miércoles, 24 de diciembre de 2014

La culpa es del Niño Jesús


Cuando yo era chamo tenía un concepto muy raro y malinterpretado de lo que era el Niño Jesús, porque siempre pensé que el pana era mágico y podía traerte cualquier regalo que a uno se le pasara por la cabeza, y cuando hablo de cualquiera me refiero a cosas que jamás se encontrarían en una juguetería (al menos no de este mundo). Entonces yo le escribía cartas muy elaboradas pidiéndole cosas como “el robot de la película del otro día, que vuele pero no muy alto porque entonces se va para casa del vecino y que traiga 20 enemigos para que pelee karate con ellos y también su perrito robot que no salía en la película pero tú sabes cómo es… y un regalo sorpresa”. Cuidaba mucho la caligrafía, le ponía márgenes de colores a la carta y subrayaba el título, la metía en un sobre, me lamía toda la pega para que cerrara bien, la ponía en el pesebre y en pocas horas ya el Niño Jesús se la había llevado.

Y entonces llegaba el 25 por la mañana y yo abría mis regalos y mientras mis hermanas decían: “¡mira, me trajo exactamente lo que le pedí!” yo miraba mi regalo con confusión porque aquello que me había traído se parecía pero definitivamente no era. El robot estaba chévere pero no volaba, no trajo a los 20 enemigos, ese perrito de goma no era robot y se notaba que se lo habían quitado a otra gente, y el regalo sorpresa siempre era una pelota. Muy raro todo.

Entonces me pasaba el año entero pensando y concluyendo que me había explicado muy mal, que lo que pasaba es que estaba escribiendo fatal, que no era capaz de poner bien en palabras eso que tenía en mente. Y que claro, el Niño Jesús no podía entenderme jamás porque yo era pésimo explicador.

A veces me doy cuenta, a estas alturas de la vida, que cuando escribo o doy clases explico y sobre-explico más de la cuenta. Claro, es un trauma de la infancia, la culpa es del Niño Jesús.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Altibajos de lector


     - Leer está de moda. Y ser lector, en vez de ser el oficio placentero y hacia adentro de siempre, se ha convertido en una especie de título honorífico, una medalla del buen guerrero de la cultura, un distintivo para ufanarse y exhibirse. Ten cuidado, leer está bien (si de verdad a uno le gusta leer) pero autoproclamarse como grandísimo lector, un voraz e insigne consumidor de autores y títulos a tiempo completo, te puede convertir en una especie de Gollum de la lectura. Un tipo insoportable que convierte a la lectura en algo también muy antipático.

     - Hay  “Lectores” (mayúscula y comillas adrede) que quieren convencer a la humanidad, vociferándolo a los cuatro vientos, que sus lecturas son una cadena fascinante e ininterrumpida de dichas y paroxismos literarios. Que pasan de una obra maestra a la siguiente dando saltos increíbles llenos de mortales y dobles tirabuzones para siempre caer parados y ganarse una puntuación perfecta de 10/10. Seamos honestos, tienen que estar mintiendo, es igual de absurdo que alguien que te quiere convencer de que solamente ha escuchado discos magistrales a lo largo de la década o ha visto puras películas dignas de ganarse la Palma de Oro. Algo muy raro, preocupante y sospechoso está pasando con el criterio de esa persona.

   - Hay libros que se leen de una sentada y otros que ameritan semanas o meses de asimilación. No significa que los primeros sean mejores que los segundos ni que los segundos tengan necesariamente mayor calidad. Pasa como con la gastronomía: hay platillos que se comen de un bocado y otros que exigen horas de masticación y digestión. Pero seamos francos: un libro que no avanza, que se pierde o estanca en el océano de la adjetivación, que trata de narrarlo todo –valga la contradicción– a punta de metáforas y florituras líricas (mira qué buen escritor soy y lo pirotécnico que me pongo para abrumarte con mi sabiduría y mi talento, pequeño lector) corre mayor –y lógico– riesgo de ser abandonado. Uno de los grandes derechos del buen lector es saber asumir sin remordimientos: me aburrí, lo lamento pero me abro, hay millares de obras fabulosas que no he leído y no sé si tenga tiempo en esta vida para leerlas como para inmolarme en esta lectura que no me está diciendo ni significando absolutamente nada.

     -  Quizás la gran pregunta que nos deberíamos hacer para intentar saber porqué un libro nos cautiva o nos ahuyenta sería: ¿si esto fuera música a qué sonaría? Así que no se sienta culpable ni se convierta en un miembro más del rebaño abúlico por la presión social o por las directrices dictadas por los Gollums de la lectura: si a usted no le gustan los Beatles no tiene porqué estar leyéndose hasta el punto final centenares de páginas de una cosa que suena a los Beatles. (Sustituya a los Beatles por cualquier banda o tendencia musical que adore/deteste y comprenderá perfectamente de qué hablamos).

     - Hay algunos libros y/o autores con los que el lector se comunica de una manera especial y sumamente significativa. Se sella durante la lectura una alianza especialmente poderosa. Y uno se ríe, se angustia, se fascina, se conmueve o se indigna por culpa de esa gente que se le ha hecho tan presente. Cuando a uno se le acaba el libro siente que se está despidiendo de alguien importante, alguien a quien vas a echar de menos un montón. Esa curiosa saudade que a veces irrumpe en la realidad desde la ficción, qué cosa extraña y prodigiosa. Hay que insistir: esto pasa a veces, pocas veces, muy de vez en cuando, y uno sabe cuáles son esos libros y los recuerda como quien se acuerda de un gran amor. Quien pretenda convencerlo de que esta conexión le sucede a menudo y con todos los libros “fabulosos” que pasan por sus manos en un flujo continuo es más bien alguien digno de sospecha o compasión.


     - Una amiga escritora fue a su cita con una guía espiritual muy sabia y elevada. Le contó sobre sus proyectos de ficción, las historias que estaba creando, los personajes que iba construyendo. La guía acabó de escucharla y le dijo: “Ten cuidado, todas esas personas y situaciones que estás inventando existen, no necesariamente en esta realidad, pero claro que existen porque tú les estás dando vida. Así que cuídalas y cuídate”. Luego de escuchar esa anécdota es imposible pensar que a los personajes leídos -los entrañables, esos de quienes cuesta un montón despedirse y se extrañan tan profundamente ante la inminencia del punto y final- también existen, son presencias que hemos ayudado a crear. Y ahora qué será de la vida de toda esa gente sin nosotros.