martes, 28 de enero de 2014

Con la música por dentro.


Ese loco de la Avenida Horacio tiene un vozarrón prodigioso. Cuando le pasas cerca te despeina, te mueve la ropa, te hace perder un poco el paso. Lo he escuchado a varias cuadras de distancia. Lo juro, no es una exageración, el tipo puede gritar durante horas y, cuando te das cuenta, está cuatro calles más allá.

Es un hombre moreno, de barba, debe medir cerca de dos metros. Le faltan los dientes delanteros, por allí asoma la lengua cuando grita o cuando ríe. Siempre está haciendo una cosa o la otra. Nos hemos acostumbrado a nuestras mutuas presencias, coincidimos todas las mañanas a eso de las 9; yo lo saludo a respetuosa distancia cuando nos cruzamos y él me sonríe con su sonrisa hueca. He sido cobarde, lo asumo, nunca me he acercado ni me he animado a hablarle. Es que tengo un preocupante imán para los locos. Creo que ven algo en mí que los hace sentirse identificados. Qué sé yo, será que le tengo miedo a encontrar en otros mi propio reflejo.

Me cae bien ese loco, tiene algo de anarquista, de contestatario, de irreverente, de antisistema. Lo he visto insultar a viva voz a policías y a militares que resguardan las zonas aledañas a los hoteles de lujo y embajadas. Los encara sin miedo. Les reclama en la cara que están allí fastidiándolo y perdiendo el tiempo mientras en otras partes pasan cosas. Cosas realmente graves de esas que es mejor no hablar y menos con esos hombres armados. Los uniformados lo escuchan (claro, no tienen otra opción) con la mirada clavada en el suelo o intercambiando sonrisas nerviosas. Pero nadie lo toca, nadie se le acerca. Es un loco que inspira respeto y que parece estar dispuesto a llegar a donde nadie en sus cabales se atrevería.

Hace unas semanas, coincidiendo con los días navideños, el loco apareció en la Avenida con unos audífonos puestos, de esos blancos típicos de iPod. Ahora el hombre canta y baila sin la mínima vergüenza, allí en el medio de la calle. Canta en una lengua que no logro descifrar, con el mismo vozarrón portentoso con el que antes insultaba o se desahogaba con un diámetro de varias cuadras de alcance. El tipo, se nota, está gozando un montón con esos audífonos metidos en las orejas.

Y claro, yo me preguntaba de dónde habría sacado ese aparato. Quién se lo habrá regalado en las navidades. A lo mejor alguien que lo tiró porque se compró uno nuevo. Lo habrá encontrado allí, escarbando entre la basura. Pero cómo hará el tipo para cargar la batería del iPod. Qué música estará oyendo ese loco. ¿Te imaginas que tengamos gustos musicales afines? Tengo que cuidarme, a veces yo también sin darme cuenta comienzo a caminar al ritmo de la música de mis propios audífonos y de pronto -me doy cuenta cuando los caminantes que vienen en sentido contrario me miran- ya estoy medio bailando.

Hoy lo vi de nuevo allí tirado sobre el césped, sentado en medio de un montón de ropas y bolsas negras. Esas cosas que son el hogar para quienes no tienen techo. Estaba cantando a capella con toda el alma y todos los huesos. Lo saludé con un gesto de cabeza y el tipo me sonrió sin dejar de cantar. Y entonces vi que el cable blanco del audífono flotaba en el aire. No se conectaba con ningún aparato, ese cable bailaba sobre el vacío. La música, ya lo sabemos pero ahora más que nunca, va por dentro.


miércoles, 8 de enero de 2014

Rojo sobre negro.


A veces el horror es tan grande, tan profundo, tan descomunal que no hay palabras. Se impone el silencio o la indignación. Porque articular una expresión que verbalice ese abismo hondo que sentimos no es posible, no aplica, es una inutilidad o un desatino.

Creo que eso fue lo que nos pasó ayer muchos venezolanos dentro y fuera de las fronteras. Nos quedamos en shock. Mudos. Indignados. Presos de pánico, dolor y frustración. Tan descolocados que no había (no hay) palabras para expresarlo. El asesinato de la actriz, modelo y ex Miss Venezuela, Mónica Spear, junto con su marido y en presencia de su pequeña hija de 5 años -quien resultara herida en una pierna cuando unos maleantes abalearon  el auto donde se habían quedados accidentados- fue como una bomba de realidad, asco y miedo que nos estalló en la cara. No significa que esta muerte pese más que las otras 25 mil que anualmente cobra el hampa en Venezuela, no se trata de que importe más porque se trate esta vez  de una figura pública querida dentro y fuera del país, sino que encaramos una muerte especialmente significativa, un símbolo más del horror impronunciable al que estamos sometidos nosotros y los nuestros en una sociedad descompuesta. Ayer el horror que todos conocemos quedó desvelado y se proyectó con toda su pestilencia al mundo entero. Un crimen más pero con resonancia internacional que evidencia el espanto en el que nos hemos convertido. Que pone el dedo en la llaga por tanta crueldad, por tanta impunidad, que señala una vez más con ahínco lo que ya sabemos: que en Venezuela una vida vale menos que un celular, un par de zapatos, un carro o cualquier bien material. Y que el hampa común no es otra cosa que una política de estado, que a los encargados de la seguridad nacional no les interesa solucionar el problema de la delincuencia, muy al contrario, la necesitan, se trata de un negocio: ya sea por razones ideológicas o económicas conviene tener al país decente aterrorizado mientras hay más de 15 millones de armas circulando entre el malandraje y donde nunca escasean las municiones para cargarlas y dispararlas. ¿De dónde viene tanto odio, tanto ensañamiento y tantas balas? No apuntemos las acusaciones hacia las víctimas, no caigamos en el lugar común de que fue porque se resistieron al asalto, porque no tenían guardaespaldas o porque estaban a la hora equivocada en el lugar equivocado; por supuesto que la culpa es de los delincuentes y de quienes tienen la responsabilidad de ponerles coto, apresarlos, hacer que se cumplan las leyes e imponer la justicia. Sí, es inevitable, además de lógico, considerar la inseguridad un asunto político. Y quien se niegue a considerarlo un asunto vinculado con la política es porque está de acuerdo con la situación. La ampara. La favorece. Se convierte en cómplice.

Para la inmensa mayoría de los venezolanos que vivimos fuera del país, la tragedia de Mónica Spear y su familia pone de manifiesto un temor silencioso que llevamos atrapado entre el pecho y la garganta todos los días: mañana nos tocará recibir la llamada fatídica que nos avisa que esta ruleta rusa finalmente le tocó a nosotros y los nuestros. Que la estadística está cada vez más cerca. Por ley de probabilidades falta cada vez menos para que nos toque directamente a nuestras puertas. El gentilicio a veces se convierte en una cruz que llevamos a cuestas, estemos donde estemos.

Algunos amigos me han reclamado que esté tan pendiente de Venezuela; palabras más, palabras menos, que “ya tú te salvaste, tú no estás acá, ya no vives el horror del día a día como nosotros, por lo tanto has perdido las razones para padecerlo”. El asunto, ojalá logren entenderlo, es que los que nos fuimos dejamos la mitad del alma en ese país. Ese es el país en el que crecimos y nos formamos, allí están nuestros padres, nuestros hermanos, sobrinos, familiares directos e indirectos, los amigos de toda la vida (esa familia que se escoge a lo largo de la existencia). Cada vez que leemos noticias de Venezuela se nos anuda el alma. Cada vez que hablamos con nuestra gente nos gana la náusea. Cada vez que vamos al mercado y lanzamos al carrito de la compra el papel higiénico, las medicinas, la harina pan, la leche, el pollo y los huevos, nos acordamos de que los nuestros no tienen o no pueden. Y les juro que dan unas ganas prodigiosas de teletransportarse a casa, abrazado ridículamente de esos rollos de papel tualé, para llevarle una porción de dignidad a nuestra gente.

Nostalgia es una palabra que etimológicamente proviene de nostos (regreso) y algos (dolor). Es el dolor causado por el pasado que vuelve, la añoranza por el hogar dejado atrás. Ya lo decía el poeta Ralph Waldo Emerson: Cada palabra alguna vez fue un poema. Yo no soy poeta, no tengo ese vuelo lírico en el verbo, no soy un mago de palabras, pero estoy convencido de que esa definición de nostalgia a los venezolanos se nos queda corta hoy día. No sólo es un dolor del pasado que vuelve, sino que también es el dolor que emana de la angustia del presente abominable y el dolor que se desprende del vértigo por el futuro que nos ha sido secuestrado (o, más bien, por la ausencia de futuro). Debería acuñarse un término que sumara esos tres dolores, que lograra encapsular en letras ese sentimiento de nostalgia repotenciada y atroz.

Hay una película monumental de Claude Lanzmann, Shoah (1985), una obra enorme no sólo por las nueve horas y media que dura sino, sobre todo, por su contenido. Es el cuento mil veces contado del holocausto judío pero contado con maestría por Lanzmann como si fuera la primera vez. Utiliza en esos 566 minutos apenas un plano de material de archivo, de resto son puras entrevistas con ancianos que sobrevivieron a los campos de concentración y también con nazis que estuvieron presentes en los campos de exterminio. Hay una secuencia en Shoah que no deja de rondarme, que me visita una y otra vez, es la de un viejo judío que da su entrevista al cineasta mientras le cortan el pelo en una barbería de Israel. Lo que vemos del anciano es su rostro reflejado en el espejo mientras el barbero le echa tijera. Lanzmann le pide que recuerde ese instante en el que, siendo un niño, los militares nazis lo apartan de su madre y de su hermana, es la última imagen que tendrá de ellas en la vida. El viejo se queda con la mirada clavada en el reflejo. Hace el intento de responder. Traga saliva. Se le frunce el entrecejo. Balbucea algo inentendible. Se pasa la lengua por los labios. Cierra los ojos. Toma impulso. Se frena. No sé cuántos minutos dura ese plano, son muchos, y se sienten como horas. Es evidente que dentro de la cabeza de ese pobre hombre hay un universo de dolor, con sus millones de muertos, con las innumerables violaciones, con los millares de abusos, con todas las humillaciones, con todas las cámaras de gas, todos los gritos, lágrimas y estallidos de la Segunda Guerra Mundial. Y al final, luego de esa pausa frente al espejo del barbero, el tipo sólo es capaz de responder un “No sé…”

Cada mañana, después de una caminata larga que me doy por los alrededores de casa, acabo metido en una iglesia de los Agustinos que queda a pocas cuadras. Allí hay un altar dedicado a la Virgen de Guadalupe. Me siento frente a ella y le hablo mentalmente como quien se dirige a una madre o una abuela. Leo siempre la oración que tiene a un costado, allí hay una frase que dice “Protege y bendice a tu nación mexicana”. Y yo siempre le agrego “Y a Venezuela, Lupita, ¡Coño, no te olvides de Venezuela!”. Sí, así con el “coño”. Ella sabrá entender.