jueves, 25 de junio de 2015

La rebelión de los objetos inanimados.


Ilustración de Ricardo Cie (@panamayor)
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Acaba de ocurrir en la calle Newton: ante los ojos de todos los presentes en el lugar, a las 9:45, una bolsa plástica levantada por el viento se le fue directo a la cara a un tipo. Fueron largos segundos de batalla, confusión y angustia. Casi lo asfixia. El hombre tuvo que luchar con todas sus fuerzas y toda su desesperación. Cuando finalmente logró arrojar la bolsa asesina al suelo tenía la cara roja y en los ojos se le dibujaba el pánico en su forma más pura. Él lo sabía. Lo sabíamos todos. La rebelión de los objetos inanimados había comenzado. Quién sabe, a lo mejor ellos lo saben hacer mucho mejor que nosotros.

miércoles, 17 de junio de 2015

Un silencioso estallido.


(Por favor, acompáñenme a hacer un experimento: vayan al video que está debajo de estas líneas y pónganlo a reproducir, luego prosigan la lectura mientas suena Then The Quiet Explosion de Hammock, música que servirá de banda sonora a este post).


Me he pasado los últimos meses investigando y reflexionando sobre temas estrechamente vinculados pero sin aparente conexión: que Venus es el único planeta que gira en sentido horario, al revés que todos los demás del sistema solar, y también el que tiene los días más largos: 243 de los nuestros en cada vuelta que da sobre su eje, por lo que en Venus los días son más largos que los años y las semanas tienen tantos años comprimidos dentro que literalmente son eternas; también he estado pensando en que si bien los anillos de Saturno son los más famosos, Urano tiene sus propios anillos, son 13 para ser exactos y además cuenta con 27 satélites girando a su alrededor, satélites que tienen nombres de mujeres, los de las protagonistas de las obras de William Shakespeare y Alexander Pope; también he estado buscando información sobre Kepler 438B, conocido como La Otra Tierra pues es el planeta más parecido al nuestro en el universo conocido, con un índice de similitud del 88%, lo que pasa es que está a 470 años luz y un año luz equivale a 9.460.730.472.580 km., lo que equivaldría a una distancia tan larga y aplastante que ni siquiera podríamos nombrarla, y también sucede que es un 20% más caluroso que nuestro planeta y tiene los cielos rojos en vez de azules dada su cercanía a la estrella enana blanca que le sirve de sol; imaginen que la sonda Voyager 2, lanzada al espacio en 1977, pasará junto a Sirio (la estrella más brillante en nuestro cielo nocturno) para el año 296036… bueno, Kepler 438B queda bastante más lejos que eso, muchísimo más, y todavía ni hemos salido para allá; por otra parte leí –es una especulación porque esto nadie lo ha podido medir, pero es una especulación hermosa que me da la gana de creerme, es mi libertad– que la onda sonora del Big Bang, ese estallido originario que dio inicio al universo, es idéntica en su curvatura y longitud de onda a la del sonido que hace un espermatozoide al momento de penetrar la pared del óvulo para fecundarlo, son sonidos espejo, lo que ocurre en el espacio exterior a grandísima escala se replica a niveles atómicos en el universo interior, tan vasto y tan poco conocido como el otro; ah, por cierto, se asume –otra especulación con cierta base científica– que el sonido molecular que emiten las células al dividirse en los procesos de mitosis y meiosis son explosiones también idénticas pero en versión miniatura de la Gran explosión, así que es cierto: todo se origina –en lo grande y en lo minúsculo– con un estallido silencioso, desapercibido e inmensurable; y también he estado leyendo un libro poco conocido de Herman Melville (el mismo que escribió Moby Dick) que se llama Pierre o las ambigüedades donde en un momento de grandísima lujuria y romanticismo contenidos Pierre le susurra a su amante al oído la frase más libidinosa y extraña que recuerde: “tú me fertilizas”; cosa que me hizo recordar, y buscar para leer de nuevo, ese maravilloso cuento de Ana María Shúa, qué cosa tan prodigiosa, por favor, llamado Octavio, el invasor donde la autora argentina sostiene que milenariamente los extraterrestres han intentado invadir nuestro planeta por medio de nuestros embriones, lo que quiere decir que todos hemos sido invasores extraterrestres alguna vez, nos pasamos meses dentro del vientre materno y luego otros meses más después de nuestros nacimientos, preparando la invasión, maquinando la venganza, dispuestos a aniquilar a esa especie humana que no se merece ni lejanamente el planeta que habita… pero toda la invasión fracasa una y otra vez en ese momento de amor y rendición cuando pronunciamos por vez primera la palabra que nos une al ahora adorado enemigo y nos hace reconocer que ya somos miembros del otro bando: “mamá”.

Muy bien, y ahora mismo ustedes se deben preguntar cómo se me ocurre pensar que todas estas cosas que me tienen obsesionado se conectan, y además de manera estrecha y armoniosa, y la respuesta es muy sencilla: porque voy a ser papá. Y desde que me enteré que esta bendición que pensaba me estaba vetada ha tocado a mi puerta, he sentido como nunca antes un nuevo temor, una preocupación insólita trastocada en súplica: necesito vida, un poco más de vida, por favor, para mi minúscula e insignificante existencia. Sí, soy como Roy, aquel entrañable replicante de Blade Runner que confiesa: necesito más vida.

Y no la pido para mí, no es un acto de soberbia, mezquindad ni procuras de inmortalidad; yo quiero vida, la necesito, pero no es para mí, es por mi hija. Necesito tiempo y salud para poder intentar la más difícil y hermosa misión que cualquier hombre pueda encarar: tratar de ser el mejor padre posible. Eso es todo, poder ganarse a pulso, a lo largo de toda la vida restante, esa palabra que con suerte nos tocará oír en delicioso doble estallido –también como muestra de amor y mutua rendición– de la voz de un pequeño: papá. 

viernes, 12 de junio de 2015

Lavado.

Ilustración de Ricardo Cie (@panamayor)

Ayer, a las 4.25 pm, en la esquina de Orizaba con el Parque Río de Janeiro, me crucé con un “viene-viene” que se disponía a lavar un coche.  El tipo agarra un balde de agua oscura mezclada con jabón y tomando todo el impulso del mundo la lanza sobre el coche que será víctima de la limpieza. Pero es tal la fuerza con la que arroja el agua que ésta dibuja una curva imposible, le pasa por encima al auto y va a caer del otro lado justamente sobre la cabeza de un joven que pasea a su perro. El muchacho, muy educado –se nota que está en esas edades de la adolescencia en la que absolutamente todo nos da pena-, se hace el desentendido: “aquí no ha pasado nada” a pesar de que está escurriendo litros de agua de la cabeza a los pies. El “viene-viene” asume una actitud idéntica: “¿quién aventó ese balde de agua sucia? ¿Yooo?”. El único que ha reaccionado es el perro, tiene todo el pelo aplastado contra el cuerpo y del hocico le cuelga una baba jabonosa que se lame con la lengua enorme. El joven y su perro siguen su camino, el lavador de coches continúa su tarea sobre un auto absolutamente seco. Yo también sigo de largo, imperturbable, hasta que el perro decide sacudirse con furia justo cuando me pasa al lado. Me rocía de eso mismo que hasta hace segundos tenía chorreando del hocico… pero yo sigo derecho, como si nada. Es que es muy feo eso de ser el único que rompe con la armonía del lugar.