miércoles, 30 de diciembre de 2015

En los hombros del padre.

Hija en la piernas de su madre, foto de Marie Claire Kushfe.


Nos habremos cruzado con ellos dos o tres veces durante las caminatas matutinas. Siempre por las inmediaciones del Museo Tamayo, específicamente cruzando el pedazo de bosque que une la calle Mahatma Gandhi con Rubén Darío. Él siempre va más adelante, con la niña montada a caballito sobre sus hombros, mientras la mujer los sigue pausadamente unos pasos atrás. Digamos que él es un flaco alto que parece sacado de la misma aldea gala de Astérix y Obelix, digamos que es de la raza de los que nacimos despeinados y también digamos que se asemeja un montón a un gancho de ropa metálico de esos que uno intentaba estirar hasta convertir en antena de bigote para la tele. Ella es japonesa, viste de negro o gris oscuro, no es especialmente guapa pero sí es de esas mujeres que carga encima una hermosura triste o una tristeza hermosa; una de esas, qué sé yo. La niña, de unos dos años, es la benévola mezcla de sus dos padres. Es una criatura hermosa, hecha como de porcelana con toque asiático, con ojos grises como platos; va desde las alturas, encaramada sobre su espigada montura, como una emperatriz a escala moviendo la manito para saludar a los mortales que pasamos allá abajo a sus pies. Esa niña es el producto de un experimento afable de Dios, quien seleccionó lo mejor de los progenitores y lo supo mezclar en una mañana fresca con buen humor y mucho sol.

Esa niña, es evidente, se siente grande y poderosa sobre los hombros del padre. Y además sabe que, en caso de cualquier complicación, está mamá en la retaguardia lista para lanzarse en clavado o deslizarse como quien roba la segunda con tal de atajarla en el aire como la más segura malla de contención.

Esa niña a caballito me ha recordado a mi papá y al niño paseando sobre sus hombros que alguna vez fui. Hoy, mientras le devolvía el saludo al momento de cruzarme con ella, sentí por un instante esa misma grandeza y esa misma sensación poderosa que alguna vez tuve sobre los hombros de mi padre. Recuerdo a papá que, cuando faltaba la mitad de la cuesta que nos llevaba sudorosa y jadeantemente a nuestra casa de La Boyera, me preguntaba: ¿Quieres sentarte a descansar en La Gran Piedra del Siéntese y Descanse o quieres que te lleve en caballito? Y a mí a veces me daba cosa con papá, porque se notaba que él también estaba cansado, que a lo mejor él hubiera votado por el descanso en la Gran Piedra, pero la verdad yo siempre iba a preferir la opción dos, la del caballito. Así que acababa trepándome a los hombros de mi viejo y desde allá arriba era Luke Skywalker y Frodo y también el niño marciano de la última de las Crónicas marcianas y un poco D’Artagnan y Bruce Lee, aunque también con un montón de Koji Kabuto controlando a Mazinger Z, todo eso a la vez.

Y también sentí, mientras apuraba mi camino a casa e iba dejando a la pequeña emperatriz galojaponesa atrás, que tenía unas ganas macizas y desesperadas de subirme a mi hija a caballito sobre los hombros. Que sí, ya lo sé, que no se puede, que apenas tiene dos meses, que tendré que esperar unos 24 meses más para poder ser protagonista de esa escena de la que ahora soy simple recordador o testigo. Pero lo cierto es que tuve ganas de hacerla sentir grande y poderosa sobre los hombros de su padre.

Hace exactamente 22 años, en la noche oscura del 30 al 31 de diciembre, murió papá. Han pasado exactamente 8030 días. Más de ocho mil días consecutivos en los que no he dejado de pensar en mi viejo ni una sola vez y en los que, al menos una vez al día, no le dedique algo de lo que haga o le pida algún consejo.

Me reconforta, sin embargo, la idea de imaginar (estuve a punto de escribir “saber”) que en algún universo paralelo, gracias a eso que Bioy Casares llamaba La trama celeste, un abuelo le está preguntando ahora mismo a su nieta: ¿Quieres sentarte a descansar en La Gran Piedra del Siéntese y Descanse o quieres que te lleve en caballito?

lunes, 5 de octubre de 2015

El último recurso.


Ilustración de Ricardo Cie (@panamayor)

Ocurrió ayer a las 6 de la tarde en la calle Lamartine esquina con Homero. Un policía de tránsito insistía en ponerle una multa a una señora que supuestamente había cometido una infracción. El marido de la mujer, desde el puesto del copiloto, baja del auto para intentar negociar con el uniformado. Le intenta explicar, convencerlo, evitar que la injusticia sea consumada, pero el policía está dispuesto a hacer gala de su poder. La mujer se harta de esperar el desenlace sentada detrás del volante, hace ademán de bajarse también del carro, el marido la ataja desde el otro lado del parabrisas haciendo gestos como de portero con ambos brazos extendidos a punto de atajar un penal. Entonces el marido se gira hacia el policía y le suelta una última carta, la más rara de todas, también la más honesta y temible de su arsenal: “mire, usted está a punto de enfurecer a mi señora; no se lo recomiendo, se lo digo yo que en eso tengo años de experiencia”.

jueves, 3 de septiembre de 2015

La frivolización del horror.


Hoy estaba escribiendo una historia de ciencia ficción en la que llevo atrapado más de un año. Iba tecleando muy contento, muy animado, curiosamente inspirado, porque esta mañana -mientras limpiaba a fondo la cafetera que me regaló de cumpleaños mi esposa- había tenido una especie de revelación, como si una voz del más allá me ensamblara mentalmente las piezas sueltas. Por fin creía saber qué quería decir, ahora me faltaba solamente la parte en que uno se pone a prueba a ver cómo es capaz de escribirlo. Pero entonces irrumpió la realidad en medio de la escritura de ficción, quise tomar una pausa, hacerme un café, revisar esa caja de Pandora llamada Twitter mientras ordenaba algunas ideas y pulía ciertas frases; entonces vi en la pantalla del celular la foto de un niño sirio ahogado en una playa turca. Venía huyendo de la guerra junto con su hermano y otros adultos, en una pobre embarcación, el mal tiempo la volcó anoche, murieron doce, uno era él.

El horror que se desprende de la realidad es muy distinto al de la ficción, tiene un poder insoportable para enmudecer, abofetear, paralizar y desinflar. Hacía segundos creía saber qué quería contar, ahora estaba seguro de no querer decir nada. Ese niño sin vida, bocabajo, ahí aplastado contra la arena de la playa, se me había convertido en la imagen del fracaso estrepitoso del futuro. La imagen más lejana y contradictoria a lo que todos solemos (y queremos) imaginar que es un niño en la playa. Se me sumaba esa estampa, claro está, a las imágenes demoledoras de los niños colombianos obligados por los miliares venezolanos a cruzar un río fronterizo entre Colombia y Venezuela, con sus morrales a cuesta, sus juguetes, sus cuatro cositas que habían podido salvar antes de que les demolieran las casas. También se me sumó a otras imágenes compartidas en las redes sociales donde unos efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana golpeaban con ensañamiento y paroxismo (puñetazos, patadas, rodillazos, insultos y bofetadas de por medio) a unos chamos de Ureña que no llegaban ni a los 13 años.

El futuro que estamos escribiendo es con F de fracaso y F de fatalidad. Y con F de falsedad también.

Con bastante frecuencia me pregunto, porque de verdad no lo sé, no tengo la respuesta, qué sentido tiene la publicación de una foto como esa del cadáver del niño sirio en las costas de ese país en el que se suponía encontraría una mejor vida. Quisiera pensar que este tipo de imágenes sensibilizan, alertan, movilizan. Que se convierten en catalizadores para que las personas que tienen poder real de decisión y acción acaben por hacer algo al respecto de una buena vez. Y también el poder para que se forje verdaderamente un clima de opinión masivo y favorable para la resolución de estos problemas que insisten en recordarnos que el siglo XXI tiene tantísimo de barbarie.

Pero no sé, tampoco tengo la respuesta, si se trata simple y nefastamente de una manifestación más de la espectacularización de la tragedia, la pornografía de la muerte y la banalización del dolor. A veces llego a pensar que, precisamente porque habitamos en el seno de una sociedad sedienta de acontecimientos y espectáculos a raudales, donde todo está codificado como si se tratara de una superproducción cinematográfica, quizás sólo podemos llegar a sensibilizarnos por medio de esas imágenes contundentes, el escándalo superlativo que tanto circula y vende, y de noticias que desvelen el horror de la manera más cruenta para hacérnoslo estallar en la cara.

Pero la sombra de la frivolización ronda siempre. Como si todo estuviera condenado a caer en la espiral del famoseo instantáneo y fugaz: es famoso el que genera la noticia, famoso el que la recoge, se siente famoso el que la difunde, la repite y la retuitea, se quiere sentir famoso el que opina al respecto (aunque solamente haya leído titulares y visto un par de fotos, eso le basta).

La frivolización es omnipresente en los tiempos que corren, para lo sublime o lo patético, para lo insignificante también. Nos estamos acostumbrando a mezclarlo todo, a saltar frenética y esquizofrénicamente de un asunto al otro, a que el espanto y el asco se nos hagan cotidianos o incluso necesarios. Y a que los desplazados, los refugiados, los asesinados, los torturados y todos los que murieron por estar buscando desesperadamente otra vida, compitan por nuestra atención en la misma categoría que las nalgas de la Kardashian.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Aire y escarcha.


Hoy me llamó un amigo con el que no hablaba desde hacía meses. Luego de los saludos de rigor y de las cordiales indagaciones sobre las respectivas familias –asunto que se llevó los primeros segundos de conversación– ocurre el siguiente intercambio:

–José, ¿tú supiste lo del tipo que vendía aire por eBay?
–No, ¿qué es eso?
–Un tipo de Wyoming o Dakota del Norte o Kansas… uno de esos estados gringos que son cuadrados.
–Ni idea, ¿qué pasó con él?
–Bueno, yo no llegué a ver el anuncio en eBay pero me leí el artículo que hablaba de eso.
–Ajá…
–Nada, que el tipo vendía aire de Wyoming. Aire puro del campo. En bolsas. A mil dólares.
–¿A mil dólares? ¿Y se lo compraban?
–Sí, a mil, con todo y envío. Se hizo millonario, sobre todo por gente de Nueva York y Chicago que querían respirar aire puro de Wyoming.
–Coño, qué loco.
–Pero lo dejó de vender porque comenzaron a llegarle bolsas anónimas llenas de escarcha a su casa.
–…
–Y la escarcha parece que es peligrosísima si te llega a caer en los ojos o en el pelo. Porque no sale.
–¿La escarcha?
–Sí, eso me dijo mi esposa, que no hay nada peor que la escarcha. ¿Por qué te estaba contando esto?
–Pollo, esta la conversación más rara que he tenido este año.
–Sí. Mira, me tengo que ir porque estoy en el trabajo y esto está incendiado.


viernes, 31 de julio de 2015

Con Borges en el metro.


Hoy a las 12.15 P.M. en un vagón de la línea rosada, en el trayecto entre Sevilla y Tacubaya, me tocó sentarme junto a un señor al que creí reconocer. De unos 75 años bien llevados. Elegantemente vestido con su traje gris y corbata negra. El pelo canoso engominado hacia atrás. Los ojos claros fijos al frente como si pudiera asomarse al vagón de más atrás. Me le quedé mirando sin disimulo hasta que logré incomodarlo, tanto que en un punto me tuvo que decir: “Espero que no se le haya perdido un viejo feo como yo”. Le dije que disculpara, que se me parecía mucho a alguien: “¿Nunca le han dicho que se parece mucho a Borges?”. El señor me mira con cara de tener la menor idea de qué estoy hablando, así que caigo en balbuceos para explicarme más de la cuenta: “Borges… Jorge Luis Borges… el escritor argentino, era así, más o menos de su estilo…” (logro arrepentirme a último segundo antes de soltarle que era ciego y embarrarla todavía más). Me sigue mirando con la misma cara de no entender nada y yo me quiero morir de la vergüenza. Me callo, paso el resto del trayecto regañándome mentalmente por estar mirando a la gente con semejante descaro y además intentar darles explicaciones.

El metro se detiene en la estación de Juanacatlán, el señor me hace señas de que se baja aquí. Cuando le cedo el paso, todavía con mi sonrisa avergonzada, el viejo me dice: espero que llegue usted a su casa bien, no se vaya a perder en las ruinas circulares o en el laberinto de Asterión.

Se abren las puertas, el hombre se aleja por el andén. Le miro apenas la nuca pero sé, lo sé, que se va riendo. 

Hoy me subí con Borges en el metro.

miércoles, 22 de julio de 2015

Acéfalo en la estética.


Hoy a las 9.10 de la mañana, en la calle Plinio, pasé por enfrente de eso que antes llamaban peluquería pero que ahora prefieren decirle “estética”. El lugar se encontraba desierto a esa hora, excepto por una mujer que le secaba y peinaba rabiosamente el pelo a otra. Lo hacía con tal violencia que la cabeza de la peinada se tambaleaba, amenazaba con desprenderse en cada golpe de cepillo y cada ráfaga de aire caliente. Y en ese momento, justo cuando me pasaba frente al ventanal, ocurrió lo inevitable: la cabeza cedió y se levantó por los aires, salió volando desprendida del cuerpo. Sólo entonces descubrí que la víctima de la belleza era un maniquí; con su cara tan maquillada, su peluca de un color imposible -ahora sin vida, sobre el piso, dos metros más allá-, y ese cuerpo desnudo y acéfalo, todavía sentado en la silla, esperando que lo terminaran de peinar para ponerse a trabajar.

miércoles, 8 de julio de 2015

Influencias de la repostería.

Ilustración de Ricardo Cie (@panamyor)

Hoy, 9:00 am en el Paseo de la Reforma, vi a una señora que tenía exactamente el mismo peinado que su perro poodle. Eran una obra de arte ambulante como hecha de azúcar y claras de huevo batidas, cosa que me dejó pensando en las influencias enormes que ha tenido la repostería en la estética.

jueves, 25 de junio de 2015

La rebelión de los objetos inanimados.


Ilustración de Ricardo Cie (@panamayor)
Haz clic en la imagen para ampliarla.

Acaba de ocurrir en la calle Newton: ante los ojos de todos los presentes en el lugar, a las 9:45, una bolsa plástica levantada por el viento se le fue directo a la cara a un tipo. Fueron largos segundos de batalla, confusión y angustia. Casi lo asfixia. El hombre tuvo que luchar con todas sus fuerzas y toda su desesperación. Cuando finalmente logró arrojar la bolsa asesina al suelo tenía la cara roja y en los ojos se le dibujaba el pánico en su forma más pura. Él lo sabía. Lo sabíamos todos. La rebelión de los objetos inanimados había comenzado. Quién sabe, a lo mejor ellos lo saben hacer mucho mejor que nosotros.

miércoles, 17 de junio de 2015

Un silencioso estallido.


(Por favor, acompáñenme a hacer un experimento: vayan al video que está debajo de estas líneas y pónganlo a reproducir, luego prosigan la lectura mientas suena Then The Quiet Explosion de Hammock, música que servirá de banda sonora a este post).


Me he pasado los últimos meses investigando y reflexionando sobre temas estrechamente vinculados pero sin aparente conexión: que Venus es el único planeta que gira en sentido horario, al revés que todos los demás del sistema solar, y también el que tiene los días más largos: 243 de los nuestros en cada vuelta que da sobre su eje, por lo que en Venus los días son más largos que los años y las semanas tienen tantos años comprimidos dentro que literalmente son eternas; también he estado pensando en que si bien los anillos de Saturno son los más famosos, Urano tiene sus propios anillos, son 13 para ser exactos y además cuenta con 27 satélites girando a su alrededor, satélites que tienen nombres de mujeres, los de las protagonistas de las obras de William Shakespeare y Alexander Pope; también he estado buscando información sobre Kepler 438B, conocido como La Otra Tierra pues es el planeta más parecido al nuestro en el universo conocido, con un índice de similitud del 88%, lo que pasa es que está a 470 años luz y un año luz equivale a 9.460.730.472.580 km., lo que equivaldría a una distancia tan larga y aplastante que ni siquiera podríamos nombrarla, y también sucede que es un 20% más caluroso que nuestro planeta y tiene los cielos rojos en vez de azules dada su cercanía a la estrella enana blanca que le sirve de sol; imaginen que la sonda Voyager 2, lanzada al espacio en 1977, pasará junto a Sirio (la estrella más brillante en nuestro cielo nocturno) para el año 296036… bueno, Kepler 438B queda bastante más lejos que eso, muchísimo más, y todavía ni hemos salido para allá; por otra parte leí –es una especulación porque esto nadie lo ha podido medir, pero es una especulación hermosa que me da la gana de creerme, es mi libertad– que la onda sonora del Big Bang, ese estallido originario que dio inicio al universo, es idéntica en su curvatura y longitud de onda a la del sonido que hace un espermatozoide al momento de penetrar la pared del óvulo para fecundarlo, son sonidos espejo, lo que ocurre en el espacio exterior a grandísima escala se replica a niveles atómicos en el universo interior, tan vasto y tan poco conocido como el otro; ah, por cierto, se asume –otra especulación con cierta base científica– que el sonido molecular que emiten las células al dividirse en los procesos de mitosis y meiosis son explosiones también idénticas pero en versión miniatura de la Gran explosión, así que es cierto: todo se origina –en lo grande y en lo minúsculo– con un estallido silencioso, desapercibido e inmensurable; y también he estado leyendo un libro poco conocido de Herman Melville (el mismo que escribió Moby Dick) que se llama Pierre o las ambigüedades donde en un momento de grandísima lujuria y romanticismo contenidos Pierre le susurra a su amante al oído la frase más libidinosa y extraña que recuerde: “tú me fertilizas”; cosa que me hizo recordar, y buscar para leer de nuevo, ese maravilloso cuento de Ana María Shúa, qué cosa tan prodigiosa, por favor, llamado Octavio, el invasor donde la autora argentina sostiene que milenariamente los extraterrestres han intentado invadir nuestro planeta por medio de nuestros embriones, lo que quiere decir que todos hemos sido invasores extraterrestres alguna vez, nos pasamos meses dentro del vientre materno y luego otros meses más después de nuestros nacimientos, preparando la invasión, maquinando la venganza, dispuestos a aniquilar a esa especie humana que no se merece ni lejanamente el planeta que habita… pero toda la invasión fracasa una y otra vez en ese momento de amor y rendición cuando pronunciamos por vez primera la palabra que nos une al ahora adorado enemigo y nos hace reconocer que ya somos miembros del otro bando: “mamá”.

Muy bien, y ahora mismo ustedes se deben preguntar cómo se me ocurre pensar que todas estas cosas que me tienen obsesionado se conectan, y además de manera estrecha y armoniosa, y la respuesta es muy sencilla: porque voy a ser papá. Y desde que me enteré que esta bendición que pensaba me estaba vetada ha tocado a mi puerta, he sentido como nunca antes un nuevo temor, una preocupación insólita trastocada en súplica: necesito vida, un poco más de vida, por favor, para mi minúscula e insignificante existencia. Sí, soy como Roy, aquel entrañable replicante de Blade Runner que confiesa: necesito más vida.

Y no la pido para mí, no es un acto de soberbia, mezquindad ni procuras de inmortalidad; yo quiero vida, la necesito, pero no es para mí, es por mi hija. Necesito tiempo y salud para poder intentar la más difícil y hermosa misión que cualquier hombre pueda encarar: tratar de ser el mejor padre posible. Eso es todo, poder ganarse a pulso, a lo largo de toda la vida restante, esa palabra que con suerte nos tocará oír en delicioso doble estallido –también como muestra de amor y mutua rendición– de la voz de un pequeño: papá. 

viernes, 12 de junio de 2015

Lavado.

Ilustración de Ricardo Cie (@panamayor)

Ayer, a las 4.25 pm, en la esquina de Orizaba con el Parque Río de Janeiro, me crucé con un “viene-viene” que se disponía a lavar un coche.  El tipo agarra un balde de agua oscura mezclada con jabón y tomando todo el impulso del mundo la lanza sobre el coche que será víctima de la limpieza. Pero es tal la fuerza con la que arroja el agua que ésta dibuja una curva imposible, le pasa por encima al auto y va a caer del otro lado justamente sobre la cabeza de un joven que pasea a su perro. El muchacho, muy educado –se nota que está en esas edades de la adolescencia en la que absolutamente todo nos da pena-, se hace el desentendido: “aquí no ha pasado nada” a pesar de que está escurriendo litros de agua de la cabeza a los pies. El “viene-viene” asume una actitud idéntica: “¿quién aventó ese balde de agua sucia? ¿Yooo?”. El único que ha reaccionado es el perro, tiene todo el pelo aplastado contra el cuerpo y del hocico le cuelga una baba jabonosa que se lame con la lengua enorme. El joven y su perro siguen su camino, el lavador de coches continúa su tarea sobre un auto absolutamente seco. Yo también sigo de largo, imperturbable, hasta que el perro decide sacudirse con furia justo cuando me pasa al lado. Me rocía de eso mismo que hasta hace segundos tenía chorreando del hocico… pero yo sigo derecho, como si nada. Es que es muy feo eso de ser el único que rompe con la armonía del lugar.

lunes, 25 de mayo de 2015

Presentación Cuentos a patadas.


Cuando yo era niño jugaba mundiales de fútbol enteros yo solo. Sí, el fútbol que es un deporte colectivo, un juego de equipo, yo me encargaba de comprimirlo en una sola persona y en un trocito minúsculo de jardín. En mí se concentraban todas las selecciones nacionales con sus respectivos 11 titulares. Todas las tardes en el jardín de nuestra casita familiar de La Boyera, tenía a lugar un mundial de fútbol, que se jugaba incluso con aguacero, terreno enlodado o exceso de tareas. No importaba. Nada estaba por encima de mi compromiso con el fútbol.

Compadezco y agradezco tanto a mi pobre familia a la que sometí sistemáticamente durante todas las tardes de mi infancia al golpeteo incesante de la pelota contra la pared. Aquello que mi padre bautizó con la extraña onomatopeya del “tuquiti tuquiti”. Papá intentando escribir sus novelas y tratando de armar sus proyectos de escritura. Mamá intentando preparar sus clases de biología y de pasar en limpio las notas de sus alumnos del liceo. Mis hermanas tratando de estudiar o de hablar por teléfono con el novio (el mismo que hoy es su esposo y el padre de mis tres sobrinos), y de fondo, como paisaje sonoro ineludible y constante de todo eso: el tuquiti tuquiti. Hasta que papá salía enfurecido al jardín y me gritaba hasta despeinarme  con la única cosa capaz de detener un mundial de fútbol particular, su grito de: “chico, ya basta, tú y tu bendito tuquiti tuquiti de la pelota contra la pared”.

Ah, porque además de mí jugaban esos mundiales la pared –la responsable de enviarme de rebote todos los pases que yo mismo me hacía– y un guayabo-portero que fue el grandísimo compañero de juegos de mi infancia. El guayabo, por favor no me llamen loco ni tampoco lo adjudiquen a la prolífera imaginación de los niños, era mejor arquero, lo puedo jurar, que Manuel Neuer.  Que Buffon. Que Casillas. Era un monstruo de portero. El tipo paraba de todo. Los mejores chutes de mi vida, las mejores boleas, las únicas chilenas que me salieron bien en mi carrera de futbolista, acabaron estrellándose contra el tronco o las ramas de ese guayabo. Jugué tanto con ese guayabo y tuve que practicar tantísimo para meterle los goles que luego, cuando llegaba a las prácticas del equipo de fútbol del colegio, tenía la titularidad asegurada. Creí ser bueno, creí tener madera de futbolista, tuve un par de tardes gloriosas en las que anoté varios goles e hice un trío de pases de ensueño. La gloria, ya lo sabemos, es efímera, mientras que la vida entera se reduce a un intento tras otro por tratar de hacerlo bien.

El asunto es que, al llegar a la universidad, recibí una lección de humildad: no era tan buen futbolista como me pensaba. Ni lejanamente. Aquel campo de fútbol que ahora se abría enorme ante mí, y en el que no era más que un perfecto extraño, estaba repleto de futbolistas que me llevaban larga distancia en condiciones físicas y calidad técnica. Gente que venía del interior del país, de barrios de Caracas, de liceos cuyo nombre ni sospechaba, de otros colegios. Esa gente sí que jugaba de verdad. Así que tempranamente tuve que asumir mis limitaciones y colgar los botines. No, mentira, no del todo, porque fue también en ese tiempo cuando decidí escribir mis primeros cuentos de fútbol, que escribirlo es otra manera de jugarlo.  Y desde entonces no dejé de escribir sobre esta grandísima pasión, esta enorme metáfora de la vida convertida en balones, patadas, dribles, cabezazos, picardías y jugadas de laboratorio. Este juego tan sencillo y tan complejo que es el fútbol. Tan básico pero tan profundo. Yo también he de decir aquello que decía el gran Albert Camus, quien por cierto fuera portero insigne de su equipo universitario mucho antes de ganarse el Nobel de Literatura: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.

Confesaré algo, a pesar de haber pensado, aprendido y escrito un montón a lo largo de años gracias al fútbol, nunca antes que tuve que sudar y reeducarme tantísimo para hacerlo como con este libro de Cuentos a patadas. Yo tenía mis historias, mis ganas, mis anécdotas, mi pluma; pero no sospechaba aún que aquello necesitaba de mis directoras técnicas, ese par de espléndidas y talentosas editoras de Ekaré, María Francisca Mayobre y Araya Goitia, quienes –en buena hora se convirtieron en mi versión personal de Pep Guardiola. Cuentos a patadas es el producto de un trabajo en equipo, un plan orquestado armoniosamente durante meses, no se trata de un jugador que va solo haciendo malabares e intentando meter golazos por su cuenta, qué va, esto es esfuerzo, esto es entrenamiento, es disciplina y autocorrección, es, en fin,el producto de buscar la manera de hacerlo bonito y hacerlo bien entre todos los involucrados que asumiernn el libro como una apuesta colectiva.

No podía ser de otra manera, Cuentos patadas no se merecía ser una jugada solitaria de un único jugador que se lanza a driblarse el mundo entero para meter un golazo a solas. Cuentos patadas necesitaba y merecía ese juego en equipo donde estaba yo como autor hombro a hombro con Lucas García como ilustrador, donde Ana Palmero diseñaba las jugadas como buena directora de arte, donde estaban María Francisca y Araya como directoras técnicas junto con la asistencia cercana de Pablo Larraguibel, y también con nuestros lectores estrella y compañeros de equipo Fernando y Rodrigo Lecuna (los hijos de la editora) así como las sugerencias y la complicidad de mi primera lectora, la persona a la que más caso le hago en el mundo y en cuyo criterio más confío: mi esposa Marie Claire, que se ha aguantado todas las miles horas de fútbol sumadas a las centenares de horas de escritura.  Mi Claire que, como si fuera poco, carga ahora mismo un baloncito en el vientre, una personita en gestación que será mi compañera de juegos y aficiones. Y que no aguanto el momento de verla patear su primer balón y de oírla gritar su primer gol. Da alivio saber que la Vinotinto, nuestra querida Vinotitnno, modelo por excelencia de entereza, temple y reciliencia tendrá siempre fanaticada de relevo.

Quisiera finalizar con un par de anécdotas que me ha traído Cuentos a patadas y que quisiera compartir. La primera es que mi compadre Alfredo Meza, hermano de los que regala la vida y grandísimo compañero de aventuras y desventuras futboleras, me escribió para decirme que Mariano Meza, mi ahijado, había leído Cuentos a patadas durante el fin de semana y el lunes se lo había llevado a la escuela para compartirlo con sus amiguitos y repartirse entre todos a los personajes del libro. La otra anécdota me la contó mi editora Pancha, su chamo Rodrigo se leyó de una sentada Cuentos a patadas y al terminar le dijo: mamá pásame otro libro.

Así que este humilde libro ha servido para que den ganas de compartirlo y para que den ganas de seguir leyendo otras coas. No puedo imaginar un gesto tan positivo, un espaldarazo más sólido y bonito para mi obra. Son dos razones para celebrar, corriendo hacia el banderín del córner y mirando a mi gente en la tribuna, como si hubiera metido un golazo. Así que, con todo cariño papá, y con todas las ganas de que estuvieras hoy aquí entre nosotros: ¿viste que tuquiti tuquiti de la pelota contra la pared sí que sirvió para algo?

Muchas gracias,
José  Urriola.
Caracas, 26 de abril de 2015.


martes, 19 de mayo de 2015

Presentación Santiago se va.


Aquí entre nos.

Les confesaré algo: estaba negado a decir estas palabras. Principalmente porque ya todo lo que intentaba y quise decir, con respecto a Santiago se va, ya está plasmado en esta novela que hoy presentamos aquí gracias a la editorial Libros del fuego. Hay un punto en el que el autor se queda fuera de juego, asumido en su rol de mero y silencioso observador, pues  le corresponde a otros adueñarse de la criatura, buscarle las virtudes y defectos, decir de ella algo realmente significativo y adicional que escapa absolutamente a la voluntad del escritor. Santiago les pertenecerá más a ustedes, mis queridos lectores, que a mí. Y eso me produce un grandísimo vértigo y un profundo alivio a la vez.

Así  que estas breves palabras comienzan con un “aquí entre nosotros” y un “no le vayan a decir a más nadie, por favor, me guardan el secreto”. Santiago se va debe ser la obra más personal y desgastante que haya escrito jamás. Me pasé cuatro años concibiendo, escribiendo, editando y reescribiendo a esta criatura. Y durante todo el proceso, desde el día uno hasta el sol de hoy, he sufrido la cruel y omnipresente tentación de sombrearlo todo para luego meterle un dedazo a la tecla borrar. Qué cosa curiosa que sombrearlo todo y darle a delete sea el nuevo fuego, ¿no?

Y sin embargo, les confesaré también que, a pesar de los años de trabajo, del desgaste y de esas ganas brutales de borrarlo todo, me reí mucho con Santiago. Me divertí un montón con este personaje, lo escribí entre risas cuando nadie me miraba y también con mucha ternura en ciertos pasajes. Cuando decidí que la novela estaba lista y que ya no sería capaz de reescribir ni corregir nada más, sentí finalmente una profunda tristeza ante la inminente partida. Me tocaba ahora a mí despedirme de Santiago.

Mi amigo Fedosy Santaella, cuando le pedí que leyera el manuscrito para la presentación de hoy, me comentó con esa agudeza de los buenos lectores que descubren las costuras que uno jura están bien cubiertas: “la gente va a querer leer a Urriola cuando lea a Santiago”. Y ciertamente es una pregunta constante e inevitable la que me hacen quienes enfrentan esta novela: ¿Qué tan autobiográfica es? ¿Qué tanto de José Urriola hay en el personaje de Santiago? Y mi respuesta muy sincera es: en un inicio todo y al final nada (o casi nada). Santiago no soy yo, no se trata de mi alter-ego, es una criatura hecha con fragmentos de un gentío, un gentío a quien le he pedido prestado o le he robado sus historias descaradamente; hoy día veo a Santiago como si fuera un hermano que vive lejos en una ciudad que alguna vez conocí, o tal vez como a un primo cercano con el que he perdido todo contacto. Y durante meses, no le vayan a decir a nadie, se los ruego, tuve miedo de que se me apareciera Santiago. Qué sé yo, que me mandara un correo, que me llamara un día o se me apareciera en la calle. Me iba a matar de un infarto ese loco. Sin embargo, con el paso de los días, ahora lo que me inspira Santiago –tan cercano y tan distante a la vez, tan íntimo y tan extraño– es un sentimiento de tierna preocupación, como cuando uno se reencuentra con alguien a quien quiere mucho pero al que no has visto en años y de pronto le dices llevándolo del brazo a un rincón aparte: “pana, ¿tú estás bien, verdad?”.

Hoy les podría contar sobre el origen de esta novela, sobre cómo Santiago Meza, el hijo mayor de mi compadre Alfredo Meza, se colgó un día el morral en la espalda en medio de la sala de nuestro apartamento y nos anunció, así en tercera persona, refiriéndose a sí mismo: “Santiago se va”. Y entonces a mí se me conectó la frase de Santiaguito con un curso que hice con Gina Saraceni en el postgrado de literatura de la Universidad Simón Bolívar que iba sobre la construcción de la memoria en la literatura latinoamericana contemporánea. Yo quería escribir mi propio cuento sobre la ausencia y la construcción de la memoria y finalmente ese chamín con su morral en la espalda participándonos que ya era suficiente de tanta visita me había regalado el título: “Santiago se va”. Ya tenía el título, lo que me faltaba era el resto de la novela.

Pero sobre todo quería contarles que debajo de este libro, como un esqueleto invisible que sirve de soporte a todo, está el poema titulado Islandia del gran poeta venezolano Eugenio Montejo. Cito un fragmento ineludible para mí:

Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.

Islandia tan próxima del polo
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.

Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).

¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?

Me perdonarán la pasión y lo soez, pero es que en los venezolanos el insulto es una de las máximas expresiones del cariño y la devoción: “el coño de tu madre, Eugenio Montejo, qué barbaridad, qué grande eres, qué manera de decirlo, cómo coño podrá uno escribir algún día una cosa de este calibre”.

Así que no es gratuito que Santiago Iribarren, el personaje de esta novela, se desaparezca un buen día y deje a todo el mundo entendiendo, para irse a Islandia, precisamente a un punto perdido en los confines del mundo, un lugar que no mencioné en el libro pero que a ustedes –que se acercaron hoy a acompañarme- sí les diré: se llama Thorhofn (el puerto de Thor, en la lengua de hielo de los islandeses), exactamente en la otra punta de la isla, en el extremo opuesto a Reikiavik. Y es allí, en el puerto de Thor, donde se decía que el dios del trueno bajaba a la Tierra. Es un lugar donde los relámpagos y los truenos son constantes, la gente va a asomarse con la punta de los pies sobre los acantilados para presenciar ese festival de rayos, relámpagos y bramidos del cielo. Santiago se va a buscar esa iluminación. Necesita escapar de la cotidianidad, de la vorágine del día a día, para ver si allá, donde se devuelve el viento y donde Thor desciende a este mundo, es capaz de encontrarle sentido a su vida, de encontrarse, que al final viene siendo lo mismo.
Pero entonces volvemos al poema de Montejo que acaba así:
  
Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla.
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras.

Yo tampoco iré a Islandia, me queda también demasiado lejos. No sólo físicamente, me queda lejos sobre todo mentalmente. En otro planeta, acaso en otro universo. Así que este humilde libro es mi propio mapa que se pliega para fundir mis bosques personales de palmeras con los fiordos islandeses que tanto he imaginado. Y Santiago, que no soy yo, es el que librará por mí, como en el juego del escondite. Tú sí irás a Islandia, Santiago. Yo me quedo aquí, en mi casa, con mi mujer que espera a mi hijo ahora mismo en su vientre. Y estaré contento de llevar a ese par de personas a la playa, de jugar con ellas a la orilla de una piscina, pateando torpemente pelotas o  empujándolas en un columpio, me quedaré en piyama a ver centenares películas que no me interesan en lo absoluto pero que me harán feliz porque a esa personita le harán feliz. Que te vaya muy bien, Santiago, buen viaje y que Dios te bendiga, me mandas una postal o me escribes cuando puedas. A mí me toca estar aquí y ahora para escribir otras cosas.

Listo, ya lo dije, lo solté. Y ustedes, se los encargo: me cuidan a Santiago y me guardan el secreto. Ni una palabra a nadie más.

Muchas gracias,

José Urriola. Caracas, 29 de abril de 2015.