jueves, 28 de enero de 2010

Al otro lado (parte 1: el hombre con los zapatos de futbolito)


Yo alquilé ese anexo que era todo verde y sin puertas ni paredes (excepto las del baño, claro), con ventanal gigante y vista al Ávila, y mis caseros me dijeron aquí serás muy feliz, esto es pura paz y tranquilidad y aquí nada te molestará porque vivimos solo nosotros y nuestro hijo. Y detrás de los hombros de mis caseros se asomó un calvo como de 35, vestido con bermudas, camiseta sin mangas y zapatos de futbolito.

Esa noche me acosté a dormir y mientras miraba al techo tenuemente iluminado por las luces de la ciudad distante (tan apacible y tan bonita que se ve a lo lejos, no te la crees), pensaba en mi casa nueva y la vida nueva que ahora se me abría y en los sonidos del nuevo hogar con sus nuevos grillos, sus nuevas ranas croando y que las cosas -a pesar de todo- estaban bien e iban a mejor… y en eso un cuerpo se dejó caer con todo su peso muerto contra una poltrona y con un dedazo -que seguro abolló el control remoto- encendió la tele con Globovisión a todo vatio.

Esa noche no dormí, estuve hasta el amanecer mirando los huequitos del techo con Globovisión de banda sonora gritándome que el mundo en general, y este país en particular, están aún peor de lo que ya sabíamos. Fue una experiencia demoníaca en la que perdí, por lo bajito, un millón de neuronas.

La noche siguiente fue idéntica a la primera. Y la siguiente. Y la siguiente también. Fue en una de esas madrugadas insomnes cuando me fijé que, disimulada detrás de un armario -y pintada con la misma pintura de la pared para que el camuflaje fuera impecable-, había una delgada puerta de madera balsa que separaba mi anexo del planeta del simio. Por la mañana, con unas ojeras del mismo color que las orquídeas de la maceta de la entrada, me topé con mi casera, una viejita adorable que infatigablemente estaba en su cocina haciendo arepas fritas. “Doñita, disculpe, es que se me mete el ruido del televisor todas las noches y yo soy de dormir poco y mal, ¿será que le pueden bajar un poquito el volumen?”. Y ella me respondió: “Yo le digo a mi hijo, que ése es su cuarto de la tele”.

Pero llegó la noche y de nuevo el amanecer fue con Globovisión y lo único que pude comprobar fue que los tapaoídos de nadador que me compré en la farmacia servían, sobre todo, para escuchar la tele igualito pero por debajo del latido del corazón.

Por la mañana -convencido de que así es como se forja uno un ACV en cómodas cuotas- me encontré al pelmazo de la casa metido de cabeza debajo del capó de su carro. Un carro destartalado en el que siempre estaba haciendo de mecánico pero al que no logró encender ni una sola vez en todo el año que viví allí. Llevaba bóxers de tela raída y zapatos de futbolito sin medias. Le toqué al hombro con la misma gentileza con la que él trataba a su control remoto y le dije que tenía una semana sin dormir por su culpa, que ya lo había acusado con su mamá, que por favor respetara a la raza humana y que yo era un tipo pacífico e inofensivo pero que tenía antepasados sicilianos y vascos así que mosca pues. A lo que me dijo: “Ah, sí va… weon”.

Y llegó entonces la octava noche y finalmente dormí. Dormí como si me hubieran apagado, como al robot de Perdidos en el espacio cuando le quitaban la pila; pero a las 4 de la mañana algo de nuevo se dejó caer sobre la poltrona, sonó un dedazo contra el control, se disparó Goblovisión con el volumen en 100 y yo me fui hasta la puerta condenada, esa delgada madera que separaba mi purgatorio personal del infierno de al lado y toqué a la puerta gentilmente con cuatro puñetazos seguidos.

Al otro lado, varios segundos después, sonó la voz del manganzón: Sí… ¿Quién es?