martes, 13 de diciembre de 2011

NeoDargüinismo (o la supervivencia del más acto)

Epstracto del tomo 3, Volumen 2 de las Memorias recordadas por sí mismo del Imperator Yaksonbil I (e único).

En lo relativo y concerniente a los oríjenes del NeoDargüinismo.

Sírvome de la presente carta epistolar para efectuar un ejercicio de rememoración de la memoria autobiográfica de mi propia vida. Encontrábanos en aquellos días aciagos de finales del 2011 mi amada Leydisrrum (Imperatrice Primera y Madre Progenitora del NeoDargüinismo) y mi excelsa persona ambos supremamente consternados por la injusta y inmerecida expulsión del Partido, hecho que aconteció cuando una mala tarde de infelice recordación nos presentamos a una concentración convocada en aquel entonces por quien fuera el dictador de turno y a la cuya cual debíamos ir debidamente investidos de ropajes rojos y demás símbolos que nos identificasen como adectos al régimen. Sucediósenos pues la desdicha de que para la susodicha y anteriormente mencionada concentración partidista, nadie tomose la molestia de avisarnos que los colores e insignias del régimen habían cambiádolas recientemente del rojo al amarillo. Acusósenos por tal despiste, humillantemente y públicamente, de opositores y apto seguido expulsósenos del Partido con todas las lamentables repercusiones que acarrearía dicha expulsión, tanto para nuestras vidas personales como para nuestras economías personales también. Excúseseme la expresión disonante, pero nos habíamos quedado Leydisrrum y yo con una mano adelante y la otra atrás, como simples mortales, sin el apoyo del Partido y sin el subsidio carapterístico de la membrecía correspondiente.

Presa de la desesperación, ocurrióseme en esos instantes un apto indigno de la personalidad que hoy conllevo conmigo mismo, proferí en voz alta: “¿¡Leydisrrum y ahora qué vamos a hacer!?”. A lo que ella contestome tajantemente: “No tengo idea, Yaksonbil, pero ya una está acostumbrada a la buena vida y yo no pienso dejar que me saquen de esta mansión, ni voy a vender la camioneta y olvídate de que vas a recuperar los reales perdidos vendiéndome las joyitas. Así que tú verás qué haces”. Fue en ese momento que expresé, sin ser consciente en ese instante de la grandeza profética de mis palabras: “Pues para seguir en este estatus habrá que inventarse algo con ratas y con mierda que es lo único que hay de sobra en esta vaina”. Y, dicho y hecho, así fue.

Leydisrrum quedose durante días royendo mis palabras, pues algo acabaría por ocurrírsenos que tuviera que ver con el negocio de las ratas y la mierda. La ventaja, me había dicho mi estimada cónyugue, era que había muchísimo de ambas materias primas y ambas dos eran de gratuita naturaleza. Más sin embargo no pudimos evitar la hipotecación de la casa ni la embargación por falta de pago de la camioneta Land Rover de 300 mil dólares y con asientos forrados en cuero de testículo de canario que le había comprado a mi mujer a manera de ogsequio en nuestro quinto aniversario de bodas. Estábanos ya acariciando la idea de un suicidio simultáneo de ambos dos (pastillas para ella y un disparo en la vóbeda bucal de la boca para mí, lo que implicaba una dificultosa sincronicidad a la hora de la muerte, pero eso ya lo veríamos llegado el momento del autohomicidio) cuando por fin Leydisrrum exclamó, sosteniendo el frasco letal con la mano siniestra: “¡Yaksonbil, tengo una idea infalivle!”.

Resúltame imposible, en mi calidad de Imperator, confesárosles la fórmula secreta de la línea cosmetológica que ideamos en aquellos áljidos instante mi amada cónyugue y mi excelsa persona de yo. Tan sólo declararé a mis súbditos, como gesto elocuente de mi generosidad carapterística, que durante un tiempo nos abocamos a la ardua tarea de cazar ratas preñadas, epstraerles la placenta a los embriones, macerarlas en aguas servidas vertidas desde una de las cloacas afluentes del otrora gran río citadino, licuar esa masa pestilente hasta convertirla en pasta huntable y perfumarla como correspondía a nuestros dotes de alquimistas. La mápsima que nos guiaba en tal titánica labor había sido enunciada por Leydisrrum: “Las mujeres aquí son muy coquetas, independientemente de la crisis una siempre encontrará de dónde sacar para ir a la peluquería, hacerse las manos y ponerse sus cremitas”.

Arrivose entonces el decembrino mes de diciembre y logramos con magno esfuerzo alquilar un tarantín en un bazar navideño organizado por unos mafiosos chinos que se autodenominaban a sí mismos como Los hermanos Chang. Desplegamos por todos los anaqueles del estand nuestra exclusiva línea de jabones, cremas hidratantes para el baño y la cara, aguas termales embasadas, maquillajes, champuses, acondicionadores y tónicos capilares para el cabello. Vendimos, con fortuna y buena suerte, toda la epsistencia y hasta nos comprometimos con la distinguida clientela en hacerles futuras entregas a domicilio, a sus propias casas, a lo largo del transcurso del año en curso próximo siguiente del 2012.

Fuele bien al negocio cosmetológico. Lo suficientemente bien como para recuperar la mansión y también la Land Rover, e inclusive incluso como para retapizarle los asientos a la camioneta con el cuero testicular de canarios albinos. Más sin embargo siempre hemos sido, y lo seguimos siendo hasta la fecha actual de hoy, una pareja ambiciosa y aspirasionista. Queríamos y merecíamos más. Mucho más. Y en esta oportunidad ocurrióseme a mí la genial idea (valga la rebundancia) de cómo hacer crecer el negocio: “Leydis (apodo cariñoso con el que sólo yo entre todos los humanos tiene derecho a llamar a la Imperatrice), mi amor, tú podrás saber mucho de lo que buscan las mujeres; pero yo creo que deberíamos ampliar el negocio hacia un destino más unisex para tener el doble de oportunidades”.

Y fuese de esa forma como originose Ratorade (que se pronuncia Rreitorei), la más prodigeosa jamás de las bebidas ipsotónicas. Me resultará, una vez más, como comprenderéis, imposible confesárosles a vosotros y a todos ustedes cuál es la fórmula secreta (aún más secreta que la de la Coca Cola) de Ratorade, a pesar de que mi generosidad superlativa me impulsa a reconocérosle: que sí, tiene algo de Coca Cola, que tiene mucho de las mismas aguas y las mismas placentas de embriones de rata que ya susodichamente mencioné más arriba para la línea cosmetológica y que tuvimos que ponerle también las mismas 4 mil y tantas sustancias adictivas que todos sabéis que posee el tabaco y que igualito todo el mundo se fuma.

La bebida ipsotónica en cuestión resultó un éxito absoluto, rotundo, masivo. Millones de personas optáronle por ingerir Ratorade (pronúnciese Rreitorei) como sustituto del agua misma, de jugos fructíferos epstraídos de las mismas frutas o incluso de cualquier refresco. Inclusive propúsose en Asamblea Nacional surtir a todas las casas, negocios, viviendas e instituciones de la región con Ratorade (lo cual se aceptó por voto unánime de todos). Y la gente empezó a adelgazar, a estar en la línea y luego en una línea progresivamente cada vez más y más delgada hasta desaparecer.

Sólo dos grupos sobrevivimos al impacto de Ratorade, lo que derivase más tarde en el subsiguiente desprendimiento del NeoDargüinismo o la supervivencia del más acto: el grupo de los que jamás consumimos ni una gota del líquido elemento (mi Leydis y yo) y el grupo de los hijos engendrados durante el período de cosumición de la bebida ipsotónica. Ya lo sabemos, las ratas son capaces de inmunizar genéticamente a sus crías para que no mueran víptimas del veneno que ha matado a sus progenitores. Habíamos forjado el sueño de toda Gran Nación, el florecimiento de una raza más fuerte de suidadanos e suidadanas.

Fuese así, queridos súbditos, como se dio origen a la nueva teoría dargüiniana de la supervivencia del más acto cuya paternidad y maternidad asumimos con hidalguía, respectivamente mi Leydis y yo. En los capítulos consiguientes de esta magna obra que son mis memorias autobiográficas de mi propia vida contadas por mí mismo os narraré cómo llegamos a eregirnos como Imperatores, pero eso será en otra oportunidad. El trabajo intelectual del que soy gozoso víptima y mápsimo avanderado viene siempre acompañado de la agotación.

Publicado en el Bazar Navideño Los hermanos Chang, diciembre 2011.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Don Peter Gabriel

Creo que la primera vez que tuve noticia de Peter Gabriel fue una tarde en la que, siendo un niño de ocho años, mi primo José Agustín me pasó un libro de fotos de su banda favorita: Génesis en concierto. Y allí vi a un tipo, al cantante, vestido de cubo. También de zorro, de visitante del espacio, de León (con colmillos y todo encima de la frente); pero sobre todo de cubo.

A pesar de las fotos que sí, me parecieron un alucine, la música de Génesis no me gustó. Hay una etapa decisiva en la vida de todos en la que o asumimos como propia la música de nuestros padres, hermanos, primos, amigos u optamos por revelarnos contra ella hasta encontrar algo que de verdad nos haga mella. Pasé un buen rato escuchando la música de otros sin mayores pasiones hasta que cierta noche mi primo Eduardo me puso en el extinto VHS un cassette lleno de drops donde tenía grabados dos conciertos: uno de Kraftwerk y el otro de Depeche Mode. Y en ese momento yo sentí que la música del futuro había llegado, que esa sí que era mi música, que ojalá se hubieran disfrazado también estos locos de cubo, pero ya era pedir demasiado.

Algunos años más tarde, en esos tiempos rarísimos en los que en mala hora se me ocurrió que yo era bueno para estudiar ingeniería, mi grandísimo amigo y hermano de vida, Diego Melchert, me invitó a la Colonia Tovar a bordo de su escarabajo Volks Wagen gris, modelo 67. Celebraríamos que él había se había sacado un 16 en el primer parcial de Análisis Matemático I (mientras que yo me iba a comer la frustración con fresas con crema después del más redondo y escandaloso 02 de mi vida). Íbamos entonces en el escarabajo VW por aquella carretera mojada llena de curvas, bajadas, subidas, escuchando a todo vatio el disco en vivo de Peter Gabriel –ahora sin Génesis, gracias a Dios-, parecíamos dos náufragos a bordo de una barca de hojalata en medio de una tempestad oceánica, y yo venía pensando en ese momento que “San Jacinto” de Peter Gabriel era un excelente soundtrack para despedirse joven de este mundo cruel, cuando entonces Diego, con su calma característica, me dijo: “Me están fallando los frenos así que al final de esta bajada, cuando yo te diga, abre la puerta”. Y así lo hicimos, llegamos hasta la Colonia Tovar frenando con las puertas abiertas, en simultáneo, cada vez que Diego decía “ahora”.

Ese detalle evidenció dos cosas: la primera, que Diego realmente sería un ingeniero excepcional porque sabía perfectamente cómo contrarrestar las leyes de la aerodinámica, y la segunda, que yo, por mi parte, me estaba obligando a convertirme en el más nefasto de los ingenieros jamás, porque lo que quería realmente en mi vida era echar cuentos absurdos al estilo de cómo Peter Gabriel sirve de banda sonora para no morir a los 19 y así seguir lanzándose –aunque fuera sin frenos- por las rutas de este mundo un rato más.

Pero, sobre todo, lo que saqué en claro ese día era que Peter Gabriel había llegado para quedarse. Que pasarían los años y las décadas y ese señor seguiría formando parte del soundtrack de mi vida. Y que cada tanto yo volvería a escucharlo para así obligarme de buena gana a volver a ese momento, con el pavimento húmedo, casi sin frenos, abriendo las puertas del carro en las bajadas, en compañía de ese amigo que la vida me había puesto en el pupitre de al lado a los 4 años. Y que sea entonces la música la encargada de recordarme que llevamos 36 años de amistad inquebrantable.

Hace una semana justamente se presentó Peter Gabriel a pocas cuadras de la que hoy es mi casa. No tengo palabras para describir lo que vimos. La palabra concierto se queda corta para nombrar el espectáculo que Gabriel y la New Blood Orchestra han montado para esta gira sinfónica del Don Peter. Ciertamente hay música en vivo, pero combinada con un espectáculo operático y cinematográfico. Una puesta en escena que nos habla de un artista integral a quien le importa no sólo lo que vamos a escuchar sino también lo que quiere que veamos y sintamos cuando estamos ante su presencia. Peter Gabriel, ahora con los años, se ha convertido en una especie de monje sabio. Un abuelo entrañable cuya grandeza y profundidad se han agigantado con el añejamiento.

Antes de tocar “San Jacinto”, esa misma canción que tanto ha significado para mí a lo largo de los años, Peter Gabriel leyó -en un hermoso español y con fuerte acento británico que en nada opacó el sentimiento- la siguiente anécdota: “Hace muchos años conocí a un muchacho piel roja que trabajaba en unas caballerizas. Él acababa de superar su ritual iniciático. Me contó que hacía pocas semanas había ido de tarde a visitar al maestro hechicero de su tribu quien lo estaba esperando en un punto del desierto. El maestro tenía una serpiente de cascabel en su bolso, la sacó y dejó que la culebra mordiera el brazo del joven, inyectando su veneno. Le dijo que tenía que pasar la noche allí, con el veneno haciendo su efecto, solo, bajo las estrellas. Si al amanecer seguía con vida, entonces podría regresar pero convertido ahora en un hombre”.

Peter Gabriel había sido obsequiado con aquella anécdota por ese joven indio y en agradecimiento decidió convertir su regalo en obsequio musical para nosotros. Fue entonces cuando sentí que algo había hecho clic, que el círculo se había cerrado. Todo cobraba sentido por un instante. La música tiene esos gestos mágicos, nos gusta especialmente porque, aun sin saberlo, nos está hablando de algo fundamental para nosotros pero que podemos pasarnos la vida entera para lograr comprender.

No sé exactamente qué fue lo que vimos ese día con Peter Gabriel y su New Blood Orchestra, insisto en que el término concierto sería mezquino. Fue más parecido a un acto de magia, a un ritual, una ceremonia mística y multimedia. Dos horas de regalo y agradecimiento donde uno se debatía internamente –lo digo sin tapujos- entre las ganas de llorar, de cantar, aplaudir; pero, sobre todo, de levitar entre todas esas miles de cabezas hasta llegar a la tarima para abrazar a ese caballero y decirle: “Coño, viejito, gracias. Gracias por absolutamente todo”.

"San Jacinto" de Peter Gabriel

martes, 15 de noviembre de 2011

Todos con Cacareco


Las elecciones para la Alcaldía de Sao Paulo celebradas el 4 de octubre de 1958 las ganó un candidato que por razones de peso nunca pudo ocupar su despacho: se trataba de Cacareco, el rinoceronte del zoológico de Sao Paulo.

Cacareco recibió en las urnas el apoyo de 100 mil paulistas que decidieron de esa manera manifestar su voto protesta, un voto en contra de la corrupción, la incapacidad gubernamental y la poquísima confiabilidad que les inspiraba el sistema electoral brasileño. Con el tiempo ese voto protesta pasó a denominarse el Voto Cacareco. Y algunos años más tarde, en 1963, ese mismo espíritu detrás del voto al rinoceronte alimentó a un grupo de bromistas canadienses que fundaron el Parti Rhinoceros (Partido Rinoceronte), entre cuyas propuestas de gobierno se contaban banderas como: revestir las aceras de goma para que los borrachos no se golpearan tan duro al caer, anexarse a los Estados Unidos como un estado más del territorio canadiense para así aumentar en un grado centígrado la temperatura promedio de Canadá y declarar la guerra a Bélgica porque en uno de los cómics de Tintín se asesinaba a un rinoceronte (cese de las hostilidades que se garantizaba a cambio de una caja de cerveza belga, condición que fue aceptada por la Embajada de Bélgica que envió las birras de la paz a la sede del Partido Rinoceronte). Cosa curiosa, esta especie de proyecto gubernamental de los Monty Python durante 30 años estuvo ocupando los segundos y terceros lugares en múltiples elecciones canadienses.

Anoche muchos venezolanos estuvimos pendientes del debate sostenido por los precandidatos de la MUD llevado a cabo en el Aula Magna de la UCAB. El saldo del evento es variopinto: esperanzador para algunos (entre quienes me incluyo), decepcionante para otros, risible para los demás. En lo personal, viendo las reacciones que por las redes sociales detonó la jornada, puedo sacar dos conclusiones: la primera es que este tipo de debates son de una necesidad imperiosa para los venezolanos en los tiempos que corren, y la segunda es que me temo que muchos compatriotas no parecieran estar entendiendo (una vez más) la situación por la que realmente estamos atravesando.

Ciertamente a muchos de nosotros nos gustaría, en un plano hipotético y de un romanticismo idealizado pero inviable, construirnos un candidato Frankenstein: que tenga un poco del discurso Martin Luther King, el corazón de Mahatma Gandhi, la pinta de Kennedy o de George Clooney, el carisma de Pelé, que toque los timbales como Tito Puente, que goce de la humildad genial de Messi junto con el carácter de un Winston Churchill y el cerebro de Jorge Luis Borges. Pero, por favor, seamos bienvenidos al mundo real: ese candidato no existe y no va a existir nunca.

Me perdonarán la metáfora futbolística pero si yo a usted le pregunto a quién le va en la final de la Copa América entre Uruguay y Paraguay, no me puede responder que a la Vinotinto. La Vinotinto no está, no juega, no llegó a la final. Tampoco se vale decir que su equipo ideal para ese partido culminante de la Copa América está conformado por Casillas en la arquería, Nesta y Cannavaro en la defensa, Xavi, Iniesta y Özil en el mediocampo, y la dupla Rooney-Ronaldo en la delantera. Lo siento, señores, esos panas no juegan, no están ni van a estar jamás en la Copa América. Es el momento de escoger entre Uruguay y Paraguay y si no le gusta ninguno de los dos pues no vea el partido pero tampoco lo sabotee.

Noto con preocupación un empeño proliferante en eso que los españoles llaman “querer cagar por encima del culo”. Una especie de hipersoberbia cool, una nueva moda entre los elegantes y los sabihondos en la que la máxima es “nada me convence, ninguno está a mi altura, antes de votar por alguno de estos bolsas preferiría que las cosas siguieran tal y como están”. En fin, el nuevo uniforme del inconformismo a ultranza que en tanto se parece (si no es acaso idéntico) al de la resignación. Como si no termináramos de una buena vez de darnos cuenta que llegó el momento de la verdad -hace rato- y que lo que está en juego es continuar con el modelo actual (casi tres lustros de gobierno nefasto que se pretende proyectar hasta el dosmilsiempre, de violencia y delincuencia desatadas, de incapacidad, injusticia, resentimiento y corrupción) contra otro modelo de gobierno con el que podemos tener las mil y una diferencia, las mil y una críticas, pero que asegura –al menos- la alternabilidad del poder. Porque sea quien sea que resulte el candidato de entre esos 5 que vimos anoche, ese caballero o esa señorita, saldrá del poder una vez que se acabe su período para garantizar así la continuación del juego democrático.

A lo mejor decidimos que no será ninguno de los 5 de anoche, que nuestro candidato para el 2012 será nuestro propio y personal Cacareco, que vamos a fundar el Partido Panthera y que el candidato será entonces el león del Pinar (que ojalá siga existiendo y no lo hayan sacrificado a estas horas para un ritual de esos que tristemente sabemos). Sea quien sea ese candidato que resulte electo para enfrentar a Chávez, tendremos que ponernos todos al lado de él, dejando la soberbia, los excesos de inteliJencia y los romanticismos inviables a un lado. Es la hora de cuadrarnos todos con nuestro león del Pinar y a votar por él masivamente. No nos queda otra, señores. La hora de las medias tintas se nos fue, no aplica.

Eso sí, al día siguiente de las elecciones, querido león (o leona, si es el caso), ten la seguridad que la mayoría de nosotros volveremos a las filas de la oposición (dignos militantes del POP: Partido de Oposición Permanente) y te vamos a estar vigilando de cerca, te vamos a estar criticando y presionando para que lo hagas bien y para garantizarnos que una vez se te acabe el quinquenio (sí, 5 nada más; porque 7 años es un exabrupto) tú vas a salir de Miraflores para volver a tu jaula del Pinar. Y si lo haces muy bien durante tu ejercicio, podrás entonces volver a candidatearte cuando al rinoceronte del parque de Caricuao se le haya acabado su período presidencial.


martes, 8 de noviembre de 2011

De Ron Mueck a La otra Tierra


Hace pocas semanas tuve el placer de ir con mi esposa y mi cuñada a ver la exposición –breve pero suculenta- del artista australiano Ron Mueck. Y hace dos días, en idéntica compañía, tuvimos el gusto de asomarnos en esa gema humilde del cine de ciencia ficción independiente llamada Another Earth de Mike Cahill.

Intentaré con esta entrada construir una sonda espacial que conecte ambas obras, que intente trazar un vaso comunicante entre estos dos universos aparentemente tan distantes y disímiles pero que ahora mismo se me antojan tan vinculados.

Comencemos con Ron Mueck, un artista plástico proveniente del mundo de los efectos especiales cinematográficos a quien le debemos el imaginario fantástico de películas como The Dark Crystal (1982) y Laberinto (1986). La obra plástica de Mueck se inscribe dentro de la propuesta del hiperrealismo, una meticulosa representación de la realidad donde los objetos artísticos se nos hacen perturbadoramente similares a aquellos originales que han servido de modelos. Ron Mueck, a partir de silicona y otros polímeros que utiliza como materia prima, hace un calco tridimensional de figuras humanas y animales. El chiste no tendría gracia alguna (mejor sería irse directamente a un museo de cera) si los objetos de Mueck no estuvieran tocados por ese efecto de reflejo especular distorsionado. Sus figuras son exageradamente pequeñas o abrumadoramente grandes. Como si fueran evidencias de la existencia de un mundo paralelo idéntico al nuestro pero donde las personas y los animales son víctimas de otros juegos de la escala y la proporción. Son iguales a los que conocemos pero pequeñísimos o son idénticos pero gigantescos. Y eso produce una risa nerviosa que se parece un montón al vértigo o al susto.

Ron Mueck parte de la similitud exagerada para devolvernos, curiosamente, una mirada extrañada sobre la realidad.


Mueck tiene la valentía –no encuento otra palabra para describirlo- de construirse un autorretrato de su propia cabeza dormida pero en un tamaño que supera al metro de diámetro.


También lo podemos ver flotando sobre el eje vertical, en una cama inflable, como un muñeco veraniego a escala, perfecto en cada detalle, de apenas 1,20 metros.


En “Man on a Boat” nos ofrece un hombrecito desnudo que navega en medio de la sala de exposiciones a bordo de un bote de tamaño natural. Al hombrecito de Mueck, con esa cara de náufrago a la deriva, el bote le queda grande. Y cuando lo encaramos es inevitable pensar que a todos, alguna vez, el mundo nos ha quedado enorme también. (Bueno, habrá más de un soberbio que se negará a aceptarlo)


Hay un pollo desplumado, colgando del techo por las patas, que debe tener el tamaño de un caballo. Ese pollo asusta al tiempo que, hasta en el más carnívoro de los mortales, despierta un deseo prodigioso de convertirse en vegetariano.


La mujer en la cama de Ron Mueck es una cosa descomunal de más de 4 metros. Uno cabría acostado perfectamente entre su regazo y su frente, y los brazos no nos alcanzarían para abrazarle completamente la cabeza. Me imagino a la modelo de carne y hueso asistiendo a la exposición, viéndose a sí misma en versión gigante. Seguramente pediría a los guardias –y a todos los presentes- unos minutos para quedarse a solas consigo misma. Y seguramente se los concederían, pues son muy pocos en el mundo los dignos de ese favor tan incuestionablemente merecido. Entonces, ya a solas frente a esa imagen tan idéntica y tan perturbadoramente exagerada de sí misma, la mujer le susurraría en la orejota a la gigante: “Tú siempre serás más grande que yo y no envejecerás nunca… pero no me queda claro quién sale ganando entre las dos”.


Y, tal vez, esta imagen de la mujer hablándose a sí misma (o hablándole a esa que se le parece tantísimo al tiempo que le hace verse desde afuera con una extrañeza que nadie más lograría provocarle jamás) es lo que me permitiría conectar con Another Earth, la película de Mike Cahill.

No contaré el argumento del film para no arruinarles la experiencia que bien vale la pena. Lo vale y muchísimo, primero porque hacer una película de ciencia ficción tan sólida, tan conmovedora y con tan poco presupuesto no es otra cosa que un canto a la esperanza; y segundo: porque Another Earth (La otra Tierra) es una película que se vale de los pretextos y los argumentos de la ciencia ficción pero para hablarnos de la ntimidad más humana.

Resumo fugazmente la historia: un buen día aparece sobre la bóveda celeste un planeta azul que se aproxima a la Tierra. Y a medida en que ese otro planeta se aproxima progresivamente al nuestro, los humanos nos damos cuenta de que no se trata de otra cosa que un mundo gemelo, idéntico a este, un planeta espejo donde todos y cada uno de nosotros está siendo reflejado milímetro a milímetro y acto por acto. La protagonista (una hermosa rubia que en la vida real también resulta ser coguionista de la película) decide participar en un certamen para viajar a la Tierra 2 y así buscarse a sí misma en el otro mundo. Surge entonces una reflexión profunda y estremecedora: ¿Qué nos diríamos a nosotros mismos de encontrarnos un día cara a cara vistos desde afuera? ¿Qué tan igual sería a nosotros ese extraterrestre tan a nuestra imagen y semejanza que ha vivido exactamente lo mismo que nosotros segundo a segundo pero un mundo alterno?

Ni más ni menos, el juego del hiperrealismo puesto a funcionar dentro de la realidad para hacérnosla más extraña, perturbadora y extraordinaria que nunca. El mundo, en fin, acaba asumiéndose como el más extraño de los lugares. Y la gente es rarísima, especialmente cuando nos descubrimos a nosotros mismos pero vistos desde fuera.


Hace unos años conocí a alguien que había sido adicto a los ácidos. Me contó que los había dejado por propia voluntad, sin ayuda de ningún tipo. Ocurrió que en los últimos viajes que había tenido, justo cuando estaba por entrar a su casa después de una noche lisérgica en el inframundo (o el supramundo, quién sabe) se veía a sí mismo caminando por la acera y a punto de sacar las llaves del bolsillo para entrar a casa. Durante un tiempo –mientras aún se negaba a dejar los ácidos- decidió correr, apurarse como un poseso que necesita volver al hogar, no fuera cosa que el otro llegara antes y se lo encontrara durmiendo en su propia cama, hasta que un día optó por no meterse más ácidos y así garantizarse no ser alcanzado o superado por sí mismo. Nunca más volvió a verlo (verse). Aunque, una vez más… quién sabe.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Las vacunas del cómic y la ciencia ficción


Comparto esta entrevista que me hizo mi amigo, el escritor Roberto Echeto, para la sección Lectores y Libreros de la web de Santillana de Venezuela: http://www.prisaediciones.com/ve/

¿Por qué se escribe tan poca ciencia ficción en español? ¿Acaso la literatura sobre guerras civiles, dictadores, guerrilleros, narcotraficantes y maripositas amarillas, inhibe el florecimiento de otros temas y de otras ambiciones? ¿En esa inhibición no hay un complejo o un creer que «en español no se puede escribir nada más que sobre esos asuntos»?

Pienso que los hispanoparlantes en gran medida somos herederos de un legado —confío que cada vez más débil y menos vigente— que sugiere que la gente seria y la literatura seria no debería ocuparse de los temas de la ciencia ficción. Hay como una vergüenza (tan hermanada siempre con el complejo) que parece sugerirnos que la ciencia ficción es un nicho para niños, jóvenes y para adultos freaks negados a crecer. Lo mismo aplicaría a quienes hacen y gustan de los cómics. Creo que esa es también la razón que ha impulsado en nuestros países por tantísimo tiempo la idea de que el verdadero cine es aquel que está comprometido con la realidad social y con los cuadros costumbristas, y, a la luz de este panorama, quienes se empeñen en otras búsquedas estarían «traicionando» su esencia y su verdadera responsabilidad como artistas. Los autores de ciencia ficción, de cómics y aquellos artistas que se nutren de un imaginario fantástico estarían pues condenados a ser considerados menores, poco serios, material de relleno para los anaqueles relegados al último rincón, el de las cosas raras para gente rara. Sin embargo, los abanderados de esta tendencia realista dominante parecen olvidar que la verdadera misión de un artista debería ser la de ofrecer una mirada particular sobre el mundo, una perspectiva extrañada donde la realidad debería ser siempre pasada por el filtro de la ficción. La verdadera ciencia ficción, o al menos a la que yo soy devoto, consiste en eso: una mirada curiosa, ingeniosa, extraña, que logra extrapolar las angustias del presente y las coloca por medio de la ficción en un futuro posible dentro de los límites que determina el propio juego que plantea la obra.

Escribir exclusivamente sobre nuestras guerras civiles, nuestros dictadores, nuestros próceres y nuestra cotidianidad nos obliga a permanecer atrapados permanentemente en el pasado y en el presente, al tiempo que nos difumina y nos aleja el futuro.

A una sociedad sin ciencia ficción el futuro le queda lejos y cuando por fin le llega —que le llega siempre tarde y magullado— no está curada ni vacunada para recibirlo.

¿Qué tan cercano es este mundo en que vivimos (lleno de bótox, tuiteros y exhibicionistas de facebook) al mundo que imaginaron H.G. Wells, Ray Bradbury, J.G. Ballard, Philip K. Dick, Douglas Adams, Stanislaw Lem y tantos otros maestros de la ciencia ficción?

El futuro que nos llegó se parece al que habían prefigurado los grandes maestros de la ciencia ficción pero al mismo tiempo es distintísimo. Es como si nos hubiera llegado el hermanito del que estábamos esperando y el tipo se parece, tiene un aire de familia, pero es bastante más patético, mucho más frívolo y con inteligencia limítrofe.

Pienso que la ciencia ficción de maestros del siglo XX como Bradbury, Aldiss, Philip K. Dick, Lem, Ballard, Huxley, Orwell o William Gibson (y por favor no olvidemos las gemas extrañas que nos dejó en nuestro propio idioma Bioy Casares) estaba profundamente signada por una angustia existencial: «por el camino que vamos me parece que vamos a acabar más o menos así». Estoy convencido de que fue gracias a ellos que se logró, en cierta medida, dar un golpe de timón al porvenir. Sus obras sirvieron como bálsamos y como vacunas para que esas distopías que nos amenazaban no llegaran a consumarse exactamente así como las vislumbraron.

Sin embargo, el destino nos ha ido alcanzando y algunos de sus temores se han confirmado: nos adentramos en el siglo XXI y continúan las guerras, el mundo sigue siendo azotado por las hambrunas, la insalubridad, las epidemias y las pandemias, existen aún los regímenes totalitarios (independientemente de sus matices hacia el rojo o hacia el negro), el Gran Hermano sí que nos vigila pero ahora por medio del Facebook, del Twitter y a través de los millones de ojos guardianes que tienen los organismos de «seguridad» y las grandes corporaciones que manejan la información de los ciudadanos del mundo.

¿Se pareció el mundo al de Orwell en 1984 o al de Huxley en Un mundo feliz? Sí, un poco, como se parece al poder paranoico del que tanto nos habló Philip K. Dick. Pero también se parece un montón al mundo de Idiocracy, esa película protagonizada por Luke Wilson donde el personaje despierta en un futuro donde el presidente de los Estados Unidos es un luchador de lucha libre, donde toda conversación se arma a punta de sinsentidos, groserías y frases hechas, y donde la gente se está muriendo de hambre porque los sembradíos son regados con Gatorade «porque es mejor que el agua al tener electrolitos». El imperio de la idiotez llevado a su extremo más patético y lamentable.

Se parece también este mundo que nos tocó a esa ciencia ficción tragicómica y desencantada de Douglas Adams, donde a humanos y a extraterrestres les da todo exactamente igual y el único que parece sentir angustia, depresión, amor, desamor e instintos suicidas es el robot. La máquina es la única capaz de sentir y transmitir los sentimientos humanos en un universo deshumanizado. Un poco lo que hacen Facebook y Twitter con las personas, lo mismo pero distinto.

Me temo que hubo una variable que los grandes maestros de la ciencia ficción no tomaron muy en cuenta al concebir sus obras: la profunda e inconmensurable estupidez humana. Este mundo, si sigue como vamos, será aniquilado por su propia estupidez. Y a nosotros nos tocará escribir sobre ella a ver si así logramos inmunizarlo antes de que sea demasiado tarde.

Desde el punto de vista de las artes, uno sabe que vive un momento interesante cuando encuentra correspondencias entre las artes visuales, la música y la literatura. ¿Desde cuándo no te topas con un momento así? En Venezuela, ¿viviste alguna vez uno de esos instantes fugaces y «perfectos» o te cansaste de esperarlos?

Creo que una de las características que más definen a este mundo en el que vivimos es la confrontación de dos tendencias simultáneas que tiran con idéntica fuerza: por un lado esa sensación de vivir en la dichosa aldea global donde estamos todos conectados y enterados de todo como ciudadanos universales, pero por otro lado estamos cada vez más sometidos a la disgregación, la atomización, la tendencia a mirarnos el ombligo para que el mundo nos quede cada vez más lejos. En muchos casos vivimos en sociedades que, fieles a ese destino tarado que heredamos y nos empeñamos en cultivar, no ofrecieron posibilidades reales para apoyar a los autores de ciencia ficción, de cómics, de un cine distinto y digno ni a los artistas que estaban tras las búsquedas de un arte distinto al cobijado por las tendencias dominantes o por aquello que nuestros estados o entes de poder consideran «arte» (vaya usted a saber lo que sea eso que tienen en la cabeza los dueños del canon).

Difícilmente viviremos en nuestros países un proceso similar a lo que ocurrió y sigue ocurriendo en Berlín, en la Italia que acunó al neorrealismo italiano, a la Francia de la Nouvelle Vague o a eso que parece estar ocurriendo con las bandas y los cineastas canadienses ahora mismo. Esa confluencia de genialidades de diversa índole que son apoyadas por organismos públicos y privados para hacerlas más grandes, más fuertes, prolíferas y diversas. Sin embargo, hay un fenómeno que me reconforta y me llena de ilusión, la gente ha dejado de esperar que el Gran Hermano se apiade de ellos para tocarlos con su dedo todopoderoso y han salido al ruedo por medio de la autogestión. El que no tiene dinero para hacer la revista que siempre soñó ahora la hace en Internet. La gente se está agrupando por propia cuenta para hacer películas, festivales, colectivos creativos, propuestas artísticas que aprovechan los nuevos formatos y las nuevas posibilidades de distribución para concebir y difundir sus obras. Y eso es lo que veo ahora mismo en Venezuela, ese florecimiento producto del me cansé de esperar y tengo mucho qué ofrecer así que lo haré a mi modo y por mi cuenta y riesgo. Es un poco guerrillero, un poco la rebelión silenciosa pero pujante de los orilleros, un poco como los héroes (tan antihéroes) del cyberpunk. Y eso me parece, me perdonan el romanticismo, una verdadera belleza.

¿Qué les dirías a aquellos que ahora es que están reconociendo al cómic como una forma de arte mayor con el que se pueden contar las historias más poderosas y exponer las ideas más complejas?

Pues a quienes están descubriendo ahora mismo al prodigio que es el cómic les diría que están llegando tarde a la fiesta y sin embargo son bienvenidos. Qué bueno que llegaron, finalmente, aquí cabemos todos y de todo.

El cómic es un discurso maravilloso, absoluto, en mi opinión personal el más completo y complejo de todos los medios expresivos. Suele decirse que el cine es el arte que logra hacer confluir a todas las demás formas artísticas, pero creo que el cómic hace lo mismo con idéntica dignidad y con aún mayor creatividad. Precisamente porque el cómic lo logra a pesar de sus carencias. El cómic se mueve a pesar de que su soporte es estático, de la misma manera en que suena, habla, piensa, juega con los ritmos y los tiempos. Todo está simulado y sugerido y lo único que le pide al lector es «ponte a funcionar para que yo funcione». No creo que haya un medio expresivo que ponga a funcionar las competencias lectoras de su receptor como lo hace el cómic. El cómic es heredero de la literatura, del teatro, de la poesía, de la escultura, de la fotografía, la pintura, del diseño, del cine, de la arquitectura, de la música pero al mismo tiempo es el gran maestro de todas las artes de las que se nutre. Es el hijo extraño que le enseña a sus padres a crecer y a moverse hacia adelante para evitar el anquilosamiento y la comodidad infeliz. Y quien no se ha dado cuenta de eso es porque realmente no se ha asomado al universo del cómic, porque siempre habrá un cómic para cada quien, uno que de verdad te llega a la médula y te proporciona alimento para el pensamiento y para el espíritu.

Mucho nos quejamos hoy día de que la gente no lee, especialmente los niños, denle cómics y verán que la magia ocurre.

Roberto Echeto ®


martes, 25 de octubre de 2011

Breve manual para reconocer Mediocres con Ínfulas


Está Usted sentado en una reunión, rodeado de desconocidos, nadie habla, hay sonrisas nerviosas, la gente comienza a mirarse compulsivamente las uñas, los mensajes del celular, las puntas de los zapatos. Se le ocurre, para romper el hielo, hacer un comentario absolutamente absurdo e intrascendental: “Estoy contento porque hoy me enteré de que un amigo de la infancia, que es astronauta, fue escogido para tripular la próxima expedición del trasbordador espacial y se va a pasar tres días en órbita alrededor de la Tierra…”
Entonces, ineludiblemente romperá el silencio uno de sus interlocutores: “Ah, ¿pero tú quieres que te diga una vaina? Yo tengo un primo que se montó en ese aparato y me cuenta que es exactamente igual a un avión pero que vuela un pelo más alto”.

Listo, ya está, lo ha encontrado, se trata de un Mediocre con Ínfulas (MCI).

- El mediocre con ínfulas es un sujeto que está convencido de que las genialidades y las ideas (independientemente de su calibre, ya que suelen ser tan mediocres como su mismo autor) sólo se le pueden ocurrir a él.

- El MCI no se ríe de los chistes ni disfruta ni celebra las ocurrencias ajenas. El único que tiene derecho a ser gracioso o salir con alguna ocurrencia digna de admiración es él.

- El MCI se reconoce porque su naturaleza es paranoide. Está convencido de que todo el mundo está empeñado en robarle. Es el primero que grita ¡Plagio! cuando alguien sale con una idea similar a alguna de las suyas. Independientemente de que ésta sea una auténtica mamarrachada.

- Sin embargo, el MCI es un grandísimo dementor de las ideas y la energía vital ajena. Envidia desde los huesos aquello que a los demás se les da con toda naturalidad y que a él no le sale ni con el mayor de sus esfuerzos. Permanentemente tiene los radares encendidos para ver qué se roba de los demás y jamás dará crédito al verdadero autor. “Ya lo sabes, son estas genialidades que se me ocurren solamente a mí”.

- El mediocre con ínfulas suele encontrarse rodeado de otros mediocres con ínfulas. O de aspirantes a mediocres con ínfulas (MCIs en pleno desarrollo). O de mediocres de medio pelo (MCI homogéneos y absolutos). Lo importante es que lo adulen, porque tiene la necesidad inclemente de sentirse alabado más que respetado o querido.

- El MCI necesita –es el motor que mueve su vida y lo único que realmente anhela- ser exitoso. Padece de una sed desquiciante por el reconocimiento. “Es importantísimo que todos se den cuenta de lo genial que soy”; pero sobre todas las cosas: “es importantísimo que nadie se dé cuenta de lo mediocre que soy”.

- Los mediocres con ínfulas suelen ser animales corporativos perfectamente adaptados al medio. La jefatura y el liderazgo son conceptos con los que desean estar permanentemente asociados. Sin embargo, no se dejen engañar, los MCIs pululan también en los ambientes académicos, políticos e intelectuales. El mediocre con ínfulas, a la hora de la chiquita, cuando se siente amenazado, se comporta exactamente igual que una verdulera o un azote de barrio.

- Al MCI le molesta la inteligencia ajena. Porque los verdaderamente talentosos le hacen sombra. El mediocre con ínfulas no dudará en buscar aliados y en soltar a diestra y siniestra apelativos descalificativos contra el no-mediocre para que los demás no lleguen a darse cuenta de que hay alguien realmente más digno de atención que él.

- Sin embargo, no son pocos los MCIs que buscarán congraciarse con talentosos, intentarán integrarlos a como dé lugar a su círculo de adeptos. Es una manera de darse brillo con escapulario ajeno y también una forma de pordebajearlo (“Recuerda siempre que tú eres quien eres gracias a mí que soy tu padrino protector. Sin mí no serías, ni serás, nadie”).

- El mediocre con ínfulas es un individuo que sabe tres o cuatro cositas. Si lo sacas de su zona de confort hará lo imposible por devolver la conversación a su territorio. O desestimará la charla: “es que a mí las estupideces me aburren mortalmente”. Sin embargo, si rasguñas un poquito sobre su superficie aparentemente blindada te podrás percatar de que, en el fondo, estás lidiando con un recién vestido que se encandila todavía con los flashes de las fotos.

- El MCI, borracho de su propia soberbia, no respeta los oficios ni es capaz de asumir “yo no puedo hacer eso porque no tengo la menor idea o porque requiere de un talento del que yo carezco”. Para él, por ejemplo, hacer una película es una cosa sencillísima que él pudiera hacer perfectamente pero que no la ha hecho porque todavía no se lo ha planteado.

Ahora levante Usted la cabeza y mire a su alrededor. Allí está el mediocre con ínfulas queriendo ser protagonista una vez más y como siempre. Sí, es probable que sea su jefe, que sea un colega del trabajo, que sea un supuesto amigo (de esos que realmente no es amigo de nadie), que sea su profesor, su vecino o hasta un pariente (pobrecitos aquellos que tengan un familiar MCI, eso tiene que ser una verdadera tragedia). No cometa el error de ponerse a discutir con él ni a intentar desenmascararle. No tiene sentido, estos tipos se matan solitos sin ayuda externa. Simplemente vire los ojos con hastío imperceptible o ayúdese con un movimiento de cejas de esos que significan “pero qué carajo tan pajúo, por favor”. Nadie más se dará cuenta del gesto excepto él. O aproveche el instante en el que mediocre con ínfulas está en el clímax de su propia verborrea y levántese a ver si el perico se comió todo el alpiste. Nada le dolerá tantísimo en la médula ósea ni le resquebrajará la máscara como esos pequeños detalles en los que se percata: “Mierda, éste se dio cuenta ya de lo mediocre que soy”.

miércoles, 12 de octubre de 2011

El Deus ex machina del patetismo


Siempre he pensado que alguien debería tomarse la molestia de documentar, archivar y catalogar las imágenes más elocuentes que den testimonio del momento agudo de patetismo al que hemos sido condenados los venezolanos en los últimos años. Una especie de memoria audiovisual que guarde el registro (en fotografías, propagandas, carteles, videos y documentos radiofónicos) de este proceso crónico, prolongado y altamente esteticida que desde el gobierno chavista se ha dado a la tarea de promulgar el pésimo gusto por el peor gusto. Que quede documentado todo el espanto en audio y video, a manera de vacuna colectiva que nos cree anticuerpos y nos prohíba olvidar.

Hemos visto a Epifanio (este iluminado en permanente trance, víctima de una epifanía inagotable que se empeña en revelarle puras cosas chimbas) disfrazado de cholito, de pelotero, de santero, de bandera nacional, de comandante en jefe de un ejército tan glorioso como ficticio, también de futbolista (pero de la canarinha brasileña), de obrero, de hombre de negocios y, sobre todo, de anfitrión de un teletón nauseabundo donde se asume como un híbrido de Amador Bendayán mezclado con Mussolini, con el Chunior de Radio Rochela, con Gilberto Correa y con Fidel Castro.

Ah, y recientemente, muy importante, también lo vemos de muñecote. Imaginamos que porque algún asesor de imagen le recomendó, luego de un viaje a Disney World, que trasladar la idea del muñeco del Ratón Mickey a los códigos estéticos de la revolución quedaba bien fino y les iba a funcionar de maravilla.

En estos tiempos signados por eso que Lipovetsky llama la hiperpantalla global, la ventana al mundo de Venezuela se reduce cada vez más a la proyección abrumadora de una especie de saudade por unos años 60 que realmente no vivimos. Hemos heredado (y nos los pretenden inocular como si fuéramos personajes de La naranja mecánica sometidos a un método Ludovico aún más lamentable) una serie de códigos formales, discursivos y estéticos que son el perfecto legado de esa URSS que realmente siempre nos quedó bastante lejos. Una melancolía ficticia e impostada que añora el pasado cubano que jamás tuvimos. La hiperpantalla chavista se empecina en obligarnos a los venezolanos a asumir como propios y normales métodos propagandísticos que parecen clonados de la China Popular, de Corea del Norte o de Irán.

Bien sabemos que la construcción de eso que llamamos identidad –ya sea la personal o la colectiva- se caracteriza por un proceso de autoconstrucción en el que vamos constantemente absorbiendo retazos y referentes de aquello que nos va sirviendo de influencia. Todos somos, como personas y como sociedades, una suerte de Frankenstein que en cierto punto de madurez -gracias al criterio y al buen gusto que todos deberíamos cultivar- decide minimizar o rechazar algunos de sus fragmentos constitutivos (aquellos no enorgullecen) al tiempo que nos vamos apoderando o reconciliando con otros pedazos que sí queremos o aceptamos.

El punto es que quien se alimenta de basura acaba por convertirse en ella. Llegar a las puertas del 2012 identificándose con un modelo obsoleto, mustio y anacrónico dice mucho de la pobreza nutricional de los alimentos (food for thought pero también food for soul) con los que nos hemos atiborrado a lo largo de los años. Anhelar que el futuro se parezca a la ciudad ruina que hoy es La Habana es un acto de necedad, un ejercicio extremo de estupidez y una evidencia del mal gusto en su faceta más desmadrada.

El pecado de la soberbia que se traduce en patetismo debería ser castigado. El Deus ex machina, tarde o temprano, tal como ocurría en el teatro griego, aparece para poner las cosas en su lugar. El Doctor Frankenstein -una vez más y como siempre- es castigado por su propia criatura, víctima de su muñeco hecho a su imagen y semejanza. Y así se quedará congelado en la memoria, en transmisión en vivo y directo, ridiculizado por su propio patetismo, con los pantalanes arremangados a los tobillos y los interiorcitos al aire.

Por favor, respiren hondo, soporten estoicamente el bochornoso video y véanlo hasta el final para que comprueben que el Deus ex machina se asoma incluso en estos detalles.


miércoles, 21 de septiembre de 2011

Domingo en Llamas

Llegué a Domingo en Llamas, como suele pasar con tantas cosas que acaban dejándote huella imborrable en la vida, por la vía más insospechada. Por el más verde de los caminos. Mi amiga Kiki García me ofreció llevarme a casa luego de una jornada laboral en el Banco del Libro. Íbamos los dos en el kikomóvil (un Malibú vinotinto, modelo 83, que se empeñaba en pasarse más tiempo accidentado en el estacionamiento del trabajo que rodando por las calles de Caracas) y en eso Kiki me dijo: “¿Quieres oír algo buenísimo?” y sin dejar que le respondiera me puso a todo volumen un disco de algo a lo que no había escuchado jamás.

Ya lo sabemos que la relación con la música es una cosa diáfana y directa. Te llega o no te llega. Te gusta o la detestas sin mayores inmediaciones y sin permitirle casi nunca segundas oportunidades. Este fue uno de esos casos en los que no tienes otro remedio que exclamar con toda franqueza: “Qué cosa tan buena ésta. ¿Quiénes son estos tipos?”. “Es un tipo. Se llama Domingo en Llamas”. “¿Y de dónde salió este loco?”. “De Baruta. Se llama José Ignacio Benítez, es panísima de mis hijos y es más criollo que la arepa”.

Algunas semanas más tarde, José Ignacio en persona estaba de visita en el Banco del Libro y a Kiki no se le ocurrió nada mejor que apelar a ese bochornoso instante (que hoy se lo agradezco tantísimo) en el que alguien suelta: “Mira, él te quiere conocer” (señalándome con el índice que sostiene al Astor rojo).

José Ignacio Benítez, alias Domingo en Llamas, resultó ser uno de los artistas más integrales, talentosos, humildes y buena gente que haya conocido jamás. Un animal extraño que evidencia la supervivencia de una especie en franca extinción: la de los genios modestos. Al día siguiente lo vería regresar de visita en mi oficina, esta vez con un CD donde compilaba sus 7 discos grabados artesanalmente, por sus propios medios, y en menos de 5 años.

Me tomaré la libertad de hacer una doble sentencia sin el mínimo resquicio de duda: Domingo en Llamas es el mejor vocalista y el mejor letrista que haya conocido jamás en la música venezolana. Un prodigio, ni más ni menos. Es el Leonard Cohen de Baruta, nuestro propio y personalísimo Bob Dylan.

José Ignacio es de los pocos músicos del patio que no se ha olvidado de la poesía. Quizás ni lo sospeche: es un músico-poeta o un poeta haciendo música. No sólo es un asunto métrico, melódico, la aritmética del verso que encaja a la perfección con los acordes de la guitarra, sino que su poesía cobra significado por igual tanto en el vuelo lírico como en la narración. Son poemas narrativos musicales eso que él hace desde su estudio casero.

Para colmo de fortunas, Domingo en Llamas –con un complejo de salmón que nos inspira a todos los que lo padecemos- es un músico atípico que se niega a presentarse en vivo y también a comercializar su música. Sus discos son colgados por propia voluntad gratuitamente en Internet. No busca fama ni dinero ni clubes de fans que le idolatren, simplemente quiere que la gente –con apenas un clic- lo lleve consigo y lo escuche. Durante los últimos años José Ignacio ha hecho 8 discos (8 joyas imprescindibles) y se ha presentado en vivo menos de seis de veces. Por lo que estamos hablando de un fenómeno de culto digno de estudio y, sobre todo, de ser seguido.

Hace un par de años dos queridos alumnos, Javier Camacho y Alejandro Silva -de esos que a la larga acaban por convertirse en buenos amigos- se me acercaron una tarde para preguntarme si accedía a ser el tutor de su trabajo de grado: un documental sobre Domingo en Llamas. Algo que me describieron como una película documental que tenía matices de sinfonía urbana mezclada con road movie. La idea era la de trazar la ruta urbana de esa Caracas por donde se desplazaban Domingo en Llamas y sus letras. En fin, una película que ya me hubiera gustado tener la oportunidad de hacerla yo mismo.

Hoy la película está lista y la tesis será defendida en pocos días: “Amigo de la tormenta, vecino de la locura. Un acercamiento documental al proyecto musical Domingo en Llamas”. He de decir, independientemente de lo que dictamine el jurado (qué horror los jurados, cuánto espanto y qué atrocidades de las que son capaces), que el documental acabó siendo un homenaje honesto y precioso, digno de la música de Domingo en Llamas.

Siempre alabé cuando niño el altruismo de algunos compañeros de juegos que cuando jugábamos al escondite tocaban la meta y gritaban: “libro por mí y por todos”. Quiero agradecer a José Ignacio Benítez (con su música) y a Javier Camacho y Alejandro Silva (con su cine) por haberse tomado la molestia de librar por mí.

Salud.

martes, 13 de septiembre de 2011

El mapa y el territorio


Me he estado leyendo -con sorpresa y con franco desencanto- El mapa y el territorio, última novela de Michel Houellebecq. Una novela precedida de polémica –lo cual, obviamente, potenció sus ventas- dado que al autor se le acusó de haberse plagiado artículos de la Wikipedia.

El mapa y el territorio, creo que no tenía otra opción, me parece una obra muy contemporánea (lo que no la hace en lo absoluto sinónimo de buena o novedosa, sino simplemente “contemporánea”). Es una suerte de cuadro de costumbres muy actual, muy reflejo fiel del mundo en el que vivimos, que se alimenta y se estructura a partir de cuts and pastes de la cotidianidad. Y sí, ciertamente en medio de esa realidad cortada y pegada con fidelidad, uno tiene la sensación de no estar leyendo una obra narrativa sino una articulación de textos tomados de la Wikipedia y de la guía turística Michelin.

Hace un par de años, sentados en una mesa del Soma Café, en el Centro Cultural Trasnocho, conversaba con mi amigo Israel Centeno (él con una vodka al frente y yo con una Solera verde) y el escritor venezolano me contaba que en su experiencia autoral había atravesado por dos etapas: en la primera, la de su juventud, había estado preocupado por las formas y por el vuelo poético, por una necesidad de jugar con el lenguaje y con los estilos narrativos para desestructurarlos, descomponerlos, en una búsqueda formal que estaba por encima de la anécdota que narraba; en la segunda etapa, la de su madurez, se había dejado de florituras y malabarismos, el vuelo poético había quedado relegado a un segundo plano de importancia y lo que le preocupaba ahora era la anécdota, que fuera cautivante aquello que contaba por medio de su escritura.

Si miramos la novela de Houellebecq a la luz de la experiencia de Centeno, me atrevería a decir que El mapa y el territorio es una novela que se podría encajar, de una manera particular pero innegable, en la primera etapa que describía Israel. Es una obra donde lo importante es la manera en que se juega con la forma y con la estructura pero donde lo anecdótico (el núcleo narrativo de aquello “interesante” que se relata) se halla minimizado o acaso ausente. La anécdota, palabras más, palabras menos, en la reciente novela de Houellebecq no es otra que la de un artista plástico (también en dos etapas: primero fotógrafo y luego pintor) que realiza sus obras a partir de las fotografías de la guía Michelin y más tarde pinta retratos y escenas de profesionales (un panadero, su padre arquitecto en su último día en la oficina, Bill Gates y Steve Jobs hablando sobre el futuro de la informática y hasta el mismo escritor Michel Houellebecq). En el ínterin, alternado con estos cuadros (de costumbre), aparecen intercalados manuales de cámaras automáticas Samsung, descripciones de pensiones para el turismo rural de la Francia profunda, un par de encuentros sexuales con una diosa rusa de quien el protagonista se enamora (pero sin mojarse mucho tampoco), conversaciones absolutamente intrascendentales entre el personaje principal y el propio Houellebecq (un neurótico víctima de una micosis implacable a quien se le ha encomendado escribir el texto del catálogo para la última exposición del artista). Y toda esta madeja de escenas costumbristas, tanto las que se representan en la obra del artista plástico (el mapa) como la cotidianidad absolutamente superficial, aburrida e intrascendente en la que está sumido el pintor (el territorio) acaban por convertirse en una referencia, una especie de organismo fosilizado, que dará luces a los hombres del futuro para entender nuestros tiempos y así saber por qué el mundo acabó siendo lo que finalmente les tocó que fuera. En fin, eso en 350 páginas. Y poco más.

Me resultó inevitable pensar, mientras leía a Houellebecq, en una de las más poderosas ramas del cine documental, el de observación, cuyo máximo representante en nuestros tiempos quizás sea el ruso Viktor Kosakovsky. Un cine (para muchos de sus partidarios considerado “el verdadero documental”) que consiste en observar objetivamente la realidad por medio de una cámara fija. Como si fuera una cámara de seguridad (de hecho, toda esa masa de bodrios llamada “reality shows” al estilo de Gran Hermano, no son otra cosa que hijos pródigos del documental de observación). El cineasta observacionista entonces se convierte en una especie de voyeur, un espía que lo mira todo escondido desde su ventana indiscreta, posición a la que invita también al espectador. Sin embargo, esa mirada tan fiel de la realidad, ese reflejo -especular y sin intervenciones- de la cotidianidad, puede resultar profundamente intrascendental, aburrido y decepcionante (tanto como puede ser la rutina de cada uno de nosotros si nos ponemos a contarla en detalle y en tiempo real). A muy pocos, como a Kosakovsky, les queda bien este tipo de retratos y eso se debe, exclusivamente, a que el buen Viktor se pasa meses y hasta años aprehendiendo a la realidad desde su ventana (Russia from my Window), hasta que finalmente, durante pocos segundos y luego de decenas de horas de material bruto que no sirve ni significa absolutamente nada, algo peculiar ocurre ante el lente de su cámara, la magia de la realidad se digna finalmente a detonar, y esos instantes son los que vemos en el montaje definitivo de dos horas de película que el cineasta ruso nos entrega.

En mi visión muy particular del asunto considero que estos retratos de la realidad, estos reflejos especulares de la cotidianidad más rutinaria, no tienen mayor sentido ni el mínimo interés a menos que sean filtrados por la ficción, que sean macerados, decantados y traducidos por medio de una mirada autoral. El mapa (la literatura y el cine, en este caso) tiene que asumir la responsabilidad de ofrecernos una perspectiva “extrañada” de esa realidad (el territorio), algo que la haga especialmente fascinante, perturbadora, entrañable, caricaturesca, humorística o aterrorizante. Cosa que hacen magistralmente, por cierto, escritores como Israel Centeno, Fedosy Santaella o Roberto Echeto, por mencionar a algunos de mis amigos escritores que tanto en sus blogs como en sus libros se dan a la dura tarea de partir de la realidad pero para transmutarla por medio de sus peculiarísimas miradas personales. Asunto que se les agradece.

Si el futuro de la literatura va a estar signado por esta búsqueda formal del costumbrismo contemporáneo en detrimento de la anécdota y por encima de la mirada autoral, como es el caso de la novela de Houellebecq y sus clones (a los que los veremos retoñar y proliferar como un síntoma más de este mundo que nos ha tocado y tocará) pues ni mapas ni territorios tendrán sentido ni mucho menos encanto. Para eso simplemente buscamos direcciones satelitales en Google Maps e insertamos en ellas banderillas con comentarios cortados y pegados de la Wikipedia. Resultará siempre más apasionante y, de alguna manera, nos convertirá a todos en artistas.

Un fragmento de una película de Kosakovsky comentada por el autor.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Informe sobre perros


Estimada Rita,

Ante todo recibe un cordial saludo -que se traduce en besos en el cogote, abrazo con bailecito de merengue incluido, insultos cariñosos susurrados a la pata de tu oreja izquierda y caricias varias debajo del hocico de mi parte, y, de la tuya, en besos babosos con toda la lengua dentro de mi boca-, de antemano va también mi agradecimiento por hacernos el favor de leerle y traducirle esta carta al impresentable de tu marido, el Cacho, quien como sólo tiene ganas y corazón para querer a su mamá se ha negado, inclusive, a aprender a leer o a interactuar más de lo estrictamente necesario con ningún otro ser vivo que no sea ella. Cosa que nos incluye a ti y a mí, por supuesto.

Por medio de la presente me dirijo a ti para levantar el informe canino que no has pedido pero que sé que has estado esperando con toda la angustia que te caracteriza.

Comenzaré por comentarte que, en todos estos meses de ausencia, me he cruzado apenas con un par de ejemplares de callejeros criollos (Cacris) de esos que abundan en nuestros territorios; asunto que, lo sé, te llenará a ti de una angustia existencial prodigiosa y al sobrado de Cacho de un alivio directamente proporcional porque los cánidos mestizos parecen ser una especie vetada o acaso incógnita u oculta en esta ciudad-planeta.

Sí, mi Rita, por lo visto aquí todos los perros parecen ser de raza y sacarlos a pasear es un acto macizo de ufanidad compartida por igual por amos y cuadrúpedos. Lo único que falta es que les aten a la correa una placa o un título debidamente membreteado donde conste su pedigrí incuestionable y que dé fe del rancio abolengo heredado sin mácula desde las raíces más ancestrales de sus árboles genealógicos. Condiciones estas que harían pasar al Cacho como un perro más dentro del paisaje (bueno, más o menos, seguiría siendo uno especialmente grande y monstruoso) y a ti como un objeto (volador) no identificado (ni identificable).

Los perros lugareños, por demás, suelen tener un comportamiento muy poco canino. Son como personas que han pasado la infancia en un instituto de etiqueta y buenos modales, que no se huelen las partes impúdicamente ni se muestran especialmente interesados en sus congéneres ni en los bípedos implumes que los llevan de la cadena. Juegan educadamente a buscar el palito (dócilmente lo corren a buscar, lo traen, lo vuelven a buscar y a llevar, tantas veces como al amo se le antoje, porque al final el que fue sacado a jugar fue el amo y no el perro) y acostumbran llevar decentemente en las fauces sus propios juguetes. Rara vez los verás antojarse de un palito ajeno o de esas cosas deliciosas que siempre hay en la basura. Tampoco es común que se pelen los dientes o se gruñan cuando se cruzan; la indiferencia y la vista al frente son la norma para los paseantes bípedos o cuadrúpedos.

Y no, Rita, te juro que no he visto a un solo perro en estos parques que esté interesado como tú en cuestionar todas las reglas de la física para demostrar que dos cuerpos sí que pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Que lo que pasa es que nadie lo intenta tan bien como tú, que a ningún otro perro en este planeta se le ha ocurrido acomodarse tan pero tan bien sobre el mismo lugar donde está ya ubicado el objeto de su afecto como para concluir: claro que se puede. Quién fue el idiota que dijo que no se podía.

Aquí, cerca de casa, siempre pasamos por un lugar donde los paseadores de perros han improvisado una escuela para mascotas en medio de la plaza. Y no te lo crees, Rita, los entrenadores se sientan en un banquito a comer sus tacos (aromáticos tacos de carnitas que huelen a decenas de metros de distancia) en las narices mismas de sus alumnos y a ninguno de ellos –te lo juro que a ninguno- se le ocurre levantarse del lugar donde se les ha indicado dónde y cómo sentarse correctamente para, en un ataque de espontaneidad, ir a robarse un taco y mucho menos para ver a qué sabe el bolo alimenticio del taco que tiene el entrenador dentro de la boca. Así que, querida mía, tú serías una especie de perra marciana en este lugar.

Y, aunque mal de muchos es consuelo de mayorías, Cacho también sería un extraterrestre; no porque se le vaya a ocurrir comerse el bolo alimenticio (de taco o de lo que sea) de alguien que no sea su mamá –jamás se le antojaría semejante cosa, porque para él, además de asqueroso, sería incorrecto- sino porque tendría que verse obligado a compartir durante una hora entera con otras gentes (pasaría toda la hora preguntándose ¿qué animales serán estos perros?) sin derecho a pelea ni gruñido ni a levantamiento de belfos para mostrar colmillos. Sin derecho a exclamar: “vénganse de una vez el Chihuahua, el Poodle y el Schnauzer que me doy con todo contra los tres de una”. Ni tampoco: “Sólo por hoy ofrezco coñaza dos por uno a los Huskies siberianos”. Ni mucho menos: “A que me meo a ése Gran Danés hasta con una pata amarrada a la espalda”.

Y tú tampoco podrías decidir: “Dios, qué aburrimiento esta escuela y estos compañeritos de clase, mejor me voy a dar un baño de inmersión en la fuente o voy a convencer al tipo aquél de la terraza para que me regale una de sus chistorras”. Cosa que lograrías con el mínimo esfuerzo, estamos seguros. Pero que sería mal vista aquí, muy mal vista. Y mira que tú no tienes idea de lo que es lidiar con el rechazo.

De cualquier manera, seguiremos investigando y cualquier novedad les mantendremos al tanto.

Más saludos cordiales de los que ya sabemos y mucho fundamento, mira que si llego a saber que le estás dando besos con lengua a otro bípedo implume o me has cambiado por otra pareja de baile me dolería terriblemente. Te juro que yo no bailo merengue con absolutamente nadie más.

Papá.

PD: Si tienes dificultad para leer esta carta dile al abuelo que te compre unos lentes para la presbicia (son cosas de la edad, Rita, 8 años perrunos son un montón de años humanos, una cuenta que no quieres saber)

martes, 16 de agosto de 2011

El cómic que nunca fue

En lo que va de año se han ido dos de los grandes del cómic latinoamericano: Carlos Trillo y Francisco Solano López. Curiosamente un binomio conformado, como suele ocurrir en el cómic, por un guionista (Trillo) y un ilustrador (Solano López). Sin embargo, al menos que yo sepa, en esta vida, ambos argentinos no llegaron a trabajar juntos. Ahora mismo, dónde estén, quién sabe qué cosa maravillosa estarán cocinando a cuatro manos.

Solano López, el grandísimo ilustrador de El Eternauta, nació en Buenos Aires en 1928 y murió en esa misma ciudad el pasado 12 de agosto de 2011. Mientras que Carlos Trillo, uno de los mejores autores de historietas que haya habido en este pedazo del mundo, nació en la capital argentina en 1943 y murió en un viaje de vacaciones a Londres el 7 de mayo de este año.

Tuve el placer de conocerlos a ambos durante el rodaje de un documental que nunca acabamos. Una más de las películas que no fueron. Quince días en Buenos Aires que resultaron un auténtico desastre y precisamente por eso, ahora, macerados por la memoria, se me han hecho especialmente significativos y entrañables.

Durante esos quince días sufrí (ya lo sufría antes y lo seguí sufriendo varios meses después) de un insomnio inclemente que me obligaba a tomar religiosamente un somnífero llamado Stilnox (recetado por el médico en una monodosis de 10 mg., una hora antes de acostarme; pero que yo, para garantizar resultados óptimos, consumía en número de 2 ó 3 regados generosamente con Malbec mendocino). Y gracias a eso dormí. Dormí el sueño tranquilo de alguien que necesita dormir porque al día siguiente había varias entrevistas pautadas: con Maitena, con Liniers, con Juan Sasturain, con Pablo de Santis, con Solano López, con Trillo, entre tantísimos otros autores ligados a la historieta y al humorismo gráfico de Argentina cuyas entrevistas se quedaron encerradas en esas cintas que jamás llegaron a la sala de edición. Y quién sabe, ahora mismo, con qué suerte corrieron.

Recuerdo algunas escenas sueltas de esa película que nunca fue. O mejor dicho, tratándose de cómics, viñetas sueltas de una novela gráfica que no fuimos capaces de ensamblar en un corpus congruente.

Recuerdo episodios filmados en un eterno fuera de campo. Cosas que ocurrieron más allá de los límites del encuadre y que, de alguna manera, representaban los planos de la verdadera película que uno desearía y debería filmar. Dicen que el cine documental está signado por una imposibilidad: siempre es más interesante y significativo aquello que ocurre –y se escurre- alrededor nuestro que lo que acaba siendo registrado por la cámara. Como para dejarnos bien en claro que la realidad, al final, es inaprensible y se nos escapa permanentemente en el fuera de campo.

Recuerdo entonces el primer día de grabaciones, ir a buscar en la habitación 512 -de aquel hotel donde nos hospedamos en el Microcentro- a los camarógrafos; y encontrarme a Richita, el asistente de cámara, en interiores y guardacamisa mirando por el visor de la cámara que apuntaba a la ventana.

–Richita, mi pana, ¿qué estás haciendo, papá? Tenemos que irnos ya.

–El mío, tienes que ver esta vaina.

Y, de idiota curioso que soy, le hago caso. Me asomo al visor. Y veo que el teleobjetivo está encuadrando a una habitación con las ventanas abiertas al otro lado de la calle. Y que entra una chica guapísima, se descamisa, se prueba un vestido, sale. Entra otra, ahora morena, más rellena pero igual de guapa, se desviste, se pone un vestidito cortísimo, se mira de espaldas y con el cuello girado en un espejo, se va. Entra otra, rubia y alta, se parece a la primera pero no es. Definitivamente no es. Se quita todo, se pone algo minúsculo, se va.

–Chamo, qué es esto. ¿Será un burdel?

–Bueno, papá – responde Richita mientras me empuja para posicionarse de nuevo ante el visor–, si eso es un burdel es el burdel más raro del mundo porque esas mujeres están en una biblioteca.

Y me vuelvo a asomar por el visor y sí, Richita tiene toda la razón. Al fondo, en el que nunca me fijé por estar con todo atento a las diosas de colores que se empelotaban mientras espiábamos, se veían libros. Libros y más libros. Libros de esos forrados con tela mostaza, verde, naranja, roja. Esas mujeres estaban rodeadas de tomos de enciclopedias. Si acaso eran putas, eran putas cultas.

Recuerdo también que, a partir del segundo día de viaje, comenzaron a aparecer bolsas de galletas de chocolate por todas partes. En la mesa de noche, en el suelo, en el baño, en la habitación de los camarógrafos, dentro de las maletas de las luces. Unas galletas en bolsa roja que decían en letras amarillas: “Disfrutá ahora el doble del sabor. Llevate dos kilos al precio de uno”.

Recuerdo que en la entrevista con Sasturain el hombre se puso a hablar de Perramus, una historieta donde aparece Borges, donde los personajes son perseguidos por unos milicos que son esqueletos de uniforme. Que Sasturain nos habló de la dictadura, del infierno que se vivió en vida, de cómo se las tuvo que ingeniar para traducir toda esa realidad espantosa en una historieta fantástica, donde lo decía todo sin que la inteligencia militar (si acaso existe tal cosa) pudiera comprender. Y justo cuando hablaba de todo eso, en un momento intensísimo, algo tapó el sol. Se hizo de noche en pleno mediodía, y la única luz que había en aquella habitación era la que rebotaba tenuemente de los cristales de los anteojos de Sasturain. Como si la nube de tormenta más grande del mundo se hubiera posado sobre Buenos Aires en aquel instante. Quién sabe si sería la nave de los invasores que dibujó Solano López. Y recuerdo que Richita, saliendo de esa entrevista, me dijo: “Mierda, papá, qué bolas… ese hombre apagó el sol”.

Recuerdo también que cuando fuimos a entrevistar a Liniers, que en aquel entonces –hablo del verano austral de 2001- era una joven promesa, el embrión de la estrella en la que se convertiría más tarde, Liniers nos invitó gentilmente a un mate mientras posicionábamos la cámara, dirigíamos las luces y las pantallas reflectoras, sintonizábamos los micrófonos. Y que el mate tuvo un efecto laxante prodigioso sobre las tripas de Richita. Y mientras hacíamos la entrevista el asistente de cámara se me acercaba, haciendo bailecitos de esos que obliga el retorcijón, y me susurraba al oído: “El mío, yo lo que me estoy es cagando”. Y cuando acabamos por fin la entrevista, dos horas más tarde, y Richita era todo color verde con vetas moradas, rompió el silencio y le dijo a Liniers: “Disculpe, señor, ¿me presta el baño”. “Claro, loco, pasá adelante, estás en casa, por el pasisho, puerta del fondo a la izquierda”. Y cuando Richita regresó tenía la cara roja y abultada, venía rejuvenecido y rozagante, como si se hubiera inyectado botox. Pobre Liniers, me lo imagino horas más tarde entrando a su bañito: “¡La concha de su madre de estos venezolanos de mierda!”.

Recuerdo también, el día en que nos tocaba entrevistar al gran Carlos Trillo, que Richita se quedó dormido, sentado en el piso, recostado de la pared, justo al lado de uno de los trípodes que sostenía las luces, y que en eso se nos acabó la cinta y yo le grité: “Richard, un cassette” y el tipo, que estaba en el séptimo sueño, se despertó de un brinco, lanzó una patada al espacio que se estrelló contra el paral de las luces y aquella vaina a doscientos grados centígrados se tambaleó y se le fue encima a Trillo. Y Trillo saltó, se lanzó de cabeza como quien se barre para robarse la segunda base. Salvó su vida pero no la del sofá. Un sofá de cuero. Blanquísimo. Impecable. Nuevecito. Y la luz se lo dejó marcado para siempre con un chamuscón obsceno. Trillo no perdió la sonrisa ni los aires de caballero: “Ah, no pasa nada, eso lo limpiamos luego con un producto que sho tengo que hace maravishas… o le damos vuelta al cojín. Son cosas que pasan, chicos, tranquilos”. Pero, estoy seguro, que más tarde exclamó: “¡La concha de su madre de estos venezolanos de mierda!” justo cuando se cercioró de que nos habíamos subido al taxi.

Y recuerdo también el día en que entrevistamos a Francisco Solano López, en su apartamento, primero en su estudio y luego en su cuarto. Recuerdo que nos advertía: “Chicos, sho con todo gusto les doy la entrevista, el tiempo que quieran, eso sí, va a shegar mi novia hoy y ashí sí que damos esto por terminado”. Y media hora más tarde decía: “Es que la extranio tanto… sho a esa mujer la quiero, más que con el alma, con las úlceras” (qué belleza). Y seguíamos la entrevista y a las dos horas decía “Sha va a shegar mi novia, es relinda esha”. Y nos mostraba sus dibujos, lo último que estaba haciendo, una cosa erótica, pornográfica, con unas mujeres despampanantes, como si después de viejo, a sus setenta y tantos, Solano López le hubiera dado por visitar asiduamente el burdel de las putas cultas.

Y en eso oímos la voz de una mujer que entraba a casa con su propio juego de llaves. Que saludaba desde la sala, que decía cositas cariñosas desde la cocina, que se asomaba al estudio y taconeaba ahora hacia el cuarto. “Estoy aquí, querida” decía Solano López y se quitaba a toda prisa el micrófono, se le iluminaba la cara, se iba al encuentro de su novia. Y entra la novia. La novia de Solano. Dios mío querido. Era un bombón, la cosita más linda y mejor contorneada de la historia argentina. Y allí fuimos nosotros los que dijimos, con toda admiración: “El coño de su madre de este viejito”.

El día que nos volvíamos a nuestra lejana Caracas, corriendo como siempre, porque el avión nos iba a dejar, no habíamos hecho maletas y el aeropuerto quedaba a dos horas de camino, comencé a recoger las bolsas de galletas de chocolate. Kilos y kilos de galletas regados por doquier. Y le comenté a mi amigo Bujía, el otro productor que me acompañaba en ese viaje: “Pana, yo no he querido decir nada para no alterar la buena nota del rodaje y que digan que uno es un neurótico… ¿pero quién coño estuvo comprando estas galletas? ¡Hay galletas hasta en la ducha!”.

Y Bujía, me respondió: “Chamo, tú. Todas las madrugadas te levantas y dices que vas a comprar chicharrón picante. Hablas con una voz que no es la tuya y haces unas cosas muy locas. Te has ido todos estos quince días, y nosotros contigo porque nos da miedo dejarte solo, al negocio abierto 24 horas que queda en la esquina y regresas con una bolsa de galletas de 2 kilos. Y dices que está buenísimo ese chicharrón, que el chicharrón picante argentino es el mejor que te has comido en tu vida”.

Y allí caí en cuenta de que yo también había participado en un cómic que nunca fue. Algún guionista burlón me había puesto a interpretar el guión de una obra que jamás se concluyó ni serviría para nada. Que yo realmente no había estado. O acaso sí, estuve, pero fuera de campo. Siempre fuera de campo.