miércoles, 28 de marzo de 2012

Manual inútil en caso de terremotos


Hace una semana hubo un terremoto en México, dicen que duró cerca de dos minutos y que alcanzó los 7,8 grados en la escala de Richter -números casi idénticos a los del devastador terremoto que sacudió a México en 1985-.

Yo estaba en ese preciso instante saliendo para clases cuando en eso escuché a mi cuñada gritar desde el comedor: ¡Cuñado… cuñado! Lo hacía con la misma voz de alarma que utiliza cuando deja caer el cenicero lleno de colillas en la papelera sin bolsa o cuando se mete a bañar y no le sale el agua bien caliente. Con toda la calma que me producía saber que se trataba de alguna de estas tragedias me llegué hasta el epicentro de los gritos y la encontré en cuclillas metida debajo de la esquina de la mesa del comedor. “¡Está temblando!, ¿no lo sientes?”. “Coño, no… ¿será que salimos?”. “Yo no tengo llave y además estoy en pijama”. “Vale, voy a buscar la llave y ya vuelvo, no te muevas”. No llegué a buscar la llave, me quedé mareado mirando por la ventana hacia el árbol de aguacates del jardín del vecino. El tipo se movía como si se dispusiera a salir bailando. Sí, estaba temblando, era un hecho.

Cuando por fin se me pasó el mareo y superé la impresión de ver a un aguacate bailar, di con las llaves (sepan que las llaves nunca están en su sitio y mucho menos cuando se enteran de que hay terremotos), logramos bajar por las escaleras y ya todo el mundo había tenido tiempo de bajar y volver a subir, es decir, el edificio se pudo haber derrumbado con solamente dos víctimas dentro: una mujer empijamada y un tipo con su morralito negro en la espalda.

“A poco que estuvo sabroso el temblor” fue el recibimiento del vigilante que se fumaba un cigarrito bajo el sol.

Durante varios días no hubo otro tema de conversación en esta ciudad que no fuera el terremoto: ¿Cómo lo sentiste?, ¿dónde estabas?, ¿y qué hiciste?, ¡eso que hiciste es lo peor que se puede hacer en caso de terremoto! Y por supuesto también se desataron una cantidad insólita de teorías sobre las causas del terremoto y sobre qué carajos hay que hacer en caso de un sismo.

He aquí un breve manual armado a punta de todas esas cosas que escuchamos y leímos después del temblor.

1.- Cuando hay un terremoto no se pueden utilizar los elevadores pero tampoco las escaleras. En el ascensor te quedas encerrado y en las escaleras la vibración te tumba por los peldaños. Así que hay que buscar una manera de bajar que no sea ni por un lado ni por el otro. Ergo, tienes que decidir entonces entre lanzarte por la ventana o quedarte parado en tu sitio hasta que pase el temblor. En fin, mejor no hagas nada y punto.

2.- No es en lo absoluto aconsejable durante un sismo colocarse debajo de los marcos de las puertas (eso funcionaba hasta el año 2010 más o menos, pero luego se dieron cuenta que era aún más peligroso, que lo único que se derriban son los marcos y las columnas mientras que los techos sobreviven flotando en el aire). Lo mejor sería ubicarse en el hueco que hay entre la poceta y el lavamanos. O meterse en la bañera (también aplica en caso de tiroteos por lo que las bañeras son un invento mejor que el hielo).

3.- Lo ideal si te encuentras en zona sísmica es cargar un bolsito a mano que contenga una botella de agua, una galleta, un chocolate, un pañuelo, una manta, medicinas, un tanquecito de oxígeno y el equipo de primeros auxilios. Así que ni tan bolsito, mejor un morral con todo eso y siempre encima de uno porque no sabes jamás dónde te va a coger el terremoto. Eso sí, practiquen antes para cerciorarse de que caben con morralote y todo dentro del huequito entre la poceta y el lavamanos.

4.- Corrección cortesía de un amigo: en vez de agua mejor una Coca Cola (por aquello de que tiene azúcar) y el chocolate mejor con trocitos de maní (que así te nutres mientras estás tapiado). Y la galleta mejor que sea integral y con miel. Claro, luego está el problema de los gases, porque te puedes inflar de flatulencias y te la pasas aún peor bajo los escombros. Y si eres diabético o alérgico al maní pues te jodes el doble. No, mejor borren este punto y nos quedamos con el anterior.

5.- Los terremotos no son acontecimientos aislados, siempre vienen acompañados de múltiples réplicas, por lo que las corporaciones aconsejan a sus empleados seguir las normas de desalojo, bajar ordenadamente –que no sea ni por el ascensor ni por las escaleras- en silencio y sin correr, siguiendo el protocolo de emergencias sabiamente expuesto con iconitos en los descansos de las escaleras (las mismas que no se pueden utilizar). Una vez transcurridos 15 minutos (sin dispersarse, siempre al pie del inmueble) hay que subir de nuevo hasta las oficinas (nos imaginamos que levitando) y esperar tranquilamente en sus respectivos puestos de trabajo hasta que ocurra la réplica. Repetir la operación tantas veces como sea necesario hasta que cesen los sismos o hasta que sea ya la hora de irse a sufrir el terremoto cada quien en su casa.

6.- Un famoso vidente que asegura estar en contacto con los espíritus mayas y aztecas aseguró en su programa radial matutino que al día siguiente del terremoto iba a haber una réplica aún peor, un cataclismo como ningún otro en la historia de la humanidad (quién sabe si de la de los dinosaurios también) y que ocurriría justo a las 5 de la tarde. Lo preocupante no fue que lo dijera, ni siquiera que le creyeran, sino que hasta las 5 p.m. nadie se burló del vidente.

7.- Un compañero de trabajo de mi esposa sostiene (y no es joda, en serio el tipo lo jura) que el terremoto se debe a unas naves espaciales que están entrando a la atmósfera terrestre por un punto ubicado justo encima de México. El terremoto anunciaba sencillamente el inicio de la invasión.

8.- Coño de la madre, yo lo que quería era escribir el post sobre la llegada de los marcianos a México.


jueves, 22 de marzo de 2012

Mudanzas

Hay una maldición maracucha que reza: “Ojalá y te mudéis”. Y uno no la entiende hasta que te cae encima con todo su peso, es decir, hasta que te mudas de casa (otra vez).

El acto de mudarse es un acto extraño signado por la contradicción, se trata de llevarte todo lo que puedas y al mismo tiempo deslastrarte de todo lo que te sientas capaz de dejar atrás (que siempre resulta menos de lo que uno debería).

Siempre, absolutamente siempre, en toda mudanza habrá una cosita sin importancia que se quiebra. Y no importa que todo lo demás haya llegado sano y salvo a su nuevo destino, a ti lo que te mata es haber roto esa cosita sin importancia que a ti te duele un montón.

La rebelión de los objetos inanimados ocurre, sobre todo, en los momentos de mudanza. Hay cosas que aprovechan la madrugada para salir reptando de cajas y maletas, se escurren por debajo de las puertas, corren en puntas de pie por las escaleras y se instalan en otras casas debajo de las lavadoras o entre la cómoda humedad de la ropa sucia.

En toda mudanza hay una maleta llena de cosas que no pesan, de cosas que sobran, de cosas sin mayor importancia que uno debería tirar (pero mejor todavía no, quién sabe si hacen falta más tarde, vamos a meterlas aquí por si acaso). Cuando la vayas a cargar te enterarás de que esa maleta pesa una vida entera.

Siempre que te mudas hay algo que se queda, un objeto extraño de esos que sólo tienen sentido para ti que se encarga el muy necio de montarse encima un manto de invisibilidad y mira calladito desde el rincón cómo se lo llevan todo mientras él se queda. Y el nuevo inquilino tendrá que repetir una y otra vez la misma respuesta: “No tengo idea de qué será eso, cuando llegamos estaba ya aquí; creo que lo dejaron los que vivían aquí antes”.

Y en toda mudanza, a la hora de desembalar las cajas en la nueva casa, aparece un objeto extraño que nadie conoce ni recuerda haber embalado. “Mierda… ¿y esto qué es?”. “No tengo la menor idea, pero creo que queda bonito si lo ponemos aquí”.

Uno jamás muda solamente las cosas de uno. Las mudanzas son siempre un acto colectivo donde viaja contigo un montón de gente. Porque en toda mudanza siempre habrá una bolsa negra repleta de libros, discos, ropas, utensilios de cocina, zapatos y estados de cuenta de otros que hace años te dijeron “Guárdame esto aquí que yo vengo más tarde a recogerlo”.

Hay objetos sin valor que siempre se mudan contigo: una foto, una cajita, un muñeco, una chapita, una postal, una nota escrita a mano. No sólo son los grandes testigos y compañeros de todas tus idas y venidas, sino que sin ellos –lo sabes- tu nuevo espacio no será nunca tu casa.

Toda mudanza implica un duelo. Una despedida, una pérdida que con suerte estará maquillada con la esperanza de que en el nuevo hogar las cosas irán mejor. Las mudanzas son modelos a escala, especies de ensayos metafóricos, de muerte y resurrección.


viernes, 16 de marzo de 2012

Moebius no se acaba nunca



El sábado pasado se nos murió Jean Giraud, el gran “Moebius”, uno de los autores de cómics que sin asomo de duda se ganó desde muy temprano y para siempre su sitial entre las divinidades de mi Olimpo personal. Un maestro, un héroe, un mago. De los pocos magos que quedaban con vida en este planeta al que nos quieren superpoblar de héroes chimbos, magos que no tienen somera idea de lo que es la magia y supuestos maestros que realmente no lo son ni merecen tal título.

Se nos fue Moebius de este mundo y uno no puede dejar de pensar en que realmente siempre fue un ser de otro mundo, de otro tiempo y otro espacio.

He pensado mucho en cómo hacerle un homenaje personal a un héroe como Moebius, en lanzarme en un análisis sesudo sobre sus aportes al universo del cómic y sus legados para la ilustración y en la construcción de mundos fantásticos. Y simplemente, he concluido, no se puede. No soy capaz. Confieso que no me siento en condiciones de verlo desde fuera de mi más profunda subjetividad y separándome de la tristeza que siento al saber que ya nunca veremos una nueva obra de Moebius; porque fiel a su palabra, el caballero dibujó hasta el día de su muerte. Estará ahora mismo, seguro, creando otras cosas y en otra parte, pero falta un rato para que la podamos volver a ver y disfrutar.


Conocí a Moebius gracias a mi amigo de la adolescencia Pierre Capechi, el buen "Pierre Simón", quien un día me invitó a su casa y me mostró su colección de revistas de historietas que encerraba en el armario. Allí me asomé por primera vez en ese universo del que no podría ni querría escapar nunca más, el que habitaba en las revistas Cimoc, Metal Hurlant, Tótem, El Víbora y en aquellos hermosos volúmenes integrales de tapa dura editados por Norma Cómics. Acordé con Pierre en esos tiempos, bajo juramento de cuidarlos más que mi propia vida, que me prestaría uno a uno sus cómics para llevármelos a casa, mirarlos con cuidado y devolverlos una semana más tarde.

Desde ese momento, instantáneamente, con una convicción que no me ha abandonado a pesar del paso del tiempo que lo arruina todo, le abrí un espacio en mi parnaso particular a tres dioses: Enki Bilal, Milo Manara (por razones obvias, porque nunca nadie jamás ha podido ni podrá dibujar mujeres tan hermosas y seductoras) y a ese tal Jean Giraud apodado “Moebius”.

En aquel entonces guardaba celosamente los cómics prestados en la gaveta inferior de mi mesita de noche, jurando que allí se encontrarían bien escondidos y a buen resguardo. Hasta que un día mi padre me dijo: “Chamo, ¿no tendrás por allí más revistas de esas de cómics? Son un poco porno, pero están buenas”. Y allí se abrió un nuevo espacio de intercambio entre el Vegetal y yo. Empezamos a buscar cómics, a comprar cómics, a prestarnos y regalarnos historietas como si fuésemos dos carajitos.


Algunos años más tarde, cuando estaba recién graduado de la universidad, conocí en el trabajo a mi gran amigo Fedosy Santaella. Durante un tiempo fuimos simplemente compañeros de oficina y, como vivíamos cerca, compañeros también de transporte. Un día me pasaba a recoger por casa Fedosy y al siguiente me tocaba a mí pasar por él. Cierta noche Fedosy, justo antes de bajarse del auto, me invitó a tomar algo en su apartamento, me sirvió una cerveza y me dijo: “Ven por aquí, para mostrarte una vaina”. Y por segunda vez en mi vida alguien me llevaba hasta la puerta de su clóset, abría ritualmente las puertecillas y me mostraba su impecable y atesorada colección de cómics. Fedosy, sin necesidad de buscar entre las centenares de historietas que tenía allí, con precisión quirúrgica extrajo un volumen: “Mira esta belleza, mi pana”, y me puso sobre las manos una gema entre las gemas, un cómic de Silver Surfer cuyo guión era autoría de Stan Lee y las ilustraciones de Moebius.

Recuerdo ese momento como si se tratase de la secuencia de una película. Y lo recuerdo, sobre todo, porque estoy seguro de que en ese preciso instante se detonó un guiño del destino, una muestra evidente de complicidad, la certeza de que la amistad con Fedosy estaba respaldada por una solidez absoluta: la pasión por Moebius nos hermanaba. Me gusta pensar que si no fuera por Moebius no hubieran existido hoy día Los hermanos Chang.


Siguieron transcurriendo los años y la vida -con sus vueltas insólitas- me terminó llevando al Banco del Libro. Y allí tuve la oportunidad de convertir a mi pasión por los cómics en mi trabajo. Se les ocurrió allí –Dios mío, gracias por rodearme siempre de locos entrañables- darme carta blanca para investigar sobre los cómics, hacer eventos con cómics, viajar por otros países para hablar de cómics. Y en todas y cada una de esas aventuras, siempre, absolutamente siempre, estuvo presente Moebius. No hubo una sola oportunidad en que no me refiriera a él o que no incluyera alguna de sus obras en mis presentaciones. Moebius era mi talismán, la única garantía de que las cosas, necesariamente, iban a gustar y a salir bien. Porque, más allá de la felicidad o infelicidad de mi trabajo, algo tocado por el fantasma y el imaginario de Moebius se me ocurría que resultaba siempre infalible. Y, lo juro, Moebius jamás me falló.

Así que se murió Moebius este sábado 10 de marzo de 2012 y en medio de la desgracia que significa su partida hay un consuelo que me queda y que nadie me quita: Moebius, tal como la banda de donde tomó su nombre, es infinito, eterno, Moebius no se acaba nunca. Seguirá estando en millares de cosas que nosotros y los nuestros hayamos hecho, hagamos ahora mismo o estemos aún por hacer. Moebius vivirá por siempre en todos y cada uno de los que nos hemos asomado a su obra y nos hemos contagiado por su fantasía. Así que buen viaje, maestro, nos despedimos con un hasta siempre porque, de una forma u otra, así sea por los caminos más extraños y las vías más insospechadas, siempre nos seguiremos reencontrando.



martes, 6 de marzo de 2012

Será hasta otra.



A veces, cuando tengo un rato libre, las mañanas con sol, me gusta darme un paseo por el parque de Bosques de Chapultepec. Camino unas cinco cuadras por Reforma y ya estoy en la entrada, paso por la puerta del zoológico donde huele siempre a rinoceronte, bordeo la casa del lago Juan José Arreola (dicen que las aguas de ese lago de un verde radioactivo son las más contaminadas de México, imagino que tienen que estar exagerando aunque algo de cierto puede haber porque –cómo explicarlo- suelen haber estudiantes con sus batas blancas de laboratoristas subidos a los botes recogiendo muestras con pipetas y matraces). Camino rápidamente, con el paso apurado, entre la nube de vendedores ambulantes con sus gritos de 5 pesos les cuesta 5 pesos le vale. Sigo el recorrido por la Calzada de los Poetas, saludo al busto de la monja poetisa, Sor Juana Inés de la Cruz, y más adelante me detengo ante la estatua de El Quijote en las nubes, una belleza verde (de un verde distinto al del lago, pues este verde sólo lo da la oxidación del bronce) y lo saludo con un gesto reverencial como si se tratara de un santo milagroso. Tomo entonces el camino hacia la Placita de El Quijote, siempre cerrada bajo cadena y candado, donde se encuentra a la izquierda un Quijote hecho a imagen y semejanza de Salvador Dalí y a la derecha un Sancho Panza inspirado en la voluminosa figura de Diego Rivera. Sigo por el camino que se abre a mi izquierda y paso frente al lugarcito donde un viejo alquila bicicletas a 25 pesos la media hora de pedaleo. Ese viejecito sabe más de Chávez y de la situación de Venezuela que muchos de mis coterráneos, siempre lleva gorra de pelotero y siempre se la quita para saludarme con un gesto que parece calcado de un caballero del siglo XIX. Sigo derecho por la Calzada del Rey y me cruzo con un pelotón de la Guardia Presidencial que, con sus uniformes deportivos negros, juegan al fútbol o trotan mientras se animan con esos cánticos que sólo los militares saben y pueden cantar a coro. Doy vuelta de nuevo a la izquierda y me interno por un bosque poblado de ardillas (enormes, de las que no sienten miedo sino que lo inspiran), con unos árboles generosos y gigantescos a los que provoca abrazarse del tronco y quedarse el resto de la mañana allí. Me llego hasta una fuente monumental la cual, después de decenas de visitas y con mucha imaginación, he decidido que está dedicada a David y Goliat. David está unos metros más adelante, es pequeño y tiene una honda con piedras, Goliat está de pie al fondo custodiando la fuente desde las alturas, un coloso soberbio que no imagina aún la que se le viene encima. Subo las escaleras y paso frente a un lugarcito cerrado donde puedes tomar un libro gratis y leerlo tumbado en sillas de extensión mientras escuchas música clásica. Continúo el paseo bordeando la cerca que delimita la colina donde se levanta el Castillo de Chapultepec, emprendo el regreso a casa, vuelvo a saludar a Sor Juana, miro a los estudiantes de batas blancas que recogen muestras del agua del lago, paso de nuevo frente al zoológico y me sobrecoge una vez más el olor a rinoceronte que habita allí.

Salgo del parque y decido caminar por Reforma, por una acera distinta a por donde me vine antes. Descubro, entre los barrotes, que hay un sector del parque especialmente hermoso al que nunca he visitado. Un grupo de ancianos, hombres y mujeres, juegan voleibol. Hay uno, debe rondar ya los 75, que es el terror de los mateadores. No salta, apenas se levanta con punta de pies, pero se saca el brazo desde la cintura, describe un arco de ensueño, golpea la pelota en su altura justa y dispara unos mates prodigiosos que no hay defensa en este mundo capaz de levantársela del suelo. Me les quedo viendo desde el otro lado de la reja largos minutos y entonces me imagino a mí mismo, desde el lado de adentro, jugando al voleibol y mirando la cara de tonto que tiene el asomado entre los barrotes, sufro un ataque súbito de vergüenza y retomo mi camino. Qué pena con esa gente. Pero cuando estoy a punto de cruzar por el paso de cebra, cuando el semáforo de peatones se pone en verde con su cuenta regresiva de exactamente 37 segundos (¿quién habrá calculado que para atravesar los 6 canales de Reforma uno tarda un promedio de 37 segundos?) doy vuelta sobre mis pasos y me encamino hacia la entrada de ese sector del parque donde nunca he estado. Miro la placa de la entrada que dice “Pabellón Coreano” y abajo en letras doradas una leyenda que reza algo de que es un regalo del pueblo coreano al mexicano como muestra de la hermandad que los une y otras cosas más que me dan una pereza enorme detenerme a leer. No avanzo ni diez pasos cuando un vigilante de unos 65 años, impecablemente uniformado, me llama: “Joven, disculpe, no puede entrar aquí” “¿Y por qué no?” “Porque este sector del parque está reservado para los visitantes de la tercera edad”.

Me acompaña hasta la entrada y respetuosamente me señala al letrero cuyas letras pequeñas confirman lo que me está diciendo: Reservado exclusivamente para las personas de la tercera edad.

-Ah, bueno, yo entonces vuelvo más tarde- le digo a manera de chiste.

-Y yo espero estar aquí dentro de 30 años para recibirlo y decirle entonces que sí puede pasar.