martes, 16 de agosto de 2011

El cómic que nunca fue

En lo que va de año se han ido dos de los grandes del cómic latinoamericano: Carlos Trillo y Francisco Solano López. Curiosamente un binomio conformado, como suele ocurrir en el cómic, por un guionista (Trillo) y un ilustrador (Solano López). Sin embargo, al menos que yo sepa, en esta vida, ambos argentinos no llegaron a trabajar juntos. Ahora mismo, dónde estén, quién sabe qué cosa maravillosa estarán cocinando a cuatro manos.

Solano López, el grandísimo ilustrador de El Eternauta, nació en Buenos Aires en 1928 y murió en esa misma ciudad el pasado 12 de agosto de 2011. Mientras que Carlos Trillo, uno de los mejores autores de historietas que haya habido en este pedazo del mundo, nació en la capital argentina en 1943 y murió en un viaje de vacaciones a Londres el 7 de mayo de este año.

Tuve el placer de conocerlos a ambos durante el rodaje de un documental que nunca acabamos. Una más de las películas que no fueron. Quince días en Buenos Aires que resultaron un auténtico desastre y precisamente por eso, ahora, macerados por la memoria, se me han hecho especialmente significativos y entrañables.

Durante esos quince días sufrí (ya lo sufría antes y lo seguí sufriendo varios meses después) de un insomnio inclemente que me obligaba a tomar religiosamente un somnífero llamado Stilnox (recetado por el médico en una monodosis de 10 mg., una hora antes de acostarme; pero que yo, para garantizar resultados óptimos, consumía en número de 2 ó 3 regados generosamente con Malbec mendocino). Y gracias a eso dormí. Dormí el sueño tranquilo de alguien que necesita dormir porque al día siguiente había varias entrevistas pautadas: con Maitena, con Liniers, con Juan Sasturain, con Pablo de Santis, con Solano López, con Trillo, entre tantísimos otros autores ligados a la historieta y al humorismo gráfico de Argentina cuyas entrevistas se quedaron encerradas en esas cintas que jamás llegaron a la sala de edición. Y quién sabe, ahora mismo, con qué suerte corrieron.

Recuerdo algunas escenas sueltas de esa película que nunca fue. O mejor dicho, tratándose de cómics, viñetas sueltas de una novela gráfica que no fuimos capaces de ensamblar en un corpus congruente.

Recuerdo episodios filmados en un eterno fuera de campo. Cosas que ocurrieron más allá de los límites del encuadre y que, de alguna manera, representaban los planos de la verdadera película que uno desearía y debería filmar. Dicen que el cine documental está signado por una imposibilidad: siempre es más interesante y significativo aquello que ocurre –y se escurre- alrededor nuestro que lo que acaba siendo registrado por la cámara. Como para dejarnos bien en claro que la realidad, al final, es inaprensible y se nos escapa permanentemente en el fuera de campo.

Recuerdo entonces el primer día de grabaciones, ir a buscar en la habitación 512 -de aquel hotel donde nos hospedamos en el Microcentro- a los camarógrafos; y encontrarme a Richita, el asistente de cámara, en interiores y guardacamisa mirando por el visor de la cámara que apuntaba a la ventana.

–Richita, mi pana, ¿qué estás haciendo, papá? Tenemos que irnos ya.

–El mío, tienes que ver esta vaina.

Y, de idiota curioso que soy, le hago caso. Me asomo al visor. Y veo que el teleobjetivo está encuadrando a una habitación con las ventanas abiertas al otro lado de la calle. Y que entra una chica guapísima, se descamisa, se prueba un vestido, sale. Entra otra, ahora morena, más rellena pero igual de guapa, se desviste, se pone un vestidito cortísimo, se mira de espaldas y con el cuello girado en un espejo, se va. Entra otra, rubia y alta, se parece a la primera pero no es. Definitivamente no es. Se quita todo, se pone algo minúsculo, se va.

–Chamo, qué es esto. ¿Será un burdel?

–Bueno, papá – responde Richita mientras me empuja para posicionarse de nuevo ante el visor–, si eso es un burdel es el burdel más raro del mundo porque esas mujeres están en una biblioteca.

Y me vuelvo a asomar por el visor y sí, Richita tiene toda la razón. Al fondo, en el que nunca me fijé por estar con todo atento a las diosas de colores que se empelotaban mientras espiábamos, se veían libros. Libros y más libros. Libros de esos forrados con tela mostaza, verde, naranja, roja. Esas mujeres estaban rodeadas de tomos de enciclopedias. Si acaso eran putas, eran putas cultas.

Recuerdo también que, a partir del segundo día de viaje, comenzaron a aparecer bolsas de galletas de chocolate por todas partes. En la mesa de noche, en el suelo, en el baño, en la habitación de los camarógrafos, dentro de las maletas de las luces. Unas galletas en bolsa roja que decían en letras amarillas: “Disfrutá ahora el doble del sabor. Llevate dos kilos al precio de uno”.

Recuerdo que en la entrevista con Sasturain el hombre se puso a hablar de Perramus, una historieta donde aparece Borges, donde los personajes son perseguidos por unos milicos que son esqueletos de uniforme. Que Sasturain nos habló de la dictadura, del infierno que se vivió en vida, de cómo se las tuvo que ingeniar para traducir toda esa realidad espantosa en una historieta fantástica, donde lo decía todo sin que la inteligencia militar (si acaso existe tal cosa) pudiera comprender. Y justo cuando hablaba de todo eso, en un momento intensísimo, algo tapó el sol. Se hizo de noche en pleno mediodía, y la única luz que había en aquella habitación era la que rebotaba tenuemente de los cristales de los anteojos de Sasturain. Como si la nube de tormenta más grande del mundo se hubiera posado sobre Buenos Aires en aquel instante. Quién sabe si sería la nave de los invasores que dibujó Solano López. Y recuerdo que Richita, saliendo de esa entrevista, me dijo: “Mierda, papá, qué bolas… ese hombre apagó el sol”.

Recuerdo también que cuando fuimos a entrevistar a Liniers, que en aquel entonces –hablo del verano austral de 2001- era una joven promesa, el embrión de la estrella en la que se convertiría más tarde, Liniers nos invitó gentilmente a un mate mientras posicionábamos la cámara, dirigíamos las luces y las pantallas reflectoras, sintonizábamos los micrófonos. Y que el mate tuvo un efecto laxante prodigioso sobre las tripas de Richita. Y mientras hacíamos la entrevista el asistente de cámara se me acercaba, haciendo bailecitos de esos que obliga el retorcijón, y me susurraba al oído: “El mío, yo lo que me estoy es cagando”. Y cuando acabamos por fin la entrevista, dos horas más tarde, y Richita era todo color verde con vetas moradas, rompió el silencio y le dijo a Liniers: “Disculpe, señor, ¿me presta el baño”. “Claro, loco, pasá adelante, estás en casa, por el pasisho, puerta del fondo a la izquierda”. Y cuando Richita regresó tenía la cara roja y abultada, venía rejuvenecido y rozagante, como si se hubiera inyectado botox. Pobre Liniers, me lo imagino horas más tarde entrando a su bañito: “¡La concha de su madre de estos venezolanos de mierda!”.

Recuerdo también, el día en que nos tocaba entrevistar al gran Carlos Trillo, que Richita se quedó dormido, sentado en el piso, recostado de la pared, justo al lado de uno de los trípodes que sostenía las luces, y que en eso se nos acabó la cinta y yo le grité: “Richard, un cassette” y el tipo, que estaba en el séptimo sueño, se despertó de un brinco, lanzó una patada al espacio que se estrelló contra el paral de las luces y aquella vaina a doscientos grados centígrados se tambaleó y se le fue encima a Trillo. Y Trillo saltó, se lanzó de cabeza como quien se barre para robarse la segunda base. Salvó su vida pero no la del sofá. Un sofá de cuero. Blanquísimo. Impecable. Nuevecito. Y la luz se lo dejó marcado para siempre con un chamuscón obsceno. Trillo no perdió la sonrisa ni los aires de caballero: “Ah, no pasa nada, eso lo limpiamos luego con un producto que sho tengo que hace maravishas… o le damos vuelta al cojín. Son cosas que pasan, chicos, tranquilos”. Pero, estoy seguro, que más tarde exclamó: “¡La concha de su madre de estos venezolanos de mierda!” justo cuando se cercioró de que nos habíamos subido al taxi.

Y recuerdo también el día en que entrevistamos a Francisco Solano López, en su apartamento, primero en su estudio y luego en su cuarto. Recuerdo que nos advertía: “Chicos, sho con todo gusto les doy la entrevista, el tiempo que quieran, eso sí, va a shegar mi novia hoy y ashí sí que damos esto por terminado”. Y media hora más tarde decía: “Es que la extranio tanto… sho a esa mujer la quiero, más que con el alma, con las úlceras” (qué belleza). Y seguíamos la entrevista y a las dos horas decía “Sha va a shegar mi novia, es relinda esha”. Y nos mostraba sus dibujos, lo último que estaba haciendo, una cosa erótica, pornográfica, con unas mujeres despampanantes, como si después de viejo, a sus setenta y tantos, Solano López le hubiera dado por visitar asiduamente el burdel de las putas cultas.

Y en eso oímos la voz de una mujer que entraba a casa con su propio juego de llaves. Que saludaba desde la sala, que decía cositas cariñosas desde la cocina, que se asomaba al estudio y taconeaba ahora hacia el cuarto. “Estoy aquí, querida” decía Solano López y se quitaba a toda prisa el micrófono, se le iluminaba la cara, se iba al encuentro de su novia. Y entra la novia. La novia de Solano. Dios mío querido. Era un bombón, la cosita más linda y mejor contorneada de la historia argentina. Y allí fuimos nosotros los que dijimos, con toda admiración: “El coño de su madre de este viejito”.

El día que nos volvíamos a nuestra lejana Caracas, corriendo como siempre, porque el avión nos iba a dejar, no habíamos hecho maletas y el aeropuerto quedaba a dos horas de camino, comencé a recoger las bolsas de galletas de chocolate. Kilos y kilos de galletas regados por doquier. Y le comenté a mi amigo Bujía, el otro productor que me acompañaba en ese viaje: “Pana, yo no he querido decir nada para no alterar la buena nota del rodaje y que digan que uno es un neurótico… ¿pero quién coño estuvo comprando estas galletas? ¡Hay galletas hasta en la ducha!”.

Y Bujía, me respondió: “Chamo, tú. Todas las madrugadas te levantas y dices que vas a comprar chicharrón picante. Hablas con una voz que no es la tuya y haces unas cosas muy locas. Te has ido todos estos quince días, y nosotros contigo porque nos da miedo dejarte solo, al negocio abierto 24 horas que queda en la esquina y regresas con una bolsa de galletas de 2 kilos. Y dices que está buenísimo ese chicharrón, que el chicharrón picante argentino es el mejor que te has comido en tu vida”.

Y allí caí en cuenta de que yo también había participado en un cómic que nunca fue. Algún guionista burlón me había puesto a interpretar el guión de una obra que jamás se concluyó ni serviría para nada. Que yo realmente no había estado. O acaso sí, estuve, pero fuera de campo. Siempre fuera de campo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Fe de ratas

Sostienen algunos artículos en diarios digitales –quiero pensar que amarillistas- que en ciertas ciudades del mundo como París, Tokio y Madrid la población de ratas urbanas triplica a la de ciudadanos. Y que en algunos edificios y plazas del Bronx, la proporción de estos roedores con respecto a los habitantes del barrio es de 12 a 1. Cosa que hace pensar que este mundo no se lo llevará el diablo ni quien lo trajo –como tanto dicen-, sino que se lo llevarán a lomo las ratas.

Recuerdo tres episodios con ratas:

I: Una vez estaba en la puerta del edificio donde trabajaba en La Urbina, en Caracas, junto con unos colegas y el chiste estuvo bueno. Muy bueno. De esos que te pones la mano sobre la barriga y el cuerpo por propia voluntad se te dobla hacia adelante y en la carcajada acabas mirando al suelo. Yo quedé con la vista fija en una alcantarilla y en eso vi, al otro lado, una escena que me borró la risotada. Dos ratas se batían a dentellada limpia, con las colas entrelazadas y los dientes hincados al cuello. Todo eso justo debajo de nuestros pies.

Hoy día, cada vez que alguien me menciona ese edificio de La Urbina, inevitablemente la imagen interior que se me proyecta en la cabeza viene asociada con esas ratas en duelo.

II: Hace unos años solía irme, las mañanas con sol, a la última playa de Barcelona. La de Nueva Mar Bella. Y me sentaba sobre las rocas del fondo, con los audífonos a todo vatio, a ver el Mediterráneo. Un día, en medio de la contemplación, se me cayó algo y cuando lo fui a recoger sentí un movimiento que me hizo retirar la mano del hueco donde la tenía encajada entre las piedras: una rata enorme, del tamaño de mi brazo –lo juro-, se estaba comiendo los restos de una paella en papel de aluminio que alguien había dejado allí.

Si por alguna casualidad algún biólogo marino o un zoólogo llegan a leer estas líneas, por favor aclárenme si existe algo llamado “Rata de agua catalana”. Tiene que ser una de las especies más grandes del planeta. Ya lo saben, en Nueva Mar Bella, en las rocas que flanquean la última playa, cerca de donde la gente pesca, suban por la mitad del montículo, avancen quince pasos, justo allí donde las rocas bajan y te empiezan a salpicar las olas. Allí. Además de enormes, estoy seguro, tienen que ser anfibias. Son ratas con pez globo. O con aguja. O un híbrido así.

III: Hoy día, cuando el tiempo me lo permite, me gusta darme una caminata por el parque Bosques de Chapultepec en Ciudad de México. Y allí hay un lugar, a orillas del lago, donde se puede mirar una de las vistas más bonitas de la ciudad. Justo en ese spot estaba parado hace poco, tomando una foto del paisaje, con ese lago verde enmarcado entre los árboles y los edificios al fondo, cuando algo a toda carrera me rozó los pies. Bajé la vista pensando que se trataba de una ardillita de esas que se acercan a ver si uno les deja caer algo, pero me equivocaba de roedor: lo que iba allá era una rata. Una rata con sarna o con eczemas, con pelones sanguinolentos que le manchaban aquí y allá su pelo gris rata.

Ya todos sabemos que la humanidad entera se divide en cat persons (los afectos a los felinos) y dog persons (los que prefieren los perros). A quienes no les gustan perros ni gatos caerían en la categoría el resto (o mejor en las estadísticas del No sabe, no contesta). Pero como esta entrada va de ratas yo he estado pensando estos días es en las rat persons. Porque hay gente, entre quienes me incluyo, a quienes las ratas les dan asco –asco es un eufemismo para decir miedo- y hay personas a quienes las ratas les producen absoluta indiferencia o incluso simpatía. Pero lo que más curiosidad me despierta en todo este tema es averiguar cómo la gente da fe de las ratas que se le cruzan por la vida. Las maneras en que contamos los episodios de ratas.

Existen los épicos: Yo estaba en la playa de Nueva Mar Bella y apareció una rata de éste tamaño, entonces encontré un palo de escoba que había traído el mar, corrí hacia el animal, en el camino salvé a dos niños que estaban a punto de ser mordidos, los lancé a los brazos de sus madres en pánico, le pegué tres palazos a la rata y la dejé descabezada sobre la arena, los bañistas me aplaudieron y tuve que besar a la guapa del bikini morado que me pidió que le diera un hijo. Y bueno, creo que sí, me lo estoy pensando.

Existen los optimistas para quiénes la rata no es parte de la foto. Recuerdan el chiste que estaba buenísimo, se anclan en esa imagen romántica de sí mismos sentados sobre las rocas en una mañana fría pero con sol. Atesoran los recuerdos de ese lugar cerca del lago donde ser mira a México entre las ramas de los sauces llorones. Pero la rata no aparece. Ha sido borrada con photoshop. La memoria la ha filtrado porque una cosa tan gris y tan asquerosa no tiene derecho a formar parte del recuerdo. Las ratas nunca estuvieron allí. Punto.

Existen los trágicos que sólo hacen foco en la rata. Y que siempre tienen un amigo o un primo a quien lo mordió una rata. Sí, por andar caminando entre las rocas de la playa o caminando por el parque o riéndose de un chiste. Y se le infectó esa vaina. Y le tuvieron que cortar una pierna. Y todos pensábamos que ya con eso estaba arreglado. Pero no. El tipo ahora está en coma porque se le subió una enfermedad que sólo transmiten las ratas al cerebro. Y nada, ahí lo tienen entubado hasta que la medicina evolucione lo suficiente como para despertarlo. Y quién sabe qué es lo que se va a despertar, porque ése ya no es él. Así que mosca con los paseítos por la playa y por los parques, esos sitios están cundidos de ratas y son peligrosísimos.

Y existen los narradores de ratas reflexivos, los que te cuentan que se fueron a la playa o al parque y allí, contemplando aquella cosa prodigiosa, pensaron en tal cosa y en la otra y la conectaron con lo de más allá y les cayó la locha y entendieron por fin, que mi vida es un desastre y yo nunca serviré para nada porque por eso fue que me porté tan mal con fulano y se me fue al carajo la relación con fulana y me dio también una nostalgia brutal porque me acordé de mi vieja que siempre me lo había advertido… y coño, mi pana, en ese momento, justo en medio de toda esa reflexión fabulosa en la que yo estaba descubriéndole el sentido a la vida, sentí que algo se movió, ¡y era una rata, güevón, una vaina así, parecía un chigüire!

martes, 2 de agosto de 2011

Los grados del café



Como sufro del maleficio de la puntualidad, aquella mañana llegué a la cita media hora antes de lo pautado. Alguien me dijo alguna vez –y se me quedó grabado- que llegar temprano era tan irrespetuoso como llegar tarde. Que la gente se podía sentir apurada o presionada por el hecho de que uno hiciera acto de presencia minutos antes de lo acordado. Así que opté por hacer tiempo en un café cercano y darme el tupé (que jamás me permito) de llegar con los cinco o diez minutos de retraso que poco a poco se han ido convirtiendo en norma de puntualidad y decoro.

Entré a un café de Starbucks, que los hay en esta ciudad en una relación asombrosa con los millones que la habitan (éste debe ser uno de los lugares del mundo con más Starbucks por kilómetro cuadrado) y me formé en la cola de la caja para pedir el café que me garantizaría mi media hora de tiempo perdido. Mientras practicaba con mente y lengua los malabares a los que lo condena a uno algún geniecillo de la mercadotecnia (debes pedir cosas como un White Moka Light Frapuccino Tall), me di cuenta de que delante de mí estaba un joven impecablemente vestido y peinado. No suelo fijarme en estas cosas pero la verdad es que el joven que me precedía en el turno era un caso descollante: los pantalones de pinza de un gris que debería ser vendido para pintar autos o forrarles los asientos, la camisa recién planchada y almidonada de un rabioso color rosa, un cinturón recién adquirido en Louis Vuitton o en Dolce & Gabbana -o alguna tienda de esas que te quitan miles de dólares por una correa de cuero rematada con una hebilla dorada-, los zapatos hechos de la misma piel y con el mismo emblema, todo ello una cosa tan reluciente como su cabello. Y aquí me detengo: en el pelo; porque tener tres pelos y tenerlos impecablemente engominados es un arte dificilísimo. Aquello provocaba hacerle la ola, estrecharle la mano a dos manos: cómo se puede ser calvo y estar tan bien peinado parecía ser una paradoja con la que éste tipo estaba dando por los suelos. Lamento apelar a un lugar común políticamente incorrecto para verbalizarlo: era un marico de los que se visten del carajo (cosa que pudiera decir como: los miembros del colectivo gay suelen gozar de un gusto excelso para la vestimenta, que si bien significa lo mismo no es igual). Aquel sujeto tenía no menos de 5 mil dólares forrándole el cuerpo entero, haciendo un alarde de capacidad adquisitiva y buen gusto que yo no tengo ni tendré jamás.

La costumbre en los Starbucks es que tú pides tu café (que llame como se llame siempre será un tobo de café) y luego te preguntan a nombre de quién irá la orden. Entonces el sujeto de los tres pelos prodigiosamente engominados ha dicho de corrido, con tono afectadísimo, solemne y sin trastabillar: “quiero un latte descafeinado alto, 90 grados, con leche light deslactosada, corto de leche pero con mucha espuma a nombre de Jonathan”.

Y yo pensé, pero este bróder por qué no se pedirá un Nestea. Porque alguien que pide un café con todas esas cortapisas realmente no quiere un café, quiere otra cosa. Y también pensé en que Jonathan es un nombre de difícil escritura, porque uno nunca sabe dónde le han puesto la hache, o si es con doble hache (Johnathan) o sin hache (Jonatan) o incluso con las haches pero sin Jota sino con Ye (Yhonathan), o con doble ene, o con doble te o con tilde en la última a (que se escribe Jonathan pero se pronuncia Yonatán). Bueno, y también me quedé pensando, sobre todo, en la temperatura del café: 90 grados. Porque, coño… ¿a qué temperatura se tomará uno un café normal? Yo jamás me había puesto a pensar en eso y por culpa de Jonatanh (sí, con la hache al final, así me aseguro de escribirlo mal) ahora pienso también en eso.

Entonces la señorita, al otro la de la caja –con el vaso en la mano, con el marcador a punto de escribir el nombre del cliente pero con la misma cara de susto que yo, seguramente por estar pensando en las mismas cosas- repitió al maestro cafetero (el pana que hace el café en la máquina) la instrucción: un latte descafeinado alto, 90 grados, con leche light y mucha espuma a nombre de Yonathann.

Y Jonatanh ha montado en cólera. Se indignó aquel hombre como si le hubieran lanzado los 90 grados de café en su pulquérrima camisa rosada: “ ¡Tú no me estás escuchando nada de lo que te estoy pidiendo y me lo van a servir todo mal! Te he dicho: un latte descafeinado alto, 90 grados, con leche light deslactosada, corto de leche pero con mucha espuma a nombre de Jonathan. Pero como te niegas a hacer tu trabajo bien yo voy a hablar con Mauricio (nos imaginamos que el gerente del Starbucks) que es mi amigo y te voy a reportar.”

Entonces el maestro cafetero se asomó desde las profundidades de su máquina e intervino: “Perdone, caballero, no es tan grave… yo le preparo su café tal como usted lo quiere”. Y ahí Hjonatan (qué peo infinito con la no-ortografía de los nombres propios) se indignó el doble: “Pues a ti también te voy a reportar con Mauricio por estarte entrometiendo donde nadie te ha llamado”. A lo que el hacedor de café respondió, sin emitir sonido, pero con un ademán sutil y controlado que significa eso mismo que para nosotros en Venezuela se dice: “Vete pa´l carajo, pedazo de bolsa” o en España “anda a tomar por culo, capullo” o en México “Chinga tu madre, pinche cabrón”.

Jhonatanh entonces, en un acceso de ira desbordada, la ha emprendido contra la mesita donde están el azúcar, la canela, los removedores, las bolsitas de azúcar moscabada, los pitillos, las cucharitas plásticas y las servilletas. Y ha comenzado a lanzarlo todo por los aires al grito de “¡Ya no quiero nada! ¡No quiero mis 90 grados! ¡Esto no se quedará así!”; mientras iba llenando las cabezas, las ropas, las mesas y los cafés (quién sabe a cuántos grados estarían cada uno de ellos) de todos los clientes del local.

Y nadie, absolutamente nadie se inmutaba. Yo buscaba en las esquinas de los techos una cámara porque aquello tenía que tratarse de un performance. En algún momento iba a aparecer desde la cocina el productor con su chaleco y su walkie talkie: “Bienvenidos a la cámara indiscreta”. Pero no, nunca apareció. Nadie ser rió, nadie dijo nada, todo el mundo siguió tomándose imperturbablemente su café con extra de canela, con azúcar morena, con polvo de chocolate; se lo beberían ahora sazonados con la rabieta de Jonahtan, quien acabaría por salir taconeando y de un portazo. Eso sí, sin que se le saliera un pelo de lugar.

Cuando se reestableció el orden (que tampoco se había perdido tanto) el próximo cliente en turno dijo casi gritando: “Yo quiero el mismo café de Jonathan, igualito, pero a 82 grados y medio”. Y allí todos, incluyendo a la chica de la caja y al maestro cafetero, nos cagamos de risa.