miércoles, 23 de mayo de 2012

La magia de Hugo Cabret


George Méliès en su puesto de la Estación de Montparnasse según Brian Selznick

¿De qué dependerá que la adaptación de un libro al código cinematográfico sea feliz o fallida? Pues depende de un fantasma. Del respeto y el cariño sincero que el cineasta le guarde al espíritu de la obra. Es evidente que no se trata de que las palabras del libro sean traducidas literalmente por medio de imágenes y sonidos al discurso audiovisual, ya sabemos –como bien lo han dicho los italianos con su traduttore traditore- que la traducción tristemente está estrechamente asociada con la traición. En esa traducción hay mucho que se pierde, mucho que cautiva en el papel pero que luego decepciona en la pantalla. Así que la obra cinematográfica parece exigir su propia autonomía: me parezco a la obra literaria en la que me inspiro pero definitivamente soy distinta, soy una obra nueva.

Son muchas más numerosas las adaptaciones fallidas o infelices que aquellas que logran hacer honor al espíritu de la obra original. Y, aunque muchos críticos especializados hayan considerado que la versión cinematográfica de La invención de Hugo Cabret de Martin Scorsese (inspirada en el libro de Brian Selznick) es una película digna de ser encajada en el primer grupo, yo soy de los que opina que tiene razones de sobra para merecer su entrada en el grupo de las buenas adaptaciones fílmicas. Sucede con las películas dirigidas para niños lo mismo que aplica a los libros de la literatura infantil y juvenil: una buena obra para niños y jóvenes es, al final, una obra buena para todas las edades. Quizás esta fue una de las razones por la que el libro recibiera la Caldecott Medal en 2008. Brian Selznick, en su momento, había dicho que su libro no era una novela ni un libro de imágenes, ni una novela gráfica, o un libro animado o una película, que era una combinación de todas esas cosas. Scorsese entonces tomó todos esos discursos y planteó uno nuevo, en 3D.

El gran Martin Scorsese, autor de películas tan afamadas como Taxi Driver, Toro Salvaje, Los infiltrados y Casino, incursiona en el cine dirigido a niños con La invención de Hugo Cabret (2011) y demuestra no solo que es un grandísimo cineasta (que eso ya lo sabíamos) sino que es también un magnífico lector. De esos lectores que se apodera de la historia original que le cautiva, pero que renuncia a hacerle una simple adaptación cuadro a cuadro o fotograma por fotograma. Scorsese nos ofrece su visión libre y auténtica del libro y que por momentos se parece un montón a las ilustraciones y atmósferas que ofrece la novela, pero en otros momentos se deja llevar por su propia mirada, se separa del papel y logra constituirse en una obra nueva, personalísima. Como si el cineasta se señalara a sí mismo con el dedo y nos quisiera dejar bien claro: “así lo veo yo y así lo complemento con mis propios ingredientes para ofrecer un nuevo platillo”. El espíritu de Hugo Cabret, ese fantasma entrañable que habita en el libro de Selznick, primera novela en merecer la medalla de honor Caldecott en el 2008, también conforma la esencia de esta película recientemente nominada a los premios Oscar.

Es importante remontarse a los orígenes del cine, no solo porque La invención de Hugo Cabret aborda el tema de la vida y obra de George Méliès (uno de los primeros y más prodigiosos magos de la historia del séptimo arte), sino porque hay algo en esos orígenes que deberíamos rescatar. El cine nace en el seno del vaudeville, en esos locales nada elegantes donde las chicas bailaban cancán, donde se bebía absenta y donde el pintor Toulouse Lautrec dibujó los afiches que luego se hicieron tan famosos. No nace como arte, tampoco como un medio para educar o ideologizar. En sus inicios, se trata de algo extraordinariamente parecido a un espectáculo de magia. Un truco para abismar, para sorprender, para emocionar, igual que un mago que partía en dos a su asistente con una sierra o a un escapista que se libraba de sus cadenas y candados desde el fondo de una pecera. Años más tarde es cuando se instaura y difunde esa mirada reverencial sobre el cine para entonces hacerlo sinónimo de arte, de mecanismo para adoctrinar o transmitir propagandas y valores, o como un mercado que busca entretener para obtener ganancias masivas. Sin embargo, hubo un mago rebelde, uno que siguió insistiendo –y a eso dedicó su vida y obra- al considerar que el cine era un tipo de magia: George Méliès.

Méliès fue todo un pionero de los efectos especiales. Es el padre del cine fantástico y de ciencia ficción, un brujo noble que buscaba hacer nuevos hechizos por medio de trucos que nunca antes había sido posible ejecutar. Méliès nos hizo viajar a la Luna y al fondo del mar, se tomó la molestia de colorizar a mano cada fotograma para que las películas dejaran de ser en blanco y negro, nos enseñó que la gente podía desaparecer por medio del montaje y que a los selenitas se les puede aniquilar de un paraguazo en caso de que se pongan violentos. El gran George se gastó hasta el último centavo para poder hacer sus películas, pero fue un artista incomprendido, un autor que estaba haciendo un cine del futuro para el que los hombres de su tiempo no estaban aun preparados. Fue tan incomprendido que acabó por deslastrarse de todas sus películas y de toda la utilería con la que contó para hacer sus prodigiosas obras de arte. Y, fue así, lleno de frustración y en bancarrota, cuando en 1925 decidió abandonar el cine. Se reencontró con Jeanne d’Alcy, una de sus principales actrices, y con ella se ocupó de montar un quiosco de juguetes y golosinas en la estación de Montparnasse. Allí mismo, años más tardes, fue reconocido por Léon Druhot, director de Ciné-Journal, quien lo rescató del olvido.

Y esa, la del rescate del olvido, es una metáfora esencial para comprender La invención de Hugo Cabret. Es el verdadero espíritu entrañable que habita en la obra literaria de Selznick y también en la película de Martin Scorsese. Este film es un homenaje al cine y también acaba siendo una hermosa reflexión sobre su naturaleza perdida. ¿Qué es el cine y para qué sirve? La respuesta que parece sugerirnos Selznick resulta idéntica a la de Scorsese y también a la de Méliès: es como la magia, aparentemente no sirve para nada pero precisamente por eso sirve para todo o para casi todo. Es el espacio donde la fantasía, los sueños y las invenciones más imaginativas irrumpan en nuestra realidad. Que vaya que no es poca cosa.

George Méliès en su puesto de la Estación de Montparnasse, ahora por Martin Scorsese

Algunos aficionados de la obra de Scorsese se han sentido defraudados o confundidos por su incursión en este universo de la cinematografía para niños. “Ese no es el gran Martin Scorsese, necesitamos que vuelva a hacer las películas a las que nos tiene acostumbrados”. Pero me temo que al pensar así se equivocan, pues La invención de Hugo Cabret es una de las películas más congruentes y personales del gran “Marty”. Desde 1990, Scorsese lleva junto a unos amigos una institución llamada The Film Foundation, organismo encabezado por Martin que se ha dado a la tarea de velar por la conservación, restauración y exhibición de películas clásicas con el fin de que no sean olvidadas, y la gente de nuestros tiempos tenga acceso a ellas. En fin, para que a esas joyas del pasado no les ocurra lo que a Méliès. Algunos de los involucrados con The Film Foundation han sido Clint Eastwood, Francis Ford Coppola, Robert Altman, Steven Spielberg, Woody Allen, George Lucas, Stanley Kubrick, Wes Anderson, Ang Lee y Peter Jackson.

La invención de Hugo Cabret sirve de excusa entonces para reflexionar y ofrecer una mirada particular sobre algo que preocupa fundamentalmente a algunos autores: el cine tiene que rescatar su condición de sinónimo de magia. También sirve como un llamado de atención: hay que volver nuestras miradas sobre los autómatas (la invención de Hugo y su padre es un autómata que dibuja escenas memorables de las obras de Méliès), porque ellos también son los portadores de ese encanto perdido que deberíamos rescatar, criaturas fascinantes de los tiempos en los que los hombres hacíamos máquinas imposibles que supuestamente “no servían para nada” pero que nos daban licencia para soñar. Y, finalmente, tanto el libro como la película (dos gemas que no tienen desperdicio) nos están metiendo el dedo en el ojo para que pensemos y repensemos la importancia de construir un canon personal: ¿a quiénes nos gustaría rescatar?, ¿quiénes son los olvidados que deberíamos volver a tomar en cuenta para que la historia los reivindique y los coloque en el sitial de honor que se merecen?

La tarea es de todos. Selznick, Scorsese y Méliès por lo visto nos están invitando a ser más que testigos. Nos toca a todos buscar en los sitios más recónditos, en esos quioscos atestados de juguetes, golosinas y cositas menores que “no sirven para nada o que la gente ya olvidó”. El fantasma que habita en La invención de Hugo Cabret nos está esperando allí para que lo rescatemos y pueda así hacer de nuevo su magia.


*Este artículo fue originalmente publicado en la revista PezLinterna, coordinada por Freddy Gonçalves Da Silva, dedicada a la promoción e investigación de la literatura juvenil. 

lunes, 14 de mayo de 2012

Disertación sobre el Spam



Tengo una vieja entrada en este blog titulada “Espacio en blanco” que no es de mis favoritas –ni de las de nadie– pero allí está, allí sigue y allí se queda. Y, además, cumple con una extrañísima función, es una especie de entrada-corroncho, como esos espantosos bagres oscuros en miniatura que todos los que hemos tenido alguna vez una pecera hemos echado a nadar allí entre los otros (más coloridos, más hábiles, más luminosos y, en fin, más dignos de atención). Pero es que el corroncho nos limpia la pecera, está allí aplastado contra el cristal con la bocota abierta en una “O” mayúscula y membranosa chupándose el moho, aspirando residuos y absorbiéndose toda una gama de cochinaditas variopintas que los otros peces se empeñan en fabricar. “Espacio en blanco”, mi post-corroncho, es el depositario favorito de casi todos los comentarios Spam que llegan a este blog.

Hace un par de días recibí (y allí se quedará por siempre esperando en la carpeta de moderación de comentarios) la siguiente perla infesta que transcribo tal cual como llegó a mi correo: “La posición tradicional misionero en su habitación con su novia está bien, pero aburrida así? Estos chicos tienen algo mejor que hacer! Ellos caminan por las calles y están dispuestos a ofrecer algo muy desagradable? mierda (¡!) , cuando sus pollas duras palpitantes están profundamente traga y se envasa en castores hinchados gal está lleno de jugo dulce! Y sucede justo en el coche o, simplemente, en el cercano escapada!”

Por cierto que mi parte favorita es la de los castores.

He recibido, por supuesto y como todos, mucho Spam más. Gigabytes y terabytes de basura cibernética que me ofrecen nuevas experiencias organizacionales, antropológicas, laborales, sexuales. Asuntos que –eso prometen–  me dispararían directo al éxito en el mundo los negocios con apenas darle clic a una dirección web escrita en alfabeto cirílico.  O aseguran que me harían más grande, más largo, más poderoso, más duradero y todas esas cosas que contentarían un montón a su pareja.

Me pregunto, de verdad me lo pregunto –he pasado muchos más minutos de los que cualquier individuo provisto de sanidad mental debería pasarse en estos menesteres–, cómo carajos se produce tanto Spam. De dónde y cómo se fabrica tantísima chatarra virtual. ¿Habrá gente a la que contratan para eso? “Se solicitan redactores creativos para elaborar Spam y distribuirlo por todos los medios electrónicos posibles. Posibilidades de ascenso y bonificaciones garantizadas según desempeño”. Porque allí estaríamos hablando de un equipo de creativos haciendo una lluvia de ideas monumental de la que me gustaría participar (y si se puede sacar billete de eso, pues tanto mejor) ¿Será acaso una máquina inventora de historias como aquella confinada al sótano de un museo en La ciudad ausente de Piglia? ¿O estaremos acaso ante el cadáver exquisito más grande y delirante jamás? A cada quien se le  roba una frase de aquí, se secuestra otra palabra de allá, todos los retazos son puestos en una máquina que los recombina y de allí, de ese mar de tornillos oxidados, morcillas, chispitas de chocolate, volutas de madera y desechos tóxicos de Viagra la computadora se las arregla para arrojar un correo chatarra.

Hace unos años una amiga me llevó prácticamente a rastras a una declamación de un poeta sueco (cuyo nombre, así como sus “versos”, me resultan hoy –como diría El Quijote– de imposible recordación) especializado en esa curiosa rama denominada poesía fonética. El tipo estaba de pie junto a un teclado Korg al cual le presionaba una única tecla, un zumbido grave que inundaba la sala, lo dejaba a manera de música de fondo y sobre aquella masa sonora monotonal sobreponía su voz filtrada por un micrófono y entonces emitía una serie de ruidos, chasquidos y explosiones con la cavidad bucal. SCHHHHHHHHLACKKKK, PLUSHHHHKKKKKKK, MERKKKKKKK, SCHLUTTTZZZZ, KRACKKKK, DZIUTTTGH, GROLSHHHHTZZZK. Dado mi desconocimiento supino sobre las lenguas de hielo no sabría decirles si ese señor estaba enumerando palabras en sueco o simplemente estaba jugando con su descollante capacidad de vocalización. Lo que sí les puedo jurar es que el viejito sueco es el pana que mejor pronuncia las kas, las ches, las tes (sobre todo si son seguidas por des y por varias zetas) en este planeta.

Y recordar a ese caballero sueco con su poesía fonética mientras lo vinculo con los castores hinchados, envasados y tragados de jugo dulce del comentario Spam me hace pensar que necesariamente en este mundo tiene que haber alguien en este preciso momento escribiendo cuentos y/o poemas con toda esa chatarra virtual que recibimos y borramos día a día, esa misma que supuestamente no sirve para nada pero que por algo se hace y para algo –que no sé qué es pero me intriga un montón– tiene que existir.

viernes, 4 de mayo de 2012

Día de Brujas



Brujas debe ser una de las ciudades más espeluznantes que haya conocido en mi vida. No, no porque sea fea, por el contrario, es preciosa (tan bonita que uno no se imagina viviendo allí jamás), la culpa del espanto que me produce Bruselas se la debo a la Sopa del Pescador.

Aunque estábamos cortos de presupuesto, cortísimos de verdad, nos la arreglamos para tener un día libre dentro de la cobertura del Festival de Cine Fantástico de Bruselas, alquilar un carro con dinero del propio bolsillo y así irnos a conocer Brujas y Amberes que nos habían dicho que no tenían desperdicio.

De Brujas no pasamos. A Amberes no la conocimos jamás.

Pero volvamos a la Sopa del Pescador que es la protagonista y culpable de toda esta historia. Llegamos a Brujas pasado ya el mediodía y con un hambre inclemente, nos dimos una vuelta de reconocimiento por todo ese pedrero hermoso y cubierto de musgo y nos sentamos en un local a comer algo antes de que cerraran la cocina. Bujía, el más elegante de todos, pidió una cacerola de mejillones con papas fritas, Richita (el grandísimo Richita, nuestro asistente de cámara oriundo de Guarenas) pidió sus espaguetis a la boloñesa “y me traes mayonesa, el mío” –así en venezolano– mientras que Emil y yo nos lanzábamos en mala hora con la bendita Sopa del Pescador.

La Sopa del Pescador, me disculpan la ignorancia gastronómica que se evidenciará en la descripción a seguir, es una especie de potaje de color naranja donde se encuentran licuados una cantidad deliciosa de monstruitos marinos. Sé que lleva camarones, que hay tropezones de algo que creo que es salmón, que tiene almejas y mejillones y que es una de esas sopas que uno no se bebe sino que mastica, y cuando la masticas hay cositas que crujen, asunto que hace pensar que esos animalitos los lanzaron allí dentro con concha y todo. Para colmo de males, te traen en un plato al lado un poco de queso rallado, una mayonesa preparada con especias aromatizadas, trocitos de pan tostado y no-sé-qué-otra-vaina más rica en grasas hipersaturadas. Y uno va de troglodita y le echa todo eso a la bomba marina que se está sorbiendo.

Nos metimos aquello, pagamos la cuenta, nos dimos una vuelta por Brujas y qué bonitos los puentes de piedra y mira los cisnes en el canal y los sauces llorones y qué vaina tan buena esta locación para una película de terror y qué guapas que están las belgas (y si son flamencas más), y a todas estas Emil iba especialmente callado mientras Richita aseguraba que la salsa boloñesa sola era un asco pero si le metías mayonesa se ponía divina… hasta que Emil dijo “Coño, papá, yo creo que me siento un pelo mal”.

“Tranquilo, bróder, que ahora agarramos carretera hacia Amberes y ponemos musiquita y tú bajas la ventana y con el aire fresco que entra seguro que te sientes bien”.

Y eso hicimos. Y cuando vimos el cartelito en aquella autopista prodigiosa que aseguraba “Antwerpen 5 Km”, Emil comentó desde el asiento trasero: “Coño, papá, yo creo que mejor te paras que voy a vomitar”. Y no lo acababa de decir cuando empezó a vomitar como Linda Blair en El Exorcista, igualito pero en vez de verde anaranjado, chorros y litros de una masa infesta de bilis con Sopa del puto Pescador y tropezones de salmón.  Una cosa que inundó el carro en pocos segundos. Todo era anaranjado. Y no sé cómo hizo Bujía, que iba al volante, pero se las arregló para orillarse en el hombrillo sin necesidad de pisar los pedales porque estábamos ya todos en cuclillas encaramados sobre los asientos mientras Emil seguía soltando a borbotones todo un ecosistema marino licuado por la boca.

Nos bajamos del carro y nos dignamos, con los brazos cruzados y las caras hechas una mueca, a ser testigos de cómo Emil terminaba de vaciar la bilis sobre la cuneta mientras Richita le sostenía la frente como una madre.

“Mierda, panita, y ahora qué hacemos”. “Nada, vamos a devolvernos a Bruselas y allá llamamos a un médico”. “Qué cagada”. “Sí, qué cagada”.

Nos subimos de nuevo al carro –cuidadito con no pisar la marea naranja, eso sí–, pero aquella pestilencia era insoportable. Íbamos los cuatro controlando la arcada hasta que decidimos que ni de vaina íbamos a poder llegar a Bruselas (aún a dos horas de camino) con aquel quinto pasajero dentro de la cabina.  Nos detuvimos en una estación de gasolina y apenas nos bajamos del carro Emil dijo: “Coño, papá, creo que voy a vomitar otra vez”. Nos llevamos cargado, entre Bujía y yo, a Emil hasta el baño. Aquel pobre hombre era un despojo humano, un mar de sudores, temblores, escalofríos, no tenía ni fuerzas para mantenerse en pie. Richita se quedó junto al auto y allí lo encontramos una vez Emil acabó de vaciarse entero por el excusado.

Y la imagen que vimos al volver junto al auto, lo juro por Dios, es de las cosas más impresionantes que haya visto en mi vida. Estaba Richita a cuatro patas y con las manos haciendo cuenco, metido por la puerta del copiloto, sacando la marea anaranjada a mano limpia, como un náufrago cuya balsa está haciendo aguas en alta mar. Se había puesto la bufanda a manera de tapabocas y allí estaba como un campeón haciendo lo que nosotros no podíamos. Cuando nos terminamos de acercar al carro nos dimos cuenta, además, de que Richita estaba armado (todo dispuesto sobre el asiento del piloto) con un balde de agua caliente, un pote de jabón líquido, dos trapitos y un aromatizador.

–¿De dónde sacaste todo eso, Richita?

–De la tienda, papá, ¿de dónde va a ser? Por cierto que el pana que atiende no me entendió nada, así que yo le expliqué que ahora le ibas tú a pagar. Toda esta vaina que estás viendo me la fió.

–Coño, Richita, qué grande eres, mi pana.

Y sí, el gran Richita limpió todo aquello mientras lo observábamos, una vez más, como testigos de un evento sobrenatural que escapaba a todas nuestras humanas posibilidades. No lo ayudamos. No pudimos. Porque Emil sencillamente no existía, Bujía sufría arcadas con tan solo ver a Richita haciendo cuenco con las manos… y yo, seamos sinceros, estaba invadido por el hipocondríaco impresentable que vive en mí y lo único que pensaba era que yo, necesariamente, tenía que estar también intoxicado y que iba a comenzar a personificar de un momento a otro mi propia versión de Linda Blair.

Una vez Richita acabó a mano limpia con el quinto pasajero, nos subimos por fin al carro y nos fuimos a Bruselas. Llegamos de noche. Y esa noche no dormimos.

Al día siguiente, armados de sendos potes de aromatizador de lavanda, Bujía y yo nos metimos de nuevo en el carro para irlo a devolver al aeropuerto donde lo habíamos alquilado. Nuestra gran preocupación era que nos fueran a clavar una multa en Europcar por devolver aquel vehículo con aroma a Sopa del Pescador, bilis y lavanda. No teníamos ni un euro para pagar esa penalización. Nos lanzamos aquel viaje hasta el aeropuerto a -3º centígrados, rezando y con las cuatro ventanillas abajo.

Ya en el estacionamiento aeropuerto, con el auto estacionado en los espacios destinados para Europcar, nos atendió un belga de un blanco imposible, flaco, alargado y provisto con una narizota idéntica a la de Gérard Depardieu en Cyrano de Bergerac.

“Nos jodimos, Bujía”. “Estamos jodidos pa’ la verga, Urriola”.

Coño de la madre… y el tipo no lo olió. Por un extraño milagro de todos los dioses y santos de todas las religiones existentes, el pana no olió nada. No sabemos cómo pero el tipo revisó el carro por fuera y por dentro, se sentó al volante, revisó el medidor de la gasolina, se asomó con detalle a ver el cuentakilómetros, se cercioró de que no habíamos dañado la tapicería ni nos habíamos robado el gato y nos despidió con un: “Voilà. Mercie, au revoir”.

Hoy día estoy seguro de que ese viaje en tren del aeropuerto de Bruselas a la estación cercana al hotel Crowne Plaza es uno de los momentos más placenteros de mi vida.