miércoles, 28 de mayo de 2008

The Books



Elizabeth Fraser de Cocteau Twins


Es bueno conocer un idioma, pero he llegado a convencerme de que tampoco es sano conocerlo tanto. Quizás sea bueno perderse un poco, malentender; o mejor aún, creer entender. Dejar que ronde un poco el fantasma de la incertidumbre; toparse de pronto con que a veces no sólo hay espacios en blanco sino también agujeros negros.

Por allá, a mediados de los ochenta, se asomó en este mundo –que para entonces era ligeramente menos extraño- una banda escocesa llamada Cocteau Twins. Los gemelos Cocteau no eran dos sino tres; y quien cantaba, Elizabeth Fraser, no era del todo una criatura terrícola, era más bien un ángel caído. Así que dando por terminada la discusión bizantina sobre el sexo de los ángeles, yo podría sostener que no conozco ningún ángel hombre, pero que estoy seguro de que he escuchado cantar a uno mujer. Pero lo que más apasionaba de los Cocteau Twins, incluso más que los tonos y los registros de la Fraser, o sus ojazos verdes de gata con pelo corto rojizo, es que cantaban en una lengua inventada. Algunos juran que era esperanto, otros dicen que inglés mezclado con gaélico, la mayoría asegura que eran vocalizaciones libres. El punto es que si uno busca en Google “Líricas de Cocteau Twins” te encuentras con decenas de páginas de gente que transcribió al inglés, al esperanto, al cuti, a lo que sea, aquello que creyó entender. Yo no llegué nunca a transcribir sobre el papel una letra de los gemelos Cocteau; pero juro haber desentrañado de esa masa extraña decenas de imágenes poderosas, centenares de frases, colores, texturas, nombres, animales. Algo parecido a lo que le pasa a mucha gente que escucha a Sigur Rós y una fauna endógena le arma toda una cadena alimenticia en el cerebro gracias a no saber ni pizca de islandés.

Pasa algo parecido con el grupo de Nick Zammuto y Paul de Jong: The Books. Un dúo de holandés con estadounidense que hace una música más parecida a la literatura que mucho libro que se consigue por allí. Los Books construyen relatos de enorme fuerza narrativa pero con guitarras, chelos y computadoras. Algo similar a lo que hacía Terry Gilliam en Brazil, cuando le ponía un zapato de tacón de aguja a una doña en la cabeza y lo transformaba así en distinguido sombrero. Los Libros escriben relatos acústicos bajo la premisa de Hemingway: el buen cuento es como el iceberg que apenas muestra sobre la superficie un trozo pequeño, mientras abajo subyace –para la intuición del buen lector- todo un universo que no se cuenta ni se nombra pero que se puede inferir.

Uno escucha a The Books y es como si hubieras dejado la televisión encendida en una película blanco y negro del canal clásico mientras en la cocina alguien se fríe un par de huevos, al mismo tiempo que la vecina de al lado practica con el chelo (y además se equivoca, rompe una cuerda, afina, vuelve a empezar), la ventana está abierta, el maestro de la escuela de enfrente pierde los estribos con los niños y un iluminado sobre la acera recita un poema raro o acaso lee en voz alta lo que le aconsejó el terapeuta en la última sesión de psicoanálisis. Y misteriosamente todos esos trozos informes terminan encajando en un corpus medianamente congruente (o que uno cree coherente, casi armónico). Y uno cree entender. Entiendes algo que no es, que se parece, que casi –por milímetros- llega a ser, o que sabes que no es pero que te gustaría que fuera. Y cuando te enteras finalmente de lo que realmente decía la canción, el libro, la vida (que al final todo acaba en el mismo saco) uno tiene dos lecturas simultáneas de la misma cosa. Ese regalo no es para nada frecuente, tampoco caro, pero vaya que se agradece.

Hace poco The Books sacó una compilación con videos hechos por ellos mismos. Los videos son como su música, bajo una máscara mínima de simpleza y llanura hierve un cosmos que si lo miramos de cerca nos cosquillea una zona sensible. Algo que pareciera desvelarnos una gran verdad, amenaza con decir algo importante, categórico, una cita citable… pero al final dan un golpe de timón, aquello que iba embalado por el carril rápido pega un frenazo y se desvía por un camino de tierra. Nada acaba siendo lo que parecía ser, nada dice lo que debería decir. Una invitación a completar los espacios en blanco mientras uno se pierde, o a sentirse a salvo mientras se transita un agujero negro. Nada mejor para describirlo que la frase final de Smell Like Content (cuyo video anexo): “La expectativa conduce a la decepción. Si no esperas algo grande, enorme y emocionante usualmente… no sé, es sólo que… mejor déjalo así”.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Antes, durante, después, la niebla



Ilustración por Solángel Núñez "Roccocuchi"


Yo te voy a contar lo que pasó el día en que se borró la playa. Porque yo me fui hasta la playa como todos los días, para coger aire fresco, para mojarme los pies en la orilla, leerme algo, escuchar mi musiquita, verles el cuerpo a las chicas guapas que jamás tendré en mi cama. Esas cosas, las de siempre. Pero cuando llegué a la playa resulta que la playa no estaba.

Te lo juro, hermano, no estaba. Había una neblina densa como si estuviéramos en pleno otoño en Londres, pero tipo efecto invernadero, porque era caliente como un horno abierto y en pleno verano. Como si la playa se hubiera convertido de pronto en una inmensa sauna finlandesa y tú no puedes ver a más de dos metros de tan denso que es el vaporón. Yo me acerqué a la orilla y sólo me di cuenta de que el mar seguía allí cuando me mojé los pies. La gente estaba metida en el mar y te juro que era lo más parecido a esos monos japoneses que son peludos y están sumergidos en un lago templado mientras afuera cae nieve, y ellos apenas asoman las caras, caras humanas y como con sueño, y se les acumulan los copitos sobre el pelo de la cabeza, parecidos a esos sombreros rusos con motitas blancas. Bueno, así era la gente dentro del mar, apenas unas cabezas que salían del agua gris, unas manchitas oscuras irrumpiendo en la blancura de aquel manto de seda caliente.

Yo me puse a ver a la gente, con saña, sabiendo que algo pasaba, porque esas situaciones se prestan a que hagamos cositas sucias, nos valemos del hecho de que no nos ven y hacemos nuestras cochinaditas. Y sí, la gente las estaba haciendo. Se aprovechaban de la cortina gigantesca que de pronto les había caído encima y allí andaban haciendo aquello con una impunidad y un descaro que a mí el sonrojo yo creo que se me notaba hasta en medio de la neblina.

Y yo lo asumo -porque no tengo necesidad de mentirte, ni lo quiero hacer-, yo también aproveché para hacerle una maldad a aquella muchacha. Lo hice porque se lo merecía. Y bueno, yo digo que culpemos a la niebla. Es que la vi así tan cerca y en medio de aquel vaporón, y en el fondo yo creo que ella también quería. Pero no sé.

Todos aprovechamos para hacer cosas ese día en la playa. Y después que se levantó la niebla, que se nos fue tan de pronto como se nos vino, descubrimos que ya la playa no era la misma. Estábamos en otra playa distinta, con otro mar, otra arena, con el sol ahora amaneciendo por el poniente. Nos la habían cambiado. Y luego fue cuando nos enteramos que barrios completos habían desaparecido también durante la niebla, que al pasar la niebla había otros barrios, con otra gente. O, en cambio, había huecos gigantescos sin barrios ni gente, ni perros, nada, sólo huecos más vacíos que cualquier otro hueco jamás.

La niebla pasó y nos quedamos sin vecinos. O con unos vecinos nuevos que hablan otros idiomas, comen otras cosas, huelen y visten distinto. Nos cambiaron, como quien cambia los decorados tras un telón con una mano gigantesca y precisa, cada pieza del tablero. Y después de la niebla, las cosas no son como antes. Tenemos otras casas, otras ciudades, otras playas, otros países.

Nos habían cambiado el mundo. Porque Dios también, y principalmente él, aprovechó ese día en medio de la niebla para hacer sus cositas malas.


miércoles, 14 de mayo de 2008

Celoplastía

Esta es la primera entrega de una serie de experimentos
que hemos decidido emprender en conjunto
la artista plástica Solángel Núñez (
Rococcuchi) y yo.
Yo pongo las letras, ella el dibujo libre.



CELOPLASTÍA, ilustración por Solángel "Casa Roccocuchi"


Mis amigos, quizá hartos de los lamentos por mi más reciente despecho, me regalan una muñeca inflable. Me la encuentro al regreso del trabajo, desnudísima, acostada sobre mi cama, con una flor plástica en la boca y una nota sobre el pecho: “Me llamo Juliana, de ahora en adelante seré tu nuevo amor”.

Me produce una extraña combinación de risa sardónica y desagrado. Pero la tomo con cariño y la coloco sentadita en una silla del cuarto.

Recibo una llamada telefónica. Mi ex, que me quiere ver, tomar algo, charlar un rato. Me visto y salgo, dejando a Juliana con la puerta cerrada bajo llave.

Regreso tarde en la madrugada a casa. Juliana me espera en la sala fumando un cigarrillo, nostálgica, viendo por la ventana.

-¿Estabas con la otra, verdad?-- me dice sin dignarse a voltear. Y adivino una lágrima sintética que se le escurre por la mejilla.

Yo, más que asustado, me quedo francamente preocupado.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Teresa de copiloto


Un amigo del viejo tenía una biblioteca en el baño de su casa, uno de esos que parece una casita de muñecas a dos aguas acuñada debajo de la escalera. Y dentro de aquella caja de yeso las paredes estaban forradas de libros hasta el techo, cosa que ayudaba poco a los claustrofóbicos. El amigo de papá intentaba calmarle a uno el asombro cuando lo veía salir encandilado de aquel bañito: “Yo le debo mi cultura al estreñimiento”. Ése era su lema.

Bueno, yo he decidido cultivarme el intelecto en otro habitáculo: la cabina de mi carro. El truco me lo dio mi esposa que ya lleva como seis libros en lo que va de año. Paso en ese lugar al menos dos horas diarias. A ese ritmo, cuando sea viejo, podré decir: “yo lo único que he aprendido se lo debo al tráfico caraqueño”. Algunos dirán que es peligroso, que eso no se puede ni se debe hacer, que seguro si me ve un fiscal leyendo al volante me meteré en un lío gordo; y no les quito la razón. Pero yo he sido copiloto de amigas que fuman, hablan por el celular, cambian las velocidades y se maquillan con ayuda del retrovisor (todo ello en simultáneo) y cuando el fiscal se acerca para decirles algo lo que se escucha es: “Adiós, mami, ¿vas pa’ la guerra con esa cara pintada?” Así que leerse a Bioy Casares en los 15 minutos que tarda uno en cruzar el semáforo de Santa Paula, se me antoja un delito francamente menor.

El lunes pasado, justo cuando me estaba terminando el capítulo XII de “Diario de la guerra del cerdo”, algo me saltó sobre el último párrafo. Una araña negriblanca, pequeña pero de orgulloso culo de esos que no van con el tamañito. Estuve a punto de soltar el volante y clavarle un manotazo certero que la dejara estampada, como una letra gorda y chorreada, sobre el espacio en blanco. Pero entonces saltó al retrovisor y desde allí se dedicó a lanzarse en rapel desde el borde del espejo hasta frenarse a milímetros de la palanca de cambios. Lo hacía con la panza hacia abajo, subía, ahora invertida con las ochos patas hacia el techo, subía otra vez, ahora con dos mortales y un tirabuzón, subía de nuevo, ahora desde el borde de arriba del retrovisor en caída libre y partiendo desde la posición V para quedar pendulando sobre los mandos del reproductor. Tenía la desfachatez de utilizarme el dorso de la mano como trampolín, me aterrizaba cerca de la muñeca, tomaba impulso moviendo mucho el rabo y se lanzaba por el borde de los dedos tejiendo un puente con el asiento del copiloto, con la rejilla del aire acondicionado, con la manilla de la puerta, con el freno de manos. “Teje, Tere, teje”. Así que desde el lunes ya no viajo solo, llevo a Teresa de copiloto.

Las arañas no son insectos como los otros. Son artrópodos. Los insectos tienen seis patas, las arañas ocho, como los escorpiones y las mariposas (ni mi madre ni mi hermana que son las biólogas me atienden al teléfono, así que hasta aquí llegan mis vastos conocimientos y aquí dejo constancia de mi incultura). Se me ocurre que las arañas son en el mundo de las alimañas lo que los cactus en el vegetal o los crustáceos en el submarino: unos tipos raros a los que todos los demás seres vivientes les pasan por al lado con un poco de apuro, un toque de desprecio y asco mal disimulado, “Coño, dale chola que allí está ese bicho raro que nos puede picar”. Nunca he sido amigo de arañas, me parecen animales incómodos, nobles pero temperamentales. Spiderman, sin embargo, me cae bien, me parece un superhéroe con mucho sentido del humor -que lo utiliza principalmente para burlarse de sí mismo-, el único que alguna vez pedí de regalo al Niño Jesús; lástima que Sam Raimi haya hecho semejante desastre con la versión cinematográfica, el Hombre Araña no se merecía semejante mamarrachada.

Teresa salta en su bungee natural, genéticamente incorporado, hace piruetas de ensueño, mueve el rabo y se ríe con las mandíbulas bien abiertas. Tiembla de la emoción cada vez que acomete un nuevo salto. Me teje, con los pelos que me caen sobre la frente, un Golden Gate a escala que encuentra su otro extremo en el apoya cabezas del copiloto. Se me pasea por la nuca, de allí me interrumpe de un brinco la lectura, se camufla entre las letras, me pone a leer otras cosas. Teje, Teresa, teje. Teresa la tejedora. Tejesa la teresora. Hoy le dio por meterse por el ducto del aire acondicionado. Apagué el aire y bajé los vidrios. Joder, es que me pone como un sensible deplorable y me dio lástima que se congelara, tan pequeña y desnudísima dentro de aquel túnel helado. Salió en un momento, se asomó para decirme algo pero habla tan pasito que nunca le escucho, tembló de la emoción y se lanzó de nuevo entre las rejillas del aire. “¡Coño, panita, no te metas por allí!”, le grité; pero ni caso, ya estaba túnel adentro. El que sí me hizo caso fue un motorizado que, sorteando carros y haciendo maromas para no tropezar retrovisores, me pasaba justo al lado de la ventana en ese instante: “De bolas que me meto, pajúo, si pa’ eso es que tengo la moto”. Me dijo, enardecido, y se perdió entre el mar de autos de un acelerón.

Este mundo está lleno de gente amargada e insensible, Teresa. Mejor vámonos a casa.