jueves, 23 de octubre de 2008

El tío

Esto no es una pipa de Magritte


Esas franelas eran blancas y decían SupleMin en letras azules. Entre el Suple y el Min había una cabeza de vaca con dos cachos largos que se arqueaban sobre las letras azules. En un equipo estaban Pedro Pablo y Eduardo, en el otro José Agustín y yo. A mí no me tocó franela porque me quedaba demasiado grande, era casi como andar en falda, y tampoco tocaba la pelota porque era muy pequeño y los balonazos me derribaban o me mordían, pero me bastaba con escuchar el eco de los rebotes encerrado y multiplicado entre aquellas paredes del galpón, con ese sonido placentero me daba por servido.

Afuera las muchachas se bañaban en la piscina, gritaban y se reían. Hacían un ruido incontrolable como de loras carcajeándose que sacaba de quicio a papá: “Dejen la grisapa, chica”, gritaba cada media hora. Y nosotros todavía decimos “grisapa”, aunque grisapa no aparece en ningún diccionario y tampoco nadie más la dice ni sabe lo que quiere decir. Por momentos me daban ganas de dejar el fútbol e ir con ellas a unirme a la grisapa, pero todavía estaba bravo con Amanda, y ella conmigo. No debí hacerlo, lo sé, pero es que me tenía harto y me dieron ganas de golpearla y tenía el martillo en la mano. Sangró un poco, gritó mucho, salió corriendo directo a acusarme con Tita, y Tita le respondió: “¿Te metió José Santos un martillazo en la cabeza? ¡Pues bien hecho, carajo, así lo tendrías!”.

Esa misma mañana temprano se había lanzado a la piscina un cangrejo de río y a todos nos dio asco. El asco y el miedo se parecen un montón, pero a veces llamarlo asco es más elegante y lo deja a uno mejor parado. Nadie se bañó por asco al cangrejo. Nadie, hasta después del desayuno, entonces estaba todo tan caliente y hacía tanto sol y las cosas respiraban ese vapor hirviente, todo lo respiraba menos la piscina que era lo único fresco en kilómetros a la redonda. Así que para las 10 ya nadie le tenía más asco al cangrejo. Otro día se había bañado allí también una iguana, era enorme, con cresta a púas, tenía aros negros en la cola y el que trabajaba en la casa nos dijo que mejor dejarla tranquila porque te daba unos latigazos con esa cola que no se te curan nunca. A la iguana no le teníamos asco, le teníamos miedo.

Cerca del borde de la piscina crecían árboles de tapara cuyos frutos verdes están seguro entre los verdes más bonitos y amables de toda escala cromática jamás. En la cocina, a mil grados centígrados y con la emoción de estarse jugando la final de un mundial, mi tío cocinaba sin mezquindades el almuerzo: ollas mondongueras rebosantes de pasta, pasta como para alimentar al barrio entero, tomaba impulso y le daba toques secretos a su receta personal de salsa con hongos, decenas de alcachofas, kilos de carne molida. Papá hablaba en la sala y la gente lo escuchaba, reían, se quedaban abismados aunque el cuento lo hubiera echado ya mil veces, papá siempre daba un giro de tuerca, metía un color que antes no estaba, acompañaba al personaje con un tic ensayado a solas quién sabe cuándo. La misma historia pero distinta. Lo que no cambiaba nunca era la mirada de mamá. Lo seguía viendo y escuchando con la misma fascinación de aquella época antes de todos, la época de esos mitos familiares en que él le dejaba notas de amor y poemas dobladitos sobre el escritorio. Hasta que mamá cayó, le agradeció el gesto y gracias a eso yo puedo echarles este cuento.

Muchos años después supe en clases de Teoría de la Comunicación de un tal Ferdinand de Saussure, a quien recuerdo mucho peor que todo lo demás (gracias a Dios). Saussure decía, en resumidas cuentas, que cuando uno escucha la palabra perro se le forma una imagen mental de ese perro. Y el perro mío no es exactamente el mismo que el tuyo, ni el de ella, ni el de aquél señor. Todos más o menos imaginan un perro que es su propio perro particular (si usted al visualizar el concepto perro se le arma un gato, usted tiene una idea muy singular de lo que es un perro o usted no tiene la somera idea de lo que un perro es). Y si algún día le haces la prueba a alguien de cómo es ese perro te describirá un afgano, el de más allá un boxer, ella un pequinés, el otro un labrador. Para mí el perro es callejero, marrón y está pintado sobre hoja blanca con trazo infantil. Mi perro me da un poco de vergüenza, es el perro de alguien que nunca maduró. Me consuela pensar que eso lo hace más mío. La palabra pipa no viene sola, viene acompañada de la boca que la fuma y sobre esa boca hay un bigote. La palabra cigarro también viene en la misma boca pero con el plano más abierto, es un cigarro prendido y quien se lo fuma se lo está gozando. Sí, en “cigarro” se le ve la cara al fumador. Y la palabra tío, la que a mí se me pinta en la mente cada vez que alguien me dice “yo tengo un tío”, es el mismo bigotudo fumador que prepara salsa para pasta. Es curioso esto de cómo funciona la mente, porque en lo más hondo el tío con el que más afinidad he tenido, sin decírselo jamás, es otro, mi tío Pedro.

Curioso también es que para mí la palabra charlatán siempre se me dibujaba con una Ch inmensa plateada sobre fondo brillante blanco. Pero como a los 25 conocí a un jefe que me modificó el concepto. Ahora cuando alguien dice que fulano es un charlatán yo pienso en ese jefe y en el fondo de mi cerebro se dispara inevitablemente un susurro “¡el coño de su madre, ese carajo!”.

Ah, para cerrar capítulo, he de agregar que la palabra “anfitrión” también tiene la misma cara de fumador bigotudo. Cuando se trata del femenino “anfitriona” -o de esa peculiar palabra que uno casi ni usa que se pronuncia “espléndida”- se me viene inmediatamente a la cabeza la imagen de la esposa del bigotón, mi tía Matilde, a quien papá alguna vez bautizó como Mapanare (la serpiente más venenosa del llano venezolano). Por culpa de papá a mi cada vez que me nombran una mapanare no veo una culebra, me da risa y también un fogonazo de nostalgia. Quién diría que “mapanare”, “anfitriona” y “espléndida” resultan palabras tan parecidas. Al final siempre es ella, sonriente, con las manos entrelazadas sobre el regazo, fumándose pasivamente los cigarrillos que no probó jamás.

Sigue rebotando sin que yo ose tocarla la pelota en el galpón de SupleMin, la fábrica que no resultó, el negocio que no fue, y sin embargo el tío no pierde la sonrisa. “Qué importa, si igual nos quedan las franelas y el espacio para que jueguen los niños”, qué maravilla poder ver los tropiezos con ese ánimo. Las muchachas gritan afuera en su peculiar grisapa que tantas ganas dan de dejarlo todo y unírseles. La iguana toma sol cerca de la piscina, el cangrejo ya ni porta, las taparas son más verdes que jamás. Papá sigue conversando y la gente lo escucha como si el mundo se hubiera borrado y lo único que existe en este instante es ese cuentote imposible sazonado con el olor de la salsa para la pasta. Hace hambre.

Hace unos días murió José Agustín Catalá, mi tío Catire. Sí, claro, el mismo bigotudo que siempre estuvo de fondo en todos y cada uno de los cuadros absurdos que esbocé. Una especie de supérheroe silencioso, risueño y fumador al que bautizaremos en secreto SupleMin. Me deja su muerte un sentimiento extraño que no sentía desde hace quince años cuando murió mi viejo, esa particular convicción de que un pedazo de universo importantísimo ya no puede ser nombrado ni concebido. O quizás sí -con el tiempo se podrá, me imagino- pero ahora sin él, curiosamente, todo ese trozo de mundo comenzará a ser, de a ahora en adelante, a la vez igual pero distinto.

viernes, 10 de octubre de 2008

La división de Ian Curtis



El director de videoclips Anton Corbijn -gran responsable de la estética que acompañó a bandas como Depeche Mode, Joy Division y los tempranos U2- se ha tomado el detallazo de regalar una película tan demoledora como necesaria para la humanidad: Control, la vida de Ian Curtis (2007), inspirada en el libro de Deborah Curtis, viuda del mítico cantante de los Joy Division y madre de su única hija.

Uno debería aprender, aunque tarde en aprenderlo la vida entera, que una cosa es el artista y otra es la persona de carne y hueso que porta y padece la genialidad. A veces adoramos la obra artística de alguien y luego al conocerle en persona lo encontramos decepcionante o impresentable. Anton Corbijn, como si fuera un dedicado astrónomo, se encarga de enfocarnos bien en su telescopio a la estrella escondida para luego descubrirnos también las nebulosas y los agujeros negros que la circundan y que inevitablemente acabarán por tragársela.

Ian Curtis era un joven introvertido de la clase media de Manchester, adicto a la música de David Bowie, Lou Reed e Iggy Pop, hincha del Manchester City (no del Manchester United, no del temible equipo ganador y rico de los diablos rojos sino del otro equipo de la ciudad, el humilde que viste de celeste y al que ya casi ningún niño inglés le quiere ir porque es como si un niño madrileño prefiriera al Rayo Vallecano por encima del Real Madrid). No era más que un típico joven de la clase trabajadora con dotes de poeta que un día decide hacerse el cantante de una banda sin mucho futuro a cuyos miembros conoce en un concierto de los Sex Pistols. Los Joy Division tomaron el nombre de una espantosa idea surgida del cerebro de los capos de la élite Nazi: crear un ejército de niños soldados alemanes para que se encargaran de lidiar con los niños judíos, lo mismo que hacían los adultos pero a escala, a esa brigada la bautizaron con el patético nombre de “La división alegría”.

Ian, a los 19, se casa con su noviecita Deborah de 18, y durante los primeros meses de matrimonio se va haciendo un nombre en la escena musical subterránea de finales de los 70. Y para 1979 eran ya papás de una nena a la que llamaron Nathalie. Hasta allí todo bien, el auge de una estrella que se lanza a vivir sus sueños y poco a poco los va alcanzando; pero ahora vamos con la otra mitad.

Dos cosas caracterizaron a Ian Curtis y lograron convertir a “La división alegría” (la de Manchester, claro, no la nazi) en un fenómeno de culto instantáneo: esas letras angustiosísimas cantadas por la voz robótica y nasal del vocalista y su baile epiléptico que a todos les parecía tan gracioso y tan apetecible de imitar. Lo que no se sabía era que el curioso baile epiléptico de Curtis no era una excentricidad, no era un asunto de mero estilo, sino que Ian Curtis realmente era epiléptico y cierto día cuando es testigo accidental de las convulsiones de otra mujer epiléptica se reconoce. Allí se da de bruces con el vértigo de verse reflejado en otro por dentro y por fuera, ese instante cambió al hombre y cambió al artista.



Se dice que Ian Curtis fue recetado para la epilepsia con al menos 5 fármacos distintos, en simultáneo, y cada uno de ellos tenía al menos 6 efectos colaterales de cuidado: alucinaciones, depresión, mareos, duplicación de los objetos en la visión, jaquecas, náuseas, somnolencia, dolencias gástricas, entre otros. Ah, y cuidado con el alcohol que en combinación con cualquiera de estas drogas lícitas resulta fatal. Muy importante, sobre todo cuando se es músico de una banda que está despegando como un cohete y cuando tu vida de hombre hogareño, amable esposo y padre ejemplar de una bebita de meses está cayéndose a trompada limpia con el rockstar oscuro y siniestro que ameritaba tener al frente Joy Division. Lo del Doctor Jeckyll y Mr Hide es mucho más que una metáfora, habitan por allí, existen, en todos, en uno. Pero en algunos más que en otros.

Ian se lanzó lleno de remordimiento y de dolor a vivir lo que le tocaba, una doble vida, una existencia escindida en dos mitades irreconciliables. Se enamoró a los 20 años de Annik, una periodista belga con la que se veía en las giras y que era la chica perfecta para acompañarse y para lucirse en esos escenarios, pero cuando regresaba con su maleta a cuestas a su casita en los suburbios de Manchester se moría de culpa al ver a su esposa y a su niña que lo recibían llenos de compota y papilla con los brazos abiertos. Allí se desmoronaba el hombre, se metía sus 6 pastillas temiendo un ataque de epilepsia y las pasaba con varias pintas de cerveza o con un litro de escocés.

Asegura la mujer de Ian Curtis en su libro que aquel nefasto día él había ido a casa para jurarle que dejaba la banda, que se retiraba, que había terminado su vida paralela con Annik, que quería ser un buen padre y que por favor lo aceptara como esposo de nuevo en su hogar. Pero para la mujer dolida la petición estaba fuera de lugar, ya es tarde, no te puedo perdonar, mejor recoges tus cosas y te vas. Esa noche Ian escribió su carta de despedida.

El 18 de mayo de 1980 se ahorcó en su cocina Ian Curtis, tenía 23 años.

Algunos aseguran que fue la depresión, que fueron los fármacos combinados con el whisky, que seguro fue el miedo a la enfermedad. No sé, pareciera que lo que de verdad lo mató fue algo aún más cruel que todo aquello, fue la culpa. En fin, algo mágico tenía que tener ese muchachito rimbaudiano para que lo estemos recordando y escuchando tanto 28 años después.