jueves, 27 de noviembre de 2008

Aguacate



Mi amigo el Palillo pasó unos 10 años intentando hacerse ingeniero de la Universidad Simón Bolívar. Lo logró finalmente (o eso nos ha hecho creer) y hoy día es padre de dos niños hermosos, amante esposo y un profesional de primera. Pero lo más importante que hizo el Palillo en esos 10 años de ingeniería -donde verdaderamente mejor supo aplicar todas las derivadas, integrales y los límites que tienden al infinito que le intentaron inculcar durante esos dos lustros- fue una cosa llamada La máquina.


La máquina consistía en una ancha manguera con capacidad para tres tercios de cerveza Polar (es decir: un litro de batido de cebada) que terminaba en un embudo. Justo antes del embudo el Palillo diseñó y acopló una llave de paso. Las instrucciones para utilizar la máquina eran las siguientes: el bebedor se ponía de rodillas en el suelo con el embudo encajado casi hasta la garganta, un amable asistente vaciaba cuidadosamente desde las alturas el contenido de tres botellas de cerveza de 330 ml por la abertura superior de la manguera y cuando el bebedor estaba listo hacía girar la llave de paso y se tragaba de un solo golpe el litro de cerveza. Cuando el bebedor se reincorporaba descubría que se había convertido en pocos segundos en la versión trapito de sí mismo.


Palillo, para explicarnos bien cómo se debía utilizar la máquina en ilustrativas lecciones prácticas, decidió hacernos una demostración que acabó repitiendo 9 veces. Nueve veces se arrodilló y nueve veces activó la llave de paso y al final de la noche se había tragado nueve litros de cerveza (27 botellas de Polar de tercio). Despeinado y con cara de boxeador decidió, luego de culminar la gesta, que se iba a ir a su casa conduciendo su Fiat Uno azul.


Entonces yo, muchacho juicioso que apenas se había tomado 3 (quizás 4) de las máquinas del Palillo, le dijo: “Chamo, estás demasiado borracho. Ni de vaina te vamos a dejar que te vayas manejando en ese estado”. Y entonces me inmolé en nombre de la amistad –porque la verdad es que la fiesta podía seguir perfectamente sin el Palillo, siempre y cuando nos dejara La máquina-, deposité al Palillo de Trapo (y depositar no es una metáfora) en el asiento del copiloto de mi Chevette y lo llevé hasta su hogar. La última imagen que tengo es la del Palillo parado de forma muy extraña y en precario equilibrio frente al portón de su casa intentando hacer encajar la llave en la cerradura. Y aquí yo salgo del cuento, el resto me lo cuenta el propio Palillo.


Dice el Palillo que cuando por fin logró hacer encajar esa endemoniada cosita dentada en la cerradura entró a su casa y se fue directo a la cocina. Estaba muerto de hambre pues no había comido nada desde el almuerzo y lo único que tenía entre pecho y espalda eran los 27 tercios de cerveza. Entonces abrió la nevera y lo vio allí, solitario, iluminado en el centro del frío, como si fuera el único futbolista en el círculo central de un estadio. Un aguacate enorme, recontraverde, lisito, como de 2 kilos. Se armó de una cuchara y del salero y se metió aquel aguacate entero hasta que dejó sólo la pepa reluciente. Satisfecho por su doble proeza (el record absoluto de 9 máquinas más la aniquilación del aguacate de 2 kilos) y con la barriga pidiéndole unos pantalones talla 46, se dijo “ahora sí que estoy listo para acostarme a dormir”.


Y entonces el Palillo ha acuñado una frase para la historia: “Y aquí yo salgo del cuento, el resto me lo cuenta mi mamá”.


Resulta que el tipo se desviste, se acuesta en su camita y se arropa hasta el cuello. Qué rico, buenas noches, será hasta mañana. Eso sí, siente en medio de un sueño extraño que algo le recorre desde las tripas hasta la boca. Que algo se agita allá adentro estremeciéndolo desde la punta del pie hasta el último pelo. Y cuando por fin abre los ojos se da cuenta de que todo, absolutamente todo en su cuarto es verde. Las sábanas, las repisas de los libros, el suelo, las paredes. Todo es verde aguacate. Y su mamá –una de las damas más dignas y decentes que hayamos conocido jamás- está de pie en el umbral de la puerta con cara de pánico diciéndole: “Andrés, hijo mío, qué te pasa”. Y el Palillo le respondía como Linda Blair en El Exorcista, expulsando chorros verdes a propulsión por la boca, y además tenía la cachaza de gritarle: “¡Tú lo que estás es loca! ¡Tú estás soyada!”.


La madre del Palillo asegura que su hijo estuvo poseído lanzando chorros esmeralda por la boca y diciéndole que ella era loca hasta que de pronto él solito volvió en sí, le cambió la mirada, dio un vistazo a su habitación barnizada de verde, se limpio con el dorso de la mano la baba y dijo: “Coño, mamá, ¿qué me pasó?”. Salió corriendo y se encerró en el baño a liberar el estómago de los residuos de pasta de aguacate con cebada que no había utilizado en la redecoración de su cuarto.


Este cuento de La máquina y el aguacate tiene dos moralejas: 1) Que comerse dos kilos de aguacate con 27 cervezas es una experiencia similar a la de ser poseído por un demonio. 2) Que es sencillamente una belleza que siempre haya alguien que cuente lo que te pasó cuando ya uno no está.


viernes, 14 de noviembre de 2008

Teresa Carreño, 9:27 AM


Tengo cinco minutos para llegar hasta la Galería de Arte Nacional donde me están esperando; apuro el paso por el estacionamiento del Teresa Carreño y decido subir por las escaleras cercanas a la entrada del cafetín del teatro. Recuerdo que allí hay unos baños (mejor aprovecho que luego no sé cuándo pueda ir), giro a la derecha y me lanzo por el pasillo hacia los lavabos. Mi amigo Fedosy Santaella sostiene que en el pasillo que une al Ateneo de Caracas con el café Rajatabla hay una máquina del tiempo que se descompuso hace años y no tiene ni tendrá compón. En el pasillo que lleva a los baños del Teresa Carreño hay otra, parecida pero distinta, igual de máquina del tiempo e igual de descompuesta sin posibilidad de reparo.

Me adelanto a una compañía entera de bailarines que en zapatillas y mallas platinadas llenan el suelo de reflejos y al aire de un trinar como de periquitos en bandada. Me complace encontrar el último de los urinarios, el que está casi escondido contra el rincón, vacío. Mientras me lavo las manos soy testigo involuntario de una discusión entre bailarines donde un tercero tiene el tupé de opinar y echarle leña al fuego.

Salgo del baño y miro al reloj, faltan tres minutos para las 9.30. Cruzo frente a una puerta abierta donde una mujer de largas uñas rojas y pelo laqueado me observa desde atrás de un escritorio. Tiene cara de regaño, de que hice o estoy haciendo algo que no debía ser. Miro con mal disimulo hacia cualquier parte y escucho que me grita: Adiós, antipático, si quieres saludas.

Estoy a punto de volver sobre mis pasos, pero el tímido incorregible que me habita decide que eso no fue conmigo, que tiene que ser con alguien que viene más atrás. Volteo y efectivamente me sigue a pocos metros un gordito canoso y pelón. Ah, debe ser este el antipático que no saluda, menos mal. Y entonces sobreviene la tragedia.

-¿Y a mí tampoco me vas a saludar?- me dice el tipo. Se acerca y me clava dos sonoros besos en cada mejilla. Dos besos que retumban en todo el estacionamiento y rebotan contra las columnas multiplicando el eco. -¿Cómo te ha ido, mijo?

Yo hago un ejercicio titánico e instantáneo de cirugía reconstructiva –como diría mi padre- quitándole al tipo 20 kilos, restándole 15 años, injertándole cabello oscuro, quitándole arrugas de la cara, cambiándole los lentes y rebajándole papada. Conclusión: Mierda, quién coño será este pana.

-Bien y tú…-tartamudeo. Y pienso que la última vez que un extraño me saludó así de la nada fue para preguntarme si me podía oler los pies.
-Estás como perdido, dichosos los ojos que te ven –dice el gordito, me mira y pestañea más de la cuenta.
-Sí, vale, es que he tenido mucho trabajo y a uno ni ganas de salir le quedan –respondo con cara de estar sacando la cuenta mental de cuánto es 167 entre 13, 2.
-Pero mira, si hasta el acento se te ha pegado. Cualquiera juraría que eres de aquí.

Me quedo con la misma cara de antes pero ahora la división me la metieron dentro de una raíz cúbica y unos corchetes de elevado a la 9.

-¿Qué acento, pana?
- Che, pibe, y cuándo te volvés a La Argggggentina- me dice el tipo con una imitación de acento porteño francamente deplorable. La peor que uno pueda haber escuchado en la vida
-…¿A Argentina?
- ¿Loco, te nos escapás o te quedás a vivir en Caracas?- sigue el gordito y hace un gesto de querer tocarme la barriga con el índice. Lo esquivo como quien le huye a la brasa de un cigarro, ni me roza.

Estoy tan confundido que no me sale palabra. Como si algo me hubiera sacado de sitio y ahora estuviera viviendo a dos milímetros de mí mismo. Lo único que se me ocurriría es decirle: “Basta con lo del acento, estás haciendo este momento, además de raro, muy desagradable”. Pero me callo, sonrío al infinito y miro al techo que seguro hay una cámara de video y en cualquier momento alguien me va a decir: saluda a la cámara secreta esto es una joda. Pero no, no hay.

-Bueno, odioso, me voy que tengo mi clase a las 9.30. Te veo más tarde- se va el gordito taconeando aunque sin tacones, con aires de diva ofendida.
-Ojalá que no. Por favor, no- susurro. Y corro, literalmente, corro escaleras arriba.

Llego jadeando a las puertas de la Galería de Arte Nacional, aún no llega mi colega con quien me debía encontrar. Miro al reloj y siguen siendo las 9.27. Faltan tres minutos. Espero con la vista clavada en el piso, no sea cosa que si la levanto me descubra a mí mismo comprando a un buhonero una franela del Che.

El mundo es un lugar extraño. Y está habitado por una gente rarísima.

martes, 4 de noviembre de 2008

El silencio de Godfrey Reggio



Dicen que Godfrey Reggio se pasó 14 años sin hablar. Que a los 14 decidió hacerse monje, hizo votos de silencio y no volvió a emitir palabra hasta los 28. A los 28 sí que habló, pero lo que dijo no sale en ninguna parte. Lo que sabemos es que abandonó el templo, aterrizó sus ideas en blanco y negro, las metió en una carpeta y se fue con ella bajo el brazo a tocarle la puerta a unos tales Francis Ford Coppola y Geroge Lucas. Les habrá dicho, palabras más palabras menos –ya sabemos que el hombre tiende a la economía verbal-: Tengo una película donde nadie habla, la música va a ser de Philip Glass –que espero que acepte pues no he hablado con él-, me voy a recorrer millares de kilómetros buscando los planos y voy a tardar siete años haciéndola ¿Será que me la financian?

Y sí, le dijeron que sí.

Esa película se llamó Koyaanisqatsi (sí, ya sé, uno puede pasarse los mismos siete años aprendiéndose sólo el nombre de memoria), vocablo que en la lengua de los aborígenes hopi norteamericanos significa vida fuera de equilibrio, vida en turbulencia, vida en guerra. Una vida que clama por otro estado de vida. Koyaanisqatsi es una pieza extraña y conmovedora que algunos aventuran encasillar dentro del DocuArte (que es como decir PerroCanino). En fin, una sinfonía audiovisual hermosa y perturbadora donde durante más de cien minutos lo único que escuchamos (y vaya que es bastante, mucho más que suficiente) es la música de Philip Glass.

Una década después Reggio terminó la segunda entrega de la trilogía Qatsi, le llamó Powaqqatsi (vida en transformación); pero también es el nombre que los hopi dan al hechicero que roba energía a los seres vivientes de su entorno a cambio de poco o nada. Esta vez Reggio se recorrió 12 países, se llegó hasta el fin del mundo y quiso dar testimonio de las nuevas metrópolis creadas en esos mismos lugares donde hace apenas unos años tenían sus territorios las tribus que vivían en perfecta armonía con la naturaleza. Un canto angustiado por la globalización de la economía, el mercado y la tecnología: la aldea global que se consuma -y se consume- en una llamarada tóxica.

Finalmente la trilogía se cerró con Naqoyqatsi (2003), término hopi para hablar de la vida en guerra, pero también de la guerra de todas las guerras, del Apocalipsis. El hechicero ha llegado tan lejos que ya no hay vuelta atrás, el mundo agotado y herido no puede más que reventar con furia en un zarpazo. Dos años después de su estreno Katrina le borraba más de la mitad de la cara a New Orleáns, la ciudad natal de Godfrey Reggio.

Y él habrá pensado, aún con más razón que la mayoría: tanto que se los advertí.

Conocí una vez a alguien que se fue a Kampuchea a trabajar de voluntario con unos monjes. Aceptaban a extranjeros de otras religiones, sólo exigían votos de silencio y pobreza. Me contaba que las primeras dos semanas todo bien. Mucha introspección, mucho de ver el mundo como si fuera la primera vez que uno se asomara, mucho recogimiento, paz, oración y balance personal. A la tercera semana comenzó por las noches a escucharse el corazón latiendo. A la cuarta se sumaba al tambor del pecho un redoble de sangre palpitándole en las sienes. No pegó ojo durante semanas. Y entonces se sintió como el protagonista de Corazón delator, el cuento de Poe donde el corazón de la víctima no cesa de atormentar al asesino hasta que este confiesa el crimen.

Hay que pensar en el silencio de Godfrey Reggio: 14 años de mudez autoimpuesta. Todas las palabras ahorradas durante más de 5 mil días. Todas las ideas que fluyeron en más de 120 mil horas. Qué habrá escuchado de su corazón latiendo de 50 a 100 veces por minuto durante casi 7, 3 millones de minutos. Y cuántos le habrá dedicado a decidir exactamente qué carajos les iba a decir a Coppola y a Lucas algún día, cuando se saliera del claustro, abriera la boca y comenzara a hacer su cine libre de palabras.