Fiel a la costumbre (a partir de cierta edad “costumbre”
se convierte en sinónimo de “manía”) camino hacia la izquierda hasta el final del
andén y me subo al último vagón del metro de la línea verde que me lleva hasta
la universidad. Está casi vacío a esas horas, hay asientos libres para escoger,
busco uno que casualmente se ubica frente a un señor muy serio –traje gris, corbata celeste, barba entrecana,
poco pelo pero cuidadosamente aplastado contra la calva, lentes con montura
metálica– que está imbuido en la lectura del periódico. El señor, se me ocurre,
es un profesor de Derecho o de Historia; de esos con los que nadie se mete y a quienes
todo el mundo le tiembla. De esos a los que se les conoce por el doble
apellido. Me recuerda a un maestro también muy serio y muy bueno que me dio
clases en la universidad: el Profesor Rodríguez Ganteaume.
En la próxima estación, faltando cuatro para
llegar a destino, se sube una parejita de novios. Él la acorrala a ella,
literalmente la embiste, contra la puerta que nunca abre, justo la que tenemos
Rodríguez Ganteaume y yo al lado. Y allí se inicia un besuqueo antológico de los
que no sabe de pudores ni censuras. El profesor se acomoda nerviosamente los
anteojos sobre la nariz, levanta la vista, lanza una mirada de desaprobación
que por supuesto es ignorada por los besantes, me mira a mí, sonrío, pongo cara
de “esta juventud, qué cosas, ¿no?”; pero Rodríguez Ganteaume es un tipo serio,
muy serio, y la cosa no le causa ninguna gracia. Vuelve a su periódico y lo
agita con un movimiento rápido que causa un restallido que hace eco en todo el
vagón. Los amantes siguen en lo suyo, con esa irreverencia de quienes saben que
se han construido un universo a escala donde sólo existen ellos dos. Para
cuando llegamos a la próxima estación ya todas las leyes físicas del
espacio-tiempo han sido subvertidas, los trayectos son tres veces más largos y
cada segundo tarda cinco en suceder. La gente sube y baja de aquel tren y todo
el mundo guarda incómodo pero respetuoso silencio ante la situación, como si una
pareja de rinocerontes se estuvieran apareando en medio de aquel vagón pero
nadie la ve, nadie sabe, nadie comenta.
Rodríguez Ganteaume se amasa la barba, se
acomoda los pocos pelos meticulosamente engominados, carraspea, suspira, bufa.
Yo me miro las uñas, me desato y me ato las trenzas del zapato izquierdo, le subo el volumen a los audífonos, me doy
cuenta de que están a tope y yo ya ni sé lo que estoy oyendo, me los arranco y me tardo horas enrollando el
cable como si fuera la tarea más delicada que pudiera hacer en la vida. Finalmente,
un millón de años luz más tarde, llegamos a la estación terminal de Universidad,
la única en donde las puertas del tren abren del lado donde justamente están
los novios aplastados y encaramados el uno sobre el otro. El profesor quiere
salir corriendo de aquel vagón, pero un amasijo de carne, uñas y lenguas se
interpone en su vía de fuga. Pide permiso pero no lo oyen (es que es difícil
oír o ver cuando alguien está metido de cabeza dentro del esófago de otra
persona), entonces el hombre pierde la paciencia, le toca al hombro al
jovencito con dos dedazos fulminantes y le dice: “Disculpe, joven, ¿pero no le
parece que hay lugares más apropiados para hacer esto?”. A lo que el muchacho
responde con sarcasmo: “Ah, no sabía que estaba prohibido besar a mi novia”.
Nadie se baja. Se acaba de destapar en
nuestras narices la caja de Pandora. Alguien saldrá malherido. ¿Pero es que a
quién se le ocurre salirle con ironías a Rodríguez Ganteaume?
Antes de flanquear la puerta el profesor
respira hondo y suelta una pedrada recubierta en algodones: “No, joven, eso no
es un beso. Es un acto de canibalismo”.