimos cuenta de que, en su último balanceo contra el espejo, el cristal se había roto y el tipo había caído por un hueco que había detrás. Un agujero enorme, tan grande como el espejo que antes lo tapaba, se abría en la pared y de allí salía, más pálido que nunca (hay que echarle bolas, se los juro) un Grant Gee ileso pero aterrorizado. Lo ayudamos a salir y a limpiarse las ropas de los pedazos de espejo roto, no tenía ni un rasguño (yo creo que los espejos ingleses están hechos de un material que no corta o los milagros de verdad existen). El gran Grant estaba aturdido, no pegaba ni un artículo con medio sustantivo, balbuceó cualquier excusa y dio por terminada la entrevista. Además ya había llegado la gente de seguridad y los encargados del ICA a ver qué había pasado y nos pidieron desocupar el lugar (claro, tenían que ser los venezolanos los que nos rompen este espejo que lo colgó aquí la reina misma cuando era niña).

Antes de correr escalera abajo Gee nos hizo señas de que miráramos al hueco que se había abierto en la pared. Metimos la cabeza y nos asomamos a un oscuro mundo paralelo de túneles, galerías, pasillos, vigas. El verdadero documental, la verdadera película que teníamos que hacer, no era sobre Grant Gee ni sobre Radiohead ni sobre los albores del cine digital; era la de ese hueco detrás del espejo.

Al día siguiente volvimos a ICA dispuestos a colarnos al mundo que se abría al otro lado del espejo pero la zona estaba acordonada. Con eficiencia británica habían puesto una cinta amarilla de Peligro, prohibido el paso y habían levantado una pared provisional que tapaba el gran agujero que ayer había abierto la humanidad de Grant Gee (y no nosotros como de seguro anda pensando todavía la inteligencia británica).

Detrás de aquella pared quedaba tapiado un documental que nunca filmé. Otro más que no existió y sin embargo su imagen se me instaló en la memoria. “Son más las películas que nunca se hacen que las que se terminan” dicen. Y, agregaría, por más que se hable y se escriba siempre son más las historias que no se pueden ni se saben contar.

No sé para qué cuento esto. Eso tampoco se sabe casi nunca. Pero si alguien llegara a acercarse hasta el ICA de Londres, por favor que rompa el espejo del descanso de la escalera, que se asome al hueco que encontrará detrás y se adentre un poco. Que libre por mí y por todos. Será –como diría Bioy Casares- un acto piadoso.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Arepa (f)Rita


A Cacho lo lleva siempre ella, porque es obediente, está consciente de su fuerza, ha sido entrenado y además es un caballero que algún día, si nos descuidamos, lo encontraremos con mostacho y fumando pipa sobre el sofá mientras escribe sus memorias. Cacho sabe caminar a la distancia prudente, frenarse cuando toca, agilizar el paso cuando se le suelta la cuerda, se sabe sentar, tumbar, dar la pata, ofrecer la barriga para que le rasquen. Hace de todo menos buscar el palito porque eso sí le parece cosa de idiotas.

Cacho es bóxer alemán, con tamaño y carácter de Rottweiller, y como buen alemán tiene un imperativo categórico inserto en el código genético que le marca con pulso firme los límites de lo que se debe o no hacer. Así que puede tener ganas absolutas y descomunales de comerse algo o de liarse a dentellada limpia con cualquier cosa cuadrúpeda o bípeda que se asome por allí, pero si no es lo correcto, si no está dentro de los parámetros de lo que “un buen perro debería hacer” el tipo respira hondo, gruñe hacia dentro y se queda en su sitio hasta que se desvanezca el objeto de la tentación. Cacho es un magnífico perro. Rita, al contrario, no es una buena perra; es una persona.

Rita es como una barloventeña a la que alguna brujería redujo al cuerpo de una bóxer americana. Rita es puro deseo concentrado, como aire caliente en una olla de presión, un terremoto mal atrapado en el cuerpito moreno de una perra. Rita va a la velocidad que le da la gana, o no va a ninguna velocidad si la gana que le da es la de sentarse de culo hasta que le den ganas de hacer otra cosa, acaso de saltar aquel muro de 5 metros coronado por alambre de púas y picos de botella para jugar con cualquier cosa que esté detrás (ya verá luego cómo hacer para devolverse o a quién enamora para que la devuelvan); no se sabe sentar, ni tumbar, ni dar la pata, ni entiende eso de “No hagas eso, Rita” o “Así sí, Rita, muy bien”. Para ella ambas cosas significan más o menos lo mismo y a ambas te responde con la misma lamida de lengua entera que te llega hasta el esófago. Se come lo que le da la gana (y nada jamás le cae mal, excepto las camisas sudadas y llenas de restos de pintura y cemento de algunos albañiles; pero las evacúa en menos de 24 horas y ya está lista para comerse las camisas de una cuadrilla de obreros más).

Así que a la hora de pasear yo llevo a Rita. O Rita me lleva a mí.

Rita va lentísimo cuando tenemos que correr y se lanza a toda mecha barranco abajo cuando lo prudente es parar. Rita es como Beowulf -que tenía la fuerza de 30 hombres-, ella tiene la de 30 perras pero sin tener la menor conciencia de lo duro que pega ni de lo fuerte que muerde ni de lo macizo que es su hocico cuando te saluda tomando impulso de 20 metros, corriendo a 60 Kph y lanzándose de cabeza desde el descanso de la escalera para que tú la atajes más abajo contra el pecho.

Ese día iba Cacho primero y, educadamente, diplomáticamente, con un elegante movimiento de cuello y ligera apertura de las fosas nasale, pasó junto a una arepa tirada en la mitad de la calle. Seguro pensó: “Um, qué delicioso sería comerse esa cosa, pero no es correcto y además seguro me sentaría mal en el estómago”. Rita no se dio cuenta de la existencia de la arepa hasta que estaba cinco metros más allá, entonces algo en el viento le avisaría: “Chama, te acabas de pasar una arepa frita, medio mordida, de esas que tienen un hueco del tamaño de un dedo en el centro”. Y entonces Rita nos arrastró a los cuatro hasta la arepa frita y tuvimos que tirar de la cuerda entre todos para que no se zampara aquella vaina. La regañamos y le dijimos que no, que eso no se comía, que estaba sucio, que ella tenía su comida para perros en casa. Nos miró con cara de: “quiero que sepan que la vida pudiera ser mucho más divertida si se atrevieran a vivirla”.

Dejamos la arepa atrás y estuvimos paseando los cuatro por más de una hora, subimos cerros, cruzamos quebradas, descansamos junto al Samán, atravesamos el sendero de tierra que se abre en medio del bosquecito, vimos un águila, diez de zamuros, varias lagartijas verde radiactivo. Cacho quiso meterle diente a todo pero estoicamente resistió. Rita, curiosamente, siguió su ejemplo.

Cuando veníamos de vuelta le pasamos por un costado a la arepa que seguía frita mordida y con el dedo en su medio allí tirada al sol. Cacho la olisqueó a distancia prudencial y continuó su camino convencido de que una vez más era un buen perro que hacía lo correcto. Rita se le quedó mirando a la arepa con una expresión que cualquiera llamaría de nostalgia. “Muy bien, mi muchacha, cuando lleguemos te voy a dar de premio una galleta” le dije, y me miró con cara de “Merezco dos o tres galletas… es más, deberían darme cuatro, que Cacho me regala la suya”.

Llegamos a casa, guardamos a Cacho y a Rita en su territorio, cerramos la reja que los separa del mundo exterior. Mientras preparábamos el desayuno se nos asomó Cacho por la ventana como queriendo decirnos que algo pasaba. Ladraba con voz aguda, como un niño a punto de lanzarse a llorar. Salí a ver qué era eso tan extraordinario que hacía perder la compostura a Cacho y descubrí que no había nada. Absolutamente nada. Aquel patio estaba desierto. Ni siquiera estaba Rita. Me asomé por la ventana –me imagino que con la misma descompostura y la misma voz de Cacho-: “Rita no está”.

Salimos a buscarla, la llamamos, le silbamos, revisamos cada agujero y cada posible escondite. Nada. Rita, la escapista, no estaba. Volvimos a casa a ver si había vuelto en nuestra ausencia. Tampoco. Y en eso, cuando estábamos a punto de lanzarnos al suelo a llorar los tres, una sombra nos tapó el sol, algo saltó la reja de 3 metros y, con la gracia de un garrochista olímpico, sobrepasó los barrotes con varios centímetros de cómoda altura. Aquello que nos cayó del cielo era Rita. Traía su arepa en el hocico.

Podemos jurar que detrás se le notaba la sonrisa.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El fantasma en la máquina


Mi padre solía decir que lo primero que hacen los que se quieren es cambiarse el nombre; por eso es que las parejas de recién enamorados suelen inventarse unos apodos espantosos y cursilísimos y privadísimos, o se llaman por el segundo nombre (ese mismo que nadie utiliza ni se sabe jamás), porque de esa manera sienten que se apoderan del otro: tú me perteneces porque te he dado un nombre nuevo con el que nadie más te puede llamar.

Hay gente que le pone nombre también a lo inanimado. Le tiene un nombre al carro, a la casa, al llavero, a la computadora, al teléfono, a la lavadora y la lamparita de la mesa de noche. Yo soy una de esas personas. Establezco relaciones personales con ciertas cosas –contadas y entrañables, sólo con cosas que se saben ganar mi afecto- y las bautizo; no sólo para hacerlas más mías, sino también con el convencimiento infantil de que así nos llevaremos mejor, será una relación más estrecha y duradera y a la hora de la chiquita le van a poner un extra para no dejarme mal parado.

La patología que padezco me la contagió (y potenció) mi hermana, que cuando yo era niño la acompañé solidariamente a hacer una diligencia en su auto –ella estaba empezando a manejar sincrónico y le tenía miedo incluso a llegarse hasta el kiosco de la esquina para comprar el periódico- y cuando veníamos de regreso su Ford Corcel se apagó de mala manera. Nos tuvimos que orillar, intentó encenderlo cien veces y nada, sonaba fatal, algo realmente malo ocurría. Y entonces mi hermana puso ambas manos sobre el volante, cerró los ojos y lanzó una plegaria extrañísima: “Babieca, no me hagas esto. Por favor llévame aunque sea hasta la casa”. Y el pana ha prendido. Nos llevó hasta la puerta de la casa y allí se espichó, se despaturró, cayó con la lengua afuera y la panza pegada al asfalto. Mi hermana, aún temblorosa, se bajó del Corcel, le hizo cariños en la capota como quien le acaricia el cogote a un perro y le dijo: “Gracias, Babieca”.

Esa misma tarde me enteré que Babieca, además de ser el nombre del carro de mi hermana, había sido el caballo del Cid Campeador. Todo se conectaba. Y todo en mi vida, por un minuto, cobró sentido.

Así fue como tuve una Betty que fue carro plateado, a un Xavi llavero guardián de las llaves de casa, tuve también a un Alí (el único celular que ha durado conmigo más de un año sin fugarse ni morir de autocombustión espontánea) y tuve a Jacinta que era laptop.

Esta es la historia de Jacinta.

Jacinta fue una Toshiba modelo Satellite negra con azul oscuro. Una morenaza coqueta, compacta y fiel que me acompañó exactamente durante mil y una noches. Me la dieron una semana antes de irme a vivir a Barcelona. Escribí al menos tres horas diarias durante años en esa máquina: cosas para otros, cosas para mí, cosas para publicar y cosas para quemar. Y escribí allí mi primera y única novela, desde el título hasta el punto y final. De alguna manera, Jacinta fue ese agujero escondido que nos buscamos en el tronco de un árbol o en las rendijas entre las piedras para susurrar dentro aquello que a nadie más nos atrevemos a decir. Pero una vez lo dije todo tenía que corregirlo para mostrarlo. Y entonces decidí que iba a sacar el archivo de la novela, se lo extraería de las entrañas a Jacinta porque mejor me iba a corregirlo en la otra computadora que había en casa. Una grande, rubia, nueva, hecha en Suecia, con conexión a Internet de banda ancha, pantalla de 17 pulgadas, con teclado en español y, lo más importante, con corrector de palabras de ese que te subraya en rojo o en verde cuando algo está mal escrito o suena muy raro (dependiendo, claro está, del nivel de redacción del ingeniero que programó el procesador de palabras).

Durante semanas tuve a Jacinta apagada, condenada al silencio, a la oscuridad y a la distancia, allá en la silla del cuarto, la del rincón, debajo del montón de ropa que me iba quitando. Mientras, yo corregía y reescribía en la sueca y cuando se me cansaba la vista pues me ponía a mirar Internet y me pegaba una dosis de chat.

Hasta que ocurrió la tragedia. Un día, en plena edición, avanzando al trote ligero sobre mi rubia gigantesca ¡PUM!, se murió la catira. Se murió con todo dentro, se le quemó la tarjeta madre, se le borraron los archivos, se chamuscó y chamuscó todas las cosas hermosas y caras que le habíamos metido dentro. Había perdido mi trabajo de meses. Nada de lo que había corregido se había salvado. Lo único que me quedaba de mi novela estaba en el vientre de Jacinta.

Así que volví como un marido arrepentido, con la cabeza gacha y sin saber dónde meter las manos, a buscar a mi negrita criolla a ver si me recibía. La encendí y me estaba esperando en el mismo punto y final donde la había dejado semanas atrás. Volví a comenzar la reescritura desde cero. A revisar de nuevo cada capítulo, cada nombre, cada oración, cada coma, cada punto, cada sangría. No hizo falta que la negra Jacinta me dijera nada, comprendí perfectamente su rabia y su humillación: “Claro, yo me calo todo el embarazo y todo el parto para que al final te lleves a la criatura con tu nueva novia que es más joven y guapa”. Entendí también que la sueca no había muerto de muerte natural. El fantasma de alguien le había ajustado las cuentas al espíritu de alguien. Y que Jacinta estaba absolutamente consciente de lo que había hecho. Consciente y además contenta.

Jacinta murió una semana después de volver al terruño. Un día la fui a encender y no quiso. Su alma se habrá ido, me imagino, a ese sitio donde se van los que saben que su misión está cumplida y que, a pesar de los picos y valles, lo han hecho bastante bien.

miércoles, 26 de agosto de 2009

El complejo de Frankenstein


Para los griegos pocas cosas eran tan abominables y tan dignas de castigo como la soberbia. Comportarse como un Dios, o incluso atreverse a humillar a los enemigos, era castigado por los dioses del Olimpo por mediación de la diosa Némesis. Los griegos llamaban Hibris a ese pecado que cometen los soberbios, los arrogantes, los que se jactan de estar por encima del resto de los mortales. Y toda Hibris era recompensada inefablemente con su respectiva Némesis. No puede ser digno el héroe que humilla a quienes vence, ni tampoco el héroe que se toma atribuciones que no le corresponden.

Cuenta la mitología griega que la arrogancia de Perseo era tal, después de lograr sus descomunales hazañas, que los dioses decidieron mandarle a un enemigo que él no pudiera derrotar. Le enviaron un escorpión justo cuando el héroe dormía, despertó con el aguijonazo y se apresuró en buscar su arco y sus flechas para darle muerte al agresor; sin embargo el efecto del veneno le ganó el cuerpo. Moriría Perseo viendo alejarse al escorpión y por esa razón, cuando en las noches levantamos la mirada hacia la bóveda celeste, nunca las constelaciones del guerrero Perseo ni la de Escorpión coinciden en el mismo cielo nocturno. El héroe, valga la metáfora astronómica, quedó condenado eternamente a perseguir a un animal que siempre le llevará demasiada ventaja para ser alcanzado.

Supongo que esa misma mecánica operó en la flecha que certeramente Paris le encajó en el talón a Aquiles. Nadie podía negarle a Aquiles su grandeza entre los grandes guerreros; pero nadie tampoco –por muy encolerizado que estuviera el héroe por la muerte de su amigo y escudero, Patrocolo- podía justificar que Aquiles, luego de dar muerte al troyano Héctor, atara su cadáver al caballo que jineteaba para arrastrarlo frente a todos, incluso frente a su anciano padre, Nestor. Para decirlo en criollo, allí Aquiles se fue de palo, se pasó de la raya. Tienes derecho a vencer y a sentirte victorioso, pero ese ensañamiento con el vencido no te lo vamos a admitir.

La flecha disparada por el cobarde y conflictivo Paris, hermano del humillado, sería la portadora de la dosis necesaria de Némesis para ponerle coto al exceso de Hibris que le nublaba las entendederas a Aquiles.

En la ciencia ficción -sea ésta en literatura, en cine o en cómics-, existe una especie de contextualización moderna de este mismo tema de castigos divinos e inevitables para quienes actúen con soberbia. Le llaman el complejo de Frankenstein. Y, tal como su nombre lo indica, se recoge en la metáfora de un monstruo que se vuelve en contra de su propio creador. No nos corresponde a los hombres jugar a ser dioses ni tomarnos atribuciones que decidan la vida de otros seres. Quien ose jugar ese juego, sólo reservado a Dios, será castigado; y no puede haber un castigo más ejemplar que la rebelión de la propia criatura. Aquello que has creado está destinado, y te condenará mañana, a una muerte horrible que ejecutará con sus propias manos.

A buen entendedor, pocas palabras. Que nadie se asombre mañana cuando en otros escenarios mucho más cercanos y cotidianos se repita ese espantoso partido de fútbol (con prórroga y penalties incluidos) que se dio en Milán con el cuerpo de Benito Mussolini como balón.

Si algunos leyeran más mitología griega y más ciencia ficción, en vez pasarse la vida jugando a los dioses malcriados en tiempos de guerra, ya habrían puesto sus barbas en remojo. Quizás. O por lo menos tendrían oídos para escuchar que ya Frankenstein se ha desencadenado y viene en camino.


lunes, 10 de agosto de 2009

El arte de encajar las sobras



Creo que lo ideal sería mirar el video antes de leer lo que sigue.

No es que me guste especialmente la música de Koop (tampoco me disgusta, pero con todo respeto no es precisamente mi “cup of tea”), y el video a lo Wong Kar Wai está bien; pero tampoco es eso lo que me conmueve.

Me gustaría adivinar que tal vez han caído en la misma trampa que mi esposa me ha tendido y en la que yo caí redondo y sin red de contención. Porque lo que realmente me llama la atención es el hecho de que Koop parece una banda, una pequeña orquesta de jazz, y resulta que no, que se trata de la pequeña mentira –o, mejor dicho, el intrincado disfraz- de apenas dos sujetos: Oscar Simonsson y Magnus Zingmark.

La música que acabamos de escuchar está hecha de retazos, de grabaciones, de fragmentos tocados por otros. Este par de suecos vienen a ser una especie de arquitectos que se encargan durante años –con paciencia de dioses y con dotes de meticulosa costurera- de armar edificaciones a partir de columnas, ventanas, dinteles, pilotes, vigas, pedazos de techo y de piso que han encontrado por aquí y por allá. Se arman un traje que les queda como un guante a punta de ropas prestadas. Ellos, a partir de las piezas sueltas, de los sobrantes dejados por los demás, diseñan una estructura, una suerte de rompecabezas musical al que “solo” (valgan las comillas, porque vaya que el trabajón ha de ser monumental) falta ponerle el cemento unificador.

Perdón, también ponen la voz, porque el canto es lo único que garantizan que no ha sido previamente sampleado. De resto, esa canción es el producto del armonioso empate de trocitos de centenares o miles de otras canciones.

El cineasta Alan Berliner hace más o menos lo mismo pero con películas. Unos documentales de pietaje encontrado donde él no filma absolutamente nada, ni siquiera un rollo. Ese material bruto con el que trabaja pertenece a otros y él simplemente se inventa un guión creíble y lo monta todo para que la mentira pase casi desapercibida.

Me fascina, desde el punto de vista literario, la metáfora que nos plantean con su música este par de suecos y Berliner con su cine; porque el mecanismo con el que se construyen sus obras, sus enormes mentiras que parecen una cosa que al final no son, es idéntico al que todos utilizamos para armar un relato.

Y yendo mucho más allá, así tal cual, con fragmentos dispersos que nos hemos topado en la existencia y que luego nos empeñamos en hacer encajar en un cuento más o menos congruente (no sabemos lidiar con el absurdo), nos construimos eso que llamamos una identidad o aquello que denominamos memoria.

martes, 4 de agosto de 2009

Sugerencia para un crimen mediático (I)

Lo primero que hay que hacer es abrir un operativo para que todos los simpatizantes de la recién fundada organización no gubernamental - clandestina y sin fines de lucro, por supuesto- , ACM (Amigos del Crimen Mediático), donen sus sábanas blancas.

Todas las sábanas sirven, las toallas también, al igual que las camisas, las medias, las fundas de almohada, incluso la ropa interior; lo que importa es que sea tela blanca y limpia. De empatar todos los retazos se encargarán con gusto nuestras madres y abuelas -aunque cualquier voluntario que sepa coser, independientemente de su edad, creencia religiosa y género, también será bienvenido-. Los más pequeños pueden ayudar a enhebrar.

En mitad de la madrugada (que nosotros también hemos aprendido a actuar a oscuras y asestar nuestros buenos golpes en medio de las sombras) hay que treparse silenciosamente al techo del Teatro Teresa Carreño . Desde arriba se lanza la tela de manera que cubra toda la estructura. Vamos a hacerle un homenaje a Christo y a su esposa Jeanne- Claude, a imitar lo que le hicieron al Teatro de la Opera de Sidney, al edificio del Reichstag y a tantas obras arquitectónicas más. Vamos a forrar en tela blanca al Teresa Carreño, a arroparlo, a ponerlo a buen cobijo. Lo dejaremos impecablemente recubierto, alisado y sin pliegues, que ese forro sea como una segunda piel para el teatro.

Y un par de horas antes del amanecer comenzará la función. Proyectaremos la película desde las torres de Parque Central, puede que desde el Zigurat de la Mezquita en Quebrada Honda, para que las imágenes cobren vida sobre esa enorme pantalla tridimensional. Va a ser una belleza ese cine al aire libre, gratis, monumental. Hermoso, como un pedazo de sodio que se deja caer en esa sustancia acuosa donde nadan los pensamientos. Que seguro, en esas dos horas, algo se mueve. Y cuando aparezcan los créditos entonces saldrá el sol.

Lo que único que hay que decidir es si nos lanzamos con “El planeta de los Simios” (la original del 68) o la versión cinematográfica de “1984” de George Orwell. Aunque, claro, se escuchan propuestas; joder, porque aquí, al menos aquí, seguimos siendo una democracia.


lunes, 20 de julio de 2009

La hora más oscura


Siempre lo he dicho y moriré convencido de ello: yo escribo por una mentira. Por una mentira enorme y hermosa que me sembró papá cuando era niño. Me dijo: yo soy como el papá de Picasso que era un buen dibujante y le enseñó a Pablito a hacer sus primeros trazos; yo no seré Picasso, pero tú sí.

Qué cosa increíble, yo le creí; porque en esta vida uno tiene que aprender a creerse ciertas mentiras. Y el que no se las cree se muere de infelicidad o de incompetencia.

Mi padre nunca jugó al fútbol conmigo (o sí, una vez, pero lo hacía fatal y decidimos de mutuo y silencioso acuerdo mejor dejarlo de ese tamaño), no me llevó al estadio a ver a los Leones del Caracas, ni a Disney, ni a acampar. Y no me hizo falta nada de eso, porque mi padre me llevaba al cine, me leía y me hablaba; y lo hacía a tiempo completo como quien comparte de tú a tú con un igual. Y me contaba unas cosas insólitas, fantásticas, delirantes que yo nunca supe a ciencia cierta si eran inventos del viejo o eso de verdad había pasado. Estoy lleno de mentiras felices que se inventó para mí. Ser hijo de un buen padre que además es un artista es un regalo peligrosísimo. Una bendición cuyo peso llevaremos encima –para bien y para mal- la vida entera.

Cada noche nos tumbábamos en la cama para leer una hora antes de dormir. Entonces, de pronto interrumpía la lectura, se ponía el libro que me estaba leyendo sobre la barriga, tragaba saliva con un chasquido grueso y me decía: “Mira, chamo, allí por la ventana, mira aquella estrella que está allá. Seguro que allí en este momento hay un padre que le lee a su hijo y que de pronto se pondrá el libro sobre la barriga y le dirá a su cachorro: mira hijo, aquella estrella, seguro que allá viven un padre y su hijo, y que el papá le lee, y de pronto se pondrá el libro sobre la barriga para mostrarle la ventana, por donde se ve lejanísima esta estrella donde estamos tú y yo”. Y para mí ese paréntesis de ciencia ficción era también parte de Los tres mosqueteros, era un pedazo –sin hobbits ni elfos ni enanos ni orcos ni magos ni hombres- de El señor de los anillos, para mí el Cardenal Richelieu y el Conde de Montecristo para siempre vivirán también en ese planeta donde los padres les leen a sus hijos y juegan al mirar las estrellas.

Mi recuerdo de papá es el de un hombre apacible que estaba permanentemente leyendo o escribiendo, cuando no estaba hablando. Que hablar, para él, también era una forma de escribir relatos en el aire; le escribía a mi madre, le escribía a las muchachas, le escribía a los vecinos, a sus colegas, a sus alumnos, a sus hermanos y sobrinos. Y cuando el vegetal hablaba la gente se sonreía, como si estuvieran viendo una película o un acto de magia. Cuando ese hombre hablaba la realidad quedaba suspendida, el mundo entero se ponía fuera de foco y por unos instantes lo único que existía y que valía la pena era ese cuentote que estaba echando.

Y papá escribía, infatigable y permanentemente, no sólo en el aire, sino también sobre su tabla de escribir, tecleando luego sobre la máquina, más tarde en su computadora. Y yo pasaba por allí rebotando la pelota o con mis audífonos a toda pata y le daba un beso en la frente “que es donde los hijos besan a sus padres” –decía- y siempre había algo de qué hablar, siempre me contaba algo de lo que había escrito o investigado o leído o vivido. Luego, cuando me hice más grande, esas conversas iban con unas cervezas, a veces con un cigarro –“Chamo, ¿tú no tienes un Chester por allí?” Me preguntaba pasitico luego de enterarse de que fumaba a escondidas-. Así que fumábamos a escondidas los dos compartiendo un Belmont -al que él insistía en llamar “un Chester” Dios sabe por qué-. Y mientras yo me tomaba una cerveza él se tomaba tres. Y cuando yo iba por la cuarta ya estaba borrachín y él que llevaba diez estaba enterito y lúcido. Y yo conducía de vuelta a casa tratando de pisar siempre la línea punteada y así no salirme del carril y él me decía: “qué bueno que te tengo, chamo, estás manejando del carajo”.

Con el paso de los años la casa se nos fue llenando de libros, no sólo de los que compraba el viejo y los que nos compraba a nosotros, sino de libros que fue publicando. Libros que llevaban su nombre en el lomo. Libros de los que nadie o casi nadie dijo ni escribió jamás ni una palabra. Porque ser escritor en este país, como en tantos otros, por lo visto no consiste en hacerse un oficio de la escritura, no siempre es un asunto de literatura, a veces es también una cosa de cultivarse en las mañas del lobby. Es saber con quién tomarte el whisky, a quién palmearle la espalda, a quién escribirle una crítica favorable para que más tarde se acuerde de devolverte el favorcito. Es dejarse ver, tener el look de escritor, tomarse la foto al lado de los que son, cuidarse de ser asociado con estos y de declararse enemigos de aquellos. Y mi viejo no jugaba al fútbol -ya lo dije- ni tampoco al lobby. Él escribía porque creía en eso, porque si no escribía se moría de tristeza o le daba una embolia de tanta historia represada sin contar.

No escribió José Santos Urriola Muñoz para hacerse famoso, ni por el éxito, ni por los derechos de autor, ni por congraciarse con algunos para ganarse el desprecio de otros. Escribió de lo que le dio la gana, escribió de lo que necesitaba contar, e históricamente le supo a rábanos que lo consideraran un intelectual, un autor, un miembro de tal peña literaria o de tal grupo cultural. Y sus amigos de la librería El Gusano del Luz, con quien un par de veces al año se reunía para reírse y echarse unos tragos, no eran para él escritores ni intelectuales: eran amigos. Punto.

Ayer, en la primera página del cuerpo Ciudadanos de El Nacional, Milagros Socorro escribió un texto hermoso y necesario relacionado con los acontecimientos que se dieron a lugar en este país en esos tiempos en los que los astronautas del Apolo 11 pisaban la luna. Y en esas líneas su entrevistado, el Sr. Roberto Llovera-De Sola, mencionó que en 1969 se había publicado la novela “La hora más oscura”, la mejor del año, de un tal José Santos Urriola.

Es un bálsamo, una belleza maciza y luminosa, que cuarenta años luego de su publicación, quince años después de la muerte de Urriola Muñoz, alguien haya tenido la nobleza de saludarlo con un gesto de sombrero. La justicia poética existe, sigue existiendo en detalles sublimes, lo que pasa es que suele perderse entre tanta estupidez y tanta mamarrachada.

Perdonen ustedes tanta letra y tantas vueltas, cuando lo que yo venía aquí era a decir era algo tan simple: Gracias a Milagros Socorro, gracias a Roberto Llovera-De Sola; pero sobre todo gracias a Dios y a la vida que por un accidente sublime se les antojó hacerme hijo de ese hombre.


martes, 14 de julio de 2009

Respuestas sin respuesta


Seguro que a todos nos ha pasado y no sólo una vez en la vida. Nos quedamos con la mente en blanco, o con un aluvión de posibles respuestas atascadas en ese recorrido (a veces infinito o intransitable) que nos separa el cerebro de la lengua. Y uno se va del lugar rumiando todo lo no contestado, intentando ponerle orden al ruido a ver si algo inteligible se deja caer. Pero eso no pasa nunca, nunca nada cae. Pasan los segundos, pasan las calles, pasa la vida y uno todavía nada que encuentra algo sensato ni coherente ni atinado para replicar.

Las respuestas sin respuesta son como manchas en la memoria. Diminutos agujeros negros, lunares no del todo benignos. Paréntesis o lapsus que, aún años después, uno se engancha en el intento siempre estéril de rellenarlos con algo útil.

Yo tengo tres o cuatro. Y como no sé qué hacer con ellos pues los cuento a ver si compartiéndolos los logro ir exorcizando. Acaso lo que pretendo es lanzar una botella al mar a ver si se me la devuelven llena, buscando indagar si hay otros náufragos por allí con otros mensajes por embotellar. O tal vez lo que pretenda es algo similar a lo que intentaron hacer los tripulantes del Apolo 13 cuando presionaron el botón de la radio y lanzaron la plegaria: Houston, we have a problem (lo que quiere decir, en esencia: “Si no nos ayudan nos jodemos porque este lío no lo podemos solucionar aquí”).

Dicho esto, pues aquí les van:

1) El primer día de clases del quinto grado, en medio de una clase de matemática, me toca al hombro mi compañero del pupitre de al lado y me dice: “Chamo ¿cuál es el apellido de Lusinchi?”.
Llevo décadas buscando una respuesta lo suficientemente feliz.

2) Alguien me dijo que en una de las librerías de Centro Plaza vendían cómics, que los tenían escondidos en un rincón secreto. Fui y me pasé horas buscando en los lugares más insólitos. Nada. Me harté a la hora y media, busqué al librero -todo cara y actitud de librero de Centro Plaza-.
—Disculpe… ¿tienen cómics?
—No —respondió indignado y solemne el librero de Centro Plaza—. Aquí sólo vendemos libros.
Allí supe que la próxima vez tenía que preguntar en el Sepentarium del Parque del Este. O en una tienda de fumigación.

3) Ella quería fumar pero en ese bar, por lo visto, sólo vendían Marlboro y ella fumaba Belmont.
—Pregunta al mesonero a ver si tienen Belmont.
Pasó el mesonero.
—Señor, disculpe, ¿tiene Belmont?
—¿De limón o de durazno?
—No, señor ¿que si venden Belmont aquí?
—Bueno, por eso, que si de limón o de durazno.
Apenas se dio media vuelta ese hombre nos paramos y nos fuimos.

4) Yo dejé de ir a la panadería de la esquina porque la viejita que atendía era muy hablachenta y además hablaba un catalán muy parecido al finlandés antiguo. Y cuando hablaba castellano era muy parecido al finlandés actual. Yo no entendía nada y siempre acababa vendiéndome el pan que a ella se le ocurría. Descubrí otra panadería cerca, el pan era malo pero la panadera estaba buenísima. Yo señalaba con el dedo, como los carajitos que empiezan a hablar, porque los modelos de pan eran tan distintos a un canilla, a un campesino, a un pan sobado, a una acema, y además tenían nombres increíbles como chapata, payés, flauta, bazo, hogaza, morena, libreta, mollete y manolete. Y yo nunca supe quién era quién. Así que una mañana, después de tener a mi guapísima panadera dando tumbos por toda la panadería: “no, ése no, el de la izquierda, pero el de abajo, no tampoco, el que está justo al lado, no, pero del otro lado, ése que es largo pero no tan largo, el que tiene como la punta cuadrada pero punta roma”, me envolvió de mala gana la barra de pan en un papel y me lo lanzó sobre el mostrador.
—Oye perdona, qué nombre tiene este pan— aventuré
La tipa tomó impulso, moduló muy lentamente, con toda la boca y todos los dientes, como quien está enseñando a hablar español a un marciano muy bruto.
—Se llama PAN.
Pasé años comiendo un pan distinto cada día, a gusto y antojo de mi anciana panadera de la esquina; sosteníamos largas conversaciones donde yo no entendí nunca una sola frase entera. Ni ella a mí.

jueves, 9 de julio de 2009

A tres cuadras de aquí


Ese día, durante toda la mañana, estuvieron hablando de lo del sobrino de Ricardo, que al pobre lo habían matado para quitarle un BlackBerry. Y alguien, en medio de ese gallinero suelto, justo en esos momentos en que todos se callan y el susurro se convierte en un grito que irrumpe en el silencio, dijo: “¿Y cómo es que son esos perros?”.

Pero ése no es el cuento. El cuento es que ese mediodía me dio miedo ponerme los audífonos a todo vatio para superponerle a la banda sonora de Caracas mi propio soundtrack y así forzarme (y forjarme) una nueva película particular. Ese día pensé que la ruleta rusa en la que vivimos me iba a tocar por necesidad, que el ángel de la guarda me iba a decir: “Panita, lo lamento, pero yo estoy exhausto. Yo llego hasta aquí”. Y además me puse a pensar en algo que siempre me ha angustiado: cuál será la última canción que uno oirá en esta vida. Es decir, en qué y en quién estarás pensando cuando te toque. Morirse oyendo reggaeton tiene que ser un tipo de muerte. Y yo preferiría otra muerte.

El punto es que ese día me lancé a la calle sin los audífonos y gracias a ese detalle nimio no me perdí el cuento que presencié a unas tres cuadras de aquí.

Está un indigente metido de cabeza en un pipote de basura, literalmente clavado dentro del barril metálico con los pies pedaleando en el aire. Emerge de allí cubierto de muchas cosas y con dos trofeos en las manos: un vasito plástico con algo que hace varios días fue (quizás) jugo de piña (o de guanábana) y con los restos de una cosa parecida a un sándwich de chorizo (o tal vez pizza). Se los devora con un gusto increíble, le brillan los ojos y los dientes debajo de la maraña de pelos. Una señora sale en ese preciso instante de un restaurante con una bolsa en la mano. Se nota que es algo caliente metido en un envase de aluminio, acompañado de dos trozos de pan y una lata de refresco. La señora, deteniéndose a mi lado, se le queda viendo al hombre y se conmueve:

—Señor…. Señor… oiga, ¿no quiere comerse este pasticho?

El hombre, imperturbable, permanece con la mirada perdida en el vacío, apura el último trago y se relame el borde del vaso haciendo círculos con la lengua.

—Tome, señor, cómase este pastichito que está rico.

Hasta que el tipo finalmente se digna a girar la cabeza en dirección a la doña, se le queda viendo a la suculenta bolsita que le extiende y dice:

—No, vale ¡Que voy a estar comiendo yo esa mierda!

sábado, 4 de julio de 2009

A treasure


Me gustaba esa niña, sólo que aún no tenía idea. Nunca lo supe, hasta que un día compartimos el columpio. Nos sentamos frente a frente en la misma rueda de caucho, la única que quedaba libre en el parque, y mientras nos balanceábamos adelante y atrás nuestras rodillas se rozaron. Fue un poco raro pero vaya que se sentía bien. Allí supe que esa tal Verónica me gustaba un montón y que ojalá siempre quedara un único columpio libre para tener que compartirlo con ella.

Un año más tarde ya estábamos en primer grado, era un lunes y además de inseparables éramos ricos. Su padre le había dado una moneda de 5 bolívares y mi madre me había dado otro fuerte, idéntico, macizo y plateadísimo para que lo administrara exclusivamente en sándwiches de queso y jugos naturales. Con esa monedota uno comía en la cantina una semana entera y hasta sobraba para chocolates y helados (aunque estuviera prohibido).

Antes de la hora del recreo la llamé aparte y le mostré mi fortuna comprimida en el bolsillo. Ella me mostró la suya y decidimos, sin decir palabra, que no la podíamos malgastar en comida. Había que guardarla para más adelante, para una ocasión que valiera la pena. Durante el recreo nos apartamos del grupo, no comimos, no jugamos a la Ere, no hubo doy la piedra pero no la recibo. Nos fuimos al fondo del patio, al final de la cancha de voleibol y metimos las manos entre los huecos de la reja. A cuatro manos abrimos un hueco en la tierra, ella puso allí su moneda y yo la mía, muy juntas, rozándose las rodillas. Cubrimos ese tesoro de 10 bolívares a veinte dedos y dejamos una ramita clavada en la cima del montículo, como si fuera la tumba en miniatura de alguien importante.

No hubo en todo el año ocasión ni misión que ameritaran el desentierro de los dos fuertes. Siempre podíamos compartir el sándwich de queso, sorbernos el jugo de naranja a medias, partir a la mitad la barra de chocolate. Cualquier cosa, en caso de un apuro, eso seguía allí en su lugar secreto esperando turno.

Al año siguiente a Verónica la cambiaron de colegio o de país. No la volví a ver en mi vida y no tengo la menor idea de qué fue de la suya. Pero durante los once años siguientes que frecuenté esas canchas le pasaba por al lado a la tumba del tesoro y me le quedaba mirando de soslayo, sabiendo que seguía allí. Creo que incluso perdimos un par de juegos vitales de voleibol por mi culpa, por estar viendo hacia otro lado y pensando quién sabe en qué.

No he vuelto a pisar ese lugar en los últimos veinte años. Hasta hoy. Esta noche habrá reencuentro y habrá fiesta. Y tragos y risas y músicas y recuerdos de la época y forzosamente también habrá cantidades de cirugías reconstructivas -mentales y a toda velocidad- para adivinar quién carajo será esa persona tan cariñosa que lo saluda a uno, sepultado debajo de esas canas, de esa calva, de esas arrugas, de esa barriga, de veinte años de trote. Y en medio de todo eso, lo puedo jurar, pienso escapar a las canchas de voleibol sin que nadie lo note para cerciorarme de que el tesoro sigue allí, a buen resguardo, en su rinconcito secreto detrás de la reja.

Seguro que sí. A no ser que Verónica se me haya adelantado en un momento de necesidad.