jueves, 22 de enero de 2015

El oráculo del despecho.



Esa mujer -cuyo nombre no logro recordar, principalmente porque nunca me lo supe- tenía cara de llamarse Esteban. Así que, amparado en ese exabrupto tan común de que los nombres propios no tienen ortografía y además apelando a la complicidad de ustedes para que exista eso que los conocedores llaman “el pacto ficcional”, a partir de este momento Esteban es un nombre de mujer que se escribe Esteban.

Yo le tenía miedo a Esteban. Desde el día uno. No, no era porque fuera un mujerón enorme con brazos y vozarrón de camionero capaz de echarse tres bultos de cemento al hombro. No, tampoco era por esa capacidad de hablar y reír sin que el cigarro se le desprendiera jamás del borde reseco de los labios. Le temía porque Esteban era capaz de hacer la pregunta más incómoda y dolorosa de todas, la que más me hacía mella, la que más me refrescaba el despecho: “Epa, chamo, ¿cómo está la jeva?”.

Porque Esteban no se andaba con rodeos, nada de andar preguntando bolserías para perder el tiempo ni dorar píldoras, ella venía a buscar su dinero o su bolsa de ropa o lo que le fueran a regalar, y rapidito porque me quedan muchas casas en esta cuadra por visitar todavía. Así que nada de ¿está tu mamá? o hace tiempo que no veo a tu viejo ni mucho menos me saludas a tu familia. La escena se reducía a la mano estirada esperando lo suyo y aquella pregunta cruel, disparada a todo volumen, acompañada de una mirada suspicaz y una sonrisa sarcástica: ¿Cómo está la jeva?

La primera vez que Esteban me increpó con semejante mazazo verbal era sábado y yo tenía 10 años. Andaba en shorts, con mi franela de dormir que me quedaba siempre grande y con unas cholas plásticas incomodísimas de esas para meter el dedo. Oí el sonido de la campana de la reja de la entrada, nadie en casa se asomó a ver quién era, salí yo y esa fue la única vez que me preguntó si estaba mi mamá. Cuando bajé al encuentro de Esteban (ya con un billete bien encerrado en el puño y una bolsa negra cargada de ropa de mis hermanas), ella me recibió con su “Epa, chamo, ¿cómo está la jeva?” y me dio como pena y luego algo de susto y un temor de que alguien hubiera escuchado, pero cuando venía de regreso -ya sin la bolsa ni el billete- lo que me daban ganas era de estar con un primo o con un amigo para decirle “y la vieja me preguntó por la jeva, a todo grito, en el medio de la calle; en serio, por la jeva, a mí jajajajaja”. He de aclarar que yo realmente no sabía en ese momento lo que era jeva, quizás lo intuía, me sonaba a algo rico junto con otra cosa que no estaba del todo bien; a palabra que seguro si se la repetía al viejo me iba a decir “qué vaina es ésa, chico, quién te enseño a decir eso” y si se me llegaba a salir enfrente de mamá me iba a ver con cara de “pero qué decepción contigo, otra vez”.

Crecí recibiendo las eventuales visitas de Esteban y a medida en que íbamos creciendo (ella también crecía y crecían las hijas con las que venía a tocarnos la puerta y luego también crecieron los hijos de esas hijas) fui descubriendo el peculiar superpoder que esa mujer tenía sobre mí: ella siempre aparecía en los momentos más críticos del desamor, justo cuando me habían mandado largo al carajo, o precisamente cuando me gustaba una chica y no era ni lejanamente correspondido por ella, o en ese instante milimétrico cuando descubres que  la relación en la que estás metido está a punto de encallar; sí, en ese preciso momento aparecía a domicilio Esteban con su vozarrón de ultratumba para recordarte lo miserable que eras (o que ibas a ser muy pronto): “Epa, chamo, ¿cómo está la jeva?”.

Y yo siempre mentía. Y Esteban lo sabía. Porque yo siempre clavaba la vista al piso, se me sudaban las manos, me ponía más idiota que de costumbre, hacía un recuento mental de todas mis tragedias afectivas y le escupía al suelo un “bien” tan falso que parecía una cucaracha disfrazada de libélula. En una oportunidad, tendría 21 años, estuve a punto de decirle la verdad pero me arrepentí a último momento y una vez más respondí que bien y una vez más ella se alejó con su bolsa, su poco de muchachos, su cigarro y su mirada de “sí, vale, claro que bien…”.

Nunca más volví a ver a Esteban. Nunca. Hasta esta mañana. Y cuando se me acercó y me hizo señas con un papel en la mano y me habló, ya era tarde y yo tenía de nuevo 10 y los pantalones se me encogieron frenéticamente sobre las rodillas hasta hacerse shorts y los dientes se me volaron y perdí 20 kilos y 20 centímetros y también todas las canas y los zapatos se metamorfosearon en cholas hasta que el plástico me lastimó el dedo, y aunque Esteban -que no era Esteban- me preguntaba una y otra vez, señalando al papel, dónde quedaba la calle Plinio esquina con Homero, yo lo único que tenía en mente era responderle disuelto ya en llantos: “Coño, pues yo juraba que bien”.