sábado, 28 de febrero de 2009

Canadienses


Quiso la providencia que, hace exactamente diez años, en Berlín, febrero de 1999, tuviera la inmensa suerte de sentarme durante diez minutos inolvidables en una sillita frente de uno de mis superhéroes particulares, el cineasta canadiense David Cronenberg.

Yo: ¿Cómo definiría en sus propios términos el cine de David Cronenberg?

Cronenberg (vestido como un gentleman y con una sonrisa): Yo diría que si mezclas cirugías, mutaciones, los misterios de la carne intervenidos por la tecnología, algo de sexo, un poco de locura y mucha gente angustiada junta... pues allí tienes mis películas.

Yo: ¿Y qué opina de lo que podría pasar con la humanidad en un futuro cuando hayamos mutado o nos acabemos de convertir en otra cosa por medio de cirugías?

Cronenberg (con la sonrisa ahora trocada en risa): No puedo tener una posición al respecto. Mi naturaleza es ser neutral... ¡Soy canadiense!

Hace unos meses tuve el placer de conocer a una autora de libros infantiles canadiense, que con unas historias y unos trazos simplísimos ha logrado tocarme la médula, Marie-Louise Gay (quien por cierto es idéntica a Stella, el personaje que la ha hecho famosa). Marie-Louise, quien es de Quebec, me contaba del auge del movimiento que reclama la autonomía de ese pedazo del Canadá -que en sus casos más radicales abogan por el separatismo: el Canadá anglosajón para un lado y los quebecois de origen galo para el otro-. Y cuando le pregunté qué opinaba ella me dijo algo que me sacudió: "Yo estoy de acuerdo en que se nos respete, en que se nos dé autonomía, en que se reconozcan nuestras diferencias... pero veo al mundo que se atomiza neciamente en los nacionalismos y pienso: Joder, cómo me gustaría que Canadá diera el ejemplo, que demostráramos que sí se puede".

Hoy descubrí este video de los New Pornographers, otros canadienses que hacen un arte que me anima y me fascina, y al verlo y escucharlo no puedo dejar de pensar en ese don tan canadiense para ponerle a uno a sentir tantas cosas a la vez, extrañarse, emocionarse y llegar a asumir tantas posiciones encontradas a pesar de su consabida "neutralidad".


Myriad Harbor, por The New Pornographers

jueves, 12 de febrero de 2009

El peor infomercial



A mí me suelen enganchar un montón los infomerciales. Sí, lo asumo, es un placer culposo. Es como si uno se sometiera -casi voluntariamente- a varios minutos de incomodidad, de risa, de curiosidad, de vergüenza ajena, como si cada vez que uno pasa por un infomercial y es incapaz de cambiar el canal se le despertara un lado siniestro que decide regalarse una estadía breve por el absurdo. Los infomerciales son piezas muy peculiares: te venden unas cosas espantosas e inútiles con un tono épico salpicado de autoayuda, son como guiones de ciencia ficción convertidos en documentales publicitarios. Pocas cosas más delirantes que un tipo sin camisa, peinado con laca y cola de caballo, con abdominales definidos hasta en la yugular (esos panas tienen músculos extra, hasta donde no los hay), que te asegura que todo lo que es hoy se lo debe a untarse religiosamente baba de caracol por todo.


Cierta madrugada, cortesía del insomnio, pude ver uno de los infomerciales más fantásticos de la historia de la humanidad. Se llamaba “Minigolf Kit” (por favor si alguien lo consigue en Youtube no se olvide de compartirlo, es una gema). El asunto era una especie de estuchito de cuero de esos que se cuelgan en el cinturón, parecido a uno para guardarse el yesquero Zippo, en cuyo interior habitaban una pelota de golf, un tee (esa cosa que es como una pieza para jugar ludo pero que se entierra de cabeza en la hierba para ponerle la bola de golf encima) y un trapito mágico para limpiar de residuos la pelota luego de ser golpeada. Entonces el dueño del minigolf kit podía ir al banco, al automercado, a buscar a los niños al cole, al sauna o a la iglesia con su equipo de golf siempre sujeto a la correa. Y entonces, he aquí la magia, el locutor decía: “Y ya no tendrá nunca más que hacer esto”: Y salía el mismo tipo pero con un ataque de estrés porque no sabía qué hacer con el palo de golf, la pelota, el tee y se lo metía todo en el bolsillo del pantalón (zoom in al bulto que le asomaba bajo la tela). “Y tampoco tendrá que hacer más esto”: Entonces salía el tipo con una camisa blanca, la bola de golf sucia en la mano (inmunda, como si hubiera caído en un pozo séptico), la misma cara de no saber qué hacer con ella hasta que procedía a limpiarla con la tela de la camisa, en la zona de la barriga y le dejaba un manchón a la panza que no lo sacan ni en la más osada de las cuñas para detergente. “Ni tendrá nunca más que hacer esto tampoco”: Y aunque usted no lo crea aparecía un primer plano del protagonista con la pelota de golf metida en la boca. Como si fuera un huevo duro con cáscara y todo (yo no he jugado golf en la vida, pero si la gente hace eso con cierta frecuencia voy a comenzar a jugar sólo para tomarles fotos y extorsionarlos luego). “Así evitará sensaciones y sabores molestos”: Y salía el tipo escupiendo con cara de asco trocitos de césped y tierra después de chuparse la pelota de golf. “Y todo esto por una módica suma”: Y salía en la pantalla algo así como 699, 99 $ (y uno dice siempre: ¿Pero esos dólares no serán gringos? Coño, porque esa vaina además de chimba es entonces también carísima). “Pero aún hay más, si llama ya le daremos otro minigolf kit completamente gratis” (qué maravilla, si no sabías qué carajo hacer con uno solo y ahora te salen dos). “Llame a nuestras operadoras para mayor información sobre cómo pagar con moneda local” (Qué miedo. Seguro que si llamo ahí sí que se termina de abrir un vórtice hacia otra dimensión o se destapa una caja de Pandora telefónica que no la cierra ni Dios).


Durante un tiempo estuve convencido de que la inteligencia que se escondía detrás de la Revolución Bolivariana la conformaban un grupo de libretistas resentidos que fueron botados de Bienvenidos o Cheverísimo. Más tarde lo estuve pensando mejor y dije: “No, esta vaina es obra del mismo equipo de sádicos que nos somete desde hace décadas a Sábado Sensacional” (Los Cisneros son grandísimos responsables de la marginalidad mental de este país y han hecho de ello un negocio rentabilísimo). Pero si uno la mira detenidamente se da cuenta de que lo que estamos viviendo no es otra cosa que un infomercial, uno que ocurre en tiempo real y en el que nos tienen que estar grabando con cámara oculta; y lo tienen que haber hecho los mismos genios perversos del Minigolf Kit. El “Mini-Chavist Kit” es otra mamarrachada que se publicita con tono épico salpicado de autoayuda, es un cuentote de ciencia ficción que tú dices: “Es imposible que la gente venda y compre esto”, es también una cosa absurda que uno lleva colgada hasta para bañarse, un estuchito que incluye un muñeco egocéntrico, adicto a rendirse culto a sí mismo, con baterías nucleares (las pilas sí que vienen incluidas esta vez) para garantizarle que no se calla ni deja de soltar sandeces jamás y que una vez se encienda no se puede apagar más nunca. Y sientes que en cualquier momento algún locutor te va a decir desde el cielo: “Y si llama ya le daremos gratis un bigote como el de Nicolás Maduro hecho con pelo natural”.


Enotnces uno, como pasa con todo infomercial, se debate entre la risa, el susto, la vergüenza ajena, la incredulidad, la curiosidad de “¿Pero habrá alguien que compre esta mierda?”, te sometes pues a esa estadía por la versión más chimba del purgatorio que te pretenden vender a un precio sideral. Y una vez más, como siempre, te asomas a ese vórtice, a esa Caja de Pandora que no cierra ni Dios, y acabas diciendo con una sonrisa: “No, vale. No, claro que no. Pero ni de vaina”.



miércoles, 4 de febrero de 2009

Ganar el loto


Si Cassius Clay la hubiera conocido seguro que se replantea aquello de “vuela como una mariposa y pica como una avispa”. Se hubiera dado cuenta de que hay otros como él, que quizás boxean pero lanzando otros golpes, y que incluso se puede volar y picar mientras se vende el loto en las colas de Caracas. Y aunque el gran Muhammad Ali no jugara a la lotería en su vida, seguro que a ella la veía un minuto y sí que le compraba dos o tres.

La avispa se mueve entre los carros, sortea a los motorizados, revolotea con sus tarjetas abiertas en abanico, suelta unas carcajadas inauditas que se me cuelan por la ventana tres pisos más arriba. La gente baja las ventanillas para saludarla y piropearla. Ella seduce, se contornea, vende, muerde. Porque La avispa se viste de libélula incandescente cuando está de buenas pero si alguien amenaza con atropellarla o le dice que se quite de en medio porque está atravesada, tengan por seguro que a la morena se le despierta la tarántula que lleva por dentro. Y lo que suelta aquella boquita a cientos de decibelios es una cosa innombrable, sólo confesaré que -aún refugiado en las alturas y tras la persiana, y sin que sea contra de mí aquel camión verbal- me sonrojo y se me espeluznan los vellos de la nuca, y diré también que creo que si alguna vez lo transcribo capaz y se nos arruga la pantalla.

Resulta que cien metros más arriba, casi a la altura del semáforo, se paró hace unos meses otro vendedor de loto. El hombre, eso sí, vendía bastante menos. Quizás por una razón meramente geográfica: ya la gente había pasado por los predios de La avispa una cuadra más abajo. O quizás porque la sonrisa y las curvas de la morenita lograban mover mejor las billeteras que el seño fruncido y la barriga del recién llegado. El punto es que el hombre día a día fue bajando por la calle unos pasos más. Y en las últimas semanas ya estaba vendiendo codo a codo con La avispa. Ella en los canales de la derecha, él en los de la izquierda.

El otro día volvía yo a la oficina con mi almuerzo a cuestas y me los encontré sentados en la acera frente al edificio. Se estaban dando, bajo el sol del mediodía, unos besos prodigiosos de esos que la gente ya no se da jamás. Yo, ahí parado, con mi bolsita plástica en la mano, era menos que una estatua, sencillamente no existía. Aquellos dos estaban sumergidos en cuerpo y alma en ese universo privado que sólo son capaces de construir los que se gustan de verdad. Perdidos estaban en su trinchera invisible, en su reducto íntimo donde todo lo demás está ausente y borrado.

En eso el hombre del loto se despegó de aquel beso absoluto, un beso del tamaño del mundo, se enfiló hacia la calle repleta de autos y le dijo a su novia: “Ya vengo, mi amor, que tengo que irme a trabajar”. Y La avispa, qué cosa hermosa, le ha contestado desde la acera: “Vaya, pues, papito… pero no vuelvas tarde”.

Aquel hombre sonriente se internó entre el caos de carros, humos, motos, gritos. “Ahí va un hombre con suerte” pensé. Porque, definitivamente, hay varias maneras de sacarse la lotería.