jueves, 31 de marzo de 2011

Las reglas del fútbol

Caimanera de futbolito en Maracay (foto de Gil Montaño)


El fútbol es el arte (y el producto) de una estupidez genial. La más apasionante y significativa de todas las estupideces geniales. El fútbol es la única opción de baile para los que no sabemos -no podemos- bailar.

En esencia: veintidós sujetos (o sujetas, para contentar a los que creen que en eso consiste la igualdad de géneros) corriendo detrás de un balón, once contra once, donde se les permite de todo menos tocar la pelota con las manos ni el juego excepcionalmente brusco (para la profunda desdicha de quienes realmente quieren practicar karate pero con un balón de por medio), con el fin de meter la pelota en ese hueco llamado arquería delimitada por dos postes y un travesaño, o a veces por dos árboles, o por dos loncheras, o un suéter y un pote de medio litro de jugo, o dos parales invisibles puestos a la imaginación de cada quien (lo que siempre traerá problemas de si fue gol o no y aquí el dueño de la pelota siempre agarra su vaina y se acabó el partido).

Dicen que en los países futboleros los niños, cuando apenas están comenzando a caminar, se acercan a una pelota y automáticamente la patean. En los países beisboleros, en cambio, los niños toman la pelota con las manitas y la lanzan (mosca porque casi siempre en el impulso acaban de boca contra el suelo). Nadie les ha enseñado a hacer eso, es como si lo llevaran inscrito en el código genético, sus manos o sus pies son los que deciden en ese instante cómo van a entender el mundo a partir de ese primer encuentro con la pelota.

Me ha llamado poderosamente la atención que en México cualquier espacio, sea de la forma que sea, se convierte en un improvisado campo de fútbol. Lo juegan con jeans, con shorts, lo juegan los tipos con pantalones de pinza y pelo engominado, lo juegan los obreros, los mesoneros y los barrenderos uniformados. Y, cosa curiosa, no existen los límites laterales. La pelota sale de la cancha (o de eso que uno pensaba que era la cancha) y los jugadores se driblan a los caminantes, a las ardillas, árboles y los perros. En Venezuela, en cambio, uno se enfrascaría en una discusión delirante, señalando al vacío y haciendo énfasis en una raya que no existe, diciendo: “ese balón salió así que tu gol no vale”. A lo que el rival te dice “te juro que no salió” y hace la mímica (incluso en cámara lenta) de cómo fue que hizo para evitar que la pelota saliera.

El otro día, en una plaza cercana a casa, un delantero derecho trató de gambetearse a un doberman que paseaba sin correa como a quince metros más allá del banderín del córner (imaginario, claro, estaba más o menos por allí pero más a la izquierda) y al doberman no le gustó que se lo driblaran (es que eso de que a uno le intenten hacer un túnel es siempre un poco humillante) y corrió aquel perro detrás del gambeteador y la gente gritó y las madres taparon los ojos de sus retoños y todos temimos la tragedia, pero entonces el hombre se quedó tieso sobre a un banquito y el perro siguió de largo, cogió la pelota entre su fauces y el mundo entero sonó pshhhhhhhhhhh. Se acabó el juego para todos, menos para el doberman, que se llevó la esférica (ya con forma como de aguacate maduro) a su casa a pesar de que el dueño insistía en demostrarle que él era el macho alfa y repetía estérilmente “Suelta eso, fulano, te dije que no. Bueno, que lo sepas que estás castigado”.

Me llama la atención también que hay una norma tácita en el fútbol callejero mexicano: el que bota la pelota por la última línea (porque la última línea sí que la respetan), luego del patadón desviado que no se convierte en gol, sale disparado con el mismo impulso a buscar el balón. Asume con toda responsabilidad que él la botó y a él le toca ir a buscarla al quinto carajo donde por fin la pelota se dignó a quedarse atascada debajo de una camioneta. En el fútbol callejero criollo el que más corre es el arquero. El pateador hace un chute deplorable, la pelota se va a cinco metros del arco y a cuarenta kilómetros por hora calle abajo y si uno le dice: “búscala, pues” te responde inmediatamente: “No, marico… ¿no ves que estoy reventado?”. Así que si el arquero es muy buena nota y no tiene tanto sobrepeso, saldrá corriendo detrás de la pelota que ya anda por el barrio de al lado mientras los demás, desparramados sobre el suelo, comentan: “verga, qué mamasón, ¿no?”. Bueno, y si el arquero no es tan buena nota o tiene mucho sobrepeso pues son todos los que se desploman sobre la cancha, incluyéndolo, mientras la pelota se consigue otro dueño. Digamos que es un gesto de generosidad inconsciente de los futboleros venezolanos que se proyecta al infinito porque mañana al nuevo dueño le va a pasar exactamente lo mismo y así sucesivamente. Aún no conozco ningún caso en el que la pelota regrese, cien juegos más tarde, a su primer dueño. Pero seguro que sí, habrá ocurrido.

Los buenos futbolistas, ya sean callejeros o de oficio, son el resultado de una mezcla de mago con bailarín. Para ellos el fútbol es música y no tienen otra opción que improvisar sus más personales pasos de baile mientras van dejando el césped poblado de conejos. Por eso Messi baila tangos -quizá sin saberlo-, una combinación de cambios de velocidad, golpes de taco, patadas y pases certeros que pasan entre las piernas de quien se le ha ocurrido se va a bailar. Pelé, Tostao, Garrincha y Zico fueron insignes bailadores de samba. Brasil ya no es el mismo ni emociona igual desde que la canarinha asumió hace varios mundiales que el engramado ya no era más un sambódromo. Valderrama, Rincón, Álvarez, Asprilla y compañía bailaban una mezcla de cumbia con vallenato que era un deleite (hasta que Higuita en Italia 90 se quiso bailar al veterano camerunés Roger Milla y éste le respondió con una ancestral danza africana que le arruinó la fiesta a los colombianos). Forlán, Cavani, Suárez y el resto de la celeste uruguaya que vimos en el último mundial se acordaron de que también bailan su propio tango, a su estilo, pero –como aquel famoso equipo de rugby cuyo avión cayó en Los Andes- necesitan del desgarro, del sufrimiento, de las situaciones realmente cuesta arriba para decir: muy bien, a quién es al que nos tenemos que comer. Y allí se tragan al que sea.

Yo no sé qué cosas bailaría Zidane, a lo mejor una mezcla de danza árabe con toques de hip hop de los bajos barrios de Marsella, pero la verdad es que no recuerdo haber visto a nadie que bailara al fútbol con tanta magia. Con cabezazo incluido, porque hay situaciones en la vida en que ameritan un buen cabezazo (aunque perdamos la cabeza en el intento).

No tengo tampoco la menor idea del origen del término caimanera. No sé ni siquiera si es un venezolanismo para referirse a esos partidos callejeros donde se animan a jugar los que saben y, sobre todo, los que no. Un tumulto, un bochinche, un nubarrón de polvo, un todos contra todos, un desorden de esos que nos encanta a los criollos. Igual a esos caimanes que se lanzan en el río contra un venado y a veces se quedan en decenas cayéndose a dentelladas mutuamente sin percatarse de que uno más vivo se ha llevado la presa a la orilla hace rato. El primero que haya visto un juego de fútbol callejero y haya dicho: “esta vaina parece una caimanera” era un poeta minimalista (y animalista). Y muy probablemente tampoco se enteró de que lo era.


lunes, 28 de marzo de 2011

Por un Marte más marxiano


Imagen cortesía de Luis Castellanos


El siguiente post debe ser leído con el mismo tono del enano engolado que declama con verbo militar florido (militar florido debe ser un oxímoron, pero a veces también es una redundancia) los desfiles del 5 de julio.

He de aclarar que yo nunca he visto a ese señor (a lo mejor no existe, es más bien un cerebro con lentes y con boca de bagre conectada a un megáfono que habita dentro de una pecera) pero algo me hace estar seguro de que mide 1.40; así como también tengo la certeza de que es una de las personas a las que más le he mentado la madre en mi vida, sobre todo cada cuatro años cuando en plenas semifinales del mundial se nos mete en casa, en cadena nacional, para declamar cosas como: “florece ahora sobre el pavimento inmaculado del Paseo de Los Próceres, así como en la señal de transmisión oficial que ocservamos en nuestros monitores, pero sobre todo en nuestras almas pletóricas de sincero sentir patriota, el nonagésimo vigésimo octavosexuagésimo batallón de paracaidistas de las ominnipotentes fuerzas armadas de Venezuela, hijos insignes de la defensa y las artes de la guerra de la patria quienes, con su elegante paso de ganso, nos hacen tener presentes sus dotes de hombres alados que surcan a su descenso los celestísimos cielos celestes de la patria amada estableciendo una conexión divina, cual hilo de plata tejido por los arcángeles, cuya intención suprahumanitaria es la de unir los aires de libertad revolucionaria que respiramos en la bóveda celeste celestial y el sacrosanto suelo del territorio bolivariano”.

He de aclarar también –es mi placer culposo, lo confieso- que a mí me hubiera encantado ser el guionista de los parlamentos de ese caballero. Hubiera sido el más delirante y divertido de todos los trabajos de mi vida.

Bueno, al grano, el texto que el hombrecillo engolado (el homúnculo del vozarrón) leería sería más o menos así:

Suidadanos y consiudadanos de la República Bolivariana de Venezuela (en Bolivariana se sube la voz 10 decibeles más alto), por medio de la subsiguiente y/o consiguiente misiva epistolar nos complacemos en departir con ustedes un decálogo contentivo de una docena de decretos magnánimos, interplanetarios y por demás esplendecientes, los cuyos cuales habrán de servir de direptrices para las nuevas relaciones entre el pueblo marxiano y los bienaventurados aborígenes nacidos bajo el ondulante tricolor patrio de las ocho estrellas (por ahora, porque pronto Marte será la novena):

Primero: Se rebautizará al planeta rojo como Marxe (que se escribe Marxe pero se pronuncia “Martse” o “Marpce” o “Marce” o como cada quien pueda, si acaso puede).

Segundo: Marxe (hermoso nombre bautismal pero de esquiva pronunciación) seguirá siendo el planeta rojo: el cuarto en órbita alrededor del astro rey (o el quinto si Chávez considera que el sol es un planeta en llamas y grandotote) o también el quinto si descartamos al sol pero el Presidente asume que la Luna (que recientemente ha sido (o sida) elevada a la categoría súper luna o, mejor dicho, marxiluna) como un planeta también. O si lo contamos de atrás hacia adelante sería el sexto planeta, empezando por Plutón, pero como Plutón ya no es un planeta entonces sería el quinto de allá para acá, eso sin contar una de las lunas de Júpiter que parece que sí es un planeta ahora entonces volvería a ser el sexto (Dios, esta cuenta no la saca ni Chávez; es más, no va a poder ni inventarla).

Tercero: Se decreta la lectura voluntaria pero de carácter obligatorio de Las Crónicas Marxianas reescritas por Ray Bradbury (con asesoría del G-2 cubano, porque mosca ahí con ese tipo que es gringo y la cabra tira pa´l monte) y editadas por El perro y la Rana. Con prólogo de Farruco Sesto (que el anterior era de un tal Jorge Luis Borgues que como su nombre lo indica era burgués y además escritor de muy dudoso arbolengo).

Cuarto: Se decreta que bellezas naturales de creación divina como el Helicoide, el cerro el Ávila, el Poliedro, Los Roques, El estadio Olímpico de la UCV , El Hotel Humboldt, el Puente sobre el Lago y el Macizo Guayanés (yo aquí siempre dudo, ¿es guayanés o guyanés? ¿O eso ni siquiera se puede decir por ser zona en reclamación? Bueno, no importa, luego lo editamos) como obras legítimamente construidas por el pueblo marxiano en muestra indiscutible de los ancestrales lazos de hermandad y mutuo respeto que siempre le han unido con el pueblo de los comedores de arepa.

Quinto: Y hablando de arepas, con el fin de seguir paliando (¿paleando, no?) la difícil situación en la que el capitalismo salvaje yanqui dejó a la economía marxiana, se decreta la construpción de una red solidaria de areperas socialistas repartidas a lo largo, ancho y hondo de la extensión del planeta rojo. Nosotros ponemos las arepas y los marxianos el relleno (haciendo gala de la amplia variedad de la flora y la fauna endógenas del planeta rojo).

Sexto: Se le garantiza el suministro de petróleo, gas y energía eléctrica -todo ello a precio de dólar preferencial- al pueblo marxiano hasta el año 3000 o hasta que el presidente decida entregar las riendas del poder a otro mandatario (es decir, hasta el 3000 y no le damos más vueltas)

Séptimo: Para paliar (aquí también nos podemos palear algo, ¿no?) las inclemencias del invierno marxiano, se garantiza la construcción de un gasoducto interplanetario Venezuela-Marte (one way, porque los marxianos no tienen atmósfera para mandarnos ningún tipo de gas de vuelta).

Octavo: Se decreta que los estados Falcón, Lara, Portuguesa, Zulia y Mérida cedan sus territorios para el programa de extensión de los Médanos de Coro, para cuyo fin serán traídas millones de toneladas (fuertes como los bolívares) de arenas del desierto marxiano. Lo mismo que Cayo Pelón, será ahora del tamaño de Australia, pero de pura arena.

Novena: El segundo día de la semana, el que va después del lunes y antes del miércoles, se llamará también Marxe (con pronunciación libre –como usted pueda decirlo- pero con S al final, que como la aspiramos por ser venezolanos pues tampoco se pronuncia así que se queda igual que el planeta).

Décimo: Amar a Chávez sobre todas las cosas y al próximo (es como un prójimo pero marxiano) como a ti mismo.

Onceavo (¿undécimo?, ¿décimo primero?… esto hay que preguntárselo a Chávez también): Todavía no lo tenemos listo porque mientras vaya viniendo vamos viendo. Éste y el que sigue (el doceavo, décimo segundo, duodécimo, qué cosa imposible, yo aquí siempre me pierdo y mejor digo: el número doce) son lo que llamamos un colchoncito. Ya lo inventaremos (es decir, lo inventará él).

Esta fue una transmisión en cadena nacional de radio, cine, televisión, Internet, telequinesis, vasitos plásticos con pabilo y fenómenos paranormales del Ministerio para el poder popular de las comunicaciones interplanetarias de la nueva República Bolimarxiana de Venezuela.


martes, 22 de marzo de 2011

La era hipermamarracha


A Sergio Monsalve, cuyas críticas virtuales inspiraron este texto


Hace pocos días coincidieron en Venezuela dos acontecimientos que no deberían pasarnos desapercibidos a quienes nos duele la cultura de nuestro país. Por un lado salía de la jefatura del Ministerio de la Cultura el arquitecto Francisco “Farruco” Sesto (muy probablemente el más nefasto, mediocre e infeliz de todos los ministros de la cultura que haya tenido Venezuela en su historia) y por otro lado se daba la visita de la tristemente célebre Tigresa del Oriente (para beneplácito del grupúsculo de consumidores hipercool e hipertendenciosos de nuestra aporreada Caracas).

Ambos acontecimientos, aunque parecieran separados e inconexos, se me antojan metáforas patéticas de la misma serpiente que se muerde la cola.

Por un lado la deplorable gestión de Farruco Sesto nos deja un legado de mezquindad, persecución, nepotismo, corrupción y unicidad de pensamiento. La cultura (descultura o incultura, aplicarían mejor al caso) para Farruco es como su logo único que con dotes de dictador cultural le endosó a todos los organismos estatales vinculados con la cultura: cultura es una sola cosa, es lo que Farruco con su ideología trasnochada, lagañosa y engringolada entiende por tal. El resto de las manifestaciones culturales quedan entonces relegadas, lastimadas, perseguidas, condenadas al ostracismo. Farruco impuso a ritmo de aplanadora su canon personal y pretendió convertir a la cultura nacional en esa cosita lastimosa que es lo único que él entiende como arte. Una imbecilidad con ínfulas.

Por otro lado la Tigresa del Oriente (la pobre, ella es quien menos tiene la culpa) daba sus conciertos en el Teatro Bar, un espacio que se autoproclama como el recinto alternativo para la juventud caraqueña. Espectáculos que se dieron a casa llena con un público hipermoderno e hipertrendy cuya máxima motivación para pagar la entrada era burlarse de esa señora embutida en mallas y regodearse con la decadencia ajena (sin tener la mínima conciencia de que la estamos convirtiendo en propia). Ah, y muy importante: decir a los demás “yo estuve con la Tigresa”, como si esa fuera una medalla que coronara su épica gesta como soldado de la hipermodernidad.

La hipermamarrachada pues, ya sea por gestión cultural o por el poco criterio del consumidor de los bienes culturales, está de moda, más de moda que nunca.

Hace unos años un sujeto cuyo nombre no voy a mencionar (y no quisiera recordar tampoco) insistió en acuñar en la Caracas de los 90 un lema que rezaba: Chaborro es cool. Lo que pretende decir que lo mamarracho es por definición “in”, que el mal gusto per sé es chévere. La mamarrachada como medio y como fin, ni más ni menos. Me valgo de lo mamarracho porque mi obra y mi propuesta son una mamarrachada y eso me hace hipercool. E hipercool son todos los que me la compran, me la comparten y me la alaban.

Existe un concepto que quiero proponer que es el de la mamarrachada sublime. Y si bien en apariencia se asemeja al chaborro es cool, se encuentra en las antípodas de semejante adefesio. Ser mamarracho sublime es extraordinariamente difícil, sus abanderados son miembros de una raza fascinante y entrañable donde podríamos meter a los Monty Python, a escritores como John Fante o Groucho Marx, a cineastas como Michel Gondry, Charlie Kaufman, Harmony Korine, Alex de la Igleisa o Spike Jonze (quizás también al mismo Quentin Tarantino pero no a Robert Rodríguez), también a músicos como Kevin Johansen, Tom Waits o Devendra Banhart, así como a comediantes de los quilates de Cantinflas o el mismo Chaplin. Me atrevería a meter en este mismo saco, inclusive, al Cervantes de El Quijote, quien se me ocurre como el padre, el pionero y el primero de los Monty Python (no es casual el empeño quijotesco de Terry Gilliam en llevarlo al cine para estrellarse siempre con los más insólito molinos). Siempre he celebrado que la más grande de las obras escritas en nuestro idioma sea una comedia, una mamarrachada sublime entre las sublimes.

El común denominador de los mamarrachos sublimes es que parten de una idea delirante, poco ortodoxa, muchas veces patética, y trabajan a partir de esa materia incómoda para proponer una verdadera obra de arte. Su medio es la mamarrachada, ese es el traje con el que se visten, pero su fin no es otro que una verdadera propuesta personal, una mirada aguda, reflexiva, humorística y fascinante del mundo que subyace debajo del ropaje, algo que nos hace pensar “qué fácil, qué estupidez genial, es una cosa que yo mismo hubiera podido hacer” pero la verdad es que a uno no se le ocurre ni le sale nunca tan bien.

Mi problema no radica en esa espantosa herida abierta que nos ha dejado literalmente en las cabezas y el espíritu la gestión de Farruco Sesto, mi problema no está tampoco en que la gente decida gastarse su dinero y su tiempo en conciertos de la Tigresa del Oriente, a mí, en lo personal, lo que me preocupa es que se suela asumir que lo mamarracho (sin lo sublime) sea por antonomasia cool. Que nos acobijemos en la comodidad del “es lo que hay”. Me preocupa que quien no comparte el gusto por la hipermamarrachada y se atreve a levantar la mano para decir “esto es un bodrio y no está bien” es acusado de amargado o envidioso. Me preocupa que no haya criterios ni ganas de tenerlo para separar la paja del grano, para intentar hacer mamarrachadas sublimes y tener el suficiente buen gusto como para reconocerlas, cultivarlas y aplaudirlas. El resto de las mamarrachadas, las que se quedan encerradas en su propia mamarrachada sin más, pues tienen que ocupar su correspondiente espacio, el que les toca, uno pequeño a un costado, al lado de los chistecitos malos del montón y las obras de Farruco.

Me preocupa, en fin, que entre tanto afán por ser hipermodernos e hipercool (también hiperconformistas e hipermediocres) nos quedemos de brazos cruzados mientras la hipermamarrachada nos roba todos los espacios y toda capacidad de discernimiento.

Una cosa es mirar en Youtube los videos de la Tigresa del Oriente y reírse un rato de tanta decadencia y otra es organizarle conciertos, ir a verla y considerarse muy “in” por haberlo hecho mientras los que se niegan a dar ese paso (significativo) están “out”. De la misma manera que uno puede ver la gestión y obra de Farruco Sesto y decir “bueno, es una partecita de la cultura, es un fragmentito minúsculo del amplísimo espectro de la cultura (la gran mayoría del cual nos está invisible) que refleja un momento histórico por el que atravesamos” pero algo muy distinto es asumir (acatar, quizás sea más atinado) que esa gama de los rojos rojísimos es La Cultura.

La pregunta crucial que quisiera plantear es qué está haciendo cada uno de nosotros por cambiar ese panorama cultural o por intentar proponer otro. Las heridas culturales –ya lo sabemos- sanan y cicatrizan, pero tiene que haber un ejército de glóbulos blancos dando la batalla y una voluntad indoblegable del organismo por curarse.


lunes, 14 de marzo de 2011

La pinta de los fantasmas

El otro día en ese reflejo del mundo -aún más delirante que el mundo mismo- llamado Facebook, un amigo colgó en su muro un video realmente sorprendente: la noticia de una fantasma que asistía a su propio accidente automovilístico.

Pero aún más increíble que la noticia, aún más impactante que la imagen del fantasma (así transparentoso, medio asomado por un costadito de su propio cadáver: “verga, mi pana, este loco se parece burda a mí pero todavía más escoñetado”), lo que más me llamó la atención fue la ropa del fantasma: ¡El tipo andaba en shores! Unos pantaloncillos azules tan translúcidos como su portador.

Jamás me había puesto a pensar en la ropa de los fantasmas. Pero entonces recordé que en Altagracia de Orituco nos pusimos un día a hablar con unos muchachos de la zona sobre los espantos y aparecidos del llano guariqueño y había un chamo que insistía en que en su pueblo aparecía por las noches un espíritu al que se le reconocía porque andaba en chancletas. Y el panita hacía el sonido de las cholas: chas, chas, chas, chas (pero con voz de ultratumba).

Los de mi generación crecimos con un imaginario de fantasmas vestidos de sábanas blancas o a veces con capucha (los encapuchados son malos, mosca con esos tipos). Pero uno después de darle vueltas a la idea –y después de ver el video citado más arriba- acaba pensando en cómo se vestirán de verdad los fantasmas. La lógica nos dice que tiene que ser con la ropa con la que se murieron, aunque hay abuelitas que aseguran que sus difuntos se les aparecen con el traje celeste y la corbata de cuadritos que tanto les gustaba: tú sabes, tal cual como se vestía él los domingos.

Me gusta (y me angustia un poco también) la idea de que hay fantasmas por allí que cuesta un mundo reconocerlos:

-El otro día estábamos jugando a la Ouija y nos pusimos a invocar al fantasma de Gilberto… chamo, el tipo se metió a marico después de muerto. Súper marico, nosotros pensábamos que nos estaba echando vaina pero no...

-¿Te acuerdas del viejo Marcano, el de la barba y las greñas grasientas que era megacomunista y andaba siempre con su franela roja? Bueno, el fantasma del tipo se me aparece en la redoma por las noches, pero yo no tenía idea de quién era porque ahora está afeitado y vestido de Armani.

-Dicen que a la medianoche, frente a la licorería, se está apareciendo el espanto del Cabeza de Tobo ¿te acuerdas del malandro que nos tenía azotados a todos en el barrio el año pasado? Bueno, igualito pero con falda, ahora se llama Lupita y se operó las tetas. Y te cagas el doble.

-Señores de la Junta de Accionistas, por favor no se asusten si en el espejo del baño de caballeros se les aparece un punk con un mohicano verde, es nuestro antiguo presidente, el difunto Don Alfonso. Paz a sus restos.

-Bróder, te cagas si ves al fantasma del gordo Pimentel; el tipo ahora está en la línea, mide dos metros y tiene los ojos verdes.

-Sí, claro, yo lo he visto, como dos o tres veces. Por cierto que a mí ese pana me pareció siempre un rolo de pajúo, pero ahora de fantasma reconozco que es mucho más de pinga.

Yo por mi parte, si me toca ser fantasma, exijo que sea con un sombrero como el de William Burroughs y con una pipa. Porque por fin fumaré pipa.


jueves, 10 de marzo de 2011

Bailar de arquitectura: The King of Limbs de Radiohead


Aquella sentencia de Frank Zappa: escribir sobre música es como bailar de arquitectura, tiene ecos de resonancia en mí. Y sin embargo no puedo evitarlo, cada cierto tiempo tengo la imperiosa necesidad de echar un pie sobre la azotea de algunos edificios. Así que hoy no sólo voy a volver a bailar sobre arquitectura sino que además lo voy a hacer con una pelota de fútbol.

Thom Yorke, vocalista y cerebro de Radiohead, siempre se me ha parecido a Lionel Messi. Tienen una locura similar. Están tocados por una bendición (o maldición, depende desde dónde se mire) que los convierte en unos superdotados para ejecutar sus respectivas artes, pero en detrimento de su incapacidad para relacionarse con el mundo en otros ámbitos. No les pidan entrevistas, no les pidan sesiones fotográficas, no les pidan ser modelos de ropa interior, colonias o autos. A Yorke sólo le interesa cerrar los ojos y hacer música, refugiarse en ese mundo interior desgarrado que traduce magistralmente en canciones. Lo mismo pasa con Messi, vive del fútbol, en el fútbol y para el fútbol. Como suele suceder con los genios, ambos tienen mucho de freaks.

He sido admirador incondicional de Radiohed desde la adolescencia. Me parece una banda que siempre se las ha ingeniado para estar un paso por delante, unos metros más allá. E incluso un mal disco de Radiohed, en mi opinión, sigue siendo como el menos apasionante de los cuentos de Bioy Casares: mejor que el 95% de las cosas que uno pueda escuchar o leer por ahí. Sin embargo mi afecto y admiración por Radiohead (como me pasa con el glorioso equipo merengue del Real Madrid) no pueden nublarme las entendederas, asumo que cuando no me gusta cómo están jugando lo tengo que reconocer y decir.

The King of Limbs, el último disco de Radiohead, dista bastante de lo que podría haber esperado de Thom Yorke y compañía. Es el disco de Cristiano Ronaldo más que el de Messi. Está demasiado pendiente de ganarse el balón de oro, demasiado pendiente del peinado armado con gelatina, de los abdominales, de la manera en que le queda perfectamente entallado el uniforme, preocupadísimo por lo que dirán los críticos y el autoproclamado público de conocedores. Mientras tanto Messi anda por la vida y por la cancha con el pelo indomable del que se acaba de despertar, le quedan largas las mangas y le cuelgan de las manos como a un espantapájaros (y poco le importa), a Messi no le interesa el balón de oro ni la foto que saldrá mañana en la portada del Marca, él no está pendiente de la imagen para la posteridad y de la alabanza, él sólo está interesado en hacer ese pase de la muerte con tiralíneas para que otro la corone o cruzarla con toquecito sutil para meter el gol más bonito jamás.

The King of Limbs pareciera ser un disco para gente que sabe mucho. Un disco hecho por inteligentes para que le agrade a los inteligentes. Le sobran florituras y regates, se empeña –como Cristiano- en hacer bicicletas y taconcitos, en forzar un túnel, un sombrerito o un dribling cuando se impone (y se agradecería) la sencillez de la línea recta. Cuando hubiéramos esperado mayor economía de recursos, ruiditos y colores, la magia de la simpleza, no más.

Nadie le quita a Ronaldo sus dotes como grandísimo futbolista, a medio camino entre Beckham y Zidane, su problema se agudiza cuando sus inclinaciones por la fama, el reconocimiento y el aplauso lo llevan por un derrotero donde absorbe todo lo malo de Beckham y nada de lo bueno de Zidane.

Pienso que Yorke y Radiohead siempre han hecho música para sí mismos. Son como esos escritores que escriben sin estar pensando en destinatarios definidos, en premios, en publicaciones o en otros lectores implícitos distintos a sí mismos. Esa franqueza, esa voz interior tan honesta que se deja translucir en lo que hacen es lo que se agradece, es lo que realmente los hace una piedra especial que escogemos para llevárnosla a casa entre todo el mar de piedras de la playa.

Miguel de Montaigne en una de sus máximas sostenía que no había en el mundo cosa más implacable que el juicio de la propia consciencia. Eso mismo que le sobró a Kafka cuando decidió que el mejor destino para lo que había escrito era el fuego (los testamentos traicionados que su amigo más tarde publicó). Y quizás lo mismo que le faltó a Radiohead para permitirse esta jugada llamada The King of Limbs que no acabó por convertirse en golazo genial de Messi sino en foto de primera plana de Cristiano Ronaldo decepcionado por haberla fallado (una vez más).

martes, 1 de marzo de 2011

Los asesinos ortográficos


Hace dos años, a eso de las 3.15 de la madrugada, sonó mi celular y -como a esa hora sólo se llama para anunciar la muerte de alguien o dar parte sobre alguna fatalidad- me apresuré en responder. El identificador de llamadas titilaba con un “número desconocido”. Del otro lado de la línea se escuchaba una fiesta, al tercer aló lanzado al vacío me respondió la voz inconfundible de un malandro de esos que habla algo lejanamente parecido al castellano pero que cualquier lingüista con un poco de cariño por este idioma diría que indudablemente se trata de otra lengua (algo parecido a lo que hablaría un chimpancé si le operan las cuerdas vocales). La traducción del diálogo vendría a ser aproximadamente así:

-Mira, el mío, te estoy llamando para una vaina que es seria. A mí me contrataron para quemarte mañana a las 9, una jeva que tiene culebra contigo. Así que tú me dirás…

Silencio de mi parte hasta que se me ocurre preguntar: ¿Que te diga más o menos qué?

-Bueno, esta mujer hizo una oferta para que te asesinemos mañana… pero tú dirás.

-No señor, usted está equivocado… buenas noches- cuelgo.

(Estuve a punto de agregar, además, que no estaba interesado).

Pasan dos minutos y justo después del interrogatorio de mi mujer: quién era, qué quería, por qué llama a esta hora, de dónde llamaba, cómo te van a matar y qué mujer será esa, vuelve a sonar el celular.

-Mira, el mío, ponte serio, déjate de comiquitas y no me vuelvas a trancar el teléfono porque entonces no negociamos y te quebramos mañana a las 9…

Mi esposa se levanta y susurra a gritos: cuelga, no atiendas más ese teléfono, te quieren extorsionar, mándalo al carajo.

Obedezco. Apago el teléfono. Pero a las dos horas lo enciendo sin que mi mujer se entere (yo prefiero enfrentar al malandro), entra entonces un mensaje de texto con la siguiente belleza que he memorizado letra a letra:

Mire cabayero si uste valora su vida o la de su muje yame ya a este numero. es un hasunto de vida o muerte. sabemo donde estas hubicado y si no apareses lo acesinamo manana.

Y yo, ciertamente, me preocupé por la amenaza; pero lo que más me angustió fue la ortografía de mi victimario. Coño, porque yo soy de los que cree que se merece una muerte más digna. Yo le ruego a Dios que si alguien me quiere ajustar cuentas por lo menos sea alguien con un conocimiento mínimo de gramática. Alguien que sea capaz de escribir correctamente: te vamos a asesinar mañana.

Mi amigo Joaquín sostiene que cuando este horror criollo se acabe tenemos que asumir la responsabilidad de hacer que esta cuerda de maleantes que nos gobiernan paguen por sus fechorías, pero sugiere que el castigo sea a través simulador tridimensional de metrobús. Que durante años los condenados no hagan otra cosa que manejar un metrobús virtual donde la gente se suba en cambote, donde no paguen, o donde paguen con billetes de 100 y hay que darles cambio mientras se conduce por las avenidas Lecuna y Universidad, se sortea a los motorizados, se atraviesan peatones, hay que aplicar manejo defensivo contra los carritos por puesto y donde te paran los fiscales de tránsito para martillarte mientras los 80 pasajeros allá atrás se amotinan y te empiezan a quemar la unidad.

Yo sugiero también que a esta infinita gama de funcionarios mamarrachos y, sobre todo, de asesinos de la ortografía y el habla que nos gobiernan hoy, también se les condene de por vida a un simulador de segundos grados de colegios de monja. “Me va a escribir usted con caligrafía Palmer, sin salirse de la raya y sin borrones, la palabra “transparencia” 200 veces y luego me va a poner 200 veces la transcripción de la definición del término “transparencia” tal como aparece en el Pequeño Larousse ilustrado”. Y siempre, irremediablemente siempre, en la transcripción 167, al asesino ortográfico se le olvida la S (vélcia, ¿en serio tranparencia es con S?) y tiene volver a empezar desde cero, en loop, para toda la eternidad.

Y a veces en el simulador se le rompe la punta al lápiz. Y no hay sacapuntas. Y ahí viene la monja.

Cuando toda esta pesadilla acabe, y como dicen Los Planetas van a sacarte los dientes/ y van a televisarlo/ simplemente por las cosas que has pensado, se abrirán juicios sumariales y seguramente los sentados en el banquillo protestarán: pero yo no robé, tampoco abusé del poder, yo simplemente cumplía con órdenes de mis superiores; ante lo cual a todos ellos se les responderá de idéntica manera: “Sí, pero es que usted está siendo juzgado por cargos relacionados con su inconmensurable (búsquelo en el diccionario que tiene sobre la mesa, por la “i”, eso no es con “h”) incapacidad para ejercer el cargo que asumió y por crímenes de lesa hispanidad (un crimen recién tipificado que no prescribe).