martes, 29 de abril de 2008

Historia de porteros 1: Ladislao


Cuando yo llegué por primera vez al edificio Ladislao no estaba. Me dejaron las llaves con Jesús que era el portero del Gorría (el restaurante vasco, justo al lado, que promedia los 80 euros por comensal y en el que obviamente jamás me pude ni asomar). Era la hora de la comida y Ladislao a la 1 en punto echaba llave a la puerta de vidrio, se iba a comer su menú con entrada, seco y postre, y luego se quedaba en una larga sobremesa de no sé cuántas cervezas, cuántos vinos, cuántas copitas de Sambuca.

-¿Conociste a Ladis, el portero?– me preguntó mi compañera de piso apenas puse las maletas en mi nuevo cuarto. -Tú te haces el que no sabes… pero él es el dueño de éste apartamento en el que vivimos.

Lo conocí esa misma tarde. Idéntico a un pastor ovejero, uno peculiar: alto, flaco, de largo pelo negro ensortijado y anteojos para la miopía. Pero sí, un pastor ovejero. Uno que fuma Ducados. Le dije que mucho gusto que yo era el nuevo compañero de Laura, en el 3ro 2da, que sí, de Venezuela también. A lo que él respondía: Ah, hombre, joder, venga va, venga va, joder. Y hacía una serie de chasquidos y carraspeos y sonidos guturales y resoplidos, como si estuviera hablando, como si fueran palabras de un idioma extrañísimo que se sabía él solo. Y subía la mano con dos dedos, sujetando su Ducado o sujetándose él al Ducado, y yo pensaba que si uno le quitaba el cigarro de la mano se venía ese hombre al suelo, se desplomaba como si lo zancadillearan.

Ladislao tenía tres cosas infaltables en su vida: un libro (de esos forrados en terciopelo verde, naranja, mostaza, rojo o azul; pero siempre terciopelo), una radio destartalada a todo volumen que escupía por su única corneta algo indescifrable que a lo mejor eran noticias del fútbol en catalán y, finalmente, tenía unas ganas infinitas de echarse palos todo el día, con quien fuera, a beber lo que sea con tal de que sea mucho y que sea ya.

A los pocos días ya Ladislao había sido rebautizado para el consumo interno del colectivo criollo como Ladillao.

Nadie logró saber nunca qué demonios leía Ladislao. Se corrió el rumor una vez de que, estando Ladis sentado junto a la puerta, medio dormido con la modorra de la resaca, alguien se asomó sigilosamente desde atrás para ver qué leía y entonces descubrió que el libro estaba al revés. Pero no me consta. Nadie puede pasar tantas horas de soledad simulando leer un libro invertido.

Lo que sí sabemos es que Ladis estaba pendiente de todo. De alguna manera lo sabía todo. Quién entraba, quién salía, quién se veía con quién a escondidas, quién se separó y ya tenía otro novio, quién le llenó de olor a sardinas fritas las cortinas a la vieja del ático, a quién se le iba quemando el piso por ponerle velas a los santos la otra noche. Y, hablando de santos, tenía las santas bolas de recibirme en la puerta para informarme: “Joder, chaval, que hoy ha pasao por aquí la amiga tuya ésta que está como…¡Pfff, hostias, macho!” (y acompañaba al gruñido con un dedo índice girando alrededor de la sien derecha, tan cerca que hasta se tropezaba una pata de los anteojos). Y allí me daba cuenta que para Ladis -cosa que me ponía más en duda la cordura propia que la suya- había otra gente que estaba loca, realmente loca. Él, en cambio, no. Y yo cuando aterrizaba le respondía: “Ah, sí, ya sé, ésa es Diana. Entonces hoy vino Diana”.

En otra ocasión me dijo: “Joder, macho, la que te has perdío. Que ha pasao hoy por aquí a buscarte pero tú ná que estabas, la argentina ésta amiga vuestra que está buenísima”. Y entonces imitaba el acento de Viviana, la peor imitación de acentos que uno pueda escuchar en la vida, una cosa deplorable como si todos los latinoamericanos fuéramos el novio cubano de Sarita Montiel, pero según el país se le metía a la frase un par de ches y boludos mal salpicados, por aquí y por allá, o dos chéveres y un de pinga, y listo. Y yo, con un poco de rabia porque me bucearan de esa manera a la amiga, y sobre todo un poco angustiado porque se pudiera prolongar la imitación de Ladi, le interrumpía en seco: “No, Ladis, ella es uruguaya, no argentina. Y los uruguayos hablan… distinto”.

Aquella tarde en que Ladis conoció a mi madre, que estaba de visita, se puso muy firme, serio y engolado. Estiró la mano y dijo “Mucho gusto, señora” como si fuera un gentleman inglés. Pero inmediatamente lo flemático se le fue al carajo cuando a los dos segundos le presenté a mi hermana. Allí le brillaron los ojitos debajo del pelero negro y se le asomó un colmillo.

El día en que me despedí de Ladislao, a última hora, antes de que le echara llave a la puerta del edificio por última vez, lo encontré absolutamente ebrio y sonriente aferrado a la vida, es decir, a su Ducado humeante. “Venía a despedirme, Ladis, aquí igual se quedan en el piso Adrián y Janeth. Ha sido un placer, hasta otra”. Le ofrecí la mano y Ladis en vez de estrechármela se me lanzó encima con su metro noventa de flacura coronada por una melena de rulos negros aceitados que me cubrió como un manto aromatizado. “Hombre, joder, te voy a extrañar, colega. Venga, va, venga, va… pfffff, hay que joderse, macho, qué penita que me da”. Y allí estaba yo, debajo de aquella humanidad, cubierto por bucles, ahogado en el olor a tabaco, emborrachándome un poco a fuerza de aliento ajeno, a punto de enternecerme porque nunca más vería a Ladislao con sus libros aterciopelados, su radio tan despelucada como él, sus invitaciones al bar, sus comentarios desprovisto de vergüenza o censura, cuando Ladis dijo: “Hombre… pero una pregunta: la amiga tuya uruguaya que está como el queso, será amiga también de estos dos que se quedan en mi piso, ¿no?”


jueves, 17 de abril de 2008

Mucho antes de Estocolmo





Una ilustración de Pablo Amargo

En esa camioneta viajábamos dos ecuatorianos, una colombiana, un español, un brasileño y dos venezolanos.

-¿Alguien tiene idea de a dónde estamos yendo? –preguntó Fanuel Hanán-Díaz, venezolano, el único que realmente sabía hacia dónde íbamos pues había hecho el mismo paseo un año atrás.

- Eu creo que elles están nos secuestrando- respondió Rui de Oliveira, el brasileño, bromeando en portuñol con los dos ecuatorianos que ocupaban los puestos de piloto y copiloto.

Pablo Amargo (España) y yo nos reímos del comentario desde el asiento trasero. Claudia Rueda no.

-Decirle a un colombiano que lo están secuestrando es el chiste más cruel del mundo- dijo la colombiana con tono de reclamo cariñoso.

Tenía los audífonos puestos en ese instante, pues me he hecho adicto a montarme unas road movies personalísimas cuando cojo carretera. Me gusta entremezclar el paisaje con la música, con retazos de diálogos que se cuelan, muecas, reflejos de sol contra la ventana, lóbulos de oreja, mechones de pelo al viento. Sonaba Bat For Lashes, curiosamente en la canción Bat’s Mouth (Boca de murciélago). Y digo curiosamente porque se refiere esta canción a una antigua leyenda anglosajona de la que ya me habían comentado algo: una mujer misteriosa, a la que nadie había visto nunca antes, seduce a un hombre mientras beben en una taberna. La mujer es guapa, la noche promete, el sujeto se pierde en esas curvas pronunciadas aún más por el efecto vino. Se van juntos, y al cruzar el umbral ella le sirve de muleta pues el tipo se cae de la borrachera. Cuando por fin despierta descubre que se halla cautivo dentro de una cueva oscura, húmeda, sin posibilidad de moverse. Apenas logra vencer la modorra se entera de que habita dentro de la boca de un enorme murciélago. Tiembla, se estremece, suda, llora. Su captora se acerca varias veces por día para abrazarlo, besarlo, darle de beber, le da a comer frutos del bosque o trozos de pan que le deposita boca a boca. Y lo mima, le agradece por haber venido, le transmite calor, le calma la fiebre, lo enamora. Tiempo después la mujer da orden al murciélago de abrir la boca y soltar su presa. “Ahora te puedes ir” le dice al secuestrado. Pero la libertad no le sirve, él ya no quiere irse, prefiere quedarse. Ya no sabe comer, ni beber, ni vivir sin ella.

Una leyenda de los llanos venezolanos cuenta una historia similar. Me la contó papá durante una noche asmática en Guanare. Estábamos en un hotel cuya vista daba a unas colinas, y papá recordó al verlas que alguna vez esas tierras pertenecieron a Don Santos Urriola, su padre. Me dijo, con la naturalidad de quien narra un cuento del Libro de la Selva a su retoño, “Cuando yo era pequeño se decía que en esas colinas que vemos allí habitaba un ser extraño. Era como el Yeti, enorme y peludo, y andaba en dos patas. A veces bajaba hasta el pueblo en el medio de la noche y raptaba a una señorita. Eso pasaba una vez a la cuaresma. La subía hasta la copa de un árbol y la descalzaba sobre una rama. La alimentaba, le daba de beber y le lamía la planta de los pies. Durante muchos días la tenía así, hasta que ella tuviera la planta de los pies tan delgada y sensible que ya no pudiera caminar. De esa mujer no se volvía a tener noticia, pero de su hijo sí. Vendría algún día hasta el pueblo, dentro de algunos años, en medio de la noche, a llevarse a una señorita para lamerle los pies.

La dama del murciélago y El lamedor del llano vendrían a ser los tatarabuelos románticos del Síndrome de Estocolmo. Ese fenómeno que consiste en una especie de cofradía que se arma entre secuestradores y secuestrados, y que tuvo nombre a partir de aquel episodio de 1973 cuando unos asaltantes estuvieron durante seis días encerrados en un banco sueco junto a sus rehenes. Cuando por fin cedieron a las negociaciones con la policía y soltaron a sus víctimas, una de las secuestradas besó con pasión a su raptor frente a las cámaras. Y cuando los rehenes fueron llamados como testigos al juicio, ninguno quiso participar en nada que perjudicara a sus captores.

Pero justo allí se acabó la música y había cola. El paisaje montañoso había sido borrado por una llanura desértica poco seductora. Y la road movie con soundtrack de Bat For Lashes cayó en una pausa, sucumbió al letargo, al sopor, a un grito de sol con olor a frituras y gases calientes. Lo único que había sobrevivido, colgando en el aire y sin cabida para romanticismos, era la frase de Claudia: Decirle a un colombiano que lo están secuestrando es el chiste más cruel del mundo.

Hay momentos en que la realidad es tan brutal que sin necesidad de mediar palabra le mete dos bofetadas a cualquier ficción y la acuesta a dormir. Juan Goytisolo tiene una frase contundente: “matar a un hombre por defender a una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”. Me atrevería a parafrasear: secuestrar a una persona en nombre de un ideal no es honrar a un ideal, es secuestrar a una persona.


miércoles, 2 de abril de 2008

El sueco José González


José González es sueco. Tan sueco como el venezolano Martin Dahlin.

De Martin Dahlin ya casi nadie se acuerda, era un futbolista, morenito y frentón, con pinta de ser de Macuto, centrodelantero, el número 9 de la selección sueca en el Mundial de Estados Unidos 1994. Era rarísimo ver en aquel tiempo a un morenito metiendo los goles en una selección de puros viquingos. Y alguien se enteró, en mala hora, de que Martin Dahlin era hijo de un venezolano con una sueca. Y a partir de ese momento los narradores decían: “La lleva el venezolano Martin Dahlin, la toca en corto, dribla a dos rivales –cómo se nota que es venezolano este sueco, porque se mueve con el ritmo latino y sabroso de los criollos- la toca en pared con Larsson, se la devuelve, Dahlin dispara cruzado… y GOOOL, golazo del venezolano Martin Dahlin. ¡Venezuela está en el mundial y marcando goles, señores! Suecia 1, Estados Unidos 0”. Y era tal la fiebre que entonces un día mandaron a un reportero deportivo, cuyo nombre no deseo recordar, a que entrevistara a la salida de los entrenamientos del equipo sueco al venezolano Martin Dahlin. “Hey, Martin, luc at jir, plis, sei jelou tu Venezuela yor contri!” Pero Dahlin se encogió de hombros, encajó el mentón contra el pecho, hundió la cabeza como un avestruz morena, apuró el paso y dejó colgando al reportero. “Qué grosero, qué antipático, eso es por la influencia escandinava, porque nosotros somos una gente muy cálida y simpática”. Más tarde nos enteramos por la prensa de que la palabra “venezolano” le traía mal sabor de boca al sueco Martin Dahlin. Que sí, cómo no, su padre era de La Guaira, de tez morena como la de él, músico de profesión, se pasó una temporada en Suecia y allí se lió con una catirota de metro ochenta. Y cuando la rubia le dijo: “I think I’m pregnat”. El criollo dijo: “La pinga, yo me voy para mi país y que esta valquiria se las arregle con su paquete”. Así que eso de venezolano a Martin Dahlin le sonaba a un señor que nunca conoció ni le quiso conocer, a fantasma tropical que los dejó a él y a su madre entendiéndose en medio del frío nórdico, y hasta más nunca.

José González es tan sueco como Martin Dahlin. Pero no juega al fútbol, toca la guitarra y canta. Y lo hace como los dioses. El papá de José es un argentino que huyendo de los milicos se exilió durante los años 80 en Goteburgo. Allí se enfrascó en una relación con otra catirota de metro y tantísimo, le habrá enseñado a bailar tango (con y sin ropa), le habrá enseñado a cebarse un mate y a decir cositas en español. Pero cuando la situación al señor González se le complicó más de la cuenta en Suecia, justo al tiempo en que los uniformados daban un paso al costado en Argentina, les dijo a su mujer y a su retoño : “ya yo vengo que me voy a asomar a ver qué tal va eso por allá abajo”. Pero no volvió. Así que mejor no preguntarle mucho a José González sobre cuán argentino se siente. Dirá, con toda la razón, que se siente muy sueco.

Decir que José González toca la guitarra es quizás un desatino. Tocar sería un verbo mezquino. La llora, la golpea, la araña, la gime, la llueve, la seduce, la consiente. Pareciera que tocara más con los huesos que con las uñas. Y la va acompañando con su voz, no la más hermosa ni la más agradable ni la más afinada, pero vaya que es un canto que le sale del estómago goteando sentimiento. Aseguran que cuando José González se presenta en vivo algo por dentro se le quiebra, a él, pero también a todo el que le escucha. Algo se desgarra y de la grieta surge un botón extraño que más tarde florece.

Un amigo le ha ido a ver en un pequeño local con capacidad para doscientos, y a la salida del concierto me escribe algo a medio camino entre lo hermoso y lo tenebroso: “Cuando me muera yo quiero que de pronto entre al velorio un sujeto con una guitarra y un taburete, se siente al lado féretro y toque. Bueno, ese tipo es José González”.

Lo que es obvio es que cuando algo suena así o así hace sentir, importa bastante poco de qué árbol genealógico nacen esos frutos.




José González: “Heartbeats” en vivo.