lunes, 22 de enero de 2007

Melancorrilla

Roberto Bolaño en Nocturno de Chile menciona algunas anotaciones fantásticas del filósofo Friedrich von Schelling. Llevaba el registro Schelling de una serie de experimentos de neurocirugía para controlar la melancolía, intervenciones en donde al paciente se le seccionaban las fibras nerviosas que unen el tálamo a la corteza cerebral del lóbulo frontal.

Se me ocurre pensar que, luego de cada cirugía, el jugo de la nostalgia, esa esencia misma de la melancolía fresca recién exprimida, quedaría atrapado en pequeños frascos de cristal como peligrosos perfumes. Acaso los trocitos mutilados servirían como semillas que se acomodarían entre algodones húmedos en germinadores. O quizás como gases fluorescentes, diminutos tornados encerrados dentro de esferas de vidrio.

Se me antoja, también, que esa materia con la que se hacen los recuerdos aún debe estar viva. Que a lo mejor si armamos una brigada imposible llegaremos hasta el estante donde aún pululan esos gases, donde los germinadores muestran ya sus retoños, donde los perfumes aguardan por ser destapados y olidos.

Regresaremos con todo ello, para convertirnos en los guerrilleros más nobles y absurdos jamás. Para que en cada atentado caiga una semilla de tálamo en tu desayuno; una gota de corteza cerebral en cada sorbo de café negro; para que por las noches se te hinchen las fosas nasales con el despiadado aroma de la melancolía.

Y te darán entonces ganas de hacerte chiquito, jugar de nuevo pelota, nadar en el río, leerte todo eso bueno para lo que nunca tienes tiempo por ser tan importante, ganas de escuchar más y hablar menos, de bajarte de ese pedestal de mierda en el que te has -y te tienen- encaramado, desde el que te has hecho tan adicto a los aduladores para que puedas jurarte un astro, un cometa, un protagonista, un salvador. Ganas enormes de volverte a casa a pie y en silencio. Volver para ser –sencilla y llanamente- un buen hombre, qué vaya que ya es bastante.

miércoles, 17 de enero de 2007

Señales extrañas I


1)
Un oso polar remonta un glaciar, el mismo que durante milenios ha sido recorrido cada invierno por sus antepasados; pero el calentamiento global ha descongelado el Ártico, se resquebraja el suelo bajo sus patas, cae el animal, acaba malherido sobre un témpano. Y por primera vez en la historia, al menos que se tenga noticia, son las focas quienes devoran a su depredador natural. Focas hambrientas que como buitres se lanzan a un festín donde se descubren como nuevas comensales sin haber sido invitadas, sin importarles todo aquel cuento de la cadena alimenticia y el equilibrio ecológico.

2) En el zoológico de San Francisco dos pingüinos machos compartieron acuario durante años. Quiso el destino que los científicos integraran a una hembra. Tony era homosexual convencido, su amado amigo, por lo visto, no lo era. Se enamoró el otro pingüino de la hembra y Tony se quedó por fuera, triste cautivo, voyeur de un espectáculo que no deseaba presenciar. Se entregó a la muerte, deprimido, no hubo fuerza en este mundo que lo convenciera de alimentarse nunca más.

3)
Conocí el otro día a una chica, amiga de la infancia de un colega. Hace una semana se iba a casar. Ya no. El novio decidió no hacerlo, y además decidió decirle toda la verdad: “Es que no puedo, porque soy de Urano. Y muy pronto me van a venir a rescatar”. Ella está triste, pero comprende. Menos mal que le avisó.

4)
Más de 500 muertes violentas hubo en este país solamente en el pasado diciembre. La mayoría por arma de fuego, el resto por arma blanca. Lo bueno es que este año -ya está todo dispuesto- se fabricarán las primeras pistolas Made In Venezuela. Ya era hora, de verdad que es nuestra mayor carencia nacional. Por las balas ni nos preocupemos porque esas sí que las hacíamos ya desde hace rato. Y hay de sobra.

5)
Johnny Walker decidió que la mejor manera de venderle whisky a los latinoamericanos es con un androide que habla como recitara fragmentos de “¿Y quién se ha comido mi queso?”.

6)
Le comento a un conocido: “Me pareció verte el otro día a lo lejos, ibas en un Corsa dorado cerca de El Cafetal”. Me responde inmediatamente: “No, ése no era yo”. Hace una larga pausa, pensativo, casi un minuto, y completa: “Aunque bien podría haber sido yo, porque vivo por El Cafetal. Pero yo no diría que mi Corsa es dorado… más bien es color champán”. A partir de allí nos comunicamos por señas. Y estrictamente lo necesario.

7)
El carnaval pasado presencié una partida de futbolito callejera. En el equipo donde Batman arqueaba los defensas eran dos hermanitos disfrazados de Chávez (no de presidente sino cuando llevaba el look golpista). El goleador del equipo contrario, un retaquito de acaso un metro, lucía su impecable disfraz de miniHitler. Tenía una zurda prodigiosa con la que pateaba mientras con la mano derecha se sostenía el bigotito.
Tengo miedo de imaginar qué nos traerá la nueva partida, un año después.

lunes, 15 de enero de 2007

Juan, el recurrente


Tengo varios días soñando con Juan, un tipo a quien no conozco.

El sueño de Juan es recurrente, ocurre siempre en el mismo lugar aunque los actores de reparto no son siempre los mismos. La situación y el desenlace sí.

Estoy caminando por un lugar gigantesco hecho de concreto y cristal. Algo como un estadio desierto, quizás sea el Helicoide o el Poliedro. De esos lugares que uno siempre imagina atestados de gente pero que cuando se nos aparecen vacíos están investidos de un pánico especial. Hombres armados vestidos de verde oliva custodian el edificio. En el sueño sólo se me está permitido caminar por el pasillo y entrar a tres salones. En el primero hay niños, como si se tratara de una guardería; juegan, hay una parrillera con salchichas y carne para hamburguesas. Los niños comen perrocalientes, cantan, gritan, corren, se pelean, muerden hamburguesas y beben refrescos. Hace calor y se está llenando todo de humo y de olor a carne quemada; pero los niños son felices. Salgo de allí. En el segundo salón hay un despliegue espléndido de ensaladas de colores, los tomates son de un rojo ofensivo, el verde de las lechugas es radioactivo, hay pastas con infinidad de salsas, bandejas metálicas con mariscos, langostinos, cangrejos y langostas del tamaño de gatos. No hay comensales, excepto uno al fondo de la barra, un gordito calvo a la distancia que no logro ver bien –y tampoco me interesa-, y hay una señora vestida de negro que es la encargada de servir. No le veo la cara, está tapada por un largo mechón de cabellos oscuros, apenas se le ven las largas uñas pintadas de negro aferrar con crueldad el metal de la cuchara limpia. Tengo hambre, pero no quiero entrar, me parece sospechoso que algo que pinta tan bien esté tan vacío. Y no me gusta la mujer, parece una bruja. Me asomo al tercer salón. Está lleno de gente, empleados de oficina, enfermos, médicos, también algunos amigos a los que tengo tiempo sin ver. Las mesas son blancas, los cubiertos plásticos, los vasos desechables, las señoras que sirven son enfermeras portando gorros y tapabocas, vestidas de azul celeste, verde claro o blanco. Hay que entrecerrar los ojos para que el reflejo no castigue el iris. Huele a repollos hervidos, a coliflor blando y brócoli pálido, a consomé con gruesas burbujas de grasa, a gelatina floja sabor a fresa, a jugo de patilla pasada o lechosa madura, pollo a la plancha y arroz blanco. Pienso: “ni de vaina, es comida de enfermo”. Regreso al segundo comedor, tomo un plato y antes de que logre hablar con la bruja de negro para que me sirva, veo con el rabillo del ojo que el gordito calvo que estaba al final de la barra, a decenas de metros, se viene levitando hacia mí con velocidad de vértigo, vuela hasta ponerse a mi costado tocando codo con codo. Le veo el perfil, gordo, cincuentón, pelo cano y de punta, calvicie agresiva que le gana casi la totalidad de la cabeza. Sonríe y voltea. Y cuando me ofrece el perfil oculto le veo las carnes abiertas, venas palpitantes, sangre fresca, el hueso mellado. Como si lo hubiera recién atropellado una gandola. Mejor, como si se lo hubiera masticado un dinosaurio. Y no sé por qué, pero lo sé: es Juan. Preso del pánico, con un miedo infantil como si fuera un niño de 5 años retrocedo de espaldas –Freud llama a ese miedo die heimmlich, algo así como “lo siniestro”- salgo del comedor sin dejar de clavarle la vista a Juan. Juan tampoco deja de clavarme su sonrisa a lo Barón Ashler. Acabo sentado entre los niños comiendo hamburguesas, perrocalientes y sorbiendo refrescos de colores.

Hace un par de días una colega me presentó ante los asistentes a un curso: “Y él es Juan”. Yo me apresuré en corregir: “No, perdona, yo me llamo José”. Al final de la sesión me despidió a la distancia: “Chao, Juan, hasta el próximo jueves”. Otros se sumaron en coro: “Hasta la próxima, Juan”. Camino al auto, aún con el mal sabor por la confusión de nombres, me encontré con un antiguo estudiante: “Profesor Juan, cuánto tiempo”, me saludó con amplia sonrisa. Yo dije: quédate tranquilo, estás oyendo mal, duermes poco y tenso, la fatiga te juega una pasada. No respondí, seguí de largo.

Esta mañana el vigilante que cuida el estacionamiento me saludó: “Epale, Juan, no te había visto, hermanazo, feliz año”. Y sobre mi escritorio me esperaba un sobre con un estado de cuenta de mi tarjeta de crédito. Señor Juan Urriola, decía en negritas al otro lado del plástico transparente.

En cualquier momento, estoy comenzando a intuirlo, me llevará por delante un camión o mejor aún me morderá un dinosaurio. Imagino que envejeceré unos treinta años en pleno susto, perderé el pelo y el poco que quede en pie será descolorido y de punta. Ah, y se me inflará la barriga. Coño, pero en el fondo estoy contento, porque esta noche no me sale comida chatarra para carajitos. Que me tiene harto. Y esta noche, también, aprovecho y le pregunto a ese tal José por qué carajos sale tan asustado del comedor, aterrorizado y de espaldas, cada vez que me ve. Si yo lo que hago es sonreírle… y además ni siquiera lo conozco.