martes, 28 de junio de 2011

Catálogo de nuevas profesiones

A Ana Laya cuyas fotos y ocurrencias inspiraron este post.


Seamos honestos, hay una cantidad insólita de carreras, profesiones y profesionales que uno –aunque haga su más optimista esfuerzo- no tiene la mínima idea de para qué sirven. Así que hay que repensarse el asunto, crear oficios nuevos o ponerles nombre a otros que ya existen pero que nadie ha tenido todavía el coraje de bautizar.

He aquí un modesto catálogo de profesiones que proponemos (la mayoría de ellos están en inglés por el cuento de la globalización pero sobre todo porque así suenan a cosa importante y eso es mejor para el marketing que al final lo es TODO).

Vengador altruista: Es una especie de Dexter Morgan (el personaje de la serie, un asesino que se dedica a ajusticiar a asesinos en serie) pero que se encarga de eliminar a ciertas indeseables figuras públicas de esas que hacen mucho daño. Mejor no sigo… simplemente vean la foto del taxi que atropella a Billy Elliot, hagan su lista personal y sustituyan a Billy Elliot por alguno de sus enlistados. Paguen la carrera al taxista y habrán contribuido con la humanidad (lástima que este loco maneje por la izquierda y cobre en libras esterlinas).

Pistol Talker (también conocido en algunos países como Coffee Drinker): Es el insigne hablador de pistoladas que habita en las oficinas y cuyo trabajo consiste en tomar cafecitos y hacer su tour de ocho horas diarias por todos los pasillos, cubículos, oficinas y baños de las compañías. El Pistol Talker (o Coffee Drinker) jura que eso es ir a trabajar y condena sistemática y religiosamente a sus compañeros de trabajo a sus reiteradas visitas donde exige con su sola presencia que se ponga al mundo en pausa y así hablar largo y tendido de las pendejadas más insólitas. Los Pistol Talkers son unos animales corporativos especializados; puede que uno renuncie a esa empresa, viva mil cosas en otra parte, vuelva décadas más tarde a visitar a los viejos amigos que uno dejó en ese lugar y allí siempre lo encontrará (ahora de vicepresidente o de presidente o de director de algo que suena a mucho y donde cobra mucho billete) hablando pajita y tomándose su cafecito.


GPS Programmer: Es la carrera ideal para todos aquellos que no saben dar direcciones o que dan unas direcciones rarísimas que te llevan a lugares insospechados que no eran precisamente los que uno estaba buscando. Es el GPS de los perdidos, de los que “no tengo la menor idea pero igual te digo” y ahora nos vamos a perder todavía un rato más. Está lleno de referencias al estilo de: “donde cortaron la grama el mes pasado gire a la izquierda”, “retroceda ahora porque por ahí no es”, “pana, en serio, yo creo que por aquí como que no era”, “es ahí mismito, faltan diez minutos” (y ya uno lleva dos horas dándole desde que preguntó).

Facebook Liker: Es el mismo pimentón (que no se pierde un guiso) y el mismo arrocero (el infaltable de todas las fiestas) de siempre pero ahora en versión avatar. Es una especie de simpático virtual que siempre se asoma en el Facebook para decirle “me gusta” (pulgar arriba) a cuanta bolsería ponen sus amigos allí. El Facebook Liker, además, es un experto haciendo comentarios a todas las mamarrachadas –algunas trágicas, por cierto- que la gente pone en sus actualizaciones de estado. Es ése que cuando alguien publica en su estatus de Facebook “Estoy depre, me quiero suicidar”, en vez de decirle: “Ándate al carajo, los suicidas no avisan” sale al ruedo con un comentario del estilo: “Amigo, la vida es bella, después del la tormenta viene la calma, lo importante no es la caída sino saberse levantar”. Es hora de que alguien les pague un sueldo a estos tipos, nadie hace eso porque le gusta sino porque es su trabajo.


Candidate Maker: Es el santo oficio de inventarse candidatos. Normalmente el hacedor de candidatos se los inventa a partir de esa materia prima donde pululan los batequebrados, los chimbos, los rifados, los mediocres y los buenos para nada. Es hora de darle un toque de dignidad a esta profesión naciente pero de grandísima proyección a futuro. Yo propongo, humildemente, un plan global de futbolistas presidentes (para así librarnos de esta infinita cuerda de mamarrachos que nos gobiernan o nos pretenden gobernar). De esa manera: Zidane en vez de Sarkozy en Francia, Messi para acabar con la dinastía Kirchner en Argentina, Didier Drogba para ponerle fin de una vez con los conflictos en Costa de Marfil, Landon Donovan para USA (ya tuvieron su presidente negro y ahora le toca el turno a los estrábicos), Don Vicente del Bosque en España (eso mientras Casillas o Iniesta se retiran), Wayne Rooney en Inglaterra (los hooligans al poder, que los lords ya la han cagado demasiado). Y en Venezuela yo postulo a José Manuel Rey. Coño, porque si hemos tenido por 13 años a un militar golpista que ni siquiera logró dar el golpe de estado, cómo no vamos a votar por un defensa central que cobra tiros libres desde la media cancha y sí los mete en toda la escuadra. ¡Rey Presidente, no joda!

Band Namer: Es un profesional dedicado a crear nombres insólitos para nuevas bandas musicales. Una especie de asesor de imagen pero exclusivamente en el terreno de lo sonoro. Uno se dedica sencillamente a escuchar música y a partir de las cosas que a uno se le aparezcan en la cabeza durante el trance acústico entonces bautizas a los muchachos: “Ustedes se van a llamar Unos Tipos Ahí” (gran nombre de una banda que de hecho existió en los años 90), “Ustedes tienen pinta de llamarse Fahrenheit 451” (pero tienen que decir que leyeron mucho a Bradbury aunque no sepan ni quién es), “A ustedes les vendría bien Noches de Tafil”. Y la verdad es que me parecce raro que nadie se haya puesto aún “The Hip Abscess” (Los abscesos de cadera).

Spam Writer (una variante de los Rumour Makers): Es hora de oficializar y profesionalizar la creación y difusión de chatarra. Chatarra en 140 caracteres para el twitter. Chatarra para llenarte el correo de publicidad para el Viagra, para alargarse el pene, para que des todos tus datos y así puedas cobrar las 10.000 libras esterlinas de esa UK Lottery o la herencia multimillonaria que una exprimera dama africana ha decidido dejarte a ti utilizando el traductor de Google. Es hora de que a uno le paguen millones por dedicarse a correr bolas al estilo de: “el tipo está en coma y lo tienen entubado en una de las mansiones de Fidel”, “parece que en Fuerte Tiuna están acuartelados porque ahora sí que hay ruido de sables”, “este año seguro que sí va U2 para Venezuela porque el tipo es amigo de Bono”.

martes, 14 de junio de 2011

Oscar de Jesús


Me he enterado esta mañana de la muerte de Oscar Sambrano Urdaneta, uno de los más grandes amigos que tuvo en vida mi papá. No soy nadie para hablar de la carrera como intelectual, ensayista, crítico literario y especialista en la obra de Andrés Bello de Oscar de Jesús, precisamente porque no fue esa la faceta que conocí de él. Otros, más conocedores y doctos en la materia, hablarán de eso. Yo conocí al hombre, al amigo, al tío.

No sé muy bien qué es lo que tiene que hacer un amigo para ganarse el título de tío por parte de los hijos de sus amigos, pero tiene que ser algo prodigioso. Estoy seguro de que tiene que ser algo que evidencie su calidad humana. Oscar de Jesús, como lo llamaba el Vegetal, fue para nosotros un tío al que se le saludaba de abrazo y se le pedía (a él y a su esposa Yolanda, una dama como pocas) la bendición como si se tratara de otro hermano de papá. Y más tarde, por petición expresa de su parte, fue rebautizado por nuestra familia simplemente como “Oscar de Jesús”, como si la amistad y el cariño profundo fueran cosas que se transmitieran también por el código genético. Era una amistad y un sentimiento que nos venían grabados en el ADN.

Durante mis años de la universidad me convertí en el chofer oficial de mi papá. Cada vez que tenía una reunión con sus amigos lo llevaba al punto de encuentro y varias horas más tarde me llamaba para que lo fuera a buscar. Pero no fueron pocas la veces que el Vegetal y sus amigos me dijeron: “José Santicos, échate un trago, chico, no te vayas y quédate con estos viejos”. Y entonces me quedaba yo, encandilado y en respetuoso silencio -que sólo rompía con carcajadas (que eran muchas)- rodeado por aquel clan que contaba, entre otros, con Oscar de Jesús, con mi padrino Manuel Bermúdez, por mis tíos Denzil Romero, Rubén Darío González y Alexis Márquez Rodríguez.

Mi tío Oscar siempre fue el elegante de la pandilla. El único al que no se le desanudaba la corbata ni se le arrugaba el traje ni se le salía un pelo de su sitio. Tenía un humor fino, tan fino como los gestos que hacía con las manos al hablar; bromeaba y se defendía de las bromas de sus amigotes con la sutileza de un espadachín que clavaba sus estocadas certeras donde hacían más mella pero sin ofender jamás. Me perdonan la expresión pero Oscar de Jesús ha sido el jodedor más elegante que he conocido en la vida.

El día del entierro de papá, aquel tristísimo 1 de enero de 1995, cuando los sepultureros estaban a punto de girar las manivelas para bajar el ataúd, Oscar de Jesús pidió la palabra y dijo: “Un momento, yo no puedo dejar que entierren a mi hermano José Santos sin decir unas palabras…” y se ha soltado un discurso de apenas un minuto, con la garganta hecha un nudo, una cosa que no sería capaz de repetir pero que es de los monumentos más hermosos que haya conocido jamás a la amistad y el más sentido afecto que los hombres puedan construir.

Una de las frases de Oscar Sambrano aquella mañana en el Cementerio del Este fue: “estamos hoy enterrando al mejor de nuestra generación”. Yo quisiera rescatar esas palabras de Oscar de Jesús y devolvérselas con toda honestidad: “Hoy estamos despidiendo a una de las mejores personas que hayamos podido conocer jamás”. Mis respetos a este grandísimo caballero. Me consuela pensar que esta tarde habrá reunión de amigos otra vez, beberán, bromearán y reirán como en los viejos tiempos y esta vez no hará falta que nadie se preocupe ni los tenga que ir a buscar.

lunes, 13 de junio de 2011

Autómatas 2.0 (cortesía de Enrique Enríquez)

Mi amigo Enrique Enríquez me ha dejado esta joya a manera de comentario en mi entrada Autómatas. No me deja otra opción que transcribir su texto tal cual como lo recibí para así poder compartir con ustedes estas palabras llenas de magia, humor y reflexión sobre los autómatas.

“De allí en adelante la mecánica y el arte se conjugaron para obrar los más diversos personajes animados. En 1738 Jacques de Vaucason echó a andar su célebre Pato, un ave de alambre y resortes posada sobre una especie de turbina que iba dentro de una gran caja metálica. Con apariencia auténtica, este antecesor de Donald y Daffy comía granos de maíz, esponjaba el plumaje, nadaba, aleteaba y excepto ir bien con verduras, hacía todo lo que un palmípedo real. Si bien el pato original desapareció, el Museo de los Autómatas de Grenoble dispone de una réplica que también hace “cuac”.

En 1916 un ingeniero de apellido Durand y un fabricante de autómatas llamado Decamps diseñaron al “Profesor Arcadio”, quien podía escribir a mano alzada hasta 21 oraciones. Sin embargo, algunos dicen que el autómata con mejor caligrafía era el “Escritor” de Pierre Jaquet-Droz, un muñequito de madera policromada con aspecto de querubín de iglesia que medía unos setenta centímetros de alto, y que a lo largo de 1774 se presentó en toda corte respetable de Europa. Ese mismo año Droz hizo también un “Dibujante”, tras lo cual se dedicó a realizar una serie de réplicas de ambos muñecos. Otro importante automatista, Henri Maillardet, construyó alrededor de 1800 a un “dibujante-escritor” que podía realizar cuatro dibujos distintos y escribir tres poemas, dos en francés y uno en inglés. Maillardet realizó también un autómata capaz redactar frases nada menos que en chino, el cual fue regalado al emperador de China por George III de Inglaterra.

Un mecánico llamado Jean Roullet y su yerno, Henri Decamps, presentaron en 1880 la figura mecánica de una mujer ricamente vestida, que ejecutaba frente al público la famosa suerte de los cubiletes que a tanto tonto ha desplumado desde que el mundo es mundo y la gente confiada. La asociación entre Roullet y Decamps fue provechosa y ambos crearon todo tipo de autómatas, entre los cuales mi favorita es una “Encantadora de serpientes” perennemente envuelta en una boa de terciopelo, cuya sinuosidad dejaría pálida a la propia Nastassja Kinski.

Para entretener a la Emperatriz María Theresa de Austria, al Barón Húngaro Wolfgang Kempelen le tomó seis meses construir, allá por 1769, al que probablemente sea el autómata más famoso y fraudulento de la historia: un ajedrecista mecánico apodado “El Turco”, que se batió en partidas colosales con los jugadores más grandes del mundo y en su momento logró vencer entre otros a federico II de Prusia, Benjamin Franklin, Catalina II y Napoleón Bonaparte. Amante de la ciencia y la mecánica, para ese entonces Kempelen había diseñado ya algunos prototipos de partes humanas, y una máquina parlante que imitaba la voz en base a fuelles y vejigas, de la cual hablaremos más adelante. Kempelen ideó este jugador que a la vista del público consistía en un torso de maniquí vestido a la manera de un árabe que se encontraba pegado a una mesa voluminosa, sobre la cual podía verse un tablero de ajedrez con las piezas respectivas. Al comenzar la sesión, el Barón abría todas las puertas de la parte inferior de la mesa para demostrar que dentro no se escondía ningún hombre, e incluso retiraba el ropaje del turco para mostrar sus mecanismos mediante una puertecilla que llevaba a la espalda. Pese a todo, hoy se sabe que aquello era una ilusión, pues en efecto se escondía allí un jugador experto, algunos aseguran que enano o incluso mutilado, quien probablemente cambió de identidad a lo largo de las innumerables giras que dio el muñeco.

Edgar Allan Poe, intrigado por los autómatas, dedicó a este jugador inmutable su ensayo “El jugador de ajedrez de Maelzel”, pues “El Turco” había dejado atrás a Kempelen y cambiado de dueño cuando llegó a los Estados Unidos de mano del ingeniero mecánico Johann Nepenuk Maelzel, nada más y nada menos que el inventor del metrónomo. Poe describe minuciosamente el espectáculo ofrecido por el autómata y se vale de su aguda observación para descartar que se tratase de una máquina, afirmando sin lugar a dudas que ha debido albergar a un ser humano dentro: “Existe un sujeto, un tal Schlumberger, que acompaña a Maelzel donde quiera que va, sin otra ocupación aparente que la de ayudar a empacar y desempacar el autómata. Es un hombre de contextura mediana, encogido de hombros. No nos han informado respecto a si juega ajedrez o no. Es cierto, sin embargo, que nunca se deja ver durante las exhibiciones del jugador de ajedrez, pese a que frecuentemente se encuentra visible antes y después de las mismas. Más aún, hace algunos años Maelzel visitó Richmond con su autómata. Schlumberger cayó súbitamente enfermo y durante su enfermedad no hubo exhibiciones del ajedrecista. Las inferencias de estos hechos las dejamos, sin más comentarios, al lector”.

Tal vez Schlumberger no era “el Turco” sino “El Zorro”, pero el carácter fraudulento del ajedrecista mecánico podemos adivinarlo citando al propio Kempelen, quien lo describía como “una bagatela, cuyos efectos lucen maravillosos gracias a la solidez de su concepción y la afortunada escogencia de los métodos usados para promover la ilusión”.

Si dentro del “Turco” se escondía un hombre, no hay que reprochárselo, pues para vender una ilusión siempre es necesario quien la quiera comprar. Desde el “Turco” hasta Deep Blue son numerosos los momentos en que el ajedrez ha sido aquello que motiva las acciones de los autómatas, la excusa para reproducir vida, tal vez porque el hombre intuye que no puede crear una vida verdadera a su imagen y semejanza sin crear a la vez inteligencia y anhela confeccionarse un interlocutor. Hubo otro ajedrecista mecánico llamado “Ajeeb”, creado por Charles Hopper en 1865, que de 900 partidas sólo perdió tres y se midió con personajes de la talla de Roosevelt y Harry Houdini. Tristemente se quemó en 1929, durante un incendio que tuvo lugar en Coney Island, porque entre sus habilidades no estaba la de correr. Un tercer jugador hecho de tuercas puede aún verse hoy en día en el Museo Politécnico de Madrid. Es el famoso “Ajedrecista” de Torres y Quevedo, construido en 1914 y financiado por el gobierno español, que por el entonces se interesaba en descubrir si era posible crear algún tipo de inteligencia artificial, lo cual probablemente sea lo más milagroso en este autómata. Se trata de una máquina bastante más sencilla que las anteriores, pero que al menos juega por sí sola, sin titiriteros ocultos.

Se dice que en los años cincuenta un Walt Disney cansado de llevar a sus hijas a parques de atracciones donde no había nada para él, ofreció una interesante suma por la colección de autómatas del parque Tibidabo, en Barcelona. Que la oferta fuese rechazada no impidió el surgimiento de Disneylandia, hogar de los animatronics, la “generación de relevo” de los autómatas perfeccionada por la electrónica y maquillada por los saberes de Hollywood. Allí un montón de turistas se topan a diario con lo último en seres mecánicos, pero si el viejo Walt se derritiese esta tarde, seguramente sacaría a pasear feliz a Aibo, un can computarizado y mejor amigo de todo hombre que no quiera andar recogiéndole las “gracias” a su perro, producido por Sony.

Enumerar estos autómatas significa dejar por fuera a muchos otros, pues en su período de esplendor se multiplicaron los hombres mecánicos y aquellos capaces de hacerlos vivir. La literatura al respecto es inmensa, reflejo de la fascinación y curiosa desazón que su presencia produce. Los autómatas asumieron el peso de buena parte del entretenimiento masivo en el siglo diecinueve y se usaron desde entonces para la publicidad de los más diversos objetos; pero si hace un siglo despertaban asombro en el público, hoy saludan a unos paseantes más o menos indiferentes a sus sonrisas cronometradas, desde las vitrinas de Macy’s.

Con la creación de autómatas los hombres buscaban representar en modo literal el comportamiento humano, tratando a la vez de cumplir con uno de los principales requisitos en la ilusión de la vida: el movimiento autónomo. La autonomía es sinónimo de vitalidad, del libre albedrío inherente a todo objeto capaz de trascender de su condición inerte. Con el transcurso de los siglos nuestro dominio sobre las máquinas mejoró, estas se fueron especializando y, para hacerlo, tuvieron por fuerza que alejarse de la forma humana. Hornos, aeroplanos, trenes, relojes y automóviles difieren en morfología y utilidad, pero coinciden con los primeros autómatas en haber sido animizados por la fantasía humana. Isaac Asimov hablaba de cómo las maquinas se diferencian en sus “intenciones” y pueden optar por el bien, si se pliegan al dominio humano, o por la senda del mal, si en efecto se liberan por completo de él. Esta posibilidad de escoger confiere a los artefactos que hemos concebido para darnos la gran vida, una vida en sí misma. Decimos que la computadora “no quiere encender”, si acaso no enciende, o que el mocroondas “se volvió loco”, si los resultados de su funcionamiento se apartan de nuestros deseos. Somos incluso capaces de afirmar que cualquier equipo “está muerto” si cesó de funcionar. Sin brazos ni piernas, y por distintas que sean a nosotros, las máquinas viven. Están animadas por nuestro miedo ancestral a la soledad, y paradójicamente, a lo tecnológico, a todo aquello que en nuestro afán de compañía, hemos creado.

¡Saludos!

Enrique Enríquez.

jueves, 9 de junio de 2011

La yincana americana


Cuando yo era niño (Dios, hace cada vez más tiempo de eso) pasaban en el canal 5 por las tardes una cosa extrañísima y fascinante llamada el Telematch -narrada y traducida delirantemente por el colombiano Andrés Salcedo- donde se enfrentaban dos pueblos alemanes en una competencia de yincana. El pueblo ganador se llevaba un premio en metálico que recibía el alcalde. Ese concepto que alguna vez enfrentó a Zwochau Grabschutz contra Albertschachthauser (pueblos solamente pronunciables por los alemanes y por Andrés Salcedo) fue más tarde adaptado por programas nacionales como Viva la Juventud, Sábado Sensacional (con mucha menos felicidad) y más recientemente por la página web de la Embajada de los Estados Unidos.

Como tengo vencida mi visa de turista y un amigo venezolano que vive en México me dijo “es facilísimo renovársela aquí, yo lo hice en una semana”, me decidí a buscar mis recaudos y proceder a pedir mi cita por Internet.

No imaginé jamás a lo que me estaba enfrentando.

La primera prueba de la yincana americana consiste en llenar online una planilla alucinante que debe ser completada en un tiempo máximo de 20 minutos. Lo intenté no menos de siete veces y en todas las oportunidades los tres pitazos del árbitro me sorprendieron cuando yo, aunque lo hacía a ritmo febril y a toda la velocidad que me era posible, iba por menos de la mitad de la planilla. Justo cuando estaba a punto de lanzar un sofá contra la pantalla de la computadora, apareció mi cuñada con cara de pánico y me preguntó qué me pasaba. Le respondí con todas las groserías que me sé, más algunas nuevas que se me ocurrieron en ese instante, mientras señalaba con el dedo a la computadora. “Cálmate, yo te ayudo”, dijo con tono de maestra zen. Acercó una silla, apaciblemente se colocó a mi lado y reiniciamos la yincana ahora a cuatro manos.

Respondimos a velocidad de vértigo absolutamente todas las decenas de preguntas insólitas; incluso superamos las cuestiones sobre si usted cuando se sacaba los mocos de chiquito era un purista y los dejaba tal cual, tenía tendencias escultóricas (los convertía en bolitas o los aplanaba en barritas como de plastilina) o se inclinaba más bien por la gastronomía. También completamos la parte que exigía respuestas sobre las últimas 5 entradas en las que el solicitante pisó territorio estadounidense, con fechas de ingreso y tiempo exacto de cada una de las estadías. Y estábamos a punto de lograrlo cuando en eso apareció en pantalla una prueba inesperada, aún más difícil que subir al Ávila con una cuchara entre los dientes sosteniendo un huevo sin que se caiga: “Have you ever been ten printed?” a lo que ambos no tuvimos otra opción que responder a coro: “¡¿Pero qué coño de la puta madre es esa mierda, no joda?!”. Porque, claro, si te pones en ese momento a buscar un diccionario o a pedirle al deplorable traductor de Google que te dé señas para saber qué significa eso de haber sido alguna vez “ten printed” te jodiste, se acabó el tiempo, aparece el alcalde de Albertschachthauser (que es idéntico a Freddy Bernal pero bávaro) y se lleva tu premio a su casa. Yo hasta me puse a pensar frenéticamente en cuándo tuve alguna vez el número 10 impreso en alguna parte, porque en el equipo de futbolito del colegio yo fui el número 10 (pero luego me acordé que se lo cambié a Diego Melchert, a quien le había tocado el 8 que a mí me gustaba más… así que el que estaba jodido era Diego, el pobre, viviendo hoy en los Estados Unidos y con unos morochos de 3 años). Mientras averiguábamos –con el corazón puesto sobre la mesa al lado de un florero- que “ten printed” significaba que alguna vez has sido detenido por la policía norteamericana y te han tomado las huellas dactilares de los diez dedos (quién sabe si de los pies) se nos fulminaron los 20 minutos y entonces, a cuatro manos esta vez, nos dispusimos a lanzarle el sofá a la computadora. Justo cuando estábamos en la cuenta regresiva para encajar el sofá contra la pantalla apareció mi esposa en escena, colocó al sofá de nuevo en su sitio y nos dijo: “Calma… yo me encargo”. A lo que respondimos con una carcajada de puro sarcasmo y frustración concentrada.

Mi esposa se dio cuenta de un detalle desapercibido hasta entonces en las anteriores 20 oportunidades en las que habíamos intentado, por lo menos, llegar a la final del Telematch. Al principio de la yincana americana hay un código alfanumérico que debes anotar, si el tiempo para llenar la planilla te resulta insuficiente introduces ese código y la página queda guardada para que puedas continuar a partir de ese punto sin tener que reiniciar toda la competencia.

Claro, eso lo hacía todo más viable, más humano… pero definitivamente mucho menos divertido.

Logramos entonces, esta vez a 6 manos y con el comodín bajo la manga, completar la planilla. Tuve que jurar, por supuesto, que jamás había sido arrestado, que no tenía intenciones de participar en grupos guerrilleros ni terroristas en territorio estadounidense, que tampoco estaba dispuesto a viajar a los Estados Unidos para violar a leyes y/o personas. Y que no, no quería tampoco –o no lo tengo planeado, lo juro- asesinar a nadie ni cortarlo en pedacitos para dejarlo enterrado dentro de una bolsa negra en las arenas de las playas de Florida.

Envié la planilla con un movimiento glorioso y eufórico de dedo haciendo clic sobre el botón correspondiente.

Mi cita fue aprobada y se me envió un mail con las instrucciones para poder participar en las pruebas 2 y 3 de la yincana americana. La 2: ir a poner mis huellas dactilares en un sitio. La 3: ir a la entrevista con los agentes de la embajada en un lugar que queda a 8 cuadras del primer lugar. El detalle: ambas citas están programadas exactamente para el mismo día y a la misma hora.

Tengo un mes para practicar el don de la ubicuidad. Un mes justo para aprender a desdoblarme, para cultivar las artes del hombre par y así estar en dos lugares distintos simultáneamente. Ya lo tenemos decidido, el primer José Urriola (que creo ser yo) irá a poner las huellas dactilares mientras el otro José Urriola me está representando magníficamente (mucho mejor que yo) 8 cuadras más allá. Les juro que si lo logro me lanzaré (bueno, uno de los dos se lanzará, y me imagino que será él) a la candidatura por la alcaldía de Zwochau Grabschutz. Y esta vez haremos morder el polvo a esos miserables de Albertschachthauser.


jueves, 2 de junio de 2011

Autómatas


Asegura Patrick J. Gyger en su introducción a “El rival de Prometeo, Vida de autómatas ilustres” que durante los siglos XVII y XVIII la filosofía y la tecnología se hermanaron en una armonía sin parangón. Se popularizó entonces la idea de que Dios era sinónimo del Gran Relojero y que el cuerpo humano no era otra cosa que un inmenso reloj: El hombre máquina.

En este contexto de Artes imbricadas con las Ciencias (cosa tan tristemente infrecuente en nuestros tiempos digitales) apareció en 1738 el flautista de Jaques de Vaucanson que tocaba varias tonadas en su flauta traversa como si se tratara de un músico profesional. Un mágico engranaje de poleas, válvulas y pesas que reproducía el mecanismo de pulmones, laringe, labios, lengua y dedos y que era capaz de “hacer música”. Un año más tarde el mismo Vaucanson fascinaría al mundo con un segundo autómata: “un pato artificial de cobre dorado que puede beber, comer, graznar, chapotear, digerir y defecar de la misma manera en que lo haría un pato vivo”. Al pato de Vaucanson, inclusive, se le podía dar un grano de maíz en el pico, que agradecía con frenético aleteo, se lo tragaba y al cabo de unas vueltas lo expulsaba, ya procesado y convertido en material fecal, por el agujero posterior ubicado bajo su cola. Por cierto que Vaucanson hizo trampa y nunca lo explicó, años más tarde se descubrió que el maíz caía realmente en un compartimiento secreto y eso activaba un sistema que abría otro compartimiento donde se liberaban las supuestas “heces” del pato; pero quién duda que en todo acto mágico siempre hay un truco secreto.

Son famosos también autómatas como el jugador de ajedrez de Von Kelpem (capaz de ganarle la partida a jugadores insignes en 1769) y el androide escritor de Pierre y Henri-Louis Jaquet-Droz el cual, entre otras frases que escribe incluye la de “Pienso, luego existo”. Eso fue en la década de 1770 y el robot sigue escribiendo hoy día en un museo de Suiza.

El escritor de ciencia ficción Philip K. Dick (quien al final de sus días aseguró no ser humano) sostuvo en una oportunidad: “Algún día un ser humano podrá despedazar a un robot salido directamente de una fábrica de General Electric y, para su enorme sorpresa, lo verá llorar y sangrar. Y el robot moribundo podrá a su vez despedazar al hombre y, también para su gran sorpresa, verá un humillo gris que sale de la bomba eléctrica que anida allí donde por sentido común debería estar el corazón del hombre. Será sin duda un gran momento de verdad para ambos”. Valga una mención al hecho de que Philip K. Dick murió en 1982 y no tuvo la suerte de conocer al androide que en el año 2005 le construyó en su honor, imagen y semejanza la Hanson Robotics.

La literatura de los últimos siglos está plagada de estos modernos prometeos (o rivales de Prometeo) que se toman la licencia de dar vida a criaturas a partir de la mecánica y de la manipulación de los relojes de la exitencia. Por lo general, ya lo sabemos, los Frankensteins acaban por rebelarse y hacer justicia divina, porque el pecado de la soberbia, ese empecinamiento por robar el fuego de los dioses para dárselo a la criatura creada, debe ser castigado en las propias manos de la creación. Pero lo que resulta especialmente fascinante en estas historias de Autómatas y Rivales de Prometeo es que el creador siempre acaba enamorándose de su obra. Y esa fascinación entre creador y criatura se fundamenta en un juego de semejanzas y diferencias. Nos enamoramos de nuestra creación porque se asemeja a nosotros, pero al mismo tiempo reconocemos en ella una diferencia: no es exactamente igual a nosotros ni tampoco es idéntica a esa imagen mental que teníamos de ella a la hora de concebirla. Dicen algunos teóricos que lo que nos gusta es que se nos parezcan pero lo que verdaderamente nos embruja y nos hace perder la cabeza son las diferencias.

Miro entonces al mundo que nos ha tocado, tan olvidado de esas posibilidades de hermandad entre ciencias y artes para producir magia; este planeta sin autómatas (o al menos no los autómatas que nos fascinaron y que nos prometían) y pienso que los autómatas sí que existen, lo que pasa es que son otros y son distintos. El futuro que llegó no es el que esperábamos y los autómatas no pudieron escapar a esta realidad que nos hizo habitantes de otra distopía, distinta a la que concibieron los autores de la ciencia ficción. El Prometeo Contemporáneo crea avatares a diario, se los construye para jugar en videojuegos, en juegos de rol o para forjarse una presencia en Second Life; pero sobre todo hace una sobreconstrucción de sí mismo en sus perfiles del Facebook. Se arma y proyecta hacia fuera una criatura virtual más interesante que sí mismo, más sonriente, más exitoso, más trágico, más cool. El novísimo Prometeo es también una nueva versión de Narciso.

Narciso, entonces, vuelve a asomarse en su reflejo pero esta vez no se fascina con su propia belleza, se enamora del reflejo en sí. Distorsionado, turbio, confuso, exagerado, tan parecido y tan diferente a la vez. El nuevo Narciso hipermoderno se apasiona con eso que no es él mismo pero que se le parece… con la diferencia de que es aún mejor. Del otro lado de la pantalla se asoma su avatar, ése que, como en el juego del escondite, está destinado a librar por él. Y su criatura le sonríe, con una sonrisa que rara vez tiene ya Narciso en este lado de la realidad.