jueves, 26 de julio de 2012

Un Dubái Feliz




El vuelo directo y sin escalas desde Atlanta a Dubái dura catorce horas y media. Pasamos con ojos de envidia (envidia de la mala, porque es mentira que exista de la buena) por los asientos-cama de la primera clase y nos encaminamos por el pasillo hasta la fila 48 donde estaban nuestros asientos.

–¿Me dejas la ventana? – preguntó Claire con esa carita de niña pelirroja de 4 años que pone cuando quiere pedirte algo realmente importante. Es una cara a la que ningún ser viviente, especialmente tratándose de mí, podrá decirle jamás que no.

Ocupó Claire su asiento junto a la ventanilla, a mí me tocó el abominable puesto del medio y a los pocos minutos llegó una señora de anteojos de pasta, pelo corto, forrada de negro, metro ochenta y 130 kilos de humanidad. Era la dueña del asiento del pasillo a la que bautizamos velozmente como la Dra. Beluga Whale. La Dra. Beluga se pasó las catorce horas de viaje practicando la mímica conmigo, asumió que sería incapaz de entender su inglés superior y por lo tanto se dispuso a hacerme señas –como quien intenta comunicarse con un chimpancé– para que le ayudara a prender y apagar la luz del techo o abrir y cerrar el ducto del aire acondicionado de su puesto.

Al aterrizar en Dubái fuimos recibidos al final de la oruga por un joven elegantemente ataviado, extrañamente parecido a Mowgli, el del Libro de la Selva, pero con un corte de cabello bastante moderno. Mowgli llevaba un cartelito con nuestros nombres, nos pidió los pasaportes y nos dejó esperando en una sala repleta de sofás de cuero y bandejas con dulces árabes y dátiles. Regresó a los pocos minutos y nos dijo que no teníamos que hacer el papeleo de inmigración, que ya todo estaba arreglado. Será la falta de costumbre, pero la verdad nos pareció un poco incómodo este tratamiento de eso que llaman VIP. Recogimos nuestras maletas, franqueamos las puertas deslizantes del aeropuerto y salimos a enfrentar a la noche dubaití. Y allí nos enteramos de que esa sensación térmica que te abofetea cada vez que sales al estacionamiento del aeropuerto de Maiquetía es un juego de niños comparado con lo que las noches veraniegas en el desierto te pueden deparar. Aquello era como respirar dentro de un horno provisto con un ventilador que te empuja el aire caliente directo a la cara.

Nos subimos a un taxi conducido por un personaje idéntico a Kiko Mendive pero con turbante y en árabe.  Mendive nos llevó por unas autopistas de ensueño a más de 120 Kph –una cosa prodigiosa, impecable, sin una miserable fisura, ni un bachecito, ni un solo faro sin luz– y allí recibimos la segunda y afortunadísima bofetada de la noche: lo que significa ir descubriendo poco a poco la silueta monumental del skyline de Dubái. No exagero si les digo que se trata de la imagen del Manhattan del año 2030 pero en medio del desierto. Un festival ostentoso de rascacielos, delirios arquitectónicos, luces que titilan y a veces, como en una feria futurística, recorren los edificios de subida y bajada desde la planta baja hasta la azotea. Todo un arsenal pirotécnico hecho a fuerza de cristal, hormigón, acero y electricidad.

Hicimos el chequeo en el hotel y caímos derrumbados en la cama, sumidos en una sensación de entre molidos y encandilados. A las tres horas nos despertamos, eran las 2 de la madrugada, teníamos hambre, pero no estábamos en lo absoluto claros si con ganas de desayunar, cenar o merendar. Esas cosas del jet lag, el cuerpo hace el viaje pero el cerebro –y quizá parte del alma– se nos queda flotando en alguna parte que no necesariamente es el puerto de partida y seguro no es el de llegada. 

Y así nos quedamos, escindidos y aturdidos, hasta el tercer día cuando volvimos a ser gente. Como amerita toda resurrección que se respete.




Mientras mi colega Maité y yo atendíamos a las jornadas del congreso al que habíamos sido invitados a Dubái, un asunto que giraba en torno a los llamados Giftened Kids (cómo identificar, educar y cultivar los potenciales de los niños superdotados), Claire se encargaba de planificar las actividades turísticas, gastronómicas, lúdicas, culturales y comerciales de cada tarde y cada noche. Uno de los súperpoderes de Claire –que sí, tiene varios, pero éste es uno de los más visibles a pepa de ojo para el resto de los mortales– es una capacidad prodigiosa para planificar una cantidad insólita de actividades que normalmente tomarían 72 horas para ser medianamente ejecutadas pero que bajo su tutela se logran hacer en menos de 12: “Hoy vamos a tomar el metro, nos bajamos en la estación de Deira, vamos al museo de Dubái, luego caminamos por esta calle de las especias unas siete cuadras hasta llegar a la Ría de Dubái, allí vamos a tomar un bote que cuesta 5 dírhams por persona y que nos va a dejar en la otra orilla donde está el mercado del oro, yo voy a comprar allí una perla negra,  luego vamos a cenar en una terracita al aire libre, después vamos a tomar un taxi que nos deja en el hotel Burj Al Arab (el que tiene forma de vela y queda en un islote y es el único de 7 estrellas y el más caro del mundo) y allí vamos a tomar el turibús nocturno que nos deja aquí mismito a dos calles de nuestro hotel justo la medianoche”. “Coño, mi Claire… ¿pero no es como mucho?, ¿tú crees que nos dé tiempo para hacer todas esas vainas?”. “Claro que sí podemos, ¿cuándo vamos a volver a Dubái? Eso sí, tenemos que salir YA”.

Y así lo hicimos, día a día y noche tras noche. Conocimos en una semana lo que a un visitante promedio le tomaría cerca de un mes. No sé qué hubiera sido de nuestras vidas si a mi mujer no se le hubiera ocurrido sumarse al plan. Ella fue –una vez más y como siempre– un motor de energía, de pasiones, de ideas lúcidas y de alegría que nos permitió conocer el lugar de una manera que hubiera sido imposible de haber viajado sin ella.

No encuentro una manera más adecuada para describir lo que encaramos en ese trozo de los Emiratos Árabes Unidos que esa expresión prosaica pero cargada de sentido(s) que encierra el venezolanismo “cagante”. Dubái es cagante en esa acepción que la hace sinónimo de fascinante, encantadora, impresionante, sobrecogedora (es en serio: ¿a quién se le habrá ocurrido fundar una ciudad en este desierto y con este clima de 40 grados a las sombra?); pero también lo es en la acepción de cagante que utilizamos para adjetivar algo que nos produce miedo.  Dubái es, en muchos aspectos, una extraña reproducción muy sui generis de esa sociedad que bien describía Aldous Huxley en Un mundo feliz.

Los oriundos de Dubái y del resto de los Emiratos Árabes Unidos, apenas el 20% de la población que allí habita, conformarían la casta de los Alfas. Son los ricos, los poderosos, los dueños del patio; los grandes señores con sus mujeres de una hermosura sin parangón (sí, lo son a pesar de todos los trapos que las cubren, al final esas telas resultan en vano, no logran disimular su belleza ni disfrazar su feminidad desbordada). El resto de los habitantes de Dubái, el 80% de quienes están allí, son extranjeros provenientes de otros países árabes, aunque la mayoría viene de la India y Pakistán, otros de China, Malasia, Filipinas, Bangladesh, Nepal y hasta te consigues con algunos inmigrantes de América Latina. Dependiendo de sus orígenes y de sus posibilidades económicas estos inmigrantes se van distribuyendo en las otras castas del Dubái Feliz: la de los Betas (serás rico y poderoso en Dubái pero jamás serás uno de los nuestros, eres simplemente un buen burgués que no nos estorbas), los Gammas (una enorme clase media de oficiantes casi todos chinos, malayos, indios o pakistaníes que se encargan de atenderte en las recepciones de hoteles, son los meseros de los restaurantes, los que atienden en los centros comerciales, los que te ofrecen y te llevan a los tours por el desierto) y luego vendrían los Deltas y Épsilones  que son la mano de obra más barata que pueda existir, una especie postmoderna de siervos de la gleba a quienes se les otorga permiso para vivir en Dubái pero a condición de que entreguen sus pasaportes, tienen prohibido dejar el país a menos que cuenten con un permiso de muy difícil trámite, ellos son los obreros que construyen los rascacielos a 50 grados bajo el sol. Son también los taxistas que tienen jornadas de trabajo entre las 7 de la mañana y las 11 de la noche con permiso para comer apenas durante media hora y una sola vez al día.  Los Deltas y Épsilones de Dubái viven en viviendas ubicadas en el centro de la ciudad, a veces hasta seis familias comparten espacio dentro de una misma habitación. 



Por otra parte, el tema del Congreso sobre niños superdotados, inserto dentro de este contexto del Brave New World del desierto, a veces cobraba matices de frialdad: “Tenemos que identificar quiénes son los superdotados, tenemos que crear centros especiales para ellos, con las mejores condiciones y con los mejores maestros del mundo, traerlos hasta aquí y darles a ellos y a sus padres todos los papeles y facilidades para que se integren a esta sociedad, los tenemos que preparar para que sean ellos los líderes del mañana, los encargados de construir y llevar las riendas del futuro en Asia”. Una suerte de Gattaca pero donde los elegidos no se juzgan por su ADN impoluto sino por sus resultados en tests especializados que indican que tienen un coeficiente intelectual superior a 130. Ellos serán la súper raza de los Alfa Plus. Al resto de los mortales –los normales de inteligencia promedio– nos tocará asumirnos como buenos Betas, Gammas, Deltas y Épsilones con permiso para vivir en ese Mundo Feliz cuyo soma está a la vista a donde quiera que gires la mirada: monumental, ostentoso, grandilocuente. “Aquí se está construyendo el nuevo equilibrio del mundo, que les quede claro”.

Por cierto, durante los últimos años en Dubái se han estado construyendo gigantescos desarrollos urbanísticos por medio de islotes artificiales que le han ganado espacios de tierra al mar de Golfo: Las Palmeras, El mundo (un mapamundi entero a 4 km de la costa donde el Reino Unido, todo él, es ya propiedad del cantante Rod Stewart) y próximamente se construirá también el más grande de todos bajo el ambicioso título de El Universo. Todas estas obras son, junto a la Gran Muralla China, de las pocas edificaciones hechas por el hombre que son visibles desde el espacio exterior.

Insisto, y me perdonarán lo soez, pero por todo lo anteriormente expuesto la experiencia dubaití resultó cagante en toda la vastedad del término.





Acabado el viaje nos subimos de nuevo al avión que nos llevaría de vuelta a casa luego de casi 24 horas de travesía. Claire esta vez me cedió la ventana –si llegaba a ponerme otra vez su carita de niña pelirroja de cuatro años me podía haber quedado tieso en ese asiento del medio de la fila 51–. Desde esa ventanilla pude ver la noche estrellada sobre Dubái, más tarde vi la medianoche sobre Bagdad (una ciudad que sólo había visto moverse en películas, noticieros y en aquellas imágenes infrarrojas y devastadoras de la Guerra del Golfo), luego vino el amanecer sobre Copenhague, digno de un cuento de Hans Cristian Andersen, el mediodía fue sobre Reikiavik y ahí me dieron ganas de lanzarme en paracaídas para aterrizar de panza sobre un géiser (y por supuesto recordé aquellas palmeras tropicales que se abrazan con los fiordos islandeses en el mapa que pliega magistralmente el poema de Eugenio Montejo). Nunca había visto un atardecer desde el cielo como el que se asomó ese día sobre Groenlandia, una masa titánica de planicies heladas y montañas cubiertas de nieve circundadas por un mar tan insoportablemente calmo que asemejaba un gigantesco animal acuático dormido durante la hibernación. Llegamos a Atlanta de madrugada y luego al D.F. mexicano (que es también una versión de Blade Runner, como la de Dubái pero distinta) a pleno mediodía . Sí, el mediodía del mismo día que habíamos dejado en Dubái la noche anterior.

Puedo jurar que fue demasiado para un mismo hombre en un solo día.

miércoles, 11 de julio de 2012

Ha muerto Ray, larga vida al Ray



Ha muerto el pasado 5 de junio el gran escritor/soñador estadounidense Ray Bradbury. Algunos sostienen que no es cierta la noticia de su muerte, que simplemente el hombre dio por concluido su experimento de 91 años en esta Tierra, se subió entonces a su nave espacial particular y despegó rumbo a esos mundos que tanto soñó y con los que nos hizo soñar. Seguirá, seguramente, escribiendo sus Crónicas marcianas pero ahora desde otro tiempo y otros espacios.Para quienes nos gusta la ciencia ficción es inevitable sentir con la partida de Bradbury una suerte peculiar de orfandad, más aún cuando en marzo de este mismo año fuimos sacudidos por la desaparición física de otro de nuestros grandes padres, el prodigioso ilustrador de cómics Jean Giraud, mejor conocido como “Moebius”.

Quizá los escritores que nos apasionan se puedan dividir en dos grandes especies: aquellos que nos dan ganas de leer y aquellos que nos estimulan las ganas de escribir. Bradbury era de una raza aún más especial y entrañable: la de los que nos producen, por igual, ganas de leer y de sentarnos a escribir.
Ray Bradbury, el eterno niño de Waukegan -esa pequeña población de Illinois de menos de cien mil habitantes que casi ni aparece en los mapas- fue siempre un animal extraño entre los raros. Su formación, más que en la escuela o en cualquier universidad, ocurriría en el seno de una biblioteca pública donde se encerró durante una década para leerse todo lo que allí se encontraba: clásicos, best sellers, revistas, folletines, publicaciones científicas, cómics. Y allí en ese lugar, rodeado de libros y siendo un joven bibliotecario, conocería también a quien fuera su compañera de vida en este mundo. Curiosamente, a pesar de la extensa obra, los galardones y las alabanzas, Bradbury nunca se consideró a sí mismo un autor de ciencia ficción; para él sus obras eran “fantasía”, tal vez como un mecanismo de defensa que supo desarrollar a partir de las críticas y desprecios por parte de sus contemporáneos adeptos a la ciencia ficción dura, quienes consideraron a Bradbury un representante por excelencia del subgénero de la ciencia ficción “blanda”.

La ciencia ficción de Bradbury, esa que nos ha legado en obras maravillosas como sus Crónicas marcianas, El hombre ilustrado, Fahrenheit 451 (título que corresponde a la temperatura a la que arde el papel), Las doradas manzanas del sol, El ruido del trueno y El verano de la despedida, entre tantísimas otras producciones –Bradbury escribió muchísimo, una obra heterogénea y prácticamente inabarcable donde también incursionó en el ensayo como en el sublime Zen en el arte de escribir- distaba en gran medida de las propuestas más duras de autores consagrados del género como Isaac Asimov, Frank Herbert, Arthur C. Clarke o Brian W. Aldiss. Se parecía más bien, con sus diferencias y particularidades, claro está, a esas propuestas más filosóficas o esos ensayos literarios de naturaleza antropológica de escritores como el polaco Stanislaw Lem. La ciencia ficción para Ray Bradbury no era un fin, era más bien un accidente. Un accidente sublime y afortunado (que también los hay). Por eso el sempiterno muchacho de Illinois no se preocupaba mayor cosa en explicar cómo funcionaba exactamente la nave que llevaba a los expedicionarios a Marte, a cuántos pársec por segundo viajaba y cómo hacía para dar los saltos por el hiperespacio evitando caer en agujeros negros o supernovas. Tampoco le quitaba el sueño (ni nos lo quitaba a sus lectores) el estarse explayando en las descripciones tecnológicas o en las bases científicas que supuestamente sirven para dar un piso sólido a las especulaciones ficcionales típicas de la ciencia ficción. La nave volaba y llegaba a Marte, y en Marte el paisaje se parecía al de la Tierra, punto. O era tal la desemejanza entre lo dejado atrás y lo recién conocido que los terrícolas no teníamos conceptos ni patrones de referencia ni palabras para poder comprender ese mundo extraño en el que habíamos ido a parar. Éramos incapaces, dada nuestra ceguera terrenal, incluso de verlo, mucho menos de aprehenderlo. Al contrario de la inmensa mayoría de los escritores de ciencia ficción, no le interesaba prever el futuro, se contentaba simplemente con sembrarnos la advertencia (y ya le tocará cosecharla a cada quien).



Quizá la fascinante peculiaridad de Ray Bradbury se deba a que hacía uso de ciertas convenciones características de la ciencia ficción pero para darles un giro de tuerca que acababa proponiendo una reflexión sobre las esencias más profundas de la humanidad. Por eso sus bomberos de Fahrenheit 451 no apagaban fuegos sino que los provocaban, los provocaban además para quemar libros (una historia inspirada en la anécdota histórica de aquella gran quema de libros ordenada por Hitler en Berlín, hecho que angustió terriblemente a Bradbury). Y por eso mismo, en El Picnic de un millón de años, la última de sus Crónicas Marcianas, el padre se lleva a su familia a ver finalmente a los marcianos, y los encuentran en su propio reflejo sobre las aguas: ¿quiénes son los marcianos? Los marcianos somos nosotros.

Pienso que precisamente en este extraño arte de convertir zapatos en sombreros (una cosa que en teoría parece sencillísima pero que en la práctica solo les queda bien a aquellos que cuentan con la maestría del gran Ray) se encuentra el meollo del asunto de por qué es tan importante que jóvenes y adultos se asomen a la obra de Bradbury. Hay que leerlo. Bradbury es, sin duda alguna, un imprescindible, independientemente de que nos guste mucho o poco la ciencia ficción. Porque es el gran maestro que nos lanza al futuro, al pasado remoto o a los confines del espacio exterior simplemente para que nos encontremos con nosotros mismos y nos demos cuenta de que los seres humanos no somos otra cosa que unas criaturas temerosas, perdidas en un mundo extraño (no hay que irse tan lejos, este planeta nos sigue siendo y pareciendo extrañísimo), buscando siempre explicaciones y formas de control -ya sean culturales, ideológicas, morales o literarias-, porque al final le tenemos pánico al sinsentido, franco pavor al absurdo, a que las cosas no se parezcan –o se parezcan en exceso- a las cuatro ideas que tenemos “claras” en la cabeza.

A lo largo de sus noventa años de vida –una vida por demás feliz, en permanente estadio de enamoramiento por la simple gracia de sentirse vivo, porque Bradbury tampoco fue jamás un autor atormentado ni poeta maldito, alcohólico o drogadicto ni un escritor de los que responde al estereotipo ya tan gastado del genio huraño “porque esta vida en este mundo miserable es asquerosa y yo vengo aquí a echarles la verdad en cara”- fueron muchos los fans de Ray que se le acercaron para agradecerle por todos los avances tecnológicos vaticinados en sus libros, y que finalmente se corporeizaron en la realidad. Le agradecían así por los walkman y los auriculares, también por las tabletas electrónicas, por los libros digitales, por los televisores de pantalla plana, por los circuitos cerrados de vigilancia, e incluso por el muro del Facebook y por los cajeros automáticos. Y a cada una de estas adjudicaciones Bradbury respondía: “yo no inventé el futuro, yo simplemente estaba hablando del amor que siento por la vida”. Por lo visto el viejo Ray no estaba haciendo otra cosa que filtrar sus propias memorias y sus propias emociones (las angustiosas pero las más vibrantes y cálidas también) por medio de la imaginación. La ficción y la escritura le habían servido de don y de medio para hablar de sí mismo, de las cosas que le preocupaban y también de aquellas que atesoraba y se negaba en redondo a dejar perder. Será por eso que incluso en el más futurístico o intergaláctico de los relatos de Bradbury hay siempre algo de nostalgia, un toque vintage, algo muy analógico y muy humano que subyace, algo que nos remite al pasado al tiempo que nos dispara hacia el futuro. Las artes contemporáneas –quizás sin saberlo, porque Bradbury es una especie de pionero invisible, la referencia de la que somos deudores pero que casi siempre termina alcanzándonos por medio de otros– parecieran estarse nutriendo de esta hermosa paradoja bradburiana: la alta tecnología necesita de un espíritu, de una piel caliente, un fantasma entrañable que habite dentro de la máquina, algo intangible bajo el maquillaje y el disfraz que nos conecte con la infancia y con tiempos felices; porque así realmente es la única manera en la que somos capaces de abrazarla y nos logra conmover. La ciencia ficción de Bradbury, como pocas, emocionan y conmueven.

Los relatos de Bradbury están llenos de memorias de su propia infancia, de recuerdos de su juventud, de instantes memorables grabados en su corteza cerebral y, sobre todo, en su generosa alma. Hace un año escaso, durante una entrevista a razón de sus noventa vueltas alrededor del sol, le preguntaban a Bradbury -con cierta ironía- qué planes tenía para el futuro: “Estoy planificando mi obra para los próximos diez años y espero que ustedes sigan aquí para acompañarme”. Qué belleza. Lástima que las risas, las del nonagenario y la de todos, no hayan quedado registradas; pero ciertamente las podemos imaginar y sentir.
El mundo soñado, experimentado y propuesto por Bradbury, para bien y para mal, es un lugar extraño poblado por una gente rarísima. “Bueno, comenzando por nosotros mismos, querido lector”, nos susurra la voz del gran Ray desde otro planeta que curiosamente sabemos se halla orbitando en lo más profundo de uno mismo.

Publicado originalmente en PezLinterna, revista especializada en la investigación y promoción de obras para jóvenes. 

viernes, 6 de julio de 2012

Libro-álbum y cómic: una frontera difusa



Brecht Evens: "Un lugar equivocado"

Tuve la suerte de sentarme una tarde de mayo del 2003 en una silla frente a uno de los cineastas que, en mi canon personal, resulta de los más importantes de las últimas décadas, el alemán Wim Wenders. Había en la escena también un sujeto vestido con camisa rosada y bermudas beige, armado con un cronómetro que le pendía del cuello, que se paraba detrás de Wenders y me hacía gestos de “quedan 3 minutos de entrevista”, “quedan 2 minutos”, “30 segundos”. Cuando el hombre del cronómetro me hacía gestos de cortar porque el tiempo había acabado, pasándose los dedos por el cuello como simulando una degollación, aventuré una última pregunta desesperada pues era consciente de que la vida difícilmente me sentaría frente al director otra vez: “Wenders, ¿qué cree usted que sucederá con el cine en el futuro, hacia dónde cree que se dirige, cómo intuye que será el arte de las películas mañana?”. Y yo juraba que Wenders me hablaría de la posibilidad del sensorama, que iríamos a cines donde las escenas no sólo se vieran y se escucharan, sino que sobre esas butacas seríamos capaces también de oler, tocar, sentir, degustar; pero Wim Wenders se sacó un as de bajo la manga y me respondió: “Estoy profundamente preocupado por el cine de hoy y, sobre todo, por el de mañana. Creo que el lenguaje audiovisual se está comiendo a sí mismo, sumido en un proceso de autofagia donde no hace otra cosa que repetirse y nutrirse de sí mismo. Veo demasiados cineastas que saben muchísimo de cine y han visto millares de películas; pero les falta empaparse de música, es obvio que les falta lectura, carecen de conocimientos de pintura, de escultura, de arquitectura. Me preocupa que en el futuro el cine muera indigestado de tanto comerse a sí mismo”.

Dicha esta perla incómoda, el hombre del cronómetro dio por cerrada la entrevista, se interpuso de un salto afectado entre Wenders y yo, haciendo gestos nerviosos para que el director fuera de inmediato a sentarse en otra silla donde sería entrevistado por una televisora francesa. Wenders se incorporó, esquivó con astucia al autoproclamado dueño del tiempo, estrechó mi mano y comentó algo a manera de despedida, una cosa que jamás olvidaré: “Y no podemos dejar de lado a los cómics, el cine tiene que beber de las fuentes del cómic, allí le veo una salida”.

Enki Bilal: Azul Sangre



Siempre he sido admirador del cómic y gracias a esa fascinación pude llegar a conocerle un primo cercano: el libro-álbum. Me parecen las formas expresivas contemporáneas que mejor recogen el mismo espíritu que llevó a nuestros ancestros a pintar sobre las paredes de las cavernas. Esa necesidad de iluminar nuestros sueños, vivencias y temores por medio de una imagen provista de cualidades narrativas; un intento auténtico por darle forma a nuestros deseos y angustias más primigenios, esos que nos han fascinado y robado el aliento desde los tiempos de la hoguera y que lo siguen haciendo hoy en las comunidades de cibernautas. Sin duda, con cómics y libros-álbum, nos encontramos ante unas de las expresiones artísticas más extraordinarias e innovadoras de las últimas décadas. Hablamos del curioso arte de leer textos e imágenes como un conjunto indisoluble. Leer las ilustraciones como textos y los textos como ilustraciones. Historietas, libros álbum, novelas gráficas, parecieran hermanarse bajo el manto del denominado arte secuencial por Will Eisner –para ponerle un nombre que intente aglutinarlos en un corpus medianamente coherente-; son medios expresivos que exigen del lector una gráfica de la palabra y una gramática del dibujo. Es imposible, y más que imposible es inútil, leer un cómic o un libro álbum como si fueran prosa sin ilustraciones. Nos hallamos frente a obras plurales que exigen el manejo de dos niveles distintos y coexistentes de significado: el verbal o textual (por una parte) y el pictórico o icónico (por la otra). Muchas veces la brecha entre las palabras y las imágenes es premeditadamente abultada, porque libros álbum y cómics buscan que en ese espacio en blanco, en ese vacío, se dé lugar la máxima participación del lector. La relación entre ambos niveles de significado no viene dada de antemano como una papilla lista para engullir, esa relación tiene que armarla el lector, e incluso tiene que aprender a lidiar con la indeterminación, con la duda y con la sospecha; pues allí –en esa relación signada por la distancia y el vacío- se gesta un lector que además es creador. No sólo creador de ese texto-icónico en particular que ahora lee, sino de otras obras alternativas que de allí pueden surgir, ramificarse, proyectarse. Pareciéramos estar en presencia de un medio de expresión poderoso, de un súper género en constante desarrollo y con final abierto, quizás más pertinente que la misma novela a la definición que planteó Mikhail Bakhtin “una polifonía de voces y lenguajes hábilmente entretejidos para conformar una totalidad que crece constantemente devorando a otros géneros, literarios y no literarios, adquiriendo así nuevas formas”.

Tal como señala David Lewis, historietas y libros álbum se encuentran en un estado constante de flexibilidad, apertura y fluidez que les permite nutrirse de otros géneros, absorberlos y así crecer en las posibilidades de diálogo entre palabras y palabras, palabras e imágenes, imágenes e imágenes. Difícilmente otro medio artístico exija una lectura tan absoluta y competente por parte del lector. 

Bastien Vivès: El gusto del cloro


Intentaré a continuación establecer algunos puentes o vasos comunicantes entre el cómic y el libro-álbum para así ahondar en sus posibilidades narrativas y estéticas que pueden enriquecer no sólo otros discursos, otras artes o medios expresivos, sino que pueden nutrirnos la vida misma de otros personajes, otras maneras de contar, otros colores y texturas; nuevas estéticas y nuevos contenidos para un mundo otro que ayude desde la ficción a hacernos mejor y más habitable éste.

1) Libros álbum e historietas -al menos las que nos resultan más interesantes desde su punto de vista creativo y por su aporte a la hora de expandir las fronteras de la lectura y la escritura- son obras “donde las palabras no repiten lo que muestra la ilustración ni viceversa. Su relación es de contrapunteo: se completan y complementan unas a otras” (Schulevitz, 1997). El pleonasmo que tanto uso y abuso ha tenido en las artes audiovisuales es prácticamente anulado e ignorado en estos territorios. Libros-álbum y cómics se asemejan en que no superarían la prueba de ser leídas, y sobre todo, comprendidas, en el medio radial. La ilustración implica un extra tan importante o más que la palabra; un añadido informativo que a veces llega a desmentir, potenciar o cobrar total autonomía con respecto a lo que dice el texto. Sin las ilustraciones la experiencia de lectura no se llevaría a cabo a plenitud, pues las ilustraciones son la historia. Para algunos, como es el caso de Kenneth Marantz, en este tipo de obras llega a ser más importante el cómo que el qué, porque es la ilustración quien aporta las texturas, subtramas, claves y guiños: “es más un objeto de arte visual que una obra literaria, para su selección debemos centrarnos más en los atributos visuales que en el texto” (Marantz, 1995).

2) La limitante del espacio, la imperiosidad de sintetizar para decir lo máximo posible en la mínima extensión, es algo común en cómics y libros-álbum. Y precisamente ese riesgo, esa crisis que impide explayarse o derrocharse, detona la creatividad como un poderoso catalizador.

3) Ambos medios artísticos son considerados, de alguna manera, como “orilleros”, “marginales”, “discursos menores”, “materiales hechos para un público infantil, juvenil o para adultos raros negados a crecer”. Y precisamente desde esos lugares alternativos apartados del discurso dominante de la Literatura y las Artes (las mayúsculas no son gratuitas), el libro álbum y el cómic se valen de una capacidad expresiva, de una licencia de experimentación, se ingenian para señalar como nunca antes se había visto –sin imponerse mayores autocensuras, sin complejos, esquivando la cómoda infelicidad de los lugares comunes- temas profundos desde una mirada particular que les redimensiona.

4) Nos encontramos frente a peculiares formas expresivas que perfectamente pudieran formar parte del espectro del audiovisual. Son piezas que simulan sonidos, simulan imágenes en movimiento, simulan diálogos, pensamientos, onomatopeyas, acciones, cambios de los ritmos narrativos, elipsis, transiciones, juegos espaciotemporales. Y, aunque carecen de los medios necesarios para ponerse a “sonar” y a “mover”, lo logran. Lo logran contundentemente.

5) Un buen libro álbum (al estilo de “Voces en el parque” de Anthony Browne) y un buen cómic (como pudieran ser “El eternauta” de Oesterheld o el “Maus” de Spiegelman) tienen el poder de tender importantes y sólidos puentes entre las generaciones. Cautivan a un lector de 10 como a uno de 100. Son obras tan simples en apariencia -pero tan complejas bajo la superficie- que resultan capaces de hablar en distintos registros simultáneamente. Cada quien, independientemente de su competencia lectora, de su grado de instrucción y de su acervo cultural puede extraer un disfrute, un aprendizaje, puede construir su propia mirada y fijarse en los focos de atención que mejor le parezca. Y en cada lectura siempre surgirá un nuevo guiño por descifrar. “El género que parecía destinado a ser el más sencillo y amable de la literatura infantil ha producido las mayores tensiones sociales y estéticas, porque ha aprovechado los recursos de dos códigos simultáneos y porque ha implicado a dos audiencias distintas” (Colomer, 1996).

6) Los juegos metaliterarios y metaficcionales encuentran en la historieta y en el libro-álbum un espacio para la experimentación. Juegan con las convenciones, las parodian, las trascienden, y así se señalan a sí mismas con el dedo como diciéndonos “soy una obra hecha por un autor, soy el producto de un proceso creativo”, de esa manera hacen conscientes a los lectores sobre cómo está funcionando el texto. La constructividad de la obra queda en evidencia, nos muestra sus costuras, sus trampas, desnuda el mecanismo con el que funcionan y el artificio que caracteriza a todo proceso creativo.

7) La voz del yo, esa propuesta subjetiva de un individuo que declara: vivo, pienso, siento, ahora existo y dejo constancia de mi existencia por medio de una obra –obra donde dejo mi marca personal de autoría-; no es territorio exclusivo del ensayo, es algo que también caracteriza y hermana a cómics y libros-álbum. Es frecuente en el discurso de las narrativas gráficas el recurso autobiográfico o autoreferencial y la inserción del autor como personaje dentro de su propia obra. Bien sea para señalar las dificultades del proceso creativo, para mirarse desde afuera filtrado por la lente de la parodia y el humor o para expandir los límites del relato tanto desde afuera como desde el interior del mismo.

8) El arte secuencial/narrativa gráfica se asemeja en sus estructuras de funcionamiento a la narración multimedia. Propone un lenguaje de avanzada que se adelantó a la lectura y la escritura en Internet tal como la abordamos hoy día con toda naturalidad. Nos plantea la posibilidad de leer varias cosas al mismo tiempo (imágenes, símbolos, palabras, composiciones gráficas, texturas, colores, simulaciones de acciones y sonidos), de armar el relato y ensamblar los fragmentos tomando decisiones que nos pierden o nos llevan por rumbos desconocidos, para dar marcha atrás o para adentrarnos en el nuevo sendero y perdernos aún más. Y esa pérdida que exige una relectura o un golpe de timón en el proceso lector no es algo negativo, muy al contrario, puede que sea muy beneficiosa esa desorientación que desde la misma concepción de la obra su autor está buscando despertar en el lector. Es una manera de desentrañar varios sentidos en simultáneo, de plantearse varias posibilidades de lectura, un texto que puede ser interpretado al mismo tiempo de diversas maneras. Ocurre con el cómic y con el libro álbum lo que ocurre con el cibertexto: el lector se comporta como un jugador y no como un voyeur, es más el conductor que acelera la locomotora que un simple espectador que viaja cómodamente en el tren mirando por la ventanilla.

9) El género del arte secuencial es profundamente paradojal, es decir, su esencia radica en la tensión que se desprende de dos líneas narrativas que se cruzan en sentidos distintos. El texto viaja en un sentido y dice algo que es distinto al sentido y al significado de lo que dice la ilustración. Roland Barthes señala que en los discursos paradojales la tensión entre líneas encontradas provoca una tercera tensión que cobra su sentido fuera del texto. Es decir, del cruce de ilustraciones con palabras (donde cada discurso complementa, contradice, contrasta o añade sentidos a lo que dice el otro) se desprende un nuevo significado que ocurre fuera de la obra y -utilizando una metáfora cinematográfica- se produce fuera de campo: tiene lugar en la cabeza del lector. Por esa razón, cada vez que nos asomamos a un libro álbum o a una historieta es siempre como si fuera la primera vez. Porque las paradojas que nos hicieron guiño en la primera lectura son enriquecidas o puestas en duda por nuevas paradojas que surgen con la relectura. Son textos que se redimensionan y cobran nuevos sentidos en cada aproximación. En eso se parecen mucho a la música que nos gusta, en que podemos enfrentarnos a la pieza centenares de veces sin que nos agote ni aburra, y en cada experiencia nos topamos con una emoción similar pero que al mismo tiempo es siempre distinta.

10) Nos proponen una mirada filtrada por la ficción, la lente de lo fantástico que cambia la visión de la realidad, es también algo común al cómic y al libro álbum. Por lo general no son medios de expresión que intenten copiar o representar de una manera fidedigna la realidad, al contrario, juegan a cruzar el mundo cotidiano con los mundos paralelos de la ficción. Asumen un reto constante para enriquecer o impactar la realidad con elementos fantásticos que la conviertan en otra cosa, la pongan en duda, nos obsequien otro punto de vista.

11) Cómics y libros álbum son medios artísticos que nos obsequian obras de formidable riqueza narrativa y estética ante las cuales tiene lugar una diáfana aproximación entre el receptor y la obra de arte, sin necesidad de que intervengan comportamientos ritualizados. En los terrenos del arte secuencial nos movemos con la naturalidad de niños que juegan libremente con palabras e ilustraciones, prescindiendo del acartonamiento y la distancia solemne que muchas veces imponen la Literatura, el Cine y la Pintura. Al indagar en las posibilidades y peculiaridades compartidas por la historieta y el libro álbum, encontramos que son medios expresivos asociados con la vanguardia. Tan vanguardista y tan experimental como la vanguardia que cobra cuerpo en un discurso cinematográfico, literario, musical o pictórico; pero en el cómic y en el libro álbum esa misma vanguardia parece “accesible”; para el perceptor se hace diáfana, cercana, comprensible. Eso mismo que pinta tan intrincado, complejo, heterodoxo y fragmentado, “textos para gente que sabe mucho” se hace perfectamente abordable mediante las propuestas del arte secuencial. En otras palabras, estamos ante formas artísticas tan juguetonas como irreverentes, son propuestas lúdicamente subversivas. Aquello riesgoso, nuevo, filoso, lo no convencional, se vuelve asimilable y natural cuando se nos invita a deambular por los espacios del cómic y del libro álbum. Y el perceptor se siente libre de opinar, jugar y ensamblar sin necesidad de sentirse un entendido en la materia. Este factor es de un potencial prodigioso. Estamos acostumbrados culturalmente a las estructuras narrativas y estéticas del realismo, sin estar conscientes de que estas estructuras se apoyan en códigos de información aprendidos, sumamente complejos, se fundamentan en una economía de significantes (como diría Susan Stewart); pero lo cierto es que ese tejido que subyace al texto realista es un artefacto textual invisible muy sofisticado “que crea dentro de nosotros la ilusión de un mundo real que compartimos con los personajes” (David Lewis: 1990). Cuando encontramos obras que se escapan de esas convenciones, obras que traicionan a los géneros establecidos o que subvierten el orden “natural” en que las cosas deberían ser contadas y representadas, tenemos dificultades para reconstruir un relato inteligible. Pero cuando todo esto ocurre en un cómic o en un libro álbum, bajamos la guardia, nos dejamos sumergir en la topografía del texto, nos damos licencia para viajar por territorios extraños con calma y con una sonrisa. Al arte secuencial le debemos esa magia que se desprende desde la simpleza y la aparente inocencia para retarnos y cultivarnos las competencias literarias.

12) Finalmente, el arte secuencial es el ambiente idóneo para que -a pesar de la limitante espacial que impone la viñeta o la dimensión de la hoja- se den cita a la exageración y el exceso. Son el lugar de tránsito regular para lo inconcebible y lo innombrable. Es un juego que invita a forzar la imaginación, a cuestionar la realidad, sus prejuicios y parámetros. Una puesta en abismo que nos confronta con el absurdo y nos hace sospechar de aquellas nociones que damos por sentadas y por incuestionables. De allí también su enorme potencial para enriquecer los discursos de la literatura y el cine fantásticos.

Paco Roca: Las calles de arena


Hay una metáfora que me gustaría asomar en este punto, la del niño que es enseñado a montar bicicleta por sus padres. Las primeras bicicletas a las que nos subimos suelen tener dos rueditas de apoyo, adicionales, para evitar que la falta de pericia nos derribe. Pero la experiencia de montar bicicleta no está completa hasta que alguien nos ayude a quitar esas rueditas y uno venza por sus propios medios las dificultades de la velocidad, el trayecto y el equilibrio. No es fácil quitar las rueditas de apoyo y lanzarse por una bajada a toda marcha, así que papá nos lleva a un lugar plano, abierto, y sostiene el sillín con su mano mientras nosotros pedaleamos. Hasta que un buen día el progenitor -en silencio- nos suelta y se queda atrás, y nosotros juramos que sigue allí sujetándonos del sillín para que no nos descalabremos. En ese instante hemos aprendido a montar bicicleta, es un instante mágico, imborrable. Funciona igual con la lectura. El texto realista sería como esa bicicleta segura que tiene adosadas sus rueditas de apoyo. Me gusta pensar en que el cómic y el libro-álbum son buenos padres, magníficos instructores, que nos ayudan un día a sacarle esas rueditas a la bici y nos ofrecen llevarnos de paseo sujetos del sillín. Pero después de un rato nos sueltan, nos dicen en silencio “Ahora tú solo, tú puedes”.

Ernest Hemingway sostenía una teoría sobre el cuento que me parece le encaja a la perfección a cómics y libros-álbum, la de concebir al buen relato como un iceberg. Lo importante no es lo que se cuenta, sino lo que subyace, lo que podemos inferir a partir de eso que apenas se asoma en la superficie. Una buena historia es la que nos permite intuir ese universo de anécdotas, personajes, atmósferas y sentimientos que se mueven por debajo de esas simples palabras e ilustraciones que vemos expresadas en la epidermis del texto. Mucho mayor es lo que podemos adivinar que lo que se nos explica. Me gusta la idea de pensar en los autores de libros-álbum e historietas como dignos herederos del legado de Hemingway; y como silenciosos padres y maestros de artistas tan más grandes como Wim Wenders.  

Jiro Taniguchi: El olmo del Cáucaso