domingo, 22 de marzo de 2009

Filosofía de carnicería


Alberto sostiene que las mejores tortillas mexicanas que se consiguen en Caracas sólo se pueden comprar por medio de una operación intrincadísima donde uno siente que lo que está comprando es coca en vez de maíz. Que las vende un solo señor, en el barrio de Artigas, el nombre no se puede decir y el teléfono es complicado obtenerlo –es sólo para algunos elegidos- y que la cita es en el estacionamiento del KFC de Artigas. Te lleva el encargo en una bolsa oscura, tú sueltas el dinero y ya está. No se puede hablar ni distraerse mucho, porque los empleados y vigilantes del KFC tienen órdenes de ahuyentar a cualquiera que no traiga verdaderas intenciones de jartarse de pollo frito.

Había quedado Alberto a las 10.30 de la mañana con el mexicano de las tortillas. Poco antes de llegar Alberto lo llama al celular secreto: estoy llegando a buscar mi encargo. Lo siento no está listo. ¿Y entonces cómo hacemos? Dame una hora, en una hora lo tienes en el estacionamiento del KFC.

Alberto se pregunta: y ahora qué hago durante una hora, Artigas no es un barrio del todo seguro, pero meterse un desayuno del KFC puede ser aún más peligroso. Recuerda entonces que hay una carnicería por allí cerca donde acostumbraba a comprar la carne con sus padres cuando era niño y vivían por la zona. Mejor compra la carne para rellenar los tacos de una vez y así hace tiempo de una manera eficaz. Se enfila hacia allá.

El lomito tiene buena pinta, la gente habla de política, bromean con los carniceros, aseguran que hoy van a comprar toda la carne que haya porque luego de las nuevas medidas económicas que anunciará el Presidente esta tarde no se va a poder comer carne más nunca en este país. Alberto está perdido en el lomito, midiendo el tamaño del mundo, de la carnicería y el suyo propio luego de 50 años sin pisar el lugar. La gente al verlo tan serio y tan callado le pregunta si es chavista. Alberto sonríe, hace memoria y responde: “Aquí el lomito es bueno”.

Encara al macizo carnicero que se apoya de ambos brazos extendidos sobre el mostrador: ¿A cuánto me sale este lomito? A 120 mil. Coño, está cariñoso, ¿no?

El carnicero se ríe y suelta una frase que lo justifica todo, que le da sentido al costo de la carne, a la hora de espera por las tortillas, al paseo por Artigas 50 años después: Es que la buena vida es muy cara… y la otra, no es vida.

Un viejito que sale con su bolsita de pollo en la mano, pasando justo en ese momento detrás de Alberto, escucha la máxima filosófica del carnicero y comenta: Ay, hijo, y lo que cuesta vivir esa que no es vida.


jueves, 12 de marzo de 2009

El delirante mundo paralelo de las películas piratas



El arte de la traducción, como bien lo dicen los italianos con su incuestionable traduttore, traditore, está riesgosamente acompañado de la traición. Es una cosa como para quitarse el sombrero eso de intentar poner en el idioma propio la frase que recoja la misma esencia y el mismo espíritu de unas expresiones que han sido concebidas para tener sentido en otro idioma. Lo más fácil –y lo que suele suceder- es que la traducción acabe por aniquilar o tergiversar aquello que el autor quería decir. Y si se trata de subtítulos, pues peor aún, porque los factores de riesgo aumentan, hay que considerar también el espacio de la pantalla, pensar en el tiempo que debe durar el subtítulo contrastado con la velocidad de lectura, en armar un silencioso pero efectivo código para que el lector no se confunda, no se maree ni ponga las letras blancas en boca de quien no las pronunció.

En esta tierra de comedores de arepas se unen dos reactivos que combinados pueden reaccionar muy pero muy feo: 1. que en Venezuela las películas se ven subtituladas. 2. Que subtitular es dificilísimo. Ah, y me faltó la cereza para coronar el pastel: tenemos una robusta, prolífera y muy saludable industria de peliculeros pirata.

Creo que no existe otro país en el mundo donde los subtituladores se den la licencia de poner justo antes del título de la película: “Edgesy presenta” o “Lautana@hotmail.com presenta” o unos inserts amarillos que ocupan media pantalla para decir: “Traducido por Guaralito, Bembaeperro, Obi-Wan-Quesudi y Los morochos”. Y uno, que ya está acostumbrado al desmadre dice: “Coño, no podemos seguir comprando las traducidas por Edgesy, son una mierda”.

Lo insólito es que ya la película no es de Paramount ni de Universal, tampoco es una película de Kubrick o de Lynch, no, aquí quien tiene el honor de presentártela es el pana que le puso los subtítulos a la copia pirata. Y justo después de eso, la película pirata que estás a punto de ver pero que no termina de comenzar, te obliga a ver una propaganda mexicana sobre lo terrible que es ver películas piratas, que eso es un crimen federal, que es perseguido por el FBI, que es comparable a que un niño se robe un examen y cuando el papá se los reclama le dice “Papá, no pasa nada, güey, mi examen es pirata, pirata como tu película”.

Cuando un venezolano recorre con la vista su colección de DVDs no sólo está recordando las películas que ha visto, sino también revisita una cantidad insólita de añadidos, de extras, de caminos que se bifurcan, de otras películas que se desprenden de la película que uno cree haber visto, cortesía todo ello del equipo de piratas (de todos los colores y calidades) que ha permitido que esa película llegue hasta su casa. Hay piratas realmente piratas (que después de someterse durante dos horas a lo que han hecho uno puede decir como el último de los replicantes de Blade Runner: “I have seen things…”) mientras hay otros que merecen el noble título de “Peliculistas” porque hasta los tenemos de arte y ensayo. Los peliculistas de autor son capaces de ofrecerte un surtido mucho mejor de lo que te pudieras encontrar en la FNAC, en Barnes & Nobles o hasta por Amazon.

Si no fuera por los peliculistas uno no pudiera ver buen cine ni cine clásico en este país. Los peliculistas son unos benefactores de la humanidad y algún día deberían ser nombrados parte del patrimonio cultural de Caracas.

Revisando el mundo paralelo que se asoma en mi estante de películas, confesaré que yo, por ejemplo, tengo una copia única en el mundo de El Rey León. Lo digo con orgullo. La compré para cuando los sobrinitos me llegaran a casa. Resulta que la película está grabada desde una de las butacas de la última fila del cine, y que en una de las de adelante hay un tipo con incontinencia que se levanta para ir al baño cada cinco minutos, y que cuando se va a volver a sentar se queda inclinado dándole un reporte a la novia sobre cómo le ha ido. Ese sujeto acaba saliendo en mi película más que el propio Simba, sale el doble. O uno ve a Simba pero con el cuerpo del meón. Y, como si fuera poco, cuando faltan unos 15 minutos para el final, al camarógrafo –que se quedó dormido- se le ha deslizado la cámara y el nuevo encuadre ha grabado solamente la mitad de la pantalla del cine. La otra mitad es negra, vacío, hueco, no hay nada. Yo me pregunto qué entenderán mis sobrinos, porque la ven sin pestañar, como si todo fuera normal, con algo tienen que estar llenando ese agujero negro que les parte la pantalla por la mitad. Mis sobrinos tienen que decir a los amigos: “Mi tío Jose tiene una versión del Rey León que no es la que tú has visto”.

En mi DVD de la reciente versión de “El día que la tierra se detuvo” hay un niño que llora. Llora toda la película. Un bebé que pide pecho o que tiene fiebre. Si logras superar el ruido blanco de sus gritos –nadie lo ha logrado, sólo yo y fue por Jennifer Connelly, que a mí el resto de la película me importa un bledo- al rato se convierte el carricito en un personaje más de la película. Una voz que se superpone a la de Jennifer, la saca de concentración y la pone a decir otras cosas. Se convierte ese llanto en el complemento perfecto para la cara de marciano que no se entera nunca de nada con la que se empeña en actuar Keanu Reeves sea la película que sea. Y de pronto, en la escena más crucial, la película pierde el audio y aparece como un fantasma fuera de campo la voz de la mamá, dulcísima, cariñosísima, que le dice al retoño: “Ya va, mi papito, ya te voy a cambiar el pañal, es que mamita estaba trabajando”.

Pero ninguna como mi copia en DVD extrapirata de Appaloosa, original de Ed Harris, pero versionada delirantemente por Edgesy. La copia que yo tengo es mucho más de Edgesy que de Ed Harris (¿qué carajo será Edgesy? ¿un hombre, una mujer, un travesti, un hamster, una máquina como HAL 9000, un cajero automático?). Porque Edgesy traduce sencillamente lo que le da la gana, lo que entiende, la palabra que le suena y de resto todo es inventado. Y cuando la película lleva 20 minutos tú ya estás perdido que no tienes idea ni de quién es quién. Hay un momento crucial en que el vaquero Viggo Mortensen (que al principio de la película se llamó Avery, luego hacia la mitad Edgesy lo bautiza como Evri y al final de la peli ya se llama Yefri) dice algo entre dientes que es subtitulado magistralmente como: “Qué arrechera esta taza, me recuerda a una pelota”. Y uno se queda viendo esa imagen subtitulada así como si estuvieras dividiendo mentalmente 1789,17 entre 51, 28. Y te dan ganas de reír, de llorar, de ahorcar a alguien, de entregarte redondo a la reflexión de “pero qué mundo tan raro éste que nos ha tocado vivir”.

Los venezolanos, no lo sabemos pero así es, tenemos todos un vórtice en casa. Una compuerta que nos lleva a otra dimensión. Sólo basta abrir la caja plástica en cuyo interior respira el DVD pirata y sin nombre, ese mismo por el que algunos minutos antes hemos preguntado al peliculero: “Chamo y ésta, está de buena calidad” / “Fina. Con menú y todo, el mío”. Tú te lo llevas por 5 Bs de los extrafuertes (como el Atamel) le das play a esa vaina y si puedes te persignas; tú no tienes la menor idea de a dónde vas a ir a parar cuando este viaje te suelte dentro de dos horas. Seguro que ya no serás nunca más el mismo.