jueves, 16 de mayo de 2013

Todo por Soda



Querido Martín,

Te escribo desde el fin del mundo. No, no es una metáfora, estoy de verdad en el quinto carajo, en la punta más lejana y más pegada a la Antártida de la Patagonia. Mira qué belleza, acaba de pasar un pingüino y más atrás una foca… Pero, marico, no le puedes decir a nadie que estoy aquí porque seguramente, como ya te habrás enterado, me deben estar buscando. Sí, por eso mismo que estás pensando, por lo de Soda Stereo y lo que pasó en el último concierto del reencuentro en Caracas.

Te escribo esta vaina porque mi novia me convenció de que si lo contaba lo exorcizaba, lo echaba para afuera y al final, con ponerlo en palabras y lanzarlo al agujero del tronco de un árbol (la jeva lo habla todo con metáforas, pana, yo a veces la entiendo pero la mayoría no), me iba sentir mucho mejor. Así que aquí estoy contándote la historia y asumiendo que eres tú ese agujero en el tronco.

Vamos a ver si podemos empezar por el principio ¿Te acuerdas de aquella noche hace como un año que nos íbamos a reunir en mi casa y tú no pudiste venir porque habías quedado en ir a cenar con la que hoy es tu esposa? Bueno, güevón, pues allí comenzó todo y, entre otras cosas, esto también te va a explicar por qué ninguno de nosotros tres fue a tu matrimonio. Yo estoy seguro que cuando acabes de leer esta carta nos vas a entender y a perdonar.

Esa noche en la que tú preferiste andar con tu culito en vez de reunirte con tus panas de toda la vida (no te arreches que no es un reclamo, simplemente estamos llamando a las cosas por su nombre) nos reunimos el Cebolla, Arístides y yo en mi apartamento de La Carlota. Nos bebimos todo (por cierto que el vino para cocinar da una acidez brutal, así que pásalo con agua, te doy ese dato) y nos fumamos hasta el tilo, güevón, una vaina que quedamos bobos.

Entonces hubo un punto de la noche en que nos dio por escuchar discos viejos y nos pusimos nostálgicos. Nostálgicos graves, Martín, el Cebolla hasta lloró y nosotros tuvimos que abrazarlo y sonarle los mocos con su propia camisa. Una vaina lamentable, viejo. Y Arístides y yo pensábamos que lloraba porque estaba sonando Soda Stereo y alguna tecla se le habrá movido al Cebolla, se habrá puesto a pensar en la ex o en los viajes a Adícora cuando estábamos en la universidad y éramos tan felices pero no lo sabíamos, qué sé yo, vainas de esas de borrachos. Tú sabes cómo es la música, basta con que oigas una canción para que a uno se le activen unos recuerdos rarísimos y comiences a pensar en vainas que tenías años sin recordar. Pero entonces, en medio de la lloradera, en un punto el Cebolla se sorbió la mitad de los mocos (la otra mitad nos la lanzó encima, el muy cochino) y dijo: “Coño, no hay derecho a que este continente haya perdido así su dignidad”.

Y nosotros nos quedamos en blanco, Martín, porque el Cebolla puede ser cualquier vaina, pero poeta no es. Entonces le preguntamos: “de qué coño estás hablando tú, güevón”. Y nos dijo: “coño, pajúos, de Soda Stereo. No puede ser que en 30 años no haya salido de Latinoamérica ni un solo grupo que se les compare a estos panas”. Verga, Martín, y entonces nos pusimos a llorar los tres. Porque tenía razón. Nos hemos pasado décadas oyendo pura mierda, décadas desperdiciadas buscando una banda, una solita, que le llegara por los talones a Soda. Y tú miras para atrás y aquello era un desierto musical, pana. No había nada.

Entonces yo dije -porque lo asumo, la idea fue mía, lo dije medio en joda pero como estábamos tan fumados y tan borrachos en ese momento todo tiene como un peso descomunal-: “Es que habría que secuestrar a esos tres locos y obligarlos a reunirse a juro”. No me vengas a decir, Martín de mierda, que no era una idea bonita, que no era una vaina altruista. Lo que pasa es que yo nunca pensé que estos dos bolsas se la iban a tomar tan en serio. Me miraron con los ojos redondos, parecían sacados de un manga y me respondieron: “sí va, vamos a echarle bolas”.

Yo creo, Martín, que lo que pasó es que el Cebolla y Arístides tenían un gran vacío en sus vidas y este plan era la excusa perfecta para tener por fin un proyecto. Una razón para vivir, marico. El Cebolla, tú lo conoces, es un genio que no sirvió nunca para nada. Tanto estudio de ingeniería biomecánica, tantos postgrados en farmacia y química y las mil pendejadas para hacer prótesis orgánicas y aquel carajo nada que servía. Se quedó, igualito a cuando estábamos en el colegio, estancado en la categoría “genio en potencia”, “joven promesa”, “éste algún día llegará lejos” (pero lejos quedaba lejísimos y ese día al Cebolla nunca le llegó).

Y luego Arístides, coño, que uno lo quiere burda porque es amigo nuestro desde que nos salieron los primeros pelos en las bolas, pero Arístides es un burro cargado de plata. Una máquina de hacer dinero, tú sabes cómo es la vaina, Martín. A ese pana le caía dinero por la herencia del abuelito, pero también porque invertía en la bolsa o porque decía “voy a montar una cadena de venta de potecitos plásticos” y la vaina la pegaba. Real y más real, esa era la vida de Arístides. Y se gastaba millones en rumbas, en viajes, en mariqueras insólitas (yo todavía lo de la iguanicultura para hacerle competencia a los bolsos de piel de cocodrilo no me lo creo) y de todas maneras producía el triple, el cuádruple, sin tener que mover un dedo y sin haber ido a cumplir horario en una oficina en su puta vida. Un maldito, el Arístides, un cabrón con demasiada suerte; lo que pasa es que es amigo de uno y uno lo quiere.

En fin, ahí estaba yo abrazado, oyendo Soda Stereo, con este par: un genio que no servía para un coño y un burro cargado de real que no sabía qué carajos hacer con tanto billete. Y no tuve otra opción, Martincito, de verdad que no la tenía, era mi responsabilidad, porque yo les acababa de regalar un sentido para sus miserables vidas y, además, estábamos hablando de un gesto que era un regalo para la humanidad. Había que devolverle Soda Stereo al mundo. Era un asunto de dignidad.

Esa noche en mi casa hicimos el pacto y juramos no decirle nunca nada a nadie, ni siquiera a ti, Martín. Hasta nos cortamos las manos y firmamos con sangre y la vaina fue un desastre porque el Cebolla era diabético y no nos lo había dicho y luego no paraba de sangrar el coño de madre. Y entonces ahora tenía doble motivo para llorar: por Soda y por la hemorragia.

Quedamos al día siguiente para reunirnos en casa de Arístides -ya con la cabeza en su sitio y después de superar lo más duro de la resaca- para armar bien el plan.

El concierto de Soda Stereo, reunidos 30 años más tarde, tendría que ser gratuito y en Caracas. Eso era indiscutible. Primero porque podíamos hacerlo en la República Independiente de Chacao (Arístides estaba saliendo con la hija del Presidente de Chacao y bastaba con una modesta donación para contar con todos los permisos y hacer lo que nos diera la gana), segundo porque Caracas siempre fue una plaza fundamental para Soda y tercero porque nos daba la gana, marico, punto. Lo jodido era ir a Argentina, buscar a los tres panas, convencerlos de venir a tocar y traérselos. No te imaginas, Martín, lo cómodo que es hacer planes cuando el factor dinero no es un problema, se te puede ocurrir cualquier barrabasada y para todo hay real de sobra. Lo difícil era encontrar a los locos y traerlos a cualquier precio, costara lo que costara, inclusive en contra de sus voluntades.

Mientras te estabas casando tú, Martincito, nosotros nos subimos en uno de los aviones privados de Arístides y, con varias maletas llenas de millones de dólares, emprendimos rumbo a Buenos Aires. La primera parada tenía que ser en la casa de Zeta que era el más fácil de los tres. Zeta nos recibió en su estudio con su calva bien pulida, con una panza como de ocho meses y con una papada que le llegaba a la mitad del cuello. Yo de vaina le digo: “Buenas, por favor con Zeta”. El tipo nos hizo un mate (que puso al Cebolla a mear como un degenerado cada tres minutos) y nos preguntó el motivo de la visita. Le explicamos y nos dijo, para nuestra sorpresa, que sí, que estaba de acuerdo, que él desde hacía tiempo venía pensando en la idea de la reunificación de Soda, pero que Gustavo se negaba (que lo olvidáramos, que estaba loco de remate, todavía más loco, y era un energúmeno, que después de viejo estaba peor que nunca) y que Charly Alberti estaba viviendo en el fin del mundo, metido a budista o una mariquera de esas, haciendo yoga frente a los glaciares con una noviecita de 25 años. Ah, y también se puso con una mamagüevada de que el concierto, de hacerse, tenía que ser en Buenos Aires y que en eso, como el personaje de El lado oscuro del corazón, sería irreductible. Estábamos a punto de lanzarnos a llorar los tres, otra vez, hasta que se me ocurrió sacar el celular y decirle: “Mira, Zeta, la verdad es que no queríamos decírtelo pero la vaina tiene que ser en Caracas porque esta mujer quiere tener un hijo contigo”. Y le puse la foto de Camila, güevón, Camila que se pudre de buena, Camilita que es como Jennifer Connelly mezclada con Scarlett Johanson, una mami entre las mamis. Y a Zeta le brillaron los ojos, güevón, se rejuveneció ese loco, volvió a tener 25 mientras se imaginaba revolcándose con Camila: “Bueno, che, se podrá hacer alguna excepción en este caso… andá a cagar, que sea en Caracas”.

Listo con Zeta, ahora íbamos con Alberti, a rescatarlo del culo del mundo. Nos llegamos, después de no sé cuántos días de viaje, hasta una cabaña perdida en los confines del planeta. Nos recibió una mujer que no te la crees, panita, un ángel caído del cielo, una cosita riquísima que si la pones al lado de Camila la convierte en un bagre. Nos dijo que ella era Mariela no-sé-qué-cosa, un nombre hindú que todavía no me aprendo, una vaina con varias haches, varias kas y zetas intercaladas. Una cosa muy espiritual y muy imposible. Mariela (a secas, sin el segundo nombre de ahora en adelante) nos dijo que Charly Alberti andaba meditando frente al glaciar haciendo la posición del loto con el perro invertido y el gato maullante en fase dos (una vaina que si te la imaginas da una imagen muy gay). Y así tal cual, contorsionado en medio de aquel frío, nos encontramos a Charly. Le comentamos lo del concierto de Soda en Caracas, que Zeta había dicho ya que sí, que si él accedía pues nos íbamos todos ya mismo para casa de Gustavo Cerati para convencerlo. Charly dijo que no, se negó en redondo, nos dijo que la época de la música, las giras y el dinero se había quedado demasiado atrás para él, que ahora era un ser mucho más espiritual, que aquí en el culo del mundo había encontrado finalmente su espacio en el universo (y le puso una mano en el culo a Mariela y todos pensamos “coño, claro, tiene razón”). Pero entonces Arístides, desesperado –sobre todo por el frío cagante y por el discurso budista del pana- le dijo claro y raspado: “Mira, Charly Alberti, no seas marico… te doy dos millones de dólares ahora mismo y dos millones más cuando se acabe el concierto en Caracas”. Y Charly Alberti dijo: “Sólo si es en efectivo, pibe”. Hicieron maletas él y su deliciosa novia (como 40 años menor que él) y nos fuimos todos a Buenos Aires otra vez a la caza de Cerati.

Entonces llegó la fase en la que teníamos que convencer a Cerati. Cerati, chamo, que estaba en otro planeta, que hablaba con puras frases al estilo de: “Sho, en este instante fugaz y luminoso de una existencia apacible pero distante y casi ajena, no soy más que el humo siniestro y azulado de un cigarrisho atómico que se desprende en partículas de shuvia entrañable, de peces, de surcos en rostros avejentados que dibujan el mapa imposible de una luna menguante sobre ese desierto que alguna vez fui sho pero que contigo sha no tanto”. Así, marico, todo lo que decía, a tiempo completo. Yo no entendía nada, te puedes imaginar al Cebolla (Cebosha, de ahora en más, como decía Gustavo) y a Arístides, tenían la cara de quien trata de explicarle lo que es una reina pepeada a un marciano.

Cerati, con una frase intrincadísima, de imposible reproducción, la vaina más críptica y fumada que hayas oído en tu puta vida (una cosa, como todas las de él, que no se entendió nada pero que sonaba arrechísimo), nos dijo que ni de vaina. Que la respuesta es no y no me sigan jodiendo la paciencia.

Zeta dijo entonces que él también se bajaba del tren, que sin Gustavo no se iba a Caracas. Y Charly no dijo ni una palabra, puso de nuevo su manota sobre la suculenta redondez de las nalgas de su noviecita y nos hizo entender que se volvía a sus glaciares a hacer la posición del perro maullante en flor de loto.

No nos quedó otro remedio, marico, en serio que no. Era el momento de jugarse la última carta. Esperamos a que se dieran media vuelta y les saltamos como tigres por las espaldas. Arístides se encargó de Alberti, el Cebolla se le fue encima a Cerati y yo le metí semejante coñazo en la calva a Zeta que lo desmayé. No contábamos con la tal Mariela, que repartía unos zarpazos como de leona y nos dejó a los tres magullados; pero al final logramos controlarla. Cebolla entonces se sacó una jeringa que traía escondida en un estuchito debajo del abrigo y los inyectó a todos, Mariela incluida.

No me preguntes exactamente qué fue lo que les inyectamos. Cebolla nos explicó pero era casi como escuchar a Cerati: sonaba arrechísimo pero no tenías la menor idea de lo que te estaba hablando. Palabras más, palabras menos, era una droga que él mismo había diseñado. Una vaina que te relajaba el cuerpo y te ponía una sonrisota en la cara. Por fuera eras la estampa vívida de la felicidad y la calma, aunque por dentro hubiera un infierno. Yo no entendí cómo funcionaba la vaina hasta que me tuve que inyectar yo mismo una dosis cuando vinieron los milicos a interceptarnos en el aeropuerto, justo antes de tomar el avión rumbo a Caracas con los cuatro secuestrados dentro. Entonces comprendí los efectos del coctel Cebolla, por fuera eres una persona calmada, racional, sonriente, controlada y por debajo de la piel te estás muriendo, quieres gritar, llorar, patalear. “Me pondré el uniforme de piel humana” decía Cerati en uno de sus temas, bueno, la vaina era más o menos así (pero al revés).

Bueno, al final los milicos nos dejaron ir, primero porque los Soda Stereo y su acompañante estaban de tan buen ánimo, tan contentos y relajados; y segundo porque Arístides les regaló una de las maleticas llenas de dólares “en una prueba de amistad y mutuo entendimiento entre nuestros pueblos, a ustedes que les gusta tanto vender y a nosotros que nos gusta tanto comprar” les dijo el hijo de puta. Y a los militares les pareció magnífico. Yo creo que hasta la bendición nos dieron.

Llegamos a Caracas en un vuelo sin sobresaltos porque cada vez que los Soda Stereo se ponían medio cómicos y empezaban a dar señales de que los efectos de la droga se les estaban pasando, el Cebolla se aparecía con su inyectadora y les redoblaba la dosis. Yo, mientras tanto, estaba feliz; porque te da como una euforia incontrolable cuando por fin te sales de la cárcel de la piel humana. Te dan ganas de bailar, de meter goles desde la media cancha, de inventarte un pase de breakdance, de follar, no sé cómo explicarte, marico, es una sensación de libertad como si nunca antes en tu vida hubieras sido libre, realmente libre. Pero no sabíamos si esa misma euforia también les daría a ellos, mejor era tenerlos sedados hasta el momento del concierto donde se iniciaría la fase final del plan.

Y llegó el día, Martín. ¿Tú fuiste, verdad? Seguro que sí, cómo coño te ibas a pelar el concierto de Soda 30 años más tarde. Un concierto de 8 horas donde iban a tocar todo, absolutamente todos los temas de todos los discos, en vivo, gratis, en Caracas. Dime que no fue una belleza, panita, el mejor concierto de la historia de la música. Una vaina apoteósica. Yo me acuerdo y lloro, güevón. Ya lo sabes, yo soy de la despreciable raza de los sensibles, cómo lo puedo evitar. Mira, se me paran los pelos de pensarlo nada más.

Bueno, llegó el día, Martincito, y aquí el plan dependía ya exclusivamente del Cebolla. Yo era el autor intelectual, Arístides financiaba todo el desmadre y el Cebolla era el autor material. Pocas horas antes del concierto Cebolla hizo las cirugías. Les abrió eso que llamó “un puerto” en la nuca a Cerati, Zeta y Alberti (en palabras de Arístides, quien logró verbalizar lo que yo pensaba pero no sabía nombrar: “coño, marico, pero eso parece que les hubieras abierto otro culo”) y los conectó con un cable orgánico a una máquina. Hizo las pruebas y dijo: “estamos listos”.

Arístides y yo estábamos cagados, viejo. Porque allá afuera había como 500 mil personas en la Autopista del Este, la tarima tenía como 200 metros de altura, las telepantallas gigantes estaban repartidas por toda la República Independiente de Chacao, se habían hecho las pruebas de sonido y aquella vaina sonaba tan duro que te vibraba el cuerpo desde dentro (te lo juro que a mí se me movía el estómago con los bajos). Pero Soda no había tocado en 30 años, no habían ni siquiera ensayado, eran unos viejos que no iban a poder aguantar ni media hora de concierto. Pero el Cebolla insistía, “tranquilos, está todo bajo control, ustedes relájense y disfruten, yo me encargo de la máquina”.

La máquina del Cebolla, Martín, todo estaba en la máquina y en los cables. Estaba inspirada en una frase de Cerati que aparece en el Dymano: “¿Y dónde está la música? La música está en los cables”. Por fin la genialidad del Cebolla había servido para algo, porque de esa máquina salía la música que iban a tocar y desde allí se inoculaba en los puertos orgánicos, abiertos en la nuca de cada uno ellos, una sustancia mágica de la que dependía todo el espectáculo. La máquina era Dios, güevón, el gran maestro titiritero que manejaba los hilos de los tres Soda Stereo. Y la máquina, siguiendo sus impulsos y movimientos sobre la tarima, se encargaba de traducirlos en las luces y los rayos láser.

Aquello fue un concierto de rock, pero también fue un rave. La gente no se lo creía. Arístides, cuando tocaban Canción Animal (yo diría que como en la sexta o séptima hora del concierto, o por ahí) salió corriendo como un poseso, atravesó toda la tarima y se lanzó en clavado para ser atrapado allá abajo en los brazos de la multitud enardecida. No lo volvimos a ver. En medio del trance, esos trances colectivos que conectan a 500 mil personas en un estado de euforia absoluta, la novia de Charly se despertó de su propio trance particular (el del coctel Cebolla) y empezó a gritar. Yo pensaba que gritaba de pánico, luego me di cuenta de que gritaba de felicidad, demasiado feliz estaba aquella diosa, tan feliz que comenzó a saltar y a bailar y a quitarse la ropa y yo me le fui encima y comenzamos a besarnos y a meternos mano durísimo en el backstage. Recuerdo que en una de esas (mientras forcejeaba con el bendito broche del sostén) abrí los párpados y vi de reojo al Cebolla operando la máquina. Tenía una chupeta de chicle enorme y bailaba y subía los brazos como quien acaba de meter el gol más hermoso en la historia de los mundiales. Muchísimo más arrecho que el de Maradona contra Inglaterra. Y entonces entendí que no había vuelta atrás, que el Cebolla había decidido inmolarse en un coma diabético y había puesto los comandos de la máquina en su máxima potencia. Y que a ese clímax absoluto no podía metérsele ya la reversa.

Soda tocó como nunca, la gente abajo hacía el amor, se mordía, jadeaba y gruñía en un orgasmo masivo. El más largo y simultáneo de todos los orgasmos en la historia de la humanidad. Hubo entonces una descarga final, el punto más alto de la apoteosis y sobre el bramido de la multitud se escuchó a Cerati gritar por última vez: “Gracias… totales”.

Y hubo un estallido, algo que todos pensaron que eran los fuegos artificiales para coronar el cierre del concierto más hermoso jamás, pero que ya sabemos lo que fue. Yo me llevé a mi Mariela en brazos sin voltear atrás.

Al día siguiente, cuando la gente cayó en cuenta de lo que había pasado y todo el mundo amanecía en otra cama con otras mujeres, otros hombres y otros perros que en su vida habían visto, comenzaron a buscarnos bajo los cargos de secuestro y homicidio. Pero ya yo estaba montado en el avión privado de Arístides rumbo a Patagonia.

Ahora dime tú, Martín, dime tú si conoces una mejor manera de despedirse. Qué músico en el mundo no ha soñado con un adiós así.

Bueno, ya está. Ya lo eché todo para afuera. Te lo juro que me siento mucho mejor ahora que lo exorcicé. Tenía razón mi novia. Me voy que en esta vaina se está ocultando ya el sol y no te crees el frío, marico. Además Mariela me está esperando frente a la chimenea para hacer el gato ladrador invertido con delicias de loto, una posición que sólo se hace en pareja y que se la inventé yo.

Mira, qué belleza, ahí va otro pingüino. Seguido de una foquita… coño, y una orca más atrás.

Publicado originalmente en Panfleto Negro el 25 de abril de 2011.

lunes, 13 de mayo de 2013

Ahora sí: Cortázar, mucho antes de Big Fish.




En abril de 2001 me tocó por accidente –sí, los accidentes sublimes y afortunados también existen– asumir la producción de una serie de micros documentales sobre la París de Julio Cortázar. Digo que fue por accidente porque no me correspondía a mí ser el productor de esos programas, les tocaba a un departamento para el que yo no trabajaba y además, desde principios de año, estaba pautado que estarían a cargo de una amiga productora que había estudiado en París, tenía ya la preproducción bastante avanzada y cuyo francés era infinitamente superior al mío. Pero la productora encargada se enfermó, o algo le pasó que ahora mismo no recuerdo; el punto fue que, faltando apenas unos días para el viaje, el jefe me llamó a su despacho y me preguntó si yo estaría dispuesto a asumir esa producción. Ni tonto –aunque sí chorreado– le dije que por supuesto que sí.

Obviamente uno se hace una idea antes de toda producción audiovisual de cómo será el asunto; pero la realidad –sobre todo en el documental– se encarga sistemáticamente de entregarte otra obra que acaso se parece lejanamente a eso que tenías en mente pero que en definitiva acaba siendo otra cosa muy distinta. Así que nos fuimos con un itinerario bastante preciso de locaciones, contactos y entrevistas pero nada de ello garantizó que las cosas salieran como estaban prescritas. Tratándose de Cortázar, ahora que lo veo a la distancia, no había otra opción. Tenía que ser así.

Llegamos a París y hacía un frío endemoniado. Se suponía –por esa convención a veces tan delirante que llamamos calendario– que estábamos ya en primavera, pero algo me hace tener la certeza de que ni primavera ni verano existen en esa ciudad. En París hay tres estaciones: otoño, otoño tirando a invierno e invierno cerrado. Todo lo demás es un espejismo pasajero. Así que nosotros aterrizamos en aquella ciudad para constatar en carne propia que ese clima primaveral parisino era idéntico al de un otoño invernal. Y que todas nuestras ropas tropicales servían lo mismo que salir desnudos a la calle. Ah, y además llovía.

Así que tuvimos que comprar abrigos e impermeables para todos. Un gasto de producción que no estaba previsto ni siquiera en el apartado de “contingencias”. Cuando llegamos al hotel el botones nos indicó, con esa simpatía característica de muchos parisinos, que el gerente nos estaba esperando y que no podíamos subir a las habitaciones hasta haber arreglado cierto asunto con él. El gerente, con una simpatía aún más elocuente, nos dijo que había un problema con la reservación. Que la tarjeta corporativa con la que se había hecho no había pasado. Que teníamos 24 horas para solucionarlo o nos iban a poner, maletas y equipos incluidos, de patitas en la calle.

No teníamos el dinero en efectivo (se lo habían comido abrigos e impermeables), la tarjeta corporativa que se nos había asignado tenía un monto reducido y sólo utilizable para comidas y transporte; y nuestras tarjetas personales apenas alcanzaban para pagar una habitación individual por dos días (necesitábamos 3 de las dobles y por dos semanas). ¿Podemos llamar por teléfono a nuestras oficinas en Caracas? Sí, claro, hay un teléfono público monedero en la esquina.

Nada panitas, nos tocará comer sánduches de mantequilla por 15 días y dormir bajo uno de los puentes del Sena. Pero tranquilos, hay una máxima en el mundo audiovisual: esa vaina la resuelve producción (o sea yo, y en francés). Logramos llamar a Caracas pero por un problema de horarios tuvimos que dejar un mensaje en la contestadora: “Houston, we have a problem, si no hacen la reservación mañana mismo se van a encontrar en los periódicos que 6 indigentes venezolanos murieron de hipotermia aquí”.

Al día siguiente, evitando la mirada del gerente y bajo la desaprobatoria mirada de su rottweiller personal vestido de botones, nos logramos escabullir por el lobby para irnos a la primera entrevista pautada: Aurora Bernárdez, exesposa de Julio Cortázar.

Doña Aurora, una dama en toda la extensión del término, nos recibió en su casa. La misma donde había vivido con el escritor. Y luego de la entrevista nos subió hasta el ático y allí nos mostró el escritorio de escritor más escritorio de escritor que uno pueda ver en su vida. El escritorio de Cortázar, con sus hojas de papel bien apiladas, sus plumas, sus frascos de tinta negra y azul, sus lápices, sus borras, los libros de su biblioteca, ubicado frente a un ventanal prodigioso que se extendía de pared a pared. Todo estaba en orden, en su justo lugar, impecable, exactamente allí donde Julio lo había dejado antes de marcharse de esa casa. Aurora Bernárdez se había encargado de conservarlo como si fuera una pieza de exhibición de una casa-museo. “Pueden tocar pero no lo desordenen” fue lo único que nos dijo la señora y nos dejó a solas en ese ático con aquella emoción infantil. Y con esas ganas enormes, qué crueldad, de llevarse en el bolsillo una pluma, una nada más, para mostrársela a los amigos y decirles: “con esta vaina escribió Cortázar sus cuentos, te lo juro”.  Cosa que, por supuesto, nos pasó por la mente pero no nos atrevimos a hacer.

Doña Aurora, además, nos pasó un listado con los números y señas de los amigos de Cortázar. Sus amigos de verdad, gente con la que habían compartido cuando todavía ninguno era nadie. Así fue como contactamos a un amigo que era profesor en la universidad de La Sorbona, otro que era pintor y escultor (el mismo que acabaría haciendo la lápida de su tumba en forma de libro abierto, donde aparecen tallados los nombre de Cortázar y de su segunda esposa Carol Dunlop), otro que era escritor. Todos ellos argentinos de nacimiento pero radicados desde hacía décadas en París.

Volvimos al hotel felices después de aquella primera jornada de ensueño. La felicidad nos duró hasta que vimos nuestras maletas en la calle. Literalmente. Estaban en el medio de la acera. Y claro, quien fuera que nos había hecho las maletas no se preocupó en distinguir de quién sería tal calzoncillo, ni esas medias, ni si el cepillo de dientes de fulano correspondía al equipaje de mengano. El gerente salió hasta la puerta y nos cerró el paso como si se tratara de un jugador de rugby: por aquí no pasan hasta que no paguen.

Nos tuvimos que ir a un café con aquel perolero, como homeless que cargan sus vidas a cuestas (pero sin siquiera tener para el carrito del supermercado). De nuevo llamamos a Caracas -y aquí hay gente entre los presentes que aseguran que yo lloraba mientras telefoneaba; son puras exageraciones, si acaso se me quebró la voz un poquito- y desde allá intentaron pasar la tarjeta de nuevo, por tercera vez, para pagar el hotel. Y esta vez sí pasó. Lo celebramos como hooligans (de eso sí puedo dar fe).

Regresamos al hotel con nuestro mundo particular de nuevo a cuestas y esta vez el gerente y su fiel botones nos recibieron con la primera sonrisa de sus vidas. Por la plata baila el mono, le llaman. Nos dejaron subir hasta las habitaciones pero nos pasamos el resto de la noche en vela, recorriendo el pasillo que comunicaba nuestros respectivos cuartos y gritando a viva voz cosas insólitas como: “Bróder, yo creo que mi bomba para el asma se quedó en tu maleta” o “estos interiores no son míos, los voy a dejar aquí colgando de la manilla hasta que los rescate su dueño” o “marico, pero esas medias tuyas son como panties, ¿tú en serio usas esa vaina?” o “pana, es en serio, aquí nadie va a dormir hasta que no aparezca mi cepillo de dientes y si alguien lo usó va a recibir coñazo”.

Al día siguiente reiniciamos las grabaciones, las entrevistas, las visitas a las locaciones. No me quiero extender más de la cuenta, así que iré al grano sin muchas vueltas. Lo que a continuación enumero, lo juro, nos fue relatado en persona por los amigos de Cortázar. No necesito -ni quiero- buscarlo en otras partes ni consultar otras fuentes, me resisto a que Wikipedia me diga toda la verdad sobre Cortázar, no espero, ni pretendo, ni confío, en ningún sabihondo literario que me quiera sacar de esta ficción. Apelaré a mi derecho a la fantasía, al estilo de Big Fish (pero mucho antes de Big Fish): un amigo de Cortázar nos contó que Julio no había envejecido, que se había quedado congelado en una edad incierta que rondaba los 50 años, que le angustiaba un montón –eso sí– ver que todos sus amigos, sus mujeres, las personas que lo rodeaban, envejecían naturalmente pero él no podía, se sentía un hombre de su edad cronológica pero sólo por dentro porque por fuera seguía siendo increíblemente joven; que no había dejado de crecer tampoco nunca, que cuando lo intentaron meter al ataúd se dieron cuenta de que no cabía ni siquiera en el más largo de todos los disponibles, que tuvieron que hacerle uno especial para que cupiera aquel cuerpo enorme de casi 2 metros 20; que cuando lo sacaron del hospital rumbo al cementerio algo rarísimo pasó, porque la carroza fúnebre y todo el cortejo fúnebre que la seguía se perdieron, inexplicablemente comenzaron a dar vueltas por unos lugares insólitos que para nada estaban en la ruta hacia el cementerio; entonces se dieron cuenta de que estaban paseando justo por esos lugares que eran los predilectos de Cortázar en París, el puentecito que le gustaba, el parque donde solía ocupar un banquito y donde escribió –entre otros cuentos- Las babas del diablo, la calle tal del Quartier Latin donde tomaba el aperitivo, el café donde se refugiaba cuando llovía, cada una de las casas donde había vivido; en fin, Don Julio se estaba despidiendo de su ciudad particular, su París personal y estaba haciendo que todos sus amigos se despidieran junto a él antes de ir a depositarlo en su tumba de Montparnasse.

Y estos viejos contaban esas anécdotas y las voces se les partían. Estaban profundamente emocionados, honestamente conmovidos; se quedaban en silencio largos segundos como tratando de poner en palabras algo imposible de narrar. Atribulados por una memoria de esas que suenan tan extravagantes que uno mismo las cuenta al tiempo que se pregunta: ¿será que me lo inventé? Y apelaban a todos esos preámbulos que dice uno cuando está contando un cuento muy loco que nadie se va a creer. Un poco lo que me pasa hoy con ustedes mientras intento aterrizar estas líneas.

viernes, 3 de mayo de 2013

Por una nariz.



Yo venía esta semana a escribir sobre Cortázar, de los últimos días de Cortázar en París, de sus amigos, su exesposa Aurora Bernárdez, de las cosas insólitas que nos contaron hace más de una década durante la producción de un documental sobre el París de Julio Cortázar. Pero no puedo, no me sale, siento que sería absolutamente desatinado hacerlo en este preciso instante. La culpa es de la realidad que se empeña en estallarle a uno en la cara todos los días y varias veces al día; digamos que no puedo hablar hoy de Cortázar porque desde hace días tengo una imagen que no se me sale de la mente: la de la nariz de la diputada María Corina Machado.

Pienso en esa imagen de María Corina Machado después de la salvaje golpiza de la que fue víctima por parte de otros diputados de la bancada oficialista de la Asamblea Nacional  y la palabra indignación se me queda corta. Demasiado corta. Sus ojos llorosos, el rostro amoreteado e hinchado, el tabique nasal fracturado en varias partes. Es una imagen profundamente dolorosa, de una violencia espeluznante, estremecedora en la más infeliz acepción del término.  

No sólo me gana la náusea y me debato en un sentimiento a medio camino entre la rabia, la impotencia y el asco cuando recuerdo esa foto, sino que el sentimiento se me potencia cuando me entero de las declaraciones deplorables de personeros del régimen como Pedro Carreño, Mario Silva y Diosdado Cabello. Cosas como “se lo merecía”, “esa nariz de burguesa no aguanta coñazo”, “las quejas de María Corina Machado son una vaina loca”. Cómo se puede ser tan asquerosamente bajo. Qué hombre puede decir semejante mamarrachada sin siquiera pensar en que esa cara de mujer transfigurada por el dolor y la violencia podría ser la de su propia madre, su mujer, su hermana, su amiga. Honestamente no encuentro adjetivos para calificar tal inmundicia, se me han agotado los sinónimos del asco y la indignación.

Me pregunto especialmente qué Dios habrá sido ése que dio a Diosdado. Diosdado Cabello (el odio personificado e inflado en varios metros cúbicos), el mismo que con sonrisa sarcástica miraba la escena desde su silla de Presidente de la Asamblea Nacional y no hacía el menor intento por detenerla; muy al contrario, hacía gala de una pasividad y un beneplácito que espueleaban la barbarie. Se me ocurre que ese Dios tiene necesariamente que ser Moloch, “el dios abominable de los fenicios y los cartagineses”, al que había que ofrecerle en sacrificio preferiblemente a niños, mujeres y a los más indefensos.

Estoy seguro de que si la mujer agredida hubiera sido Cilia Flores, Blanca Eekhout o Iris Varela (entre otras señoras adeptas al régimen), las voces recriminatorias se hubieran levantado de lado y lado, independientemente de las ideologías y las bancadas políticas, hubiese sido un acto igualmente asqueroso, digno de todo nuestro repudio.  Muchas pueden ser las diferencias y los malestares acumulados durante estas últimas tres décadas de odio manirroto; pero nada, absolutamente nada, hubiera justificado semejante barbarie. A una mujer no se le golpea y punto. El que necesite desarrollo o argumentación para esa frase no tiene derecho a considerarse humano y mucho menos a participar de discusión alguna. Y agregaría: aquel que presencia ese acto de violencia contra una mujer y no hace nada por detenerlo se convierte en cómplice, es también culpable, se ha puesto de lado del agresor y su cobardía merece ser igualmente señalada y castigada.

Hoy día, a dos meses de la “defunción oficial” de Chávez, son varios los que esgrimen argumentos como: “el Presidente Chávez no lo hubiera permitido”, “Chávez resultó ser el psiquiatra del manicomio”, “Estas son las cosas que no pasaban cuando Chávez los tenía bajo control”. Qué va, me disculpan pero tales comentarios no son sino puros malos chistes y estupideces, no podemos olvidar que Chávez fue el primer responsable en sembrar la asquerosidad que hoy todos recogemos en nefasta cosecha. Fue él el encargado de inocular reiteradamente su “rodilla en tierra”, su “vamos a defender la revolución por todos los medios posibles”, “no se equivoquen… ni olviden que la revolución está armada”, “vamos a aniquilar a la oposición”, “los que no están con el proceso son apátridas, oligarcas, burgueses, majunches, escuálidos, enemigos del pueblo”. Pues estas son las consecuencias, este es el grandísimo legado del “Gigante”, el “Cristo de los pobres de Latinoamérica” nos dejó una cruzada de odio donde no sólo está bien visto que se golpee a una diputada (la que mayor cantidad de votos ha recibido para ocupar ese cargo en la historia de Venezuela), sino que las burlas, las sonrisitas de “bien hecho, toma lo tuyo”, la complacencia porque “esa nariz no aguanta coñazo” son recibidas con insólita aprobación.

Es falso que todo muerto sea bueno, estamos ante la clara evidencia de que “muerto el perro lo único que dejó fue la rabia”. Y el fantasma de Chávez está detrás de toda esta inmundicia, no lo podemos olvidar, es su espíritu el que los tiene malamente poseídos.

Habrá gente que prefiera lidiar con esta situación hablando de otros temas, otros que opten por pasar estos acontecimientos por el filtro de la ficción para poderlos contar más adelante, y habrá gente –me incluyo, ya me gustaría escribir y hablar sobre otras cosas- que decida salirse de su zona de confort y aprovechar sus pocos espacios disponibles para intentar decir algo al respecto. A veces, me temo, no tenemos otra opción, la nariz de María Corina está allí reclamándonoslo.

Así que Don Julio Cortázar puede esperar. Tiene que esperar. Ya habrá otro momento más feliz para intentar echarles ese cuento.